38

La cita de Dalgliesh con Jean-Philippe Etienne, transmitida por Claudia Etienne, se había concertado para las diez y media, lo que le exigiría salir de Londres algo temprano. La hora de la cita era sorprendentemente precisa para un hombre que, cabía suponer, era dueño de su tiempo. Dalgliesh se preguntó si Etienne no la habría elegido para asegurarse de que, aun cuando la entrevista se prolongara más de lo esperado, no se sentiría en la obligación de invitarlo a almorzar. También eso le convenía. Almorzar a solas en un lugar extraño donde nadie lo conociera ni lo identificara, aunque la comida resultase decepcionante, un lugar donde pudiera comer con la confianza de que nadie sabría quién era y ningún teléfono podría localizarlo, constituía para él un placer infrecuente y, tras la entrevista, pensaba disfrutarlo al máximo. Tenía una cita en el Yard a las cuatro de la tarde y luego iría directamente a Wapping para oír el informe de Kate. No le quedaría tiempo para dar un paseo en solitario ni para explorar alguna iglesia de aspecto interesante pero, bien mirado, algo había que comer.

Estaba oscuro cuando salió y el día clareaba hacia una mañana seca aunque sin sol. Pero cuando se desprendió de los últimos arrabales del este de Londres y empezó a circular entre los colores apagados de la campiña de Essex, el dosel gris se iluminó hasta convertirse en una bruma blanca y transparente con la promesa de que el sol quizás acabaría atravesándola. Más allá de los setos recortados, entre los que esporádicamente se alzaba algún que otro árbol aturullado por el viento, los campos arados del otoño, con los primeros brotes verdes del trigo de invierno, se extendían hasta el horizonte lejano. Dalgliesh experimentó una sensación de liberación bajo el anchuroso cielo de East Anglia, como si el peso de una preocupación antigua y familiar se disolviera momentáneamente.

Pensó en el hombre al que iba a ver. Se dirigía a Othona House con escasas expectativas, pero no del todo desprevenido. No había tenido suficiente tiempo para investigar minuciosamente el historial de Etienne, pero se había pasado unos cuarenta minutos en la Biblioteca de Londres y había hablado por teléfono con un ex miembro de la Resistencia que residía en París, cuyo nombre le había sido proporcionado por un contacto en la embajada francesa. Ahora sabía algo de Jean-Philippe Etienne, héroe de la Resistencia en la Francia de Vichy.

El padre de Etienne había sido propietario de un próspero periódico y una imprenta en Clermont-Ferrand, y fue uno de los primeros y más activos miembros de la Organisation de Résistance de l’Armée. Cuando en 1941 murió de cáncer, su hijo único, recién casado, heredó el negocio y ocupó su lugar en la lucha contra las autoridades de Vichy y las fuerzas de ocupación alemanas. Al igual que su padre, era gaullista ferviente e intensamente anticomunista; desconfiaba del Front National porque lo habían fundado los comunistas, aunque muchos de sus amigos -cristianos, socialistas e intelectuales- pertenecían a él. Pero Etienne era solitario por naturaleza y trabajaba mejor con su propio grupo, pequeño y reclutado en secreto. Sin enfrentarse abiertamente con las principales organizaciones, se concentró en la propaganda antes que en la lucha armada, publicando su propio periódico clandestino, distribuyendo panfletos de los aliados lanzados desde el aire, proporcionando regularmente a Londres valiosa información e intentando incluso sobornar y desmoralizar a los soldados alemanes mediante la introducción de propaganda en sus campamentos. El periódico de la familia siguió editándose, pero ya no era tanto una publicación informativa como un periódico literario, con una cautelosa postura apolítica que permitió a Etienne recibir más papel y tinta de imprenta, entonces racionados y bajo estrecha supervisión, de los que le correspondían. Mediante una cuidadosa administración y utilizando toda clase de subterfugios, Etienne conseguía desviar parte de esos recursos a su producción clandestina.

Durante cuatro años llevó una doble vida con tanto éxito que ni los alemanes sospecharon nunca de él ni los miembros de la Resistencia lo denunciaron como colaborador. La profunda desconfianza que sentía hacia el maquis se incrementó cuando, en 1943, uno de los grupos más activos causó la muerte de su esposa al volar el tren en que viajaba. Etienne había terminado la guerra como un héroe; aunque no era tan conocido como Alphonse Rosier, Serge Fischer o Henri Martin, su nombre figuraba en el índice de los libros que trataban sobre la Resistencia de Vichy. Se había ganado sus medallas y su paz.

Menos de dos horas después de salir de Londres, Dalgliesh abandonó la A12 al sudeste de Maldon y se dirigió hacia el este cruzando una campiña llana y aburrida hasta llegar al atractivo pueblo de Bradwell-on-Sea, con su iglesia de campanario cuadrado y sus casitas de tablones pintadas en rosa, blanco y ocre, con cestos de crisantemos tardíos colgados en los portales. Anotó mentalmente el King’s Head como un posible lugar para almorzar. Una estrecha carretera conducía, según el indicador, a la capilla de St. Peter-on-the-Wall, y Dalgliesh no tardó en verla: un lejano edificio alto y rectangular que se recortaba contra el cielo. Al parecer se conservaba igual que cuando su padre lo había llevado allí por primera vez a los diez años de edad, con unas proporciones tan sobrias y sencillas como la casa de muñecas de una niña. Había un abrupto sendero peatonal que llegaba hasta la capilla, separado de la carretera por una valla fija de madera, pero la pista que conducía a Othona House, unos cientos de metros a la derecha, estaba abierta. Un poste indicador, de madera que empezaba a agrietarse y letras casi indescifrables, llevaba pintado el nombre de la casa, y eso, junto con la visión del apartado tejado y las chimeneas, le confirmó que aquella pista era el único acceso. Dalgliesh reflexionó que Etienne difícilmente habría podido ingeniar un método más eficaz para desalentar a los visitantes y, por unos instantes, pensó en recorrer a pie los novecientos metros que lo separaban de la casa antes que poner en peligro la suspensión. Una mirada al reloj le indicó que eran las 10.25. Llegaría casi exactamente a la hora convenida.

La pista que conducía hasta Othona House presentaba profundas roderas, y los baches aún estaban llenos de agua de lluvia de la noche anterior. Por un lado lindaba con campos arados que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, sin setos ni indicio alguno de habitación humana. A la izquierda había una ancha zanja bordeada por una maraña de zarzas cargadas de moras y, más allá, una hilera irregular de nudosos troncos retorcidos casi completamente cubiertos de hiedra. A ambos lados del camino, altas hierbas secas, ya dobladas por el peso de las vainas de semillas, se agitaban caprichosamente a impulsos de la brisa. Bajo su cuidadosa conducción, el Jaguar se estremecía y avanzaba a tumbos; Dalgliesh empezaba a lamentar no haberlo dejado a la entrada de la finca cuando los baches de la pista se hicieron menos frecuentes y las grietas menos profundas, y pudo recorrer los últimos cien metros a mayor velocidad.

La casa, rodeada por un muro de ladrillo alto y curvado que parecía relativamente moderno, seguía resultando invisible a excepción de los tejados y chimeneas, pero era evidente que la entrada quedaba de cara al mar.

Dalgliesh torció hacia la derecha para rodear el muro y por primera vez vio el edificio con claridad.

Era una casa agradable y bien proporcionada de ladrillo rojo descolorido por el tiempo, con una fachada casi con toda certeza de estilo reina Ana. El edificio central estaba coronado por un pretil holandés cuya curvatura reproducía la del elegante pórtico de la entrada principal. A los lados se extendían dos alas idénticas, con ventanas de ocho cristales bajo una cornisa de piedra decorada con un relieve de conchas. Estas conchas talladas constituían la única indicación de que la casa se alzaba en la costa, pero aun así parecía extrañamente fuera de lugar, con una simetría digna y una calma apacible más propias del recinto de una catedral que de aquel promontorio remoto y desolado. No había ningún acceso directo al mar. Othona House estaba separada de los rompientes por unos cien metros de marisma salada, una empapada y traidora alfombra de suaves tonos azules, verdes y grises, con retazos de un verde ácido donde las pozas de agua de mar refulgían como gemas engastadas. Dalgliesh alcanzó a oír el rumor del mar, pero en aquel día sereno, en el que apenas un ligero viento hacía susurrar las cañas, le llegaba con la suavidad de un blando suspiro.

Tiró de la campanilla y oyó su tañido apagado en el interior de la casa, pero transcurrió más de un minuto antes de que sus oídos captaran el rumor de unos pasos arrastrados. Se produjo el chirrido de un cerrojo al correrse y se oyó girar la llave antes de que, lentamente, se abriera la puerta.

La mujer que se quedó mirándolo con inexpresivo desinterés era anciana -seguramente, pensó Dalgliesh, se encontraba más cerca de los ochenta años que de los setenta-, pero no había nada de frágil en su carnosa solidez. Llevaba un vestido negro abotonado hasta el cuello y cerrado con un broche de ónice rodeado de aljófares sin brillo. Sus abultadas piernas surgían de unas botas negras de cordones y sus pechos sobresalían, informes como una almohada, por encima de un gran delantal blanco almidonado. Tenía la cara ancha, del color del sebo, y los pómulos eran dos crestas angulosas bajo los arrugados y suspicaces ojos. Antes de que él pudiera decir nada, le preguntó:

– Vous êtes le commandant Dalgliesh?

– Oui madame, je viens voir monsieur Etienne, s’il vous plaît.

– Suivez-moi.

La pronunciación de su apellido fue tan extraña que al principio le sonó raro, pero la voz de la mujer era grave y potente, y tenía una nota de confiada autoridad. Tal vez en Othona House fuera una sirviente, pero no era servil. Se apartó a un lado para dejarle pasar y Dalgliesh esperó mientras ella cerraba y aseguraba la puerta. El cerrojo situado por encima de su cabeza era grueso; la llave, grande y anticuada. La hizo girar con cierta dificultad. Las venas de sus manos moteadas y descoloridas por la edad resaltaban como cordones morados, y los dedos, fuertes y gastados por el trabajo, estaban retorcidos.

La mujer lo condujo por un corredor revestido de paneles hasta una habitación de la parte trasera de la casa. Pegando la espalda a la puerta abierta como si Dalgliesh fuera portador de alguna enfermedad contagiosa, anunció: «Le commandant Dalgliesh.» A continuación cerró la puerta con firmeza, como si se sintiera impaciente por alejarse de aquel huésped indeseado.

Tras la oscuridad del pasillo, la habitación le sorprendió por su claridad. Dos ventanas altas, de muchos cristales y provistas de postigos, daban a un jardín sin árboles cruzado por senderos de losas en el que al parecer se cultivaban verduras y hierbas aromáticas. La única nota de color la ponían unos geranios tardíos plantados en las grandes macetas de arcilla que bordeaban el camino principal. Era evidente que la estancia servía al mismo tiempo como biblioteca y sala de estar. Tres paredes estaban provistas de estanterías hasta una altura que podía alcanzarse sin esfuerzo, con mapas y grabados dispuestos sobre ellas. En el centro de la habitación había una mesa redonda cubierta de libros. A la izquierda, una chimenea de piedra con un sencillo pero elegante friso ornamental. Un pequeño fuego de leña ardía sobre la rejilla del hogar.

Jean-Philippe Etienne estaba sentado a la derecha del fuego en un sillón alto de cuero verde rematado con botones, pero no hizo ademán de levantarse hasta que Dalgliesh llegó casi a su lado; entonces se puso en pie y le tendió la mano. Dalgliesh percibió durante apenas dos segundos el apretón de la carne fría. En aquel momento le parecía que podía distinguir el contorno de cada hueso, la contracción de cada músculo del rostro de Etienne. Su figura enjuta se mantenía erguida, aunque andaba con rigidez, y su pulida elegancia no mostraba ningún indicio de decrepitud. El cabello gris era escaso y estaba peinado hacia atrás desde una frente despejada; la larga nariz sobresalía sobre una boca ancha y casi sin labios, las orejas grandes yacían planas contra el cráneo y, bajo los elevados pómulos, las visibles venas parecían a punto de sangrar. Etienne llevaba una chaqueta de terciopelo que recordaba un batín Victoriano sobre unos ceñidos pantalones negros. Con idéntica rigidez habría podido levantarse un terrateniente del siglo xix para recibir a una visita, pero su presencia, Dalgliesh lo advirtió de inmediato, era acogida con tan poco agrado en esa elegante biblioteca como lo había sido su llegada a la casa.

Etienne le señaló el sillón que había frente al suyo y volvió a sentarse. Luego dijo:

– Claudia me entregó su carta, pero le ruego que se abstenga de renovarme sus condolencias. No pueden ser sinceras. Usted no conocía a mi hijo.

– No hace falta conocer a una persona para lamentar que haya muerto demasiado joven y sin necesidad -replicó Dalgliesh.

– Tiene usted razón, naturalmente. La muerte de los jóvenes siempre resulta más amarga por la injusticia de la mortalidad: los jóvenes se van, los viejos siguen viviendo. ¿Tomará usted algo? ¿Vino? ¿Café?

– Café, por favor.

Etienne salió al pasillo y cerró la puerta a sus espaldas. Dalgliesh le oyó llamar, por lo que le pareció, en francés. A la derecha de la chimenea colgaba el cordón bordado de una campanilla, pero por lo visto Etienne prefería no utilizarla en su relación con el personal de la casa. Cuando regresó a su sillón, prosiguió:

– Tenía usted que venir a verme, lo comprendo, pero no puedo decirle nada que le sirva de ayuda. No sé por qué murió mi hijo, a no ser que fuera, como parece lo más probable, por accidente.

– Su muerte está rodeada de cierto número de singularidades que permiten suponer que pudo no haber sido accidental -objetó Dalgliesh-. Sé que esto debe de resultarle doloroso y lo lamento.

– ¿A qué singularidades se refiere?

– El hecho de que muriera por intoxicación de monóxido de carbono en una habitación que apenas visitaba. Un cordón de ventana roto que pudo partirse cuando tiraron de él, con lo que habría resultado imposible abrir la ventana. Un magnetófono desaparecido. Una llave de paso extraíble en la estufa de gas que pudo haberse retirado tras encender la estufa. La posición del cuerpo.

Etienne protestó.

– No me ha dicho nada nuevo. Mi hija estuvo ayer conmigo. Está claro que todos los indicios son absolutamente circunstanciales. ¿Había alguna huella en la llave del gas?

– Sólo un borrón. La superficie es demasiado pequeña para obtener nada útil.

– Aun tomándolas todas juntas, estas suposiciones son menos… ¿singulares, ha dicho usted?, que la sugerencia de que Gerard murió asesinado. Las singularidades no constituyen ninguna prueba. Paso por alto el asunto de la serpiente. Sé que en Innocent House hay un bromista malicioso, pero sin duda sus actividades no merecen la atención de todo un comandante de New Scotland Yard.

– La merecen, señor, si complican, oscurecen o están relacionadas con un asesinato.

Se oyeron pasos en el corredor. Etienne se dirigió inmediatamente hacia la puerta y la mantuvo abierta para dejar pasar al ama de llaves. La mujer entró con una bandeja en la que llevaba una cafetera, una jarrita marrón, azúcar y una taza grande. Depositó la bandeja sobre la mesa y, tras mirar de soslayo a Etienne, salió de la habitación. Etienne sirvió el café y le ofreció la taza a Dalgliesh. Era evidente que él no pensaba beber, y Dalgliesh se preguntó si se trataría de una argucia, no demasiado sutil, para situarlo en desventaja. No había ninguna mesita junto a su sillón, de modo que dejó la taza sobre la repisa de la chimenea.

Etienne volvió a su asiento.

– Si mi hijo ha sido asesinado, quiero que su asesino comparezca ante la justicia, aunque desconfíe de ella -le aseguró-. Quizá no sea necesario que le diga esto, pero es importante que se lo diga y que usted me crea. Si me encuentra poco servicial es porque no puedo prestarle ninguna ayuda.

– ¿Sabe si su hijo tenía algún enemigo?

– No conozco a ninguno. Sin duda tenía rivales profesionales, autores insatisfechos, colegas que no lo apreciaban, estaban molestos con él o lo envidiaban; eso es lo que suele pasar tratándose de un hombre de éxito. Pero no sé de nadie que pudiera desear su muerte.

– ¿Hay algo en su pasado o en el de usted, alguna injusticia, algún agravio antiguo o imaginario que hubiera podido provocar un rencor duradero?

Etienne hizo una pausa antes de responder y Dalgliesh advirtió por primera vez el silencio que reinaba en la habitación. El fuego crepitó de pronto con un pequeño estallido de llamas y una lluvia de chispas cayó sobre el hogar. Etienne miró el fuego.

– ¿Rencor? -repitió-. Hubo un tiempo en que los enemigos de Francia fueron mis enemigos y combatí contra ellos de la única manera que podía. Algunos de los que sufrieron deben de tener hijos y nietos. Me parece absurdo suponer que hayan decidido vengarse en mi hijo. Y luego está mi propia gente, las familias de los franceses que fueron detenidos y fusilados a consecuencia de las actividades de la Resistencia. Algunos podrían sostener que tenían un agravio legítimo, pero sin duda no contra mi hijo. Le sugiero que concentre su atención en el presente, no en el pasado, y en las personas que normalmente tenían acceso a Innocent House. A mi entender, ésa sería la línea de investigación más adecuada.

Dalgliesh cogió la taza. El café, solo, como él lo quería, aún estaba demasiado caliente para beberlo. Volvió a dejarlo en la repisa y prosiguió:

– La señorita Etienne nos ha dicho que su hijo solía venir a verle con regularidad. ¿Discutían ustedes los asuntos de la empresa?

– No discutíamos nada. Por lo visto, sentía la necesidad de mantenerme informado de los acontecimientos, pero no me pedía consejo ni yo se lo daba. Ya no me interesa la empresa; de hecho, apenas me interesó durante los últimos cinco años que trabajé en ella. Gerard quería vender Innocent House y trasladarse a Docklands. No es, creo, ningún secreto. Él lo consideraba necesario y sin duda lo era. Sin duda lo sigue siendo. Guardo un recuerdo confuso de nuestras conversaciones; hablaba de dinero, adquisiciones, cambios en la plantilla, alquileres, un posible comprador para Innocent House. Lamento que mi memoria no sea más precisa.

– ¿Pero los años que pasó usted en la empresa no fueron desdichados?

La pregunta, advirtió Dalgliesh, fue recibida como una impertinencia. Se había aventurado en un terreno prohibido. Etienne respondió:

– Ni felices ni desdichados. Desempeñaba una función, aunque, como le digo, en los últimos cinco años fue cada vez menos importante. Sin embargo, dudo que ningún otro trabajo me hubiera satisfecho más. Henry Peverell y yo hubiéramos tenido que marcharnos antes. La última vez que visité Innocent House fue para arrojar una parte de sus cenizas al Támesis. No volveré a ir.

Dalgliesh comentó:

– Su hijo tenía previstos diversos cambios, algunos, sin duda, mal acogidos.

– Todo cambio es siempre mal acogido. Me alegro de haberme situado fuera de su alcance. Algunos de los que sentimos aversión por ciertos aspectos del mundo moderno podemos considerarnos afortunados: ya no necesitamos vivir en él.

Al observarlo mientras por fin bebía a sorbos el café, Dalgliesh vio que el hombre estaba tan tenso como si fuera a saltar del sillón y se dio cuenta de que Etienne era un verdadero recluso. La compañía humana, excepto la de las pocas personas que vivían con él, le resultaba intolerable durante más de un breve lapso, y estaba llegando al final de su resistencia. Era hora de irse; no averiguaría nada más.

Unos minutos más tarde, mientras Etienne lo acompañaba hasta la puerta principal -una cortesía que no había esperado-, Dalgliesh hizo un comentario sobre la edad y la arquitectura de la casa. De todo lo que había dicho, fue lo único que suscitó en su anfitrión una respuesta interesada.

– La fachada es de estilo reina Ana, como supongo que usted sabrá, pero el interior es principalmente Tudor. La casa original que se alzaba en este lugar era mucho más antigua. Al igual que la capilla, está construida sobre las murallas del establecimiento romano de Othona; de ahí el nombre de la casa.

– Estaba pensando que me gustaría visitar la capilla, si me permite dejar el coche aquí.

– Por supuesto.

Pero concedió el permiso de mala gana, como si hasta la presencia del Jaguar en su patio delantero constituyera una intrusión perturbadora. Apenas Dalgliesh había cruzado la puerta cuando ésta se cerró firmemente a sus espaldas y se oyó el chirrido del cerrojo.

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