20

La lancha de la policía cabeceó al tomar la curva septentrional del río, entre Rotherhite y la calle Narrow, contra una vigorosa corriente. La brisa había arreciado hasta convertirse en un viento ligero y la mañana era más fría de lo que le había parecido a Kate al despertar. Algunas nubes, finas hilachas de vapor blanco, se desplazaban y disolvían sobre el pálido azul del cielo. No era la primera vez que veía Innocent House desde el río, pero cuando apareció repentinamente, tras la curva de Limehouse Reach, Kate emitió una breve exclamación admirativa y, al volverse hacia el rostro de Dalgliesh, vio en él una fugaz sonrisa. Bajo el sol de la mañana, la casa relucía con tan irreal intensidad que por un instante creyó que estaba iluminada con focos. Mientras el piloto paraba el motor de la lancha y la arrimaba hábilmente a la hilera de neumáticos colgados a la derecha de los escalones del embarcadero, Kate casi hubiera podido creer que la casa formaba parte del decorado de una película, un palacio insustancial de cartón piedra y engrudo tras cuyos efímeros muros el director, los actores y los iluminadores ya se afanaban en torno al cuerpo del difunto, al tiempo que la maquilladora acudía a toda prisa para enjugar una frente reluciente de sudor y aplicar una última gota de sangre artificial. Esta fantasía la desconcertó; no era propensa a teatralizar la vida ni a dejar volar la imaginación, pero le resultaba difícil sustraerse a la sensación de que se trataba de una situación preparada, de la cual era al mismo tiempo partícipe y espectadora, y la inmovilidad solemne del grupo de recepción contribuyó a reforzarla.

Había dos hombres y dos mujeres. Las mujeres estaban un poco más adelantadas y flanqueadas por los hombres. Permanecían agrupados en la espaciosa terraza de mármol, inmóviles como estatuas, contemplando la maniobra de atraque con expresión seria y, en apariencia, crítica. Durante el corto trayecto Dalgliesh había tenido tiempo de empezar a poner a Kate al corriente de los hechos, de modo que la joven pudo suponer quiénes eran. La mujer alta y morena debía de ser Claudia Etienne, la hermana del muerto, y la otra Frances Peverell, la última de la familia Peverell. El mayor de los hombres, que parecía haber cumplido sobradamente los setenta años, era sin duda Gabriel Dauntsey, el editor de poesía, y el más joven James de Witt. Se los veía tan compuestos como si un director los hubiera colocado cuidadosamente atendiendo a los ángulos de la cámara, pero cuando Dalgliesh se acercó a ellos el grupito se deshizo y Claudia Etienne avanzó con la mano tendida para hacer las presentaciones. Luego se volvió. Los demás la siguieron por un corto callejón adoquinado y entraron por la puerta lateral de la casa.

Al otro lado del mostrador de recepción había un hombre de edad sentado ante el cuadro de conexiones. Con su cara lisa y pálida que formaba un óvalo casi perfecto, las mejillas salpicadas de pequeños círculos rojos bajo unos ojos bondadosos, tenía el aspecto de un viejo payaso. Cuando entraron alzó la vista hacia ellos, y Kate vio en sus ojos luminosos una mirada en la que se mezclaban la aprensión y la súplica. Era una mirada que ya había visto antes. La presencia de la policía podía ser necesaria, tal vez incluso se la esperaba con impaciencia, pero rara vez era recibida sin nerviosismo, ni siquiera por los inocentes. Durante los primeros segundos se preguntó, sin que viniera al caso, qué profesiones eran invitadas sin reservas a los hogares de la gente. Médicos y fontaneros debían de figurar entre los primeros lugares de la lista, y las comadronas probablemente encabezarían el reparto. Se preguntó qué se sentiría al ser recibido con las palabras, dichas de corazón: «Gracias a Dios que está usted aquí.» Entonces sonó el teléfono y el anciano se volvió para atender la llamada. Su voz era grave y muy agradable, pero contenía una inconfundible nota de ansiedad, y le temblaban las manos.

– Peverell Press, buenos días. No, me temo que el señor Gerard no puede ponerse. ¿Quiere que le diga a alguien que le llame más tarde? -Alzó de nuevo la mirada, esta vez en dirección a Claudia Etienne, y dijo con expresión desvalida-: Es la secretaria de Matthew Evans, de Fabers, señorita Etienne. Quiere hablar con el señor Gerard. Es por la reunión del próximo miércoles sobre la piratería literaria.

Claudia cogió el auricular.

– Soy Claudia Etienne. Dígale por favor al señor Evans que le llamaré en cuanto pueda. Ahora vamos a cerrar las oficinas para el resto del día. Me temo que ha habido un accidente. Dígale que Gerard Etienne ha muerto. Sé que comprenderá que no pueda hablar con él en estos momentos.

Colgó el teléfono sin esperar respuesta y miró a Dalgliesh.

– Es inútil que tratemos de ocultarlo, ¿verdad? La muerte es la muerte. No es una molestia provisional, una pequeña dificultad local. No se puede fingir que no ha sucedido. De todos modos, la prensa no tardará en enterarse.

Habló con voz áspera, y la expresión de sus oscuros ojos era dura. Parecía más una mujer poseída por la cólera que por la aflicción. A continuación, se volvió hacia el recepcionista y prosiguió con más suavidad.

– Deje un mensaje en el contestador, George, diciendo que hoy permanecerá cerrada la oficina. Luego vaya a tomarse un café bien cargado. La señora Demery está por alguna parte. Si llegan otros empleados, dígales que se vayan a casa.

– ¿Y se irán, señorita Claudia? Quiero decir que no se conformarán con que lo diga yo, ¿verdad?

Claudia Etienne frunció el entrecejo.

– Tal vez no. Supongo que debería decírselo yo. O mejor aún, llamaremos al señor Bartrum. Está en la casa, ¿verdad, George?

– El señor Bartrum está en su despacho del número diez, señorita Claudia. Ha dicho que tenía mucho trabajo pendiente y que prefería quedarse. Como no está en la casa principal, no creía que hubiera inconveniente.

– Llámelo, por favor, y pídale que venga a hablar conmigo. El se ocupará de los que lleguen tarde. Quizás algunos puedan llevarse el trabajo a casa. Dígales que el lunes me dirigiré a todos ellos. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Es lo que hemos estado haciendo hasta ahora, enviar a los empleados a casa. Espero que no haya sido una equivocación. Nos ha parecido mejor que no hubiera demasiada gente por en medio.

– En su momento tendremos que hablar con todos -respondió Dalgliesh-, pero eso puede esperar. ¿Quién encontró a su hermano?

– Fui yo. Blackie, la señorita Blackett, la secretaria de mi hermano, iba conmigo, lo mismo que la señora Demery, la encargada de la limpieza. Subimos juntas.

– ¿Quién de las tres fue la primera en entrar en la habitación?

– Yo.

– Entonces, si quiere mostrarme el camino. Su hermano, ¿solía subir en ascensor o por la escalera?

– Por la escalera. Pero normalmente no subía hasta el último piso. Eso es lo más extraordinario, que estuviese en el despacho de los archivos.

– Entonces subiremos por la escalera -dijo Dalgliesh.

– Después de encontrar el cuerpo de mi hermano, cerré la puerta con llave -le advirtió Claudia Etienne-. La llave la tiene lord Stilgoe. Me la pidió y se la di. ¿Por qué no, si le hacía feliz? Supongo que pensó que alguno de nosotros podía volver a subir y embrollar las pistas.

Lord Stilgoe ya se adelantaba hacia ellos.

– He creído correcto hacerme cargo de la llave, comandante. Tengo que hablar con usted en privado. Se lo advertí. Sabía que tarde o temprano aquí habría una tragedia.

Le tendió la llave, pero fue Claudia quien la cogió. Dalgliesh preguntó:

– Lord Stilgoe, ¿sabe usted cómo murió Gerard Etienne?

– No, desde luego. ¿Cómo iba a saberlo?

– Entonces, hablaremos más tarde.

– Pero he visto el cadáver, por supuesto. He creído que era mi deber. Abominable. Bien, ya se lo advertí. Es evidente que esta atrocidad forma parte de la campaña contra mí y contra mi libro.

Dalgliesh repitió:

– Más tarde, lord Stilgoe.

Como era habitual en él, no se apresuraba a examinar el cadáver. Kate sabía que, por rápido que respondiera a un aviso de asesinato, siempre llegaba con el mismo talante pausado. Le había visto alzar la mano para contener a un sargento de paisano en exceso entusiasta, mientras le decía: «No corra tanto, sargento. No es usted médico. No se puede resucitar a los muertos.»

Luego Dalgliesh se volvió hacia Claudia Etienne.

– ¿Subimos?

La mujer se volvió hacia los tres socios, que, con lord Stilgoe, se habían agrupado en silencio como a la espera de instrucciones, y les indicó:

– Quizá sea mejor que me esperen en la sala de juntas. Yo iré en cuanto pueda.

Lord Stilgoe objetó, en un tono más razonable de lo que Kate se esperaba:

– Lo siento, comandante, pero me temo que no puedo esperar más. Por eso estaba citado con el señor Etienne a hora tan temprana. Quería comentar con él el tema de mis memorias antes de ingresar en el hospital para someterme a una pequeña operación. He de estar allí a las once. No quiero arriesgarme a perder la cama. Le telefonearé a usted mismo o al comisionado del Yard desde el hospital.

Kate se dio cuenta de que De Witt y Dauntsey acogían esta sugerencia con alivio.

El grupito cruzó el umbral del vestíbulo. En aquel primer momento de revelación Kate emitió una silenciosa exclamación de asombro. Por un instante se le trabó el paso, pero resistió la tentación de dejar correr demasiado libremente la vista. La policía siempre invadía la intimidad; era ofensivo comportarse como si una fuese una visitante de pago. Pero tenía la sensación de que en aquel momento único de revelación había percibido simultáneamente todos los detalles de la magnificencia de la habitación: los intrincados segmentos del suelo de mármol; las seis columnas de mármol jaspeado con sus capiteles de elegante relieve; la riqueza del techo pintado, un panorama de Londres en el siglo xviii: puentes, chapiteles, torres, casas y navíos de altos mástiles, todo ello unificado por los confines azules del río; la elegante escalinata doble; la balaustrada que descendía en curva hasta terminar en bronces de muchachos risueños montados en delfines, que sostenían en alto los grandes globos de luz. A medida que subían la magnificencia se volvía menos aparente y el detalle decorativo más contenido, pero era entre dignidad, proporción y elegancia como ascendían resueltamente hacia la cruda profanación del asesinato.

En el tercer piso había una puerta forrada de fieltro verde que se hallaba abierta. Subieron por una escalera estrecha, Claudia Etienne en cabeza con Dalgliesh a su lado y Kate cerrando la marcha. La escalera torció a la derecha antes de que la última media docena de peldaños los condujera a un corredor de unos tres metros de anchura, con las puertas de rejilla de un ascensor a la izquierda de la entrada. La pared de la derecha carecía de puertas, pero había una cerrada en la de la izquierda y otra justo enfrente de ellos que estaba abierta.

– Ésta es la sala de los archivos, donde guardamos los papeles antiguos. Al despachito de los archivos se va por ahí.

Resultaba obvio que la sala de los archivos en otro tiempo había estado dividida en dos habitaciones, pero al demoler el tabique de separación había quedado una cámara muy larga que ocupaba casi toda la longitud de la casa. Las hileras de estanterías de madera, perpendiculares a la puerta y casi tan altas como el techo, estaban tan juntas que apenas había espacio para moverse entre ellas con comodidad. Entre hilera e hilera colgaban varias bombillas sin pantalla. La luz natural la proporcionaban seis ventanas alargadas por las cuales Kate pudo entrever el elaborado relieve en piedra de un barandal. Doblaron a la derecha, por el espacio de poco más de un metro que quedaba libre entre los extremos de las estanterías y la pared, y llegaron a otra puerta.

Claudia Etienne le entregó la llave a Dalgliesh sin decir nada. Al cogerla, él le pidió:

– Si puede soportar la idea de entrar de nuevo, me gustaría que confirmara que el cuerpo de su hermano y la habitación se encuentran exactamente igual que estaban la primera vez que entró. Si le parece demasiado angustioso, no se preocupe. Sería conveniente, pero no es esencial.

– No me importa -respondió ella-. Me resulta más fácil ahora que si tuviera que hacerlo mañana. Todavía no puedo creer que sea real. En todo esto no hay nada que me parezca real, nada que me dé esa sensación. Supongo que mañana habré asumido que lo es y que la realidad es definitiva.

Fueron sus palabras las que Kate encontró irreales. En su cadencia mesurada había una nota de falsedad, de histrionismo, como si las hubiera preparado de antemano. Pero se dijo que no debía apresurarse a juzgar. Era muy fácil interpretar equivocadamente la desorientación que produce el dolor. Sin duda sabía mejor que la mayoría cuán extraña e inadecuada puede resultar la primera reacción hablada ante la conmoción o la pena. Se acordó de la esposa de un conductor de autobús que había muerto apuñalado en un pub de Islington: su primera reacción había consistido en lamentar que aquella mañana no se hubiera cambiado de camisa ni hubiera ido a sellar la quiniela. Y sin embargo la mujer amaba a su marido y lo lloró sinceramente.

Dalgliesh introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar con facilidad. Abrió la puerta. Del interior brotó como un miasma un acre olor gaseoso. El cadáver semidesnudo pareció saltar hacia ellos con la cruda teatralidad de la muerte y por un instante quedó suspendido en la irrealidad, una imagen extraordinaria y poderosa que teñía la quieta atmósfera.

El cuerpo se hallaba tendido de espaldas, con los pies hacia la puerta. Llevaba pantalón y calcetines grises. Los zapatos de fina piel negra parecían nuevos, pues las suelas estaban casi libres de arañazos. Era curioso, pensó Kate, cómo se fijaba una en esos detalles. De la cintura hacia arriba iba desnudo; y tenía una camisa blanca hecha una pelota en la mano derecha extendida. La serpiente de terciopelo le daba dos vueltas al cuello, la cola apoyada sobre el pecho, la cabeza embutida en la boca muy abierta. Sobre ésta, los ojos abiertos y vidriosos, inequívocamente los ojos de la muerte, en los que Kate por un instante creyó advertir una mirada de ofendida sorpresa. Todos los colores eran muy vivos, de un brillo poco natural. El intenso castaño oscuro del cabello, el artificial tono rojizo que teñía la cara y el pecho, la cruda blancura de la camisa, el verde enfermizo de la serpiente. La sensación de una fuerza física que emanaba del cuerpo fue tan poderosa que Kate retrocedió instintivamente y notó el blando impacto de su hombro contra el de Claudia.

– Lo siento -se disculpó, y la disculpa convencional se le antojó inadecuada aunque sólo se refiriese a ese breve contacto físico.

Entonces la imagen se desvaneció y volvió a afirmarse la realidad. El cadáver se transformó en lo que era, carne muerta al desnudo, adornada grotescamente, expuesta como en un escenario.

Y entonces, de una mirada rápida desde el umbral, captó los detalles de la habitación. Era pequeña, de apenas dos metros y medio por poco más de tres y medio, y deprimente como un barracón de ejecución, el suelo de madera al descubierto, las paredes desnudas. Había una ventana estrecha y bastante alta, perfectamente cerrada, y una sola bombilla blanca con pantalla colgada en mitad del techo. Del marco de la ventana pendía un cordón roto de unos siete u ocho centímetros de longitud. A la izquierda de la ventana había una pequeña chimenea victoriana recubierta de azulejos de colores con frutas y flores. En algún momento se había desmontado la reja para sustituirla por una anticuada estufa de gas. Pegada a la pared de enfrente había una mesita de madera con un flexo moderno de color negro y dos bandejas metálicas, cada una de las cuales contenía unos cuantos sobres de papel marrón muy usados. Kate, con la sensación de que había algún detalle incongruente, buscó el trozo restante del cordón de la ventana y lo descubrió debajo de la mesa, como si alguien lo hubiera desplazado inadvertidamente con el pie o hubiera querido quitarlo de en medio. Claudia Etienne seguía de pie a su lado. Kate se fijó en su inmovilidad, en su respiración superficial y controlada.

– ¿Estaba así la habitación? ¿Le llama la atención algo que antes no se la llamara? -preguntó Dalgliesh.

– Está todo igual -respondió ella-. ¿Cómo iba ser de otro modo? Al salir cerré la puerta con llave. No me fijé mucho en la habitación cuando…, cuando lo encontré.

– ¿Tocó el cuerpo?

– Me arrodillé junto a él y le toqué la cara. Estaba muy frío, pero antes de tocarlo ya sabía que estaba muerto. Permanecí arrodillada cuando las otras se fueron, creo… -Hizo una pausa y prosiguió con voz resuelta-: Apoyé brevemente mi mejilla en la suya.

– ¿Y el cuarto?

– Ahora lo encuentro extraño. No subo con frecuencia; la última vez fue cuando encontré el cuerpo de Sonia Clements, pero lo veo distinto, más vacío, más limpio. Y falta una cosa: la grabadora. Gabriel, el señor Dauntsey, le dicta al aparato y suele dejarlo sobre la mesa. Además, la primera vez que entré no vi que el cordón de la ventana estuviera roto. ¿Dónde está el trozo que falta? ¿Está Gerard acostado encima?

– Está debajo de la mesa -contestó Kate.

Claudia Etienne lo miró y comentó:

– Qué curioso. Sería más lógico que estuviera debajo de la ventana.

Se tambaleó y Kate alargó el brazo para ayudarla, pero la joven se rehizo y la contuvo con un gesto.

– Gracias por subir con nosotros, señorita Etienne -dijo Dalgliesh-. Sé que no ha sido fácil. Eso es todo lo que quería preguntarle, por el momento. Kate, por favor…

Pero antes de que Kate pudiera moverse, Claudia Etienne se adelantó.

– No me toque. Soy perfectamente capaz de bajar la escalera yo sola. Estaré con los demás en la sala de juntas, si me necesita de nuevo.

Pero su descenso por la estrecha escalera se vio obstaculizado. Se oyó un rumor de voces masculinas, de pasos rápidos y ligeros. Al cabo de unos segundos, Daniel Aaron entró apresuradamente en la habitación, seguido de dos policías del departamento de investigación de la escena del crimen, Charlie Ferris y su ayudante.

– Siento llegar tarde, señor. Estaba muy mal el tráfico en Whitechapel Road.

Su mirada se cruzó con la de Kate y Daniel le dedicó un encogimiento de hombros y una fugaz sonrisa apesadumbrada. Kate lo apreciaba y lo respetaba. No le resultaba difícil trabajar con él. Comparado con Massingham, era una mejora desde cualquier punto de vista, pero, al igual que a Massingham, nunca le complacía descubrir que Kate había llegado a la escena del crimen antes que él.

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