19

El inspector Daniel Aaron recibió la llamada cuando se acercaba a la avenida Eastern. No le hizo falta parar el coche para anotarla: el mensaje era breve y claro. Una muerte sospechosa en Innocent House, Innocent Walk. Debía acudir de inmediato. Robbins llevaría el maletín con lo necesario.

El mensaje no hubiera podido llegar en mejor momento. Su primera reacción fue de entusiasmo ante la idea de que por fin se presentaba el trabajo importante que tanto había anhelado. Hacía sólo tres meses que había sustituido a Massingham en la Brigada Especial y estaba deseando demostrar su valía. Pero aún había otro motivo. En aquellos momentos se dirigía a casa de sus padres, en The Drive, Ilford. Era su cuadragésimo aniversario de boda y habían organizado un almuerzo de celebración con la hermana de su madre y su marido. Él había solicitado un día de permiso con suficiente antelación, sabiendo que se trataba de una ocasión familiar que no sería razonable eludir, pero no la esperaba con impaciencia. El día prometía un almuerzo pretencioso pero insulso en el restaurante de unos grandes almacenes elegido por su madre, seguido de una tarde de aburrida charla familiar. Era consciente de que su tía lo tenía por un hijo desnaturalizado, un sobrino insatisfactorio y un mal judío. Quizás en esta ocasión no expresaría abiertamente su censura, pero esta frágil tolerancia no contribuiría a alegrar la atmósfera.

Dobló por una calle lateral y detuvo el automóvil para llamar por teléfono. La llamada iba a resultar difícil y prefería no estar conduciendo mientras la hacía. Al pulsar las teclas percibió en su interior una confusión de emociones: alivio por tener una excusa válida para no asistir al almuerzo, una intensa renuencia a dar la noticia, entusiasmo porque estaba a punto de intervenir en un caso que prometía ser gordo y el habitual sentimiento de culpa, irracional y destructor de todo placer. No estaba dispuesto a perder el tiempo en discusiones y explicaciones prolongadas. Kate Miskin podía estar ya en la escena del crimen. Sus padres deberían aceptar que tenía un trabajo que hacer.

Fue su padre el que descolgó el teléfono.

– ¿Todavía no has salido, Daniel? Dijiste que vendrías temprano para pasar un rato tranquilo con nosotros antes de que llegaran los demás. ¿Dónde estás?

– En la avenida Eastern. Lo siento, papá, pero no puedo ir. Acabo de recibir una llamada de la Brigada. Es un caso urgente. Asesinato. Tengo que ir directamente a la escena del crimen.

Luego cogió el teléfono su madre.

– ¿Qué has dicho, Daniel? ¿Has dicho que no vienes? Pero has de venir. Me lo prometiste. Están aquí tus tíos. Hoy hace cuarenta años que nos casamos. ¿Qué clase de celebración será si no puedo tener a mis dos hijos conmigo? Me lo prometiste.

– Ya sé que te lo prometí. No estaría ahora en la avenida Eastern sino hubiera tenido intención de ir. Acabo de recibir la llamada.

– Pero estás de permiso. ¿De qué sirve que te den el día libre si luego te llaman de esta manera? ¿No puede encargarse otro? ¿Por qué has de ser tú siempre?

– No siempre he de ser yo. Pero hoy sí. Es un caso urgente. Un asesinato.

– ¡Un asesinato! Y prefieres andar metido en un asesinato antes que estar con tus padres. Asesinato. Muerte. ¿No puedes pensar en los vivos?

– Lo siento, tengo que irme. -Antes de colgar el teléfono, añadió con voz hosca-: Que vaya bien el almuerzo.

Había sido peor de lo que esperaba. Permaneció sentado unos segundos, esforzándose por recobrar la calma, combatiendo una irritación que empezaba a convertirse en cólera. Finalmente soltó el embrague, maniobró para cambiar de dirección aprovechando el camino de entrada a una casa y se sumó a la corriente del tráfico. Era la hora punta de la mañana y los automóviles se movían con lentitud y a intervalos caprichosos. Tampoco tuvo suerte con los semáforos. Calle tras calle, su avance se veía frenado por aquellas luces rojas que se encendían ante él con exasperante perversidad. Aún no podía imaginarse siquiera la escena de muerte violenta a la que se dirigía con tan tediosa lentitud, pero, una vez allí, la tarea absorbería todos sus pensamientos y energías. Se alejaba físicamente de aquella casa de Ilford un penoso kilómetro tras otro, pero mientras tanto no podía apartar de su mente ni la casa ni la vida que ésta contenía.

La familia se había mudado allí cuando él tenía diez años y David trece, desde la casa adosada de Whitechapel en la que ambos habían nacido. Y para él, el hogar seguía siendo el número 27 de Balaclava Terrace. Era una de las pocas calles que las bombas del enemigo no habían destruido y que, después, había sobrevivido tenazmente mientras los pisos y casas de los alrededores se hundían entre nubes de polvo acre y se alzaban las altas torres de una ciudad extraña. Pero su calle también habría acabado desapareciendo de no ser por la excentricidad y la resolución de una anciana residente en una plazuela vecina, cuyos esfuerzos por conservar algo del antiguo East End coincidieron con una escasez de fondos municipales para los proyectos más aventurados. Así que Balaclava Terrace aún seguía en pie y sin duda había adquirido prestigio al transformarse en refugio contra la estridente modernidad para jóvenes ejecutivos, internos del Hospital de Londres y estudiantes de medicina que compartían alojamiento. Ningún miembro de su familia había regresado allí jamás. Para sus padres la mudanza había representado el cumplimiento de un sueño, un sueño que se volvió casi aterrador cuando empezó a haber posibilidades de que se hiciera realidad y se convirtió en objeto de constantes conversaciones, comprendidas sólo a medias, hasta bien entrada la noche. Su padre, superados los exámenes de contabilidad, había obtenido un ascenso. Ello debía traer consigo un alejamiento del pasado, un desplazamiento hacia el noreste que suponía también un desplazamiento hacia arriba en la escala social y, al mismo tiempo, otro desplazamiento, aunque fuera de pocos kilómetros, de aquella remota aldea polaca de la que emigrara su bisabuelo. La cuestión de la hipoteca fue motivo de nerviosas especulaciones financieras en busca de alternativas. Pero todo había salido bien. A los seis meses de mudarse, un fallecimiento inesperado en la empresa se había traducido en un nuevo ascenso que afianzó la seguridad económica. En la casa de Ilford había una cocina con todos los accesorios modernos y un tresillo en la sala de estar. Las mujeres que acudían a la sinagoga local vestían con elegancia; ahora, su madre era de las más elegantes. Daniel sospechaba que él era el único miembro de la familia que echaba de menos Balaclava Terrace. Se avergonzaba de la casa de Ilford y se avergonzaba de sí mismo por desdeñar lo que tanto había costado conseguir. Se dijo que si alguna vez llevaba a Kate Miskin a su casa, preferiría que viera Balaclava Terrace y no The Drive, en Ilford. Pero ¿qué diablos le importaba a Kate Miskin dónde o de qué manera vivía él? Invitarla a su casa estaba fuera de lugar. Sólo llevaba tres meses trabajando con ella en la Brigada Especial. ¿Qué diablos tenía que ver Kate Miskin con su vida de familia?

Creía conocer la raíz de su insatisfacción: era la envidia. Casi desde la más temprana infancia había sabido que su hermano mayor era el preferido de su madre, quien ya había cumplido treinta y cinco años cuando nació David y casi había perdido la esperanza de tener un hijo. El amor abrumador que sintió por su primogénito fue una revelación de tal intensidad que absorbió casi por completo todo el afecto maternal que podía dar. Nacido al cabo de tres años, Daniel fue bien recibido, pero no obsesivamente deseado. Recordaba que, cuando tenía catorce años, vio a una mujer que se inclinaba sobre el cochecito de una vecina para contemplar al recién nacido y comentaba: «Así que éste es el que hace cinco. Pero todos traen consigo el amor suficiente, ¿verdad?» Él no había tenido nunca la sensación de haber traído el suyo.

Y cuando David terna once años sufrió un accidente. Daniel aún recordaba el efecto que produjo en su madre. Los ojos enloquecidos con que se aferró a su padre, el rostro lívido a causa del pánico y el dolor, que se había convertido de pronto en el rostro de una desconocida frenética, los insoportables sollozos, las largas horas junto a la cabecera de David en el Hospital de Londres mientras él se quedaba al cuidado de unos vecinos. Al fin hubo que amputarle la pierna izquierda por debajo de la rodilla. Su madre acompañó a casa al hijo mutilado con una ternura exultante, como si se hubiera levantado de entre los muertos. Pero Daniel sabía de todos modos que no podía competir con él. David era animoso, nunca se quejaba, no causaba problemas. Él era huraño, celoso, difícil. También era inteligente. Sospechaba que era más inteligente que David, pero pronto renunció a su rivalidad académica. Fue David el que se matriculó en la Universidad de Londres, estudió derecho, obtuvo la licenciatura y ahora trabajaba en un despacho especializado en casos criminales. Y era un acto de desafío que a los dieciocho años, nada más salir de la escuela, Daniel hubiera ingresado en la policía.

Se decía, y medio lo creía, que sus padres se avergonzaban de esta profesión. Desde luego, nunca alardeaban de sus éxitos como lo hacían con los de David. Recordó un fragmento de conversación que tuvo lugar en la anterior cena de cumpleaños de su madre. Al recibirlo en la puerta, ésta le advirtió:

– No le he dicho a la señora Forsdyke que eres policía. Naturalmente, se lo diré si me pregunta a qué te dedicas.

Su padre añadió con voz sosegada:

– Y está en la Brigada Especial del comandante Dalgliesh, mamá, que interviene en los delitos particularmente delicados.

Daniel replicó con una acritud que le sorprendió incluso a él mismo.

– No sé si contribuirá a lavar la vergüenza. ¿Y qué hará esa gallina vieja, a fin de cuentas? ¿Desmayarse encima del cóctel de langostinos? ¿Por qué ha de molestarle mi trabajo, a no ser que su marido ande metido en algún negocio sucio? -«Dios mío, ya he vuelto a empezar. Y el día de su cumpleaños», se dijo entonces-. Alegra esa cara. Tienes un hijo respetable. Puedes decirle a la señora Forsdyke que David se dedica a mentir para que los delincuentes no vayan a la cárcel y yo me dedico a mentir para encerrarlos.

Bien, ahora podían divertirse criticándolo mientras les servían los entremeses. Y Bella estaría con ellos, naturalmente. Era abogada, como David, pero ella habría encontrado un hueco para celebrar el aniversario de sus padres. Bella, la futura nuera perfecta. Bella, que aprendía yiddish, que visitaba Israel dos veces al año y recaudaba fondos para ayudar a los inmigrantes de Rusia y Etiopía, que asistía al Beit Midrash, el centro de estudios talmúdicos de la sinagoga, que celebraba el sabbath; Bella, que volvía hacia él sus ojos oscuros, cargados de reproche, y se interesaba por el estado de su alma.

Era inútil decirles: «Ya no creo en nada de eso.» ¿Hasta qué punto eran creyentes sus padres? Si los hicieran salir a declarar bajo juramento y les preguntaran si de veras creían que Dios le entregó la Torá a Moisés en el monte Sinaí y que sus vidas dependían de la exactitud de la respuesta, ¿qué contestarían? Le había formulado esta pregunta a su hermano y todavía recordaba la respuesta. En su momento le sorprendió, y aún le sorprendía, pues planteaba la desconcertante posibilidad de que en David hubiera sutilezas que él nunca había comprendido.

– Seguramente mentiría. Hay creencias por las que realmente vale la pena morir, y eso no depende de que sean estrictamente ciertas o no.

Su madre, desde luego, nunca sería capaz de decirle: «No me importa si crees o no, quiero que el sabbath estés aquí con nosotros. Quiero que te vean en la sinagoga con tu padre y tu hermano.» Y no era hipocresía intelectual, aunque él intentaba convencerse de que lo era. Se podría aducir que pocos seguidores de cualquier religión creían todos los dogmas de su fe, excepto los fundamentalistas, y bien sabía Dios que ésos eran mucho más peligrosos que cualquier no creyente. Bien sabía Dios. Qué natural resultaba, y qué universal, deslizarse al lenguaje de la fe.

Quizá su madre tenía razón, aunque jamás sería capaz de reconocer la verdad. Las formas externas eran importantes. Practicar la religión no consistía sólo en un asentimiento intelectual. Ser visto en la sinagoga equivalía a proclamar: «Este es mi sitio, ésta es mi gente, éstos son los valores según los cuales intento vivir, esto es lo que generaciones de mis antepasados han hecho de mí, esto es lo que soy.» Recordó las palabras que le había dirigido su abuelo después de su Bar Mitzvah: «¿Qué es un judío sin su creencia? Lo que Hitler no pudo hacernos, ¿nos lo haremos nosotros mismos?» Los antiguos resentimientos acumulados. Aun judío ni siquiera le estaba permitido el ateísmo. Agobiado desde la niñez por el peso de la culpa, no podía rechazar su fe sin sentir la necesidad de disculparse ante el Dios en el que ya no creía. Y siempre estaba allí, en el fondo de su mente, cual mudo testigo de su apostasía, aquel conmovedor ejército en marcha de humanidad desnuda: jóvenes, mayores y niños afluyendo como una marea oscura hacia las cámaras de gas.

Detenido ante otro semáforo en rojo, pensó en la casa que nunca sería un hogar, vio con el ojo claro de la mente las ventanas relucientes, los colgantes visillos de encaje con sus lazos, el inmaculado jardín delantero, y se dijo: «¿Por qué debo definirme tomando como referencia el daño que otros han causado a mi raza? La culpa ya era bastante mala; ¿tengo que cargar también con el peso de la inocencia? Soy judío, ¿no basta con eso? ¿Debo representar ante mí mismo y los demás la maldad de la especie humana?»

Llegó por fin a la autopista, donde, tan misteriosamente como de costumbre, el tráfico se había aligerado y le permitió poner el coche a una buena velocidad. Con suerte llegaría a Innocent House en cinco minutos.

Esta muerte no era común, este misterio no se resolvería con facilidad. No habrían llamado al equipo para un caso de rutina. Quizá ninguna muerte era común y ninguna investigación puramente rutinaria para aquellos a los que afectaba de cerca. Pero ésta le brindaría la oportunidad de demostrarle a Adam Dalgliesh que no se había equivocado al elegirlo en sustitución de Massingham. Y pensaba aprovecharla. No había nada, ni en el ámbito personal ni en el profesional, que tuviera prioridad sobre esto.

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