En el despacho exterior, Mandy y la señorita Blackett estaban sentadas cada una ante su ordenador, tecleando y con los ojos fijos en la pantalla. Ninguna de las dos hablaba. Al principio los dedos de Mandy se habían negado a trabajar y temblaban inciertos sobre las teclas, como si las letras estuvieran inexplicablemente traspuestas y el teclado entero se hubiera convertido en una maraña de signos sin sentido. Pero apretó con fuerza las manos sobre el regazo por espacio de medio minuto y, haciendo un esfuerzo, consiguió dominar el temblor. Cuando empezó a escribir, se impuso su habitual pericia y todo fue bien. De vez en cuando dirigía tina fugaz mirada de soslayo a la señorita Blackett. Era evidente que la mujer estaba profundamente afectada. Su cara, grande, con mejillas de marsupial y una boca pequeña que expresaba cierta obstinación, estaba tan blanca que Mandy temía que la mujer cayese desmayada sobre el teclado en cualquier momento.
Hacía más de media hora que la señorita Etienne y su hermano se habían marchado. A los diez minutos de cerrar la puerta, la señorita Etienne había asomado la cabeza para anunciarles:
– Le he pedido a la señora Demery que traiga té. Ha sido una conmoción para las dos.
El té llegó a los pocos minutos, servido por una pelirroja con un delantal de flores que depositó la bandeja sobre un archivador mientras comentaba:
– Se supone que no debo hablar, así que no hablaré. Pero no pasará nada si les digo que la policía acaba de llegar. Eso sí que es trabajar rápido. Seguro que ahora querrán té.
Y desapareció de inmediato, como movida por el convencimiento de que era más emocionante lo que ocurría fuera de la habitación que dentro de ella.
El despacho de la señorita Blackett era una habitación desproporcionada, demasiado estrecha para su altura, y esta discordancia quedaba subrayada por una espléndida chimenea de mármol con un friso de dibujo convencional y una pesada repisa sostenida por las cabezas de dos esfinges. El tabique, de madera hasta un metro del suelo y con paneles de vidrio por encima, cortaba por la mitad una de las estrechas ventanas en arco y bisecaba también un adorno del cielo raso en forma de losange. Mandy pensó que, si realmente era necesario dividir la sala grande, habrían podido hacerlo con más respeto hacia la arquitectura, por no hablar de la comodidad de la señorita Blackett. Tal como estaba, daba la impresión de que se le escatimaba incluso el espacio suficiente para trabajar.
Otra curiosidad, aunque de un orden distinto, era la larga serpiente de terciopelo a rayas verdes, enroscada entre las asas de los dos cajones superiores de los archivadores de acero. Un minúsculo sombrero de copa coronaba los brillantes botones que tenía por ojos, y una lengua bífida de franela roja colgaba de la blanda boca abierta, forrada de lo que parecía ser seda rosa. Mandy había visto ya otras serpientes similares; su abuela tenía una. Servían para ponerlas al pie de la puerta a fin de evitar corrientes de aire o para enrollarlas en torno al pomo y así mantener la puerta entornada. Pero se trataba de un objeto ridículo, una especie de juguete infantil; desde luego, no era algo que hubiera esperado ver en Innocent House. Le habría gustado interrogar a la señorita Blackett al respecto, pero la señorita Etienne les había dicho que no hablaran y estaba claro que la señorita Blackett interpretaba que esta prohibición era aplicable a toda conversación que no fuese de trabajo.
Transcurrieron los minutos en silencio. Cuando Mandy estaba a punto de llegar al final de la cinta, la señorita Blackett alzó la mirada.
– Ya puede dejar eso. Voy a dictarle algo. La señorita Etienne me ha pedido que le haga una prueba de taquigrafía.
Sacó un catálogo de la empresa del cajón de su escritorio, le entregó un cuaderno de notas a Mandy, acercó la silla y empezó a leer en voz baja sin mover apenas los labios casi exangües. Los dedos de Mandy trazaron automáticamente los familiares jeroglíficos, pero su mente retuvo algunos datos sobre la lista de obras de no ficción de próxima aparición. De vez en cuando a la señorita Blackett le fallaba la voz, por lo que Mandy se dio cuenta de que también ella estaba escuchando los sonidos del exterior. Tras el siniestro silencio inicial habían empezado a oírse pasos, susurros medio imaginados y, luego, pisadas más fuertes que resonaban sobre el mármol y voces masculinas llenas de seguridad.
La señorita Blackett, con los ojos clavados en la puerta, habló con voz carente de expresión.
– Y ahora, ¿querría leérmelo?
Mandy leyó en voz alta las notas taquigráficas sin cometer ningún error. Hubo otro silencio. Por fin se abrió la puerta y entró la señorita Etienne.
– Ha llegado la policía -les anunció-. Ahora están esperando al médico y luego se llevarán a la señorita Clements. Será mejor que no salgan de aquí hasta que se hayan marchado. -Miró a la señorita Blackett-. ¿Ha terminado la prueba?
– Sí, señorita Claudia.
Mandy le entregó las listas mecanografiadas. La señorita Etienne las miró por encima y dijo:
– Muy bien, el puesto es suyo si le interesa. Puede empezar mañana a las nueve y media.