El depósito de cadáveres de la autoridad local se había modernizado poco antes, pero su exterior permanecía intacto. Era un edificio de una sola planta del típico ladrillo gris de Londres, al que se accedía por un corto callejón sin salida, con un patio delantero delimitado por un muro de unos dos metros y medio de altura. No había número de calle ni rótulo alguno que proclamara su función; quienes tenían algo que hacer allí ya sabían cómo llegar. La imagen que ofrecía a los curiosos era la de una empresa poco activa y no especialmente próspera, donde las mercancías llegaban en camionetas sin distintivos exteriores y eran desembaladas con discreción. A la derecha de la puerta había un garaje lo bastante grande para dar cabida a dos camionetas de funeraria, que comunicaba a través de una doble puerta con una reducida zona de recepción a cuya izquierda había una sala de espera. Dalgliesh, que llegó un minuto antes de las seis y media, encontró en ella a Kate y Daniel esperándole. Se había intentado que la sala de espera resultara acogedora, para lo cual se la había provisto de una mesita baja y redonda, cuatro cómodas butacas y un gran televisor que Dalgliesh nunca había encontrado apagado. Acaso su función era menos de entretenimiento que de terapia; en sus imprevisibles ratos de ocio, los técnicos de laboratorio necesitaban sustituir, siquiera momentáneamente, la corrupción silenciosa de la muerte por las brillantes y efímeras imágenes del mundo viviente.
Dalgliesh advirtió que Kate había cambiado sus habituales pantalones y su chaqueta de tweed por unos tejanos y una cazadora a juego, y que se había recogido la gruesa trenza de cabello rubio bajo una gorra de montar. Sabía muy bien por qué. El también iba vestido de un modo informal. El olor entre dulzón y cítrico del desinfectante se volvía casi imperceptible a la media hora de estar allí, pero permanecía días enteros en la ropa e impregnaba todo el armario de olor a muerte. Enseguida había aprendido a no ponerse nada que no pudiera meter en la lavadora, mientras él se duchaba obsesivamente, alzando el rostro hacia el chorro a presión como si la mordedura del agua pudiese arrancar físicamente algo más que el olor y las imágenes de las dos horas anteriores. Dalgliesh debía reunirse con el comisionado en el despacho del ministro, en la Cámara de los Comunes, a las ocho en punto. De un modo u otro, tenía que encontrar tiempo para volver a su piso de Queenhithe y ducharse antes de acudir a la cita.
Recordaba vividamente -¿cómo habría podido olvidarla?- la primera autopsia a que había asistido cuando era un joven agente de paisano. La víctima del asesinato era una prostituta de veintidós años y la identificación formal del cadáver presentó ciertas dificultades, ya que la policía no había conseguido localizar a ningún pariente o amigo íntimo. El cuerpo blanco y desnutrido que yacía sobre la mesa, con los verdugones del látigo como estigmas morados, le había parecido en su pálida frigidez el testigo mudo y definitivo de la inhumanidad masculina. Al pasear la mirada por la sala de autopsias repleta de gente, la falange de la oficialidad, no había podido menos de pensar que Theresa Burns recibía en la muerte mucha más atención por parte de los agentes del Estado de la que había recibido en vida. Entonces el patólogo era el doctor McGregor, de la vieja escuela de individualistas egregios, un estricto presbiteriano que insistía en realizar todas las autopsias en olor -espiritual, ya que no físico- de santidad. Dalgliesh recordaba su reprimenda a un técnico que había respondido con una breve risa al comentario ingenioso de un colega: «En mi depósito no admito risas. No es una rana lo que estoy disecando aquí.»
El doctor McGregor no aceptaba música profana mientras operaba y sentía predilección por los salmos métricos, cuya lúgubre cadencia tendía a reducir la velocidad del trabajo además de entristecer el espíritu. Sin embargo, había sido una de las autopsias de McGregor -la de un niño asesinado-, acompañada por el Pie Jesu de Bach, lo que había inspirado a Dalgliesh uno de sus mejores poemas, y suponía que debía sentirse agradecido por ello. A Wardle le importaba muy poco qué clase de música sonaba durante su trabajo, siempre que no fuera pop. Esta vez tendrían que escuchar las familiares e insustanciales melodías de la FM clásica.
Había dos salas de autopsias, una con cuatro mesas de disección y otra con una sola mesa. Esta última era la que Reginald Wardle prefería para los casos de asesinato, pero, como la habitación era pequeña, se produjo una aglomeración inevitable cuando los expertos en muertes violentas empezaron a ocupar sus puestos a fuerza de empellones: el patólogo y su ayudante, los dos técnicos del depósito, cuatro agentes de la policía, el oficial de enlace con el laboratorio, el fotógrafo y su ayudante, el encargado de analizar la escena del crimen y los expertos en huellas digitales, además de un patólogo en prácticas a quien el doctor Wardle presentó como doctor Manning, al tiempo que anunciaba que tomaría notas del procedimiento. Le disgustaba utilizar el micrófono suspendido. Dalgliesh pensó que, con sus monos de algodón pardo, los miembros del grupo parecían un puñado de empleados de mudanzas poco activos. Tan sólo las fundas de plástico para el calzado permitían suponer que tal vez su misión fuera algo más siniestra. Los técnicos ya llevaban puesta la mascarilla facial, pero con el visor todavía alzado. Más tarde, cuando recibieran los órganos en el cubo y los pesaran, el visor estaría bajado como medida de protección contra el sida y contra el riesgo, más frecuente, de la hepatitis B. El doctor Wardle, como de costumbre, sólo llevaba una bata verde claro sobre los pantalones y la camisa. Al igual que la mayor parte de los patólogos forenses, se tomaba su propia seguridad con gran despreocupación.
El cadáver, empaquetado y precintado en su mortaja de plástico, yacía sobre el carro en la antesala. A una indicación de Dalgliesh, los técnicos rasgaron el plástico y lo apartaron. Se produjo una pequeña explosión de aire, parecida a un suspiro, y el plástico crepitó como una carga eléctrica. El cuerpo quedó al descubierto como si fuera un enorme pastel de Navidad. Los ojos habían perdido su brillo; sólo la serpiente sujeta a la mejilla con cinta adhesiva, su cabeza taponando la boca, parecía conservar cierta vitalidad. Dalgliesh experimentó un intenso deseo de ordenar que la retirasen -sólo así el cuerpo recobraría cierta dignidad- y se preguntó fugazmente por qué había insistido en mantenerla donde la habían encontrado hasta el momento de la autopsia. Tuvo que hacer un esfuerzo para no extender la mano y arrancársela él mismo al cadáver, pero se contuvo y procedió a efectuar la identificación formal, estableciendo así la cadena de los hechos.
– Éste es el cadáver que vi por primera vez a las nueve cuarenta y ocho del viernes quince de octubre en Innocent House, Innocent Walk, Wapping.
Dalgliesh sentía un respeto considerable por Marcus y Len, tanto en lo personal como en su función de técnicos del depósito. Había personas, entre ellas algunos miembros de la policía, a las que les resultaba difícil creer que alguien pudiera trabajar voluntariamente en un depósito de cadáveres, como no fuera para satisfacer una compulsión psicológica excéntrica, si no siniestra, pero Marcus y Len parecían dichosamente libres incluso del tosco humor negro que algunos profesionales utilizaban como defensa contra el horror o la repugnancia, y realizaban su tarea con una competencia desapasionada, con una calma y dignidad que él encontraba impresionantes. Además, también había tenido ocasión de comprobar las molestias que se tomaban para dejar presentables a los cadáveres antes de que fueran a verlos los parientes más cercanos. Muchos de los cuerpos sometidos a disección clínica ante sus ojos eran de ancianos, enfermos o fallecidos de muerte natural, lo cual, aun siendo una tragedia para sus seres queridos, difícilmente podía ser motivo de angustia para un desconocido. Pero a Dalgliesh le habría gustado saber cómo estos hombres se enfrentaban psicológicamente a los jóvenes asesinados, los violados, las víctimas de accidente o violencia. En una época en que al parecer ningún pesar, ni siquiera los inherentes a la condición humana, podía soportarse sin la ayuda de un consejero, ¿quién aconsejaba a Marcus y a Len? Al menos, debían de ser inmunes a la tentación de deificar a los ricos y famosos. Allí, en el depósito de cadáveres, reinaba la igualdad definitiva. Lo que les importaba a Marcus y a Len no era el número de médicos eminentes que se había congregado en torno al lecho mortuorio ni el esplendor de los funerales previstos, sino el estado de descomposición del cuerpo y si sería necesario acomodar al cadáver en el voluminoso frigorífico.
La bandeja sobre la que yacía el cuerpo, ahora desnudo, fue depositada en el suelo para que el fotógrafo pudiera moverse a su alrededor con más facilidad. Cuando éste se manifestó satisfecho de las primeras fotos mediante un gesto de la cabeza, los dos técnicos le dieron la vuelta al cuerpo con suavidad, procurando que no se desprendiera la serpiente. Finalmente, con el cuerpo boca arriba, levantaron la bandeja y la colocaron sobre los soportes que había al pie de la mesa de disección, el agujero redondo encima del sumidero. El doctor Wardle efectuó su acostumbrado examen general del cadáver y acto seguido centró su atención en la cabeza. Arrancó la cinta adhesiva, retiró cuidadosamente la serpiente como si se tratara de un ejemplar biológico de extraordinario interés y empezó a examinar la boca, con todo el aspecto, pensó Dalgliesh, de un dentista excesivamente entusiasta. El comandante recordó lo que Kate Miskin le había confesado en cierta ocasión, cuando hacía poco que trabajaba para él y le resultaba más fácil confiarse: que era esta parte de la autopsia, no la posterior extracción sistemática de los órganos principales y la acción de pesarlos en la balanza, lo que más le revolvía las tripas, como si los nervios muertos estuvieran solamente en reposo y aún pudieran reaccionar al entrar en contacto con los dedos enguantados y escudriñadores como lo hacían en vida. Dalgliesh percibía la presencia de Kate un poco detrás de él, pero no se volvió para mirarla. Tenía la certeza de que no iba a desmayarse, ni en aquel momento ni más tarde, pero suponía que, como él, la inspectora experimentaba algo más que un interés profesional por el desmembramiento de lo que había sido un hombre joven y sano, y una vez más sintió un leve dolor pesaroso por lo mucho que el trabajo policial exigía a la delicadeza y la inocencia.
De repente el doctor Wardle emitió un gruñido grave que era casi un refunfuño, su reacción característica cuando encontraba algo interesante.
– Échele una mirada a esto, Adam. En el velo del paladar. Un rasguño bien nítido. Producido después de la muerte, a juzgar por su aspecto.
En la escena del crimen lo trataba de «comandante», pero aquí, rey de sus dominios, tan cómodo con su trabajo como siempre lo estaba, utilizaba el nombre de pila de Dalgliesh.
Éste se inclinó hacia el cadáver.
– Se diría que después de la muerte le metieron un objeto de aristas duras en la boca o se lo sacaron de ella. Por el aspecto de la herida, yo diría que lo sacaron.
– Es difícil afirmarlo con plena seguridad, desde luego, pero eso me parece a mí también. La dirección del rasguño va desde el fondo del paladar hacia los dientes superiores. -El doctor Wardle se hizo a un lado para que Kate y Daniel pudieran observar la boca por turno. Luego añadió-: No se puede decir con exactitud cuándo se produjo, desde luego, salvo que fue después de la muerte. Quizás el propio Etienne se metió el objeto en la boca, fuera lo que fuese, pero lo sacó otra persona.
– Y con algo de fuerza, y posiblemente deprisa -observó Dalgliesh-. Si hubiera sucedido antes de que se instaurase el rigor mortis, la extracción habría sido más rápida y fácil. ¿Cuánta fuerza habría que aplicar para abrir la mandíbula una vez establecida la rigidez?
– No resulta difícil, desde luego, y aún resultaría más fácil si la boca estuviera parcialmente abierta, de manera que se pudiesen introducir los dedos y utilizar las dos manos. Un niño no sería capaz de hacerlo, pero usted no busca a un niño.
En ese momento intervino Kate:
– Si le metieron la cabeza de la serpiente en la boca inmediatamente después de extraer el objeto duro y poco después de la muerte, ¿no podría haber en el tejido alguna mancha visible de sangre? ¿Cuánta sangre brotaría después de la muerte?
– ¿Inmediatamente después de la muerte? -dijo el doctor Wardle-. No mucha. Pero ya no estaba vivo cuando se produjo este rasguño.
Miraron todos a la vez la cabeza de la serpiente. Dalgliesh comentó:
– Hace casi cinco años que esta serpiente ronda por Innocent House. Es más fácil imaginarse una mancha que verla. No hay rastros visibles de sangre. Quizás en el laboratorio puedan encontrar algo. Si se la metieron en la boca nada más retirar el objeto, debería haber alguna huella biológica.
– ¿Tiene alguna idea, doctor, de qué clase de objeto era? -inquirió Daniel.
– Bien, no veo que haya ninguna otra marca en los tejidos blandos ni en la cara interna de los dientes, lo cual sugiere que se trataba de algo que la víctima pudo introducirse en la boca con relativa facilidad, aunque no se me ocurre por qué diablos querría hacerlo. Pero eso ya es cosa de ustedes.
Daniel prosiguió.
– Si quería esconder algo, ¿por qué no se lo metió en un bolsillo de los pantalones? Esconderlo en la boca le obligaba a estar callado. No habría podido hablar normalmente con un objeto entre la lengua y el velo del paladar, aunque fuera pequeño. Pero supongamos que ya sabía que iba a morir. Supongamos que se encontró encerrado en la habitación con el gas saliendo, la llave de paso desaparecida, una ventana que no se podía abrir…
– Pero habríamos encontrado el objeto igualmente aunque sólo se lo hubiera metido en el bolsillo -le interrumpió Kate.
– A no ser que el asesino conociera la existencia de ese objeto y regresara más tarde a buscarlo. En tal caso, tiene su lógica que lo escondiera en la boca, aunque fuese algo que el asesino no sabía que existía. Al metérselo en la boca se aseguraba de que lo encontrarían al hacerle la autopsia, si no antes.
– Pero sí que lo sabía; el asesino, quiero decir -observó Kate-. Volvió para buscar lo que fuera y creo que lo encontró. Abrió la mandíbula por la fuerza para sacarlo y luego utilizó la serpiente para dar la impresión de que había sido obra del bromista pesado.
Daniel y ella estaban absolutamente concentrados en su conversación, como si no hubiera nadie más en la sala. Daniel objetó:
– Pero ¿de veras creía que no íbamos a descubrir el rasguño?
– Por favor, Daniel. No sabía que le había hecho un rasguño en el paladar. Lo único que sabía era que tenía que romper la rigidez y que eso no podía pasarnos por alto. Así que utilizó la serpiente. Y, de no haber sido por el rasguño, nos lo habríamos tragado. Estamos buscando a un asesino que sabía algo acerca del tiempo que tarda en aparecer y desaparecer la rigidez y que esperaba que el cuerpo fuera encontrado en un plazo relativamente breve. Si se hubiera tardado un día más en encontrarlo, no habría hecho falta la serpiente.
Dalgliesh sabía que corrían el riesgo de teorizar antes de contar con todos los datos. La autopsia aún no había concluido. Todavía no se había confirmado la causa de la muerte, aunque se sentía razonablemente seguro, y sabía que también el doctor Wardle, de cuál sería esa causa.
Kate preguntó:
– ¿Qué clase de objeto? Algo pequeño y de aristas duras… ¿Una llave? ¿Un manojo de llaves? ¿Una cajita metálica?
– O la casete de una grabadora pequeña -sugirió Dalgliesh sosegadamente.
Dalgliesh se marchó antes de que terminara la autopsia. El doctor Wardle le explicaba a su ayudante que las muestras de sangre para el laboratorio debían tomarse de la vena femoral y no del corazón, y por qué. Dalgliesh dudaba que la autopsia pudiera revelar nada más, y si surgía algo no tardaría en saberlo. Había documentos que debía examinar antes de acudir a su cita en la Cámara y no andaba sobrado de tiempo. Habría sido inútil pasar primero por el Yard antes de ir a su casa, de modo que William, su chófer, había recogido el maletín de su despacho y lo esperaba en el patio exterior, reflejando en su rostro afable y mofletudo un nerviosismo cuidadosamente controlado.
La intensa lluvia de la tarde había ido amainando hasta convertirse en una llovizna fina y constante. Dalgliesh, con la ventanilla semiabierta, saboreaba el penetrante aroma salado del Támesis. Los semáforos del Embankment emborronaban el aire de escarlata y, mientras esperaba a que cambiaran, un caballo de la policía, de flancos relucientes, hollaba el asfalto brillante con sus finos cascos. La oscuridad había descendido a zancadas sobre la ciudad, convirtiéndola en una fantasmagoría de luz en la que calles y plazuelas se estremecían transformadas en movedizos collares de blanco, rojo y verde. Dalgliesh abrió el maletín y sacó los papeles para proceder a una lectura rápida de los principales asuntos. Había llegado el momento de adaptar los engranajes de su mente a una preocupación más inmediata y tal vez en último término más importante. Por lo general no le resultaba difícil hacerlo, pero esta vez persistían las imágenes del depósito.
Algo pequeño, algo de cantos agudos, había sido extraído de la boca de Etienne tras la instauración de la rigidez en la parte superior del cuerpo. Cabía dentro de lo posible que ese algo fuera una casete; la desaparición del magnetófono sugería ciertamente esa posibilidad. Ello permitía inferir que Etienne había grabado el nombre de su asesino y que éste había regresado más tarde para eliminar la prueba. Pero su mente rechazaba esta hipótesis sencilla. El asesino de Etienne había procurado que en la habitación no quedara nada que le permitiese dejar un mensaje: había limpiado el suelo y la repisa de la chimenea, se había llevado todos los papeles, la agenda de Etienne le había sido robada el día anterior con el correspondiente lápiz de oro. Incluso en eso había pensado el asesino. Etienne no había tenido ni siquiera la oportunidad de garabatear un nombre en el suelo de madera desnuda. ¿Por qué, pues, iba a cometer la estupidez de dejar un magnetófono a disposición de su víctima?
Había otra explicación, naturalmente: el magnetófono podía haber servido para un propósito específico. De ser así, el caso prometía resultar más intrigante y enigmático de lo que en un principio parecía.