Libro cuarto . La evidencia escrita
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El anochecer del jueves 21 de octubre, Mandy salió de la oficina una hora más tarde de lo acostumbrado. Había quedado con Maureen, su compañera de piso, en que se encontrarían en el pub White Horse de la calle Wanstead para cenar allí y asistir a la actuación de un grupo musical. Se trataba de una celebración por partida doble: Maureen cumplía diecinueve años y había empezado a salir con el batería del conjunto Los diablos a caballo. La actuación estaba prevista para las ocho, pero el grupo se reuniría en el pub una hora antes para cenar. Mandy se había llevado una muda de ropa a la oficina en la maleta de la moto y pensaba ir directamente al White Horse. La perspectiva de la velada y, sobre todo, de volver a ver al líder del conjunto, Roy -del que había decidido que le gustaba bastante o, al menos, que estaba dispuesta a que le gustara si la noche iba bien-, había proyectado sobre la jornada un resplandor de alegre expectación que ni siquiera la silenciosa y casi maníaca concentración de la señorita Blackett en el trabajo consiguió oscurecer. Ahora la señorita Blackett trabajaba para la señorita Claudia, que se había instalado en el despacho de su difunto hermano. Tres días después de su muerte, Mandy alcanzó a oír cómo la alentaba a ello el señor De Witt.

– Es lo que él hubiera querido. Ahora eres la presidenta y directora gerente, o lo serás cuando aprobemos la necesaria resolución. No podemos dejar el despacho vacío. A Gerard no le habría gustado que lo conserváramos como un santuario a su memoria.

Unos cuantos empleados se habían marchado de la empresa inmediatamente, pero los que se quedaron, ya fuera por deseo o por necesidad, se encontraron unidos por una camaradería tácita basada en la experiencia compartida. Juntos esperaban, se interrogaban y, cuando no estaban presentes los socios, intercambiaban rumores y conjeturas. Los ojos brillantes de Mandy y sus oídos atentos no dejaban escapar nada. Había llegado a parecerle que Innocent House la tenía cautivada de un modo misterioso, y se dirigía cada mañana a trabajar estimulada por una mezcla de excitación y curiosidad sazonada de miedo. Aquel cuartito desnudo, donde el día que se presentó en la empresa había podido contemplar el cadáver de Sonia Clements, dominaba su imaginación tan poderosamente que todo el último piso, todavía cerrado salvo para la policía, había adquirido para ella algo del poder aterrador de un cuento de hadas: era como el cubil de Barba Azul, el territorio prohibido del horror. No había visto el cadáver de Gerard Etienne, pero en su imaginación refulgía con la vivida nitidez de un sueño. A veces, antes de dormirse, se imaginaba los dos cuerpos juntos en el cuarto -la señorita Clements tendida en su triste decrepitud, el semidesnudo cuerpo masculino en el suelo a su lado- y observaba aterrorizada cómo sus ojos vidriosos y apagados parpadeaban y se iluminaban, y cómo la serpiente empezaba a palpitar y cobraba una vida legamosa, extendiendo su roja lengua en busca de la boca muerta para contraer los músculos y sofocar la respiración. Pero sabía que estas imaginaciones aún eran controlables. La seguridad que le proporcionaba el conocimiento de su inocencia, así como el sentimiento permanente de que no corría verdadero peligro, le permitían disfrutar de la euforia medio culpable del terror simulado. Pero también sabía que Innocent House estaba infectada de un miedo que iba más allá de sus caprichosas imaginaciones. Por la mañana, cuando bajaba de la moto, el olor del miedo empezaba a impregnarla como si se tratase de la niebla del río, y cuando cruzaba el portal ese miedo se intensificaba y la envolvía. Veía el miedo en la amable mirada de George cuando la saludaba, en la cara tensa y los ojos inquietos de la señorita Blackett, en los pasos del señor Dauntsey mientras, súbitamente envejecido y sin rastro alguno de vigor, subía penosamente la escalera. Oía el miedo en las voces de todos los socios.

El miércoles por la mañana, justo antes de las diez, la señorita Claudia convocó al personal en la sala de juntas. Acudieron todos, incluso George, que había dejado la centralita conectada al contestador, y Fred Bowling, el piloto de la lancha. Llevaron sillas para formar un semicírculo y los otros tres socios ocuparon su lugar en la mesa, la señorita Peverell a la derecha de la señorita Claudia y los señores De Witt y Dauntsey a su izquierda. Cuando se recibió la llamada convocando la reunión, la señorita Blackett colgó el teléfono y dijo: «Tú también, Mandy. Tú ya eres de la casa.» Y Mandy, aun a su pesar, experimentó una breve oleada de satisfacción. Los primeros en llegar fueron sentándose, un tanto cohibidos, en la segunda fila, y a Mandy no le pasó por alto el peso colectivo de excitación, expectación e inquietud.

Cuando la última en llegar se escabulló, sonrojada, hacia un asiento de la primera fila y la puerta de la sala quedó cerrada, Claudia preguntó:

– ¿Dónde está la señora Demery?

Le respondió la señorita Blackett:

– Quizás ha creído que no estaba incluida.

– Todo el mundo está incluido. Vaya a buscarla, por favor, Blackie.

La señorita Blackett salió apresuradamente y, tras un par de minutos durante los cuales todos los presentes esperaron en completo silencio, regresó con la señora Demery, que aún llevaba puesto el delantal. La recién llegada abrió la boca como si fuera a hacer algún comentario despectivo, pero evidentemente se lo pensó mejor, volvió a cerrarla y se sentó en la única silla que quedaba libre, en el centro de la primera fila.

La señorita Claudia comenzó:

– En primer lugar, quiero darles las gracias por su lealtad. La muerte de mi hermano y la forma en que se produjo han supuesto una horrible conmoción para todos. Son momentos difíciles para la Peverell Press, pero espero y creo de veras que juntos los superaremos. Tenemos una responsabilidad hacia nuestros autores y hacia los libros que esperan les publiquemos con el mismo nivel de calidad que ha caracterizado a la Peverell Press desde hace más de doscientos años. Se me han comunicado ya los resultados de la encuesta: mi hermano murió por intoxicación de monóxido de carbono, producido sin duda alguna por la estufa de gas que hay en el despachito de los archivos. La policía aún no está en condiciones de decir la manera exacta en que se produjo la muerte. Sé que ya han hablado todos ustedes con el comandante Dalgliesh o con uno de sus oficiales. Es probable que sigan realizando entrevistas, y estoy segura de que harán ustedes lo que esté en su mano para ayudar a la policía en su investigación, al igual que todos los socios.

»Y ahora, unas palabras acerca del futuro. Seguramente habrán oído rumores sobre un proyecto de vender Innocent House y trasladar la empresa a otro lugar. Todos esos proyectos quedan en suspenso. Las cosas seguirán como están, por lo menos hasta el próximo mes de abril, fecha en que finaliza el año financiero. Lo que ocurra después dependerá en gran medida del éxito de nuestro catálogo de otoño y de lo bien que nos vaya por Navidad. Este año el catálogo es especialmente fuerte y todos nos sentimos optimistas, pero debo comunicarles que no hay ninguna posibilidad de que se aumente el sueldo a nadie durante lo que queda de año y que los socios han aceptado una reducción del diez por ciento. No habrá más cambios en la plantilla actual, al menos hasta el próximo abril, pero es inevitable que se lleve a cabo cierta reorganización. Yo asumiré los cargos de presidenta y directora gerente, al principio en funciones; lo cual quiere decir que seré la responsable de producción, contabilidad y almacén, como lo era mi hermano. La señorita Peverell asumirá mis responsabilidades actuales como directora de publicidad y ventas, y el señor De Witt y el señor Dauntsey añadirán contratos y derechos a sus responsabilidades editoriales. Hemos contratado a Virginia Scott-Headley, de Herne & Illingworth, como relaciones públicas; es una profesional muy competente y con una gran experiencia, y también se encargará de hacer frente a la avalancha de preguntas sobre la muerte de mi hermano que estamos recibiendo tanto por parte de periodistas como de personas de fuera de la empresa. Hasta el momento, George lo ha venido resolviendo magníficamente, pero cuando llegue la señorita Scott-Headley todas esas llamadas le serán dirigidas a ella. No creo que sea necesario decir nada más, salvo que la Peverell Press es la editorial independiente más antigua del país y que todos los socios estamos decididos a que sobreviva y prospere. Eso es todo. Gracias por su asistencia. ¿Alguna pregunta?

Se produjo un silencio azorado durante el cual pareció que la gente hacía acopio de valor para hablar. La señorita Claudia lo aprovechó para levantarse de la mesa y encabezar rápidamente la retirada.

Al cabo de un rato, en la cocina, mientras preparaba el café de la señorita Blackett, la señora Demery se mostró más locuaz.

– No hay ninguno que tenga ni idea de lo que se ha de hacer. Eso ha quedado bien claro. El señor Gerard podía ser todo un hijoputa, pero al menos sabía lo quería y cómo conseguirlo. No venderán Innocent House, la señorita Peverell ya se ha encargado de eso, supongo, y el señor De Witt la habrá apoyado. Pero, si no venden la casa, ¿cómo piensan mantenerla? Dímelo tú, a ver. Los que tengan un poco de sentido común, ya pueden empezar a buscar otro empleo por ahí.

Luego, sola en el despacho, mientras ordenaba su escritorio, Mandy pensó en cómo se notaban esos sesenta minutos de más. Innocent House daba la impresión de haberse vaciado de pronto. Mientras subía por la escalera hacia el vestuario de señoras del primer piso, donde iba a cambiarse, sus pisadas resonaban fantasmagóricamente sobre el mármol como si una persona invisible la siguiera a escasa distancia. Cuando se detuvo en el rellano para asomarse por la barandilla, vio brillar los dos globos de luz al pie de la escalera como dos lunas flotantes en un salón que ahora parecía cavernoso y misterioso. Se cambió a toda prisa; embutió dentro de la bolsa la ropa que llevaba puesta, se pasó por la cabeza una falda corta hecha de muchas capas de retazos de algodón y una camiseta a juego, y se calzó las altas y relucientes botas. Quizá fuera una pena ponérselas para ir en moto, pero eran bastante resistentes y resultaba más fácil que llevarlas en la maleta.

¡Qué silencio había! Incluso el depósito del inodoro rugió como un alud al vaciarse. Fue un alivio ver a George, con el abrigo puesto y el viejo sombrero de tweed en la cabeza, sentado aún tras el mostrador de recepción mientras guardaba en la caja de seguridad tres paquetes que vendrían a recoger al día siguiente. El bromista malintencionado no había vuelto a actuar desde el asesinato, pero las precauciones se mantenían en vigor.

Mandy le preguntó:

– ¿No es curioso el silencio que hay cuando se han ido todos? ¿Soy la última?

– Sólo quedamos la señorita Claudia y yo. Y yo me marcho ahora mismo. La señorita Claudia conectará las alarmas.

Salieron juntos, y George se aseguró de dejar la puerta cerrada a sus espaldas. Durante todo el día había caído una lluvia intensa e incesante que danzaba sobre el patio de mármol, chorreaba por las ventanas y casi impedía ver la crecida masa gris del río. Pero hacía poco que había cesado de llover y, bajo el resplandor de las luces traseras del coche de George, los adoquines de Innocent Passage brillaban como castañas recién peladas. En el aire soplaba la primera mordedura del invierno. A Mandy empezó a gotearle la nariz, y hundió la mano en la bolsa para sacar un pañuelo y la bufanda. Antes de subir a la moto esperó a que George, con exasperante lentitud, sacara su viejo Metro al pasaje en marcha atrás. Tras un instante de vacilación, la muchacha corrió a darle la señal de que no venía nadie por Innocent Walk. Nunca venía nadie, pero George salía invariablemente en marcha atrás como si aquella maniobra fuera su diaria partida de dados con la muerte. Cuando George aceleró hasta perderse de vista, después de hacerle un gesto de despedida y agradecimiento, ella se dijo que al menos el hombre ya no tendría que preocuparse por su empleo y se alegró por él. La señora Demery le había contado que se rumoreaba que el señor Gerard tenía intención de despedirlo.

Mandy avanzó serpenteando por entre el tráfico vespertino con su acostumbrada habilidad y un desdén jovial hacia los gritos ocasionales de algún que otro conductor ofendido. Habían transcurrido poco más de treinta minutos cuando vio ante sí la fachada del White Horse, una imitación del estilo Tudor, festoneada con luces de colores. Se alzaba algo apartada de la calle, en un solar de unos cien metros donde las hileras de casas suburbanas cedían su lugar a una franja de arbustos y matorrales al borde del bosque de Epping. El patio delantero ya estaba completamente lleno de coches, entre los que distinguió la camioneta del conjunto y el Fiesta de Maureen. Mandy llevó lentamente la moto hasta el aparcamiento de la parte posterior, más pequeño, y tras coger la bolsa de la maleta se abrió paso por el corredor que conducía a los aseos de señoras, donde se unió al bullicioso caos de muchachas que colgaban los abrigos y se cambiaban de zapatos bajo un cartel que les recordaba que ellas eran las responsables de sus pertenencias. Todas hacían cola para ocupar uno de los cuatro cubículos y esparcían sus trastos de maquillaje sobre el estrecho estante que se extendía bajo un largo espejo. Fue entonces, después de hacerse con un lugar ante el espejo y mientras registraba la bolsa en busca del neceser de plástico donde llevaba su maquillaje, cuando Mandy se dio cuenta de algo que le hizo dar un vuelco al corazón: le faltaba el monedero, el monedero de piel negra que servía también de cartera y contenía su dinero, su única tarjeta de crédito y la tarjeta del cajero automático, preciados símbolos de su situación económica, así como la llave Yale de casa. Sus ruidosas exclamaciones de desaliento atrajeron la atención de Maureen, que interrumpió su cuidadosa aplicación de eye-liner.

– Vacía la bolsa. Es lo que yo hago siempre -le aconsejó. Acto seguido reanudó la tarea de pintarse los ojos de negro sin la menor preocupación.

– Para lo que a ella le importa -masculló Mandy.

Después de apartar los productos de maquillaje de Maureen a un lado, volcó el contenido de la bolsa. Pero el monedero no estaba. Y entonces se acordó. Debía de haberse enredado con la bufanda y el pañuelo, cuando los sacó de la bolsa a la salida de Innocent House. Seguramente aún estaría allí, tirado sobre los adoquines. Tendría que volver a buscarlo. El único consuelo era que no había muchas posibilidades de que lo hubiera encontrado nadie: Innocent Walk, e Innocent Lane en particular, siempre estaban desiertos después de oscurecer. Se perdería la cena, pero, con suerte, no más de media hora de la actuación.

Y entonces se le ocurrió una idea. Podía llamar por teléfono al señor Dauntsey o a la señorita Peverell. Así al menos sabría si el monedero estaba allí. Quizá pensaran que era una frescura por su parte, pero Mandy confiaba en que a ninguno de los dos le importase demasiado. Había trabajado muy poco para el señor Dauntsey y la señorita Peverell, pero cuando había hecho algo siempre le había parecido que se lo agradecían; además, la trataban con mucha corrección. Sólo les costaría un minuto ir a mirar; no tenían que andar más que unos cuantos metros. Y no era lo mismo que si aún siguiera lloviendo. Lo de la llave era una lata. Si el monedero estaba allí, cuando terminara la actuación sería demasiado tarde para ir a recogerlo. Si Maureen no tenía otros planes para la noche, volvería a casa con ella; de lo contrario, no le quedaría más remedio que despertar a Shirl o a Pete. Pero no podían quejarse: ¿cuántas veces la habían despertado a ella para que les abriera la puerta?

Perdió un poco de tiempo mientras engatusaba a Maureen para que le diera las monedas necesarias para la llamada y esperaba que una de las dos cabinas quedara libre, y un minuto más cuando descubrió que el listín que necesitaba estaba en la otra cabina. Llamó primero a la señorita Peverell, pero le respondió el mensaje del contestador, grabado por la señorita Peverell con voz queda, casi en tono de disculpa. Había muy poco sitio para manejar el listín, que se le cayó al suelo con un golpe sordo. Fuera de la cabina, dos hombres gesticularon con impaciencia. Bien, pues tendrían que esperar: si el señor Dauntsey estaba en casa, no pensaba colgar hasta que le dijera si había dado con su monedero. Encontró el número y lo marcó. No hubo respuesta. Dejó que sonara el timbre hasta mucho después de haber perdido la esperanza, pero al fin tuvo que colgar. Ya no le quedaba otra alternativa. No podía soportar la idea de pasarse la velada y la noche en vilo. Tenía que volver a Innocent House.

Esta vez circulaba contra la corriente principal del tráfico, pero apenas si se dio cuenta de las incidencias del trayecto: su mente era un revoltillo de ansiedad, impaciencia e irritación. A Maureen no le habría costado nada llevarla a Wapping en el Fiesta, pero ¿cuándo se había visto que Maureen dejara pasar la ocasión de una cena? Mandy también empezaba a sentirse hambrienta, pero se dijo que, con suerte, tendría tiempo de pedir un bocadillo en la barra antes de la actuación.

Innocent Walk estaba, como de costumbre, desierto. La parte posterior de Innocent House se erguía como un bastión oscuro contra el cielo de la noche; y de pronto, cuando Mandy alzó la vista, con la cabeza echada hacia atrás, se volvió tan insustancial e inestable como un trozo de cartón que remolineara sobre las nubes bajas velozmente impulsadas por el viento y teñidas de rosa por las luces de la ciudad. Los charcos de la cuneta se habían secado ya y, al llegar al extremo de Innocent Lane, la envolvió un viento frío que transportaba el penetrante olor del río. Las únicas señales de vida eran unas ventanas iluminadas en el piso alto del número 12. Por lo visto, la señorita Peverell ya estaba en casa. Mandy bajó de la moto al final de Innocent Lane, porque no quería molestarla con el ruido del motor ni verse retenida con preguntas y explicaciones. Avanzó con el sigilo de un ladrón hacia el tenue rielar del río, hasta el lugar donde había aparcado la Yamaha durante el día. Las lámparas del patio daban suficiente luz para asistirla en la búsqueda, pero no hubo necesidad de búsqueda: el monedero yacía exactamente donde ella esperaba encontrarlo. Mandy emitió una breve y casi inaudible exclamación de alivio y se lo metió en lo más hondo de un bolsillo de la cazadora provisto de cremallera.

Resultaba menos fácil ver la esfera del reloj, de modo que se acercó al río. En ambos extremos de la terraza, los dos grandes globos de luz sostenidos por delfines de bronce proyectaban charcos brillantes sobre la movediza superficie del agua, que temblaba como una gran capa de satén negro, sacudida, alisada y suavemente ondulada por una mano invisible. Mandy consultó su reloj: las ocho y veinte; era más tarde de lo que suponía. De pronto se dio cuenta de que su entusiasmo por la actuación había menguado mucho. La oleada de alivio experimentada al encontrar el monedero había infundido en ella cierta renuencia a emprender cualquier actividad que requiriese esfuerzo, y, en ese estado de letargia satisfecha, la perspectiva de la acogedora claustrofobia que le ofrecía su habitación, de la cocina por una vez a su entera disposición y del resto de la velada ante el televisor iba ganando en atractivo segundo a segundo. Tenía aquel vídeo de De Niro, El cabo del miedo, que había que devolver al día siguiente: dos libras esterlinas tiradas si no lo veía esa noche. Sin prisas ya, se volvió casi inconscientemente para contemplar la fachada de Innocent House.

Las dos plantas inferiores se hallaban tenuemente iluminadas por las luces del patio, y las esbeltas columnas de mármol relucían con suavidad contra las ventanas muertas, negras y cavernosas aberturas hacia un interior que ya conocía muy bien, pero que ahora se le antojaba misterioso e imponente. Qué curioso, pensó, que allí dentro todo estuviera igual que cuando se había marchado: los dos ordenadores cubiertos con sus fundas, el pulcro escritorio de la señorita Blackett con su pila de bandejas portapapeles y la agenda colocada justo a la derecha, el archivador cerrado con llave, el tablón de anuncios a la derecha de la puerta. Todas esas cosas ordinarias permanecían allí aun cuando no hubiera nadie para verlas. Y no había nadie, nadie en absoluto. Pensó en el cuartito desnudo del último piso, el cuarto en que habían muerto dos personas. La silla y la mesa debían de seguir en su lugar, pero no habría ninguna cama, ningún cadáver de mujer, ningún hombre semidesnudo arañando las tablas del suelo. De súbito volvió a ver el cuerpo de Sonia Clements, pero más real, más pavoroso que cuando lo viera en carne y hueso. Y entonces recordó lo que le había contado Ken, el del almacén, cuando fue a llevar un mensaje al número 10 y se quedó charlando: que lady Sarah Peverell, la esposa del Peverell que construyera Innocent House, se había arrojado desde el balcón más alto y había muerto aplastada contra el mármol.

– Aún se ve la mancha de sangre -le había dicho Ken mientras trasladaba una caja de libros del estante al carro-. Eso sí: procura que la señorita Frances no te pille buscándola; a la familia no le gusta que se hable de esa historia. Pero no pueden borrarla, aunque ya les gustaría, y no habrá suerte en esta casa hasta que la borren. Y todavía ronda por aquí, esa lady Sarah. Pregúntaselo a cualquier barquero del río.

Ken, naturalmente, pretendía asustarla, pero eso había ocurrido a finales de septiembre, un suave día de sol, y Mandy había disfrutado con el relato, que sólo creyó a medias y le produjo un agradable escalofrío de autoinducido temor. Luego le preguntó a Fred Bowling si era cierto, y recordaba su respuesta:

– En este río hay muchos fantasmas, pero ninguno que ronde por Innocent House.

Eso fue antes de que muriera el señor Gerard. Quizás ahora sí rondaban.

Mientras pensaba en ello, el miedo empezó a hacerse real. Alzó la mirada hacia el balcón más alto y se imaginó el horror de esa caída, el agitar de brazos, el único grito -por fuerza tenía que haber gritado-, el siniestro crujido del cuerpo al estrellarse contra el mármol. De pronto se oyó un chillido frenético que la sobresaltó, pero sólo era una gaviota. El pájaro descendió en picado hacia ella, se posó por unos instantes en la barandilla y reanudó su aleteo río abajo.

Mandy se dio cuenta de que estaba quedándose helada. Era un frío extraño, que rezumaba del mármol como si la terraza fuera de hielo, y el viento del río que le soplaba en la cara era cada vez más crudo. Estaba echándole una última mirada al río, a la lancha que yacía vacía y silenciosa, cuando sus ojos divisaron algo blanco en lo alto de la barandilla, a la derecha de los escalones de piedra que bajaban hacia el Támesis. Al principio le pareció que alguien había atado un pañuelo a la baranda. Se acercó con curiosidad y vio que era una hoja de papel clavada en una de las estrechas púas. Y había algo más, un destello de metal dorado al pie de la barandilla. Mandy se agachó y, un poco desorientada por el miedo autoinducido, tardó unos segundos en descubrir de qué se trataba. Era la hebilla de una estrecha correa de cuero, la correa de un bolso marrón. La correa, muy tirante, se sumergía bajo la rugosa superficie del agua, y bajo esa superficie había algo apenas visible, algo grotesco e irreal, como la cabeza abombada de un insecto gigantesco con millones de patas peludas que la marea agitaba suavemente. Y de súbito Mandy comprendió que estaba viendo la coronilla de una cabeza humana. Al final de la correa había un cuerpo humano. Y mientras lo contemplaba horrorizada, la corriente desplazó el cuerpo y una mano blanca surgió lentamente del agua, la muñeca lacia como el tallo de una flor marchita.

Durante unos segundos la incredulidad luchó contra la comprensión, hasta que, medio desvanecida de espanto y horror, hincó las rodillas y se aferró a la baranda. Percibió el metal frío que le raspaba las manos y luego su presión contra la frente. Se quedó de rodillas, incapaz de moverse, mientras el terror le estrujaba el estómago y convertía sus extremidades en piedra. En esa fría nada, sólo su corazón estaba vivo, un corazón convertido en una gran bola de hierro candente que le golpeaba las costillas como si pudiera hacerle atravesar la barandilla y empujarla al río. No se atrevía a abrir los ojos; abrirlos era ver lo que aún no podía creer del todo: la doble correa de cuero tensada por el horror de más abajo.

No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció arrodillada allí antes de recobrar el sentido y la capacidad de movimiento, pero poco a poco fue percibiendo el intenso olor del río en las fosas nasales, la frialdad del mármol en las rodillas, el paulatino apaciguamiento de su corazón. Las manos que sujetaban la barandilla estaban tan rígidas que necesitó unos dolorosos segundos para desprender de ella los dedos. Se puso en pie y, repentinamente, recuperó las fuerzas y la lucidez.

Cruzó el patio a la carrera, sin decir palabra, y empezó a aporrear la primera puerta, la de Dauntsey, y a llamar al timbre. Las ventanas estaban oscuras y no perdió tiempo esperando una respuesta que sabía no iba a llegar, sino que echó a correr a lo largo de la casa hasta llegar a la fachada de Innocent Walk y pulsó el timbre de Frances Peverell, dejando el pulgar derecho sobre el botón mientras sacudía el llamador con la mano izquierda. La respuesta fue casi inmediata. No oyó el precipitado rumor de pasos en la escalera, pero la puerta se abrió de par en par y vio a James de Witt con Frances Peverell a su lado. Mandy balbució algunas incoherencias, señaló hacia el río y echó a correr de nuevo, consciente de que iban tras ella. Se detuvieron al borde de la terraza y miraron los tres hacia el agua. Mandy se sorprendió pensando: «No estoy loca. No ha sido un sueño. Todavía está aquí.»

La señorita Peverell exclamó:

– ¡Oh, no! ¡Oh, por favor, Dios mío, no! -Y a continuación se volvió, desfallecida.

James de Witt la cogió entre sus brazos, pero no antes de que Mandy la hubiera visto santiguarse.

– No pasa nada, cariño, no pasa nada -trató él de consolarla.

La voz de Frances quedó medio sofocada por la chaqueta de James.

– Sí pasa. ¿Cómo no va a pasar? -Luego se desasió y, con una energía y una serenidad asombrosas, preguntó-: ¿Quién es?

De Witt no volvió a mirar lo que había en el río, sino que desprendió con cuidado la hoja de papel de la barandilla y la examinó.

– Esmé Carling -respondió-. Esto parece una nota de suicidio.

Frances exclamó:

– ¡Otra no! ¡Otra vez, no! ¿Qué dice?

– No resulta fácil leerla. -Se volvió y sostuvo el papel de manera que la luz del globo cayera sobre él. Casi no había márgenes, como si hubieran recortado la hoja a ras de las palabras, y el agudo florón de la barandilla había perforado y rasgado el papel-. Parece escrito de su puño y letra. Va dirigido a todos nosotros.

Alisó el papel y leyó en voz alta.

– «A los socios de la Peverell Press. ¡Dios quiera que os pudráis todos! Durante treinta años habéis explotado mi talento, habéis ganado dinero conmigo, me habéis descuidado como escritora y como mujer, me habéis tratado como si mis libros no fueran dignos de ostentar vuestro precioso sello. ¿Qué sabéis de la escritura creativa? Sólo uno de vosotros ha escrito alguna palabra, y su talento, el que tuviera, murió hace años. Yo y los escritores como yo somos los que hemos mantenido viva vuestra casa. Y ahora me echáis, sin explicaciones, sin derecho a apelar, sin una oportunidad para reescribir o revisar. Después de treinta años estoy acabada. Sí, acabada. Me habéis despedido del mismo modo que los Peverell han despedido durante generaciones a los sirvientes que no deseaban. ¿No comprendéis que esto acaba conmigo como persona, además de como escritora? Pero al menos puedo hacer que vuestro nombre apeste en todo Londres, y creedme que lo haré. Esto sólo es el principio.»

– Pobre mujer -se lamentó Frances-. Oh, pobre mujer. ¿Por qué no vino a vernos, James?

– ¿Habría servido de algo?

– Ha sucedido lo mismo que con Sonia. Si había que hacerlo, se habría podido hacer de otra manera, con compasión, con un poco de bondad.

James de Witt respondió con suavidad:

– Ahora ya no podemos hacer nada por ella, Frances. Tendremos que llamar a la policía.

– ¡Pero no podemos dejarla así! Es demasiado horrible. ¡Es obsceno! Tenemos que sacarla; hacerle la respiración artificial.

– Está muerta, Frances -le explicó él con paciencia.

– Pero no podemos dejarla así. Por favor, James, hemos de intentarlo.

Mandy tenía la sensación de que se habían olvidado de ella. Ahora que ya no estaba sola, aquel terrible miedo paralizador había desaparecido. El mundo se había vuelto, si no normal, al menos familiar y controlable. Pensó: «No sabe qué hacer. Desea complacerla, pero no quiere tocar el cuerpo. No puede sacarlo él solo y no soporta la idea de que ella le ayude.» Lo que dijo fue:

– Si querían tratar de hacerle la respiración boca a boca, tendrían que haberla sacado enseguida. Ahora ya es demasiado tarde.

James contestó, y a Mandy le pareció que con una gran tristeza:

– Siempre ha sido demasiado tarde. Además, la policía no querrá que nadie manipule el cuerpo.

¿Manipular el cuerpo? Mandy encontró graciosa la expresión y tuvo que reprimir el impulso de soltar una risita, consciente de que si empezaba a reírse acabaría llorando. «Oh, Dios mío -pensó-. ¿Por qué no hace algo de una maldita vez?»

– Si ustedes se quedan aquí, puedo ir a llamar a la policía -se ofreció-. Déme la llave y dígame dónde está el teléfono.

– En el vestíbulo -respondió Frances con voz neutra-. Y la puerta está abierta. Bueno, me parece que está abierta. -Se volvió hacia De Witt, súbitamente frenética-. ¡Oh, Dios mío! ¿He cerrado con la llave dentro, James?

– No -respondió él con paciencia-. La tengo yo. Estaba en la cerradura.

Se disponía a darle la llave a Mandy cuando oyeron un rumor de pasos que se acercaban por Innocent Lane y vieron aparecer a Gabriel Dauntsey y Sydney Bartrum. Los dos llevaban gabardina y su llegada aportó una tranquilizadora sensación de normalidad. Al verlos a los tres allí parados, mirando hacia ellos, se alarmaron y apretaron el paso basta acabar corriendo.

– Hemos oído voces -dijo Dauntsey-. ¿Ocurre algo?

Mandy cogió la llave, pero no se movió del sitio. A fin de cuentas, no había ninguna prisa; la policía no podría salvar a la señora Carling. Ya nadie podía ayudarla. Y otras dos caras se asomaron al río, otras dos voces musitaron su horror.

– Ha dejado una nota -les informó De Witt-. Aquí, en la barandilla. Nos condena a todos nosotros.

– Sacadla del agua, por favor -les rogó Frances.

Dauntsey asumió el control de la situación. Al mirarlo, al mirar la piel que a la luz de los globos parecía tan verde y enfermiza como las algas del río, las líneas que le surcaban el rostro como cicatrices negras, Mandy pensó: «Es muy viejo. No debería ocurrirle esto. ¿Qué puede hacer él?»

El anciano se volvió hacia De Witt.

– Sydney y tú podríais izarla desde los escalones. Yo no tengo fuerza.

Sus palabras hicieron reaccionar a James, que sin otra objeción empezó a descender con cuidado por los limosos peldaños, sujetándose a la barandilla. Mandy vio que se estremecía involuntariamente al sentir la mordedura del agua fría en las piernas. Pensó: «Lo mejor sería que el señor De Witt sostuviera el cuerpo desde los escalones, mientras el señor Dauntsey y el señor Bartrum tiran de la correa, pero no querrán hacerlo así.» Y, en verdad, la idea de ver surgir del agua el rostro ahogado mientras los dos hombres tiraban de la correa, como si estuvieran ahorcándola de nuevo, era tan horrenda que la muchacha se preguntó cómo había podido ocurrírsele. Otra vez tuvo la sensación de que se habían olvidado de su presencia. Frances Peverell se había apartado un poco, con las manos aferradas a la barandilla y la mirada fija en el río. Mandy imaginó lo que sentía: quería que sacaran el cadáver del agua y que le quitaran aquella horrible correa; necesitaba quedarse hasta que hicieran eso, pero no soportaba ver cómo lo hacían. Para Mandy, en cambio, desviar la vista era más horrible que mirar. Si tenía que estar allí, prefería saber que imaginar. Y naturalmente, tenía que estar allí; nadie había vuelto a mencionar su ofrecimiento de ir a llamar a la policía. Y no había ninguna prisa. ¿Qué importaba que llegaran más tarde o más temprano? Nada de lo que pudieran traer con ellos, nada de lo que pudieran hacer devolvería la vida a la señora Carling.

De Witt, que había seguido bajando cautelosamente, estaba con el agua por las rodillas. Agarrándose con la mano derecha a la parte inferior de la barandilla, buscó a tientas con la izquierda hasta encontrar la ropa empapada y empezó a tirar del cadáver hacia sí. La superficie del río se quebró en pequeñas ondulaciones y la correa se aflojó y enseguida volvió a tensarse.

– Si alguien desabrochara la hebilla, creo que podría subir el cuerpo a los escalones.

Dauntsey respondió con voz serena. También él se agarraba a la barandilla, como si necesitara apoyo.

– No dejes que se la lleve la corriente, James. Y no sueltes la barandilla. Podrías caer al agua.

Fue Bartrum quien bajó un par de peldaños y se inclinó sobre la baranda para soltar la hebilla. A la luz de los globos, sus manos se veían blanquecinas y los dedos parecían salchichas hinchadas. Estuvo un buen rato manoseando la hebilla con torpeza, como si no supiera cómo funcionaba.

Cuando por fin la desabrochó, De Witt dijo:

– Necesitaré las dos manos. Que alguien me coja de la chaqueta.

Dauntsey descendió para situarse al lado de Bartrum en el segundo peldaño. Apuntalándose el uno al otro, sujetaron con fuerza la chaqueta de De Witt mientras éste tiraba del cadáver con las dos manos y le quitaba la correa del cuello. El cuerpo quedó tendido boca abajo sobre los escalones. De Witt lo cogió por las piernas, que sobresalían de la falda como dos palillos, y Bartrum y Dauntsey asieron un brazo cada uno. Subieron entre los tres el bulto empapado y lo depositaron sobre el mármol en posición prona. A continuación, De Witt le dio la vuelta con delicadeza. Mandy sólo vislumbró por un instante el rostro, terrible en la muerte -la boca abierta con la lengua fuera, los ojos semiabiertos bajo los párpados arrugados, la horrenda señal de la correa en torno al cuello-, antes de que Dauntsey se quitara la gabardina con asombrosa velocidad y cubriera el cadáver. Por debajo de la tela empezó a rezumar un hilillo de agua oscura como la sangre, fino al principio pero cada vez más abundante, que se extendió por el mármol.

Frances Peverell se acercó al cadáver y se arrodilló a su lado.

– Pobre mujer. Oh, pobre mujer -repitió.

Mandy vio que movía los labios en silencio y supuso que debía de estar rezando. Esperaron todos sin decir nada; en el aire silencioso de la noche, los roncos jadeos de los hombres resonaban con extraña intensidad. Al parecer, el esfuerzo de sacar el cuerpo del agua había dejado a De Witt y Bartrum sin fuerzas ni capacidad de decisión, de modo que fue otra vez Dauntsey quien se hizo cargo de la situación.

– Alguien debe quedarse junto al cuerpo. Sydney y yo esperaremos aquí. Tú lleva a las mujeres a casa, James, y avisa a la policía. Necesitaremos todos café caliente o algo más fuerte, y en abundancia.

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