Eran las nueve y, en el piso superior de una casa adosada de Westbourne Grove, Claudia Etienne se hallaba en la cama con su amante.
– Me gustaría saber por qué siempre se siente uno cachondo después de unos funerales -dijo Claudia-. La poderosa conjunción de la muerte y el sexo, supongo. ¿Sabías que las prostitutas victorianas solían complacer a sus clientes sobre las losas de los cementerios?
– Duro, frío y siniestro. Espero que les salieran almorranas. A mí no me animaría. Estaría todo el rato pensando en el cadáver putrefacto que tenía debajo y en los gusanos hinchados que entraban y salían por sus orificios. Qué cosas más extraordinarias sabes, querida. Estando contigo se aprende mucho.
– Sí -asintió Claudia-, ya lo sé.
Se preguntaba si él, lo mismo que ella, estaba pensando en algo más que datos históricos. «Estando contigo», había dicho, no «queriéndote».
Él se volvió para mirarla y apoyó la cabeza en una mano.
– ¿Ha sido muy espantoso el funeral?
– Ha conseguido ser tedioso y tétrico al mismo tiempo. Música en conserva, un ataúd que parecía reciclado, una liturgia revisada para no ofender a nadie, ni siquiera a Dios, y un clérigo que hacía todo lo posible por dar la impresión de que estábamos participando en algo que tenía un sentido.
– Cuando me llegue el turno -comentó él-, me gustaría que me quemaran en una pira funeraria junto al mar, como a Keats.
– Shelley.
– Como el poeta aquel, fuera quien fuese. Una noche cálida y ventosa, sin ataúd y con abundante bebida. Todos los amigos nadarían desnudos y luego bailarían alegremente alrededor de la hoguera, recibiendo mi calor. Y la siguiente marea se llevaría las cenizas. ¿Crees que si dejara instrucciones en el testamento alguien se encargaría de organizarlo?
– Yo no contaría con ello. Seguramente acabarás en Golders Green, como todos nosotros.
El dormitorio era pequeño y lo ocupaba casi por completo una cama victoriana de metro y medio de ancho, construida en latón ornamentado y con altas columnas coronadas por pomos, de las cuales Declan había suspendido una colcha también victoriana de retales, un tanto raída y deshilachada en algunos puntos. El suntuoso y multicolor dosel, reluciente de seda y satén, pendía sobre ellos cuando hacían el amor, iluminado por la lámpara de cabecera. Algunas hebras de seda colgaban sueltas y Claudia sintió de improviso el impulso de tirar de ellas. Al hacerlo, advirtió que la colcha estaba rellena de cartas viejas: los finísimos trazos negros de una mano muerta hacía mucho tiempo resultaban claramente visibles. La historia de una familia, los triunfos y problemas de una familia los presionaban desde lo alto.
El reino de Declan -a Claudia le parecía un reino- se extendía bajo ellos. La tienda y todo el inmueble eran propiedad del señor Simon -Claudia no conocía su nombre de pila-, que le alquilaba a Declan los dos pisos superiores por una suma ridícula y le pagaba con igual parsimonia para que llevara la tienda. El señor Simon siempre estaba presente, sentado con su casquete negro, ante un escritorio dickensiano al lado mismo de la entrada, para saludar a los clientes más preciados. Aparte de eso apenas participaba en las compras y las ventas, aunque sí controlaba el flujo del dinero. También dirigía personalmente la disposición de la parte delantera del local, a fin de exponer los muebles, cuadros y objetos más selectos de forma que destacaran. El fondo de la planta baja era donde Declan había establecido su dominio. Se trataba de un invernadero de vidrio reforzado con dos palmeras en cada extremo, los esbeltos troncos de hierro y las hojas, que temblaban al roce de la mano, de hojalata pintada de un verde brillante. Este toque de sol mediterráneo contrastaba con el aire vagamente eclesiástico del invernadero. Algunos de los paneles inferiores habían sido sustituidos por piezas de vidrio coloreado, curiosamente irregulares, procedentes de iglesias derribadas: un rompecabezas de ángeles de cabellos amarillos y santos con halo, apóstoles lúgubres, fragmentos de una escena de la Natividad o la Ultima Cena, viñetas domésticas de manos escanciando vino en copas o levantando hogazas de pan. Colocados en alegre desorden sobre una variedad de mesas y amontonados en sillas, estaban los objetos adquiridos por Declan, y era allí donde sus clientes personales revolvían, exclamaban, admiraban y hacían sus descubrimientos.
Y había descubrimientos que hacer. Declan, como Claudia reconocía, tenía buen ojo. Era un enamorado de la belleza, la diversidad, la rareza. Poseía conocimientos extraordinarios en temas de los que ella sabía muy poco; a Claudia le sorprendían tanto las cosas que sabía como las que ignoraba. De vez en cuando, sus hallazgos eran ascendidos a la parte delantera de la tienda y de inmediato perdía todo interés por ellos; el amor que sentía por sus adquisiciones era inconstante. «¿Comprendes, Claudia querida, por qué tenía que comprarlo? ¿Verdad que comprendes por qué no podía dejarlo pasar?» Acariciaba, admiraba, investigaba, se regodeaba con cada adquisición, le adjudicaba el sitio de honor. Pero al cabo de tres meses ésta había desaparecido de modo misterioso para ser sustituida por un nuevo entusiasmo. No intentaba en absoluto exhibir ordenadamente las piezas; estaban todas revueltas, las que carecían de valor y las buenas. Una figura conmemorativa en porcelana de Staffordshire que representaba a Garibaldi a caballo, una salsera agrietada del derbi de Bloor, monedas y medallas, aves disecadas bajo una cúpula de vidrio, sentimentales acuarelas victorianas, bustos en bronce de Disraeli y Gladstone, una pesada cómoda victoriana, un par de sillas art déco en madera sobredorada, un oso disecado, una gorra de oficial de las Fuerzas Aéreas alemanas totalmente acartonada.
Al examinar este último objeto, Claudia le había preguntado:
– Y esto, ¿cómo pretendes venderlo, como la gorra del difunto mariscal de campo Hermann Goering?
No sabía nada del pasado de Declan. Una vez él le había dicho con un marcado y poco convincente acento irlandés: «Pues claro, yo sólo soy un pobre chico de Tipperary, y mi mamá está muerta y mi papá se marchó Dios sabe dónde», pero ella no lo creyó. Su voz clara y cuidadosamente cultivada no ofrecía ningún indicio de su procedencia o su familia. Claudia suponía que, cuando se casaran -si se casaban-, él le contaría algo de su pasado, y si no ella probablemente preguntaría. Por el momento, cierto instinto le advertía que no era prudente y le imponía silencio. Resultaba difícil imaginárselo con una vida anterior ortodoxa: padres y hermanos, la escuela, el primer trabajo. A veces le parecía que Declan era un mutante exótico que se había materializado espontáneamente en aquella sala abarrotada de cosas y que extendía sus dedos adquisitivos hacia los objetos de siglos pasados, pero que carecía en sí de realidad salvo en el momento presente.
Se habían conocido seis meses antes, ocupando asientos contiguos en el metro un día en que se produjo una importante interrupción en el suministro de energía de la línea central. Durante la espera, en apariencia interminable, que se prolongó hasta que les dieron instrucciones de bajar del vagón y salir del túnel andando, él miró de reojo el ejemplar del Independent que llevaba Claudia y, cuando sus ojos se encontraron, le sonrió con aire de disculpa y dijo:
– Lo siento, es una descortesía, lo sé, pero tengo un poco de claustrofobia. Siempre me resulta más fácil soportar estas demoras si me entretengo leyendo. Normalmente llevo algo.
– Ya lo he terminado -contestó ella-. Puede cogerlo. Además, llevo un libro en el maletín.
Así que siguieron sentados juntos, los dos leyendo, los dos callados, pero ella muy consciente de tenerlo a su lado. Cuando por fin les anunciaron que debían abandonar el tren, no cundió el pánico, pero fue una experiencia desagradable y para algunos muy alarmante. Uno o dos graciosos reaccionaron a la tensión con comentarios de dudoso humorismo y fuertes risotadas, pero la mayoría la sobrellevó en silencio. Cerca de ellos había una señora mayor visiblemente angustiada, y medio la transportaron entre los dos, ayudándola a caminar por la vía. La mujer les explicó que estaba enferma del corazón y era asmática, y temía que el polvo del túnel pudiera provocarle un ataque.
Ya en la estación, una vez la hubieron dejado al cuidado de una de las enfermeras de servicio, él se volvió hacia Claudia y comentó:
– Creo que nos hemos ganado una copa. Yo, al menos, la necesito. ¿Vamos a buscar un pub?
Claudia se dijo que no había nada como un peligro común seguido de una benevolencia compartida para favorecer la intimidad, y que sería más prudente despedirse de inmediato y seguir su camino. Aun así, aceptó. Cuando por fin se separaron, ella ya sabía dónde acabaría la cosa. Pero no se precipitó. Nunca había iniciado una aventura amorosa sin la certidumbre interior de que controlaba la situación, de que era más amada de lo que amaba, más susceptible de causar dolor que de sufrirlo. Ahora no estaba segura de ello.
Hacía cosa de un mes que eran amantes cuando él le preguntó:
– ¿Por qué no nos casamos?
La sugerencia -Claudia no podía considerarla una propuesta- era tan sorprendente que ella permaneció unos instantes en silencio. Él prosiguió:
– ¿No te parece una buena idea?
Claudia se dio cuenta de que estaba sopesando seriamente la sugerencia sin saber si para él no era más que una de las ideas que exponía de vez en cuando, sin esperar que ella las creyera y, al parecer, sin que le importara mucho si las creía o no.
– Si hablas en serio -respondió despacio-, la respuesta es que sería una idea muy mala.
– De acuerdo; pero podemos prometernos. Me gusta la idea de un compromiso permanente.
– Eso es una contradicción.
– ¿Por qué? Al viejo Simon le encantaría. Podría decirle: «Estoy esperando a mi novia.» No se sentiría tan violento cuando te quedaras a pasar la noche.
– Nunca he visto que diera la más mínima muestra de sentirse violento. Dudo que le importara que nos dedicásemos a fornicar en la sala delantera, siempre que no asustáramos a los clientes ni estropeáramos el material.
Sin embargo, él empezó a llamarla «mi novia» cuando hablaba de ella con el viejo Simon, y a Claudia le pareció que no podía rechazar el apelativo sin quedar los dos como unos tontos y darle al asunto una importancia que no tenía. Declan no volvió a mencionar el matrimonio, pero a ella le desconcertó descubrir que la idea empezaba a arraigar en una parte de su mente.
Aquel atardecer llegó directamente del crematorio, saludó al señor Simon y pasó a la sala de atrás sin entretenerse. Declan estaba contemplando una miniatura. A ella le gustaba observarlo con el objeto que, por transitorio que fuera el afecto, despertaba momentáneamente su entusiasmo. Era un retrato de una dama del siglo xviii, el escotado corpiño y la escarolada pechera pintados con gran delicadeza, el rostro enmarcado por una alta peluca empolvada, de un atractivo quizás en exceso dulzón.
– Pagado por un amante rico, supongo. Tiene más aspecto de ramera que de esposa, ¿no te parece? Creo que podría ser de Richard Corey. Si lo es, se trata de un hallazgo. ¿Comprendes, querida, por qué tenía que comprarlo?
– ¿De dónde lo has sacado?
– De una mujer que había anunciado unos dibujos que creía originales. No lo eran. Esto sí.
– ¿Cuánto le has pagado?
– Trescientas cincuenta. Se habría conformado con menos, porque estaba bastante desesperada. Pero me gusta esparcir un poco de felicidad pagando un precio ligeramente más elevado de lo que se espera.
– Y vale tres veces más, ¿no?
– Algo así. Es preciosa, ¿verdad? La pintura, quiero decir. Detrás lleva un mechón de pelo enroscado. No creo que esto deba ir a la sala delantera; podrían robarlo en un segundo. La vista del viejo Simon ya no es lo que era.
– Yo lo veo bastante enfermo -apuntó ella-. ¿Por qué no le aconsejas que vaya al médico?
– Es inútil, ya lo he intentado. Detesta a los médicos y todavía más los hospitales. Le aterroriza la idea de que lo ingresen en uno. Para él, los hospitales son sitios donde muere la gente, y no le gusta pensar en la muerte. No es de extrañar, si al resto de tu familia lo han exterminado en Auschwitz.
En aquel momento Declan se apartó de ella para tenderse de espaldas y, mirando la seda de colores iluminada por el suave resplandor de la lámpara de cabecera, le preguntó:
– ¿Has hablado ya con Gerard?
– No, todavía no. Hablaré con él después de la próxima reunión del consejo.
– Mira, Claudia, quiero la tienda. La necesito. La he hecho yo. Todo lo que la distingue es obra mía. El viejo Simon no puede vendérsela a otro.
– Ya lo sé. Tendremos que procurar que esto no pase.
Pensó en lo extraño que resultaba ese impulso de dar, de satisfacer todos los deseos de su amante, como si quisiera compensarle la carga de ser amado. ¿O se debía a la creencia irracional y más profunda de que él merecía obtener lo que quería y cuando lo quería, en virtud sencillamente de su amabilidad? Y cuando Declan quería algo, lo quería con la insistencia de un niño malcriado, sin reservas, sin dignidad, sin paciencia. No obstante, Claudia se dijo que este deseo en particular era adulto y racional. La propiedad, que comprendía los dos apartamentos y toda la tienda, era una ganga por trescientas cincuenta mil libras.
Simon quería venderla y quería vendérsela a él, pero no podía esperar mucho más.
– ¿Has vuelto a hablar con él? -preguntó Claudia-. ¿Qué plazo nos da?
– Quiere que le diga algo antes de final de octubre, pero si puede ser antes, mejor. Está anhelando irse a tender sus viejos huesos al sol.
– Pero no encontrará otro comprador de un día para otro.
– No, pero si no le damos una respuesta concreta para esa fecha, la sacará al mercado y, naturalmente, pedirá más de lo que me pide a mí.
Claudia anunció lentamente:
– Le propondré a Gerard que compre mi parte en la empresa.
– ¿Te refieres a tus acciones de la Peverell Press? ¿Puede pagarlas?
– No sin dificultades, pero si está de acuerdo encontrará el dinero.
– ¿Y no puedes conseguirlo de otra manera?
Ella pensó: «Podría vender el piso del Barbican y venirme a vivir aquí, pero ¿qué clase de solución sería ésa?» Dijo:
– No tengo trescientas cincuenta mil libras guardadas en el banco, si quieres decir eso.
Declan insistió:
– Gerard es tu hermano. Seguro que te ayudaría.
– No tenemos mucha relación. ¿Cómo íbamos a tenerla? Tras la muerte de nuestra madre, nos mandaron a distintas escuelas. Apenas nos veíamos hasta que empezamos a trabajar los dos en Innocent House. Me comprará las acciones si cree que le conviene. Si no, no lo hará.
– ¿Cuándo se lo preguntarás?
– Después de la reunión del consejo del catorce de octubre.
– ¿Y por qué no antes?
– Porque entonces será el mejor momento.
Permanecieron acostados en silencio durante unos minutos. De pronto, ella propuso:
– Escucha, Declan, vayamos al río el día catorce. Vienes a buscarme a las seis y media y cogemos la lancha hasta la barrera del Támesis. No la has visto nunca en la oscuridad.
– No la he visto nunca. ¿Y no hará frío?
– No especialmente. Ponte ropa de abrigo. Llevaré un termo de sopa y vino. Te aseguro que vale la pena ver esas grandes masas que surgen del río oscuro y se ciernen sobre ti. Ven a verlo. Podríamos parar en Greenwich para cenar en un pub.
– Muy bien -aceptó-. ¿Por qué no? Iré. No entiendo por qué hemos de quedar ahora, pero iré si no tengo que ver a tu hermano.
– Eso puedo prometértelo.
– A las seis y media en Innocent House, entonces. Podemos salir antes, si quieres.
– Antes de las seis y media es imposible. La lancha no estará libre hasta esa hora.
Él observó:
– Haces que parezca algo importante.
– Sí -dijo ella-. Sí, es importante, importante para los dos.