Mandy tenía intención de llegar temprano al trabajo a la mañana siguiente, pero, con gran asombro por su parte, al despertar descubrió que había dormido demasiado y que ya eran las nueve menos cuarto. Y muy probablemente habría seguido durmiendo si Maureen y Mike no se hubieran enzarzado en una de sus discusiones sobre la disponibilidad y el estado del cuarto de baño; como de costumbre, Maureen gritaba desde lo alto de la escalera y Mike le respondía vociferando desde la cocina. Al cabo de un minuto sonó un golpe en la puerta de su dormitorio, seguido inmediatamente de la irrupción de Maureen. Estaba claro que tenía uno de sus días malos.
– Mandy, esa puñetera moto que tienes ocupa toda la entrada. ¿Por qué no la dejas en el patio delantero como hace todo el mundo?
Era una queja perenne. La indignación despertó a Mandy al instante.
– Porque algún gilipollas me la robaría, por eso la meto dentro. Y la moto se queda dentro. -Luego añadió malhumorada-: Supongo que es demasiado esperar que el cuarto de baño esté libre.
– Está libre, si no te importa que esté hecho una mierda. Mike lo ha dejado asqueroso, como siempre. Si quieres bañarte, tendrás que limpiarlo tú misma. Y encima se ha olvidado de que esta semana le tocaba a él comprar papel higiénico. No sé por qué siempre he de ser yo la que piense en todo y haga todo el trabajo en esta casa.
Evidentemente, iba a ser uno de esos días. Ni Maureen ni Mike estaban en casa cuando Mandy llegó la noche anterior. Había subido a acostarse, aunque había intentado permanecer despierta, atenta al ruido de la puerta, deseosa de explicarles lo sucedido. Pero no había podido ser. Pese a sus esfuerzos, se había dormido. Y antes de estar vestida oyó dos violentos portazos en rápida sucesión. Se habían marchado, y Maureen ni siquiera se había molestado en preguntarle por qué no había vuelto al pub.
Las cosas no mejoraron cuando llegó a Innocent House. Esperaba ser la primera en dar la noticia, pero eso ya era imposible. Los socios habían llegado todos temprano. George, que estaba ocupado atendiendo una llamada, le dirigió una desesperada mirada de súplica al verla entrar, como si cualquier ayuda hubiera de ser bien recibida. Era evidente que la noticia se había extendido más allá de Innocent House.
– Sí, me temo que es verdad… Sí, parece que se trata de un suicidio… No, lo lamento pero no conozco los detalles… Todavía no sabemos cómo murió… Lo siento… Sí, ha venido la policía… Lo siento… No, la señorita Etienne no puede ponerse en este momento… No, el señor De Witt tampoco está libre. Si quiere que le llame alguno de ellos… No, lo siento. No sé cuándo estarán disponibles.
Colgó el auricular y comentó:
– Uno de los autores del señor De Witt. No sé cómo se ha enterado de la noticia. Quizás ha llamado a publicidad y Maggie o Amy se lo han dicho. La señorita Etienne me ha encargado que diga lo menos posible, pero no es fácil. La gente no se da por satisfecha con lo que yo les digo. Quieren hablar con alguno de los socios.
Mandy replicó:
– Yo no perdería el tiempo con ellos. Dígales: «Se equivoca de número», y cuelgue. Si insiste, ya verá como enseguida se cansan.
El salón estaba vacío. La casa parecía extrañamente distinta, extrañamente silenciosa, como si estuviera de luto. Mandy esperaba encontrarse a la policía en la oficina, pero no había ninguna señal de su presencia. En su despacho, la señorita Blackett se hallaba sentada ante el ordenador, mirando la pantalla como si estuviera hipnotizada. Mandy nunca la había visto tan desmejorada: estaba muy pálida y su rostro parecía haberse convertido de pronto en el de una anciana.
Mandy le preguntó:
– ¿Se encuentra usted bien? Tiene muy mala cara.
La señorita Blackett se esforzó por mantener la dignidad y el dominio de sí.
– Pues claro que no me encuentro bien, Mandy. ¿Cómo va a encontrarse bien alguno de nosotros? Es la tercera muerte que se produce en dos meses. Es espantoso. No sé qué le está ocurriendo a la empresa. Desde que murió el señor Peverell, nada ha vuelto a ir bien en la Peverell Press. Y me extraña que puedas estar tan animada; después de todo, la encontraste tú.
Parecía al borde del llanto. Pero había algo más: la señorita Blackett tenía miedo. Mandy casi podía oler su terror.
– Sí, bueno, lamento que haya muerto, claro -respondió con desasosiego-. Pero no es lo mismo que si la conociera, ¿verdad? Y además, ya era vieja. Y se lo hizo ella misma. Fue su elección. Debía de querer morir. Quiero decir que no es como la muerte del señor Gerard.
La señorita Blackett, con el rostro enrojecido, exclamó:
– ¡No era vieja! ¿Y qué si lo era? ¡Los viejos tienen tanto derecho a vivir como tú!
– No he dicho que no lo tengan.
– Es lo que has dado a entender. Deberías pensar más antes de hablar, Mandy. Has dicho que era vieja y que su muerte no tenía importancia.
– No he dicho que no tuviera importancia.
Mandy tenía la sensación de estar hundiéndose en un remolino de emociones irracionales que no podía comprender ni controlar. Y en aquel momento se dio cuenta de que la señorita Blackett estaba a punto de romper a llorar. Experimentó un gran alivio cuando se abrió la puerta y entró la señorita Etienne.
– Ah, estás aquí, Mandy. No sabíamos si te veríamos hoy. ¿Te encuentras bien?
– Sí, gracias, señorita Etienne.
– Parece ser que la semana que viene andaremos bastante escasos de personal. Supongo que tú también querrás marcharte en cuanto se desvanezca la emoción inicial.
– No, señorita Etienne, me gustaría quedarme. -Y en un destello de inspiración financiera, añadió-: Si parte del personal se marcha y hay que hacer más trabajo, creo que me correspondería un aumento de sueldo.
La señorita Etienne le dirigió una mirada que a Mandy le pareció más cínica y divertida que de desaprobación. Tras una pausa de unos segundos, respondió:
– Muy bien. Hablaré con la señora Crealey. Diez libras más por semana. Pero el aumento no es una recompensa por no marcharte. No sobornamos al personal para que trabaje en la Peverell Press ni cedemos al chantaje. Lo recibirás porque tu trabajo lo merece. -Se volvió hacia la señorita Blackett-. Es probable que esta tarde venga la policía. Puede que quieran utilizar otra vez el despacho del señor Gerard, es decir, mi despacho. De ser así, me instalaría en el piso de arriba con la señorita Frances.
Cuando se hubo retirado, Mandy preguntó:
– ¿Por qué no pide usted también un aumento? Tendremos una sobrecarga de trabajo si no contratan a algunos sustitutos, y eso puede llevar algún tiempo. Es lo que decía usted antes: tres muertes en dos meses. La gente se lo pensará dos veces antes de aceptar un empleo aquí.
La señorita Blackett había empezado a teclear, la vista fija en su libreta de taquigrafía.
– No, gracias, Mandy. Yo no me aprovecho de mis jefes en su hora de necesidad. Tengo algunos principios.
– Ah, bien, supongo que puede permitírselos. A mí me parece que se han estado aprovechando de usted durante veintitantos años, pero, en fin, usted verá. Voy a telefonear a la señora Crealey y luego haré el café.
Mandy había intentado hablar con la señora Crealey antes de salir de casa, pero su llamada no había obtenido respuesta. Esta vez sí la obtuvo, y Mandy dio la noticia sucintamente, ateniéndose a los hechos escuetos y omitiendo toda referencia a sus propias emociones. En presencia de la señorita Blackett, que escuchaba con represiva desaprobación, era prudente ser lo más breve y desapasionada posible. Los detalles podían esperar hasta su sesión de la tarde en el nido.
– He pedido un aumento -le anunció-. Me pagarán diez libras más por semana. Sí, eso mismo he pensado yo. No, he dicho que me quedaría. Esta tarde iré a la agencia en cuanto termine de trabajar y ya hablaremos.
Colgó el auricular. Era un síntoma del extraño humor de la señorita Blackett, pensó, que se hubiera abstenido de recordarle que no debía utilizar el teléfono de la oficina para sus llamadas personales.
En la cocina encontró más gente de la que normalmente solía haber antes de las diez. Los empleados que preferían prepararse su café de la mañana antes que pagar un tanto semanal por el brebaje del mismo nombre que servía la señora Demery, pocas veces aparecían hasta pasadas las once. Mandy se detuvo ante la puerta y oyó el rumor amortiguado de varias voces. Cuando abrió, la charla se interrumpió al instante y todos volvieron la cabeza con expresión culpable, pero al ver que era ella la recibieron con alivio y una halagadora atención. La señora Demery estaba allí, naturalmente, y también Emma Wainwright, la anoréxica ex secretaria personal de la señorita Etienne, que ahora trabajaba para la señorita Peverell, junto a Maggie FitzGerald y Amy Holden de publicidad, el señor Elton de derechos y contratos, y Dave, del almacén, que por lo visto había venido del número 10 con la excusa poco convincente de que en el almacén se habían quedado sin leche. Se percibía un intenso olor a café y alguien se había preparado unas tostadas. En la cocina reinaba un acogedor ambiente de conspiración, pero incluso allí Mandy notó la presencia del miedo.
– Creíamos que quizá no vendrías -comentó Amy-. ¡Pobre Mandy! Tuvo que ser horroroso; yo me habría muerto allí mismo. Si hay un cadáver en la casa, seguro que tú lo encuentras. Vamos, cuenta. ¿Se ahogó, se ahorcó, o qué? Ninguno de los socios quiere decirnos nada.
Mandy habría podido mencionar que no fue ella quien encontró el cuerpo de Gerard Etienne, pero se limitó a relatar los acontecimientos de la noche anterior. Sin embargo, aún no había terminado cuando se dio cuenta de que los estaba decepcionando. Había esperado con impaciencia ese momento, pero, ahora que era el centro de su curiosidad, se sentía extrañamente reacia a satisfacerla, casi como si hubiera algo indecoroso en convertir la muerte de la señora Carling en tema de chismorreo. La imagen de aquel rostro muerto y empapado, el maquillaje disuelto por el agua de manera que parecía desnuda e indefensa en su fealdad, flotaba entre ella y sus ávidos oyentes. Mandy no lograba comprender qué le sucedía, por qué sus emociones habían de ser tan confusas, tan desazonadoras en su perplejidad. Lo que le había dicho a la señorita Blackett era verdad: ni siquiera conocía a la señora Carling. Lo que experimentaba no podía ser aflicción. Por otro lado, no tenía motivos para sentirse culpable. ¿Qué sentimiento era, pues, el que la embargaba?
La señora Demery permanecía inexplicablemente callada. Estaba disponiendo tazas y platos en su carrito, sin decir nada, pero sus ojillos penetrantes se movían con rapidez de rostro en rostro como si cada uno de ellos encerrase un secreto que un instante de descuido le impediría vislumbrar.
– ¿Leíste la nota de suicidio, Mandy? -preguntó Maggie.
– No, pero el señor De Witt la leyó en voz alta. Venía a decir que los socios se habían portado muy mal con ella y que pensaba pagarles con la misma moneda. «Haré que sus nombres apesten», creo que decía. No me acuerdo muy bien.
– Tú la conocías mejor que muchos, Maggie -intervino el señor Elton-. Hiciste aquella gran gira de publicidad con ella hace unos dieciocho meses. ¿Cómo era?
– No causaba problemas. Me entendía muy bien con Esmé. A veces era un poco exigente, pero he hecho giras mucho peores. Y se interesaba por sus lectores; nada le parecía demasiada molestia. Siempre tenía una palabra amable cuando hacían cola para pedirle que les firmara un libro, y escribía lo que ellos querían, toda clase de mensajes personales. No era como Gordon Holgarth. Lo único que obtienen de él es una firma mal hecha, una mueca de desdén y una bocanada de humo de cigarro en la cara.
– ¿Crees que era del tipo suicida?
– ¿Hay un tipo suicida? No sé muy bien qué significan estas palabras. Pero si quieres saber si me ha sorprendido que se matara, la respuesta es sí. Me ha sorprendido. Y mucho.
La señora Demery habló por fin.
– Si es que se mató.
– Tuvo que hacerlo, señora Demery. Dejó una nota.
– Una nota muy curiosa, si Mandy la recuerda bien. Tendría que echarle un vistazo para quedar convencida. Y lo que está claro es que la policía no lo está. ¿Por qué razón se han llevado la lancha, si no?
– ¿Por eso nos han traído en taxi desde Charing Cross esta mañana, en lugar de venir en la lancha? -preguntó Maggie-. Creía que se había estropeado. Fred Bowling no ha dicho nada de la policía cuando ha venido a buscarnos.
– Le habrán ordenado que no hable, supongo. Pero vaya si se la han llevado: han venido esta mañana a primera hora y se la han llevado a remolque. Me figuraba que lo habían hecho antes de llegar yo, así que se lo he preguntado. Ahora la tienen en la comisaría de Wapping.
Maggie estaba echando agua hirviendo sobre los granos de café, pero se interrumpió con el cazo en el aire.
– ¿Quiere decir, señora Demery, que la policía cree que la señora Carling ha sido asesinada?
– No sé qué cree la policía. Sé lo que creo yo, y Esmé Carling no era de las que se suicidan. Ella no.
Emma Wainwright estaba sentada en un extremo de la mesa, asiendo con sus dedos largos y esqueléticos una taza de café. No había hecho ningún intento por bebérselo, sino que contemplaba el tenue remolino de espumeante leche como hipnotizada por la repugnancia.
En aquel momento alzó la mirada y comentó, con su voz áspera y un tanto gutural:
– Es el segundo cadáver que encuentras desde que llegaste a Innocent House, Mandy. Hasta ahora, nunca habíamos tenido esta clase de problemas. Acabarán llamándote la Mecanógrafa de la Muerte. Si sigues así, te será difícil encontrar otro empleo.
Mandy, enfurecida, escupió su réplica.
– No tan difícil como a ti. Por lo menos yo no parezco recién salida de un campo de concentración. Tendrías que verte. Das pena.
Durante unos segundos hubo un silencio horrorizado. Seis pares de ojos se volvieron rápidamente hacia Emma y se apartaron de inmediato. Ella seguía sentada, muy quieta, y de pronto se levantó medio tambaleándose y arrojó la taza de café contra el fregadero, al otro lado del cuarto, donde se hizo añicos con un ruido espectacular. A continuación, emitió un gemido agudo, prorrumpió en llanto y salió a toda prisa de la cocina. Amy lanzó un gritito y se enjugó una salpicadura de café caliente de la mejilla.
Maggie estaba escandalizada.
– No hubieras debido decir eso, Mandy. Ha sido una crueldad. Emma está enferma. No puede evitarlo.
– Claro que puede evitarlo: sólo lo hace para molestar a los demás. Y ha sido ella la que ha empezado. Me ha llamado la Mecanógrafa de la Muerte. Yo no traigo la mala suerte. No tengo la culpa de haber encontrado los cadáveres.
Amy miró a Maggie.
– ¿Crees que debería ir con ella?
– Será mejor que la dejemos en paz. Ya sabes cómo es. Está dolida porque la señorita Claudia ha tomado a Blackie como secretaria personal en lugar de a ella. Ya le ha dicho a la señorita Claudia que quiere irse cuando termine esta semana. En mi opinión, lo que le pasa es que está asustada. Y no sé si se lo reprocho.
Desgarrada entre una colérica necesidad de justificarse y un remordimiento que resultaba tanto más desagradable cuanto que muy pocas veces lo experimentaba, Mandy tuvo la sensación de que a ella también le aliviaría tirar los platos contra la pared y echarse a llorar. ¿Qué les estaba ocurriendo a todos, a Innocent House, a ella misma? ¿Era eso lo que la muerte violenta les hacía a las personas? Había supuesto que el día sería agradablemente emocionante, lleno de interesantes charlas y conjeturas, y que ella se convertiría en el centro de toda la atención. En cambio, había sido un infierno desde el primer momento.
Se abrió la puerta y entró la señorita Etienne.
– Maggie, Amy y Mandy, hay trabajo por hacer -dijo con frialdad-. Si no tenéis intención de hacerlo, sería mejor que lo dijerais francamente y os marcharais a casa.