Veinte años antes, Dalgliesh había oído a Gabriel Dauntsey leer sus poemas en la Sala Purcell, en la orilla sur. No tenía intención de decírselo, pero, mientras esperaba la llegada del anciano, revivió el acontecimiento con tanta claridad que escuchó las pisadas que se acercaban por la sala de los archivos con algo semejante a la impaciencia emocionada de la juventud. De las dos guerras mundiales, la primera era la que había producido la mejor poesía, y a veces Dalgliesh ocupaba su tiempo tratando de imaginar por qué había sido así. ¿Acaso porque el año 1914 había visto morir la inocencia, porque el cataclismo había barrido algo más que una generación brillante? El caso es que durante varios años -¿fueron solamente tres?- pareció que Dauntsey podía ser el Wilfred Owen de su tiempo, aunque su guerra fuera muy distinta. Sin embargo, la promesa de aquellos dos primeros volúmenes no se había cumplido y Dauntsey no había vuelto a publicar nada más. Dalgliesh se dijo que la palabra promesa, con su sugerencia de un talento todavía por confirmar, apenas resultaba adecuada. Uno o quizá dos de aquellos poemas tempranos tenían un nivel que pocos poetas de posguerra habían alcanzado.
Después de aquella lectura, Dalgliesh había averiguado todo lo que Dauntsey quería que se supiera de su historia: que, siendo residente en Francia, se hallaba en Inglaterra por negocios cuando se declaró la guerra, mientras que su esposa y sus dos hijos quedaban atrapados por los invasores alemanes; que su familia desapareció por completo de los registros oficiales y que sólo tras años de búsqueda, una vez finalizada la guerra, pudo descubrir que los tres, ocultos bajo una falsa identidad para eludir el internamiento, habían muerto a consecuencia de una incursión de bombarderos británicos en la Francia ocupada. El propio Dauntsey había servido en el Comando de Bombarderos de la RAF, pero se libró de la última y más trágica ironía; no había tomado parte en aquella incursión. La suya era la poesía de la guerra moderna, de la pérdida, el dolor y el terror, de la camaradería y el valor, la cobardía y la derrota. Los fuertes, sinuosos y brutales versos se iluminaban con pasajes de belleza lírica, como obuses que estallaran en la mente. Los grandes Lancasters que se elevaban como pesadas bestias con la muerte encerrada en el vientre; los cielos oscuros y silenciosos que explotaban en una cacofonía de terror; los tripulantes casi adolescentes de los que él, algo mayor, era responsable y que, noche tras noche, volaban precariamente alojados en aquel frágil cascarón de metal, conociendo la aritmética de la supervivencia, sabiendo que aquélla podía ser la noche en que caerían del cielo como una antorcha llameante. Y siempre la culpa, la sensación de que aquel terror de cada noche, al mismo tiempo temido y deseado, era una reparación, que había una traición que sólo la muerte podía expiar, una traición personal que reflejaba una mayor desolación universal.
Y ahora estaba aquí; un anciano como cualquier otro, si es que algún anciano podía calificarse de forma tan neutra, no encorvado, sino sosteniéndose mediante un esfuerzo disciplinado, como si el aguante y el coraje pudieran superar con éxito los estragos del tiempo. La vejez puede producir una corpulencia fofa que borra el carácter transformándolo en arrugada nulidad o, como en este caso, descarnar el rostro de manera que los huesos destacan como un esqueleto provisionalmente revestido de una carne tan seca y delicada como el papel. Pero el cabello, aunque gris, era todavía vigoroso, y los ojos -que en aquel momento se fijaban en él con una mirada interrogativa e irónica- tan negros y penetrantes como Dalgliesh recordaba.
Dalgliesh apartó la silla de la mesa y la dejó junto a la puerta. Dauntsey se sentó.
– Subió usted con lord Stilgoe y el señor De Witt. ¿Vio algo en esta habitación que le llamara la atención, aparte de la presencia del cuerpo? -preguntó Dalgliesh.
– Al principio, no, aparte de un olor desagradable. Un cadáver semidesnudo y tan grotescamente adornado como éste lo estaba toma por asalto los sentidos. Al cabo de un minuto, quizá menos, advertí otras cosas, y con extraordinaria claridad. La habitación se me antojó distinta, extraña. Me pareció desnuda, aunque no lo estaba, desacostumbradamente limpia, más calurosa de lo habitual. El cuerpo parecía muy…, muy desordenado; la habitación, en cambio, muy ordenada. La silla estaba en su lugar exacto, las carpetas pulcramente dispuestas sobre la mesa. Naturalmente, me percaté de que faltaba la grabadora.
– ¿Estaban las carpetas como usted las había dejado?
– No, por lo que recuerdo. Las dos bandejas están cambiadas de sitio. La que tiene el menor número de carpetas debería estar a la izquierda. Yo había dejado dos montones, el de la derecha mayor que el de la izquierda. Trabajo de izquierda a derecha con varias carpetas a la vez, entre seis y diez según su tamaño. Cuando termino con una, la paso al montón de la derecha. Una vez revisadas las seis, las devuelvo a la sala de los archivos e inserto una regla en la última para que se vea hasta dónde he llegado.
– Hemos visto la regla en un hueco del estante inferior de la segunda hilera. ¿Significa eso que sólo ha completado una hilera?
– Es un trabajo muy lento. Tiendo a interesarme por las cartas antiguas, aunque no merezca la pena conservarlas. He encontrado bastantes que sí lo merecen: cartas de escritores del siglo xx y de otros que mantuvieron correspondencia con Henry Peverell o con su padre, aunque no los publicaba la empresa. Hay cartas de H. G. Wells, de Arnold Bennett, de miembros del grupo de Bloomsbury e incluso algunas más antiguas.
– ¿Qué sistema emplea?
– Dicto a la grabadora una descripción del contenido de cada carpeta y mi recomendación, ya sea «destruir», «dudosa», «conservar» o «importante». A continuación, una mecanógrafa pasa la lista a máquina y la junta la examina periódicamente. En la práctica, todavía no se ha eliminado nada. Nos pareció precipitado destruir cualquier cosa antes de conocer el futuro de la empresa.
– ¿Cuándo utilizó esta habitación por última vez?
– El lunes. Estuve trabajando aquí todo el día. La señora Demery asomó la cabeza hacia las diez de la mañana, pero dijo que no quería molestarme. Sólo viene a quitar el polvo una semana de cada cuatro, aproximadamente, y aun así lo hace de un modo superficial. Me hizo notar que el cordón de la ventana estaba muy raído y le contesté que se lo diría a George para que se encargara de cambiarlo. Todavía no he hablado con él.
– ¿Y usted no se había dado cuenta?
– Me temo que no. La ventana llevaba varias semanas abierta. Lo prefiero así. Supongo que al llegar el frío me habría dado cuenta.
– ¿Cómo calienta la habitación?
– Con una estufa eléctrica siempre. De hecho, es de mi propiedad. La prefiero a la estufa de gas. No quiero decir que la estufa de gas me pareciera peligrosa, pero, como no fumo, nunca llevo cerillas encima cuando las necesito. Era más fácil traer la estufa eléctrica de mi apartamento. Es muy ligera, de modo que al terminar la jornada me la vuelvo a llevar al número doce o la dejo aquí si tengo intención de seguir trabajando al día siguiente. El lunes me la llevé a casa.
– ¿Y cerró la puerta con llave al marcharse?
– No, nunca la cierro. La llave está en la cerradura, generalmente de este lado, pero no la he utilizado nunca.
Dalgliesh observó:
– La cerradura parece relativamente nueva. ¿Quién la hizo instalar?
– Henry Peverell. Le gustaba trabajar aquí arriba de vez en cuando. No sé por qué, pero era un hombre solitario. Supongo que la cerradura debía de proporcionarle una mayor sensación de seguridad. Pero en realidad no es nueva; mucho más nueva que la puerta, eso sí, pero creo que debe de llevar ahí al menos cinco años.
– Pero no lleva cinco años sin ser utilizada -dijo Dalgliesh-. Está bien engrasada, la llave gira con facilidad.
– ¿Ah, sí? Yo no la utilizo, así que no me había fijado. Pero es curioso que esté engrasada. Puede que lo haya hecho la señora Demery, aunque me parece poco probable.
Dalgliesh inquirió:
– ¿Le gustaba Gerard Etienne?
– No, pero lo respetaba. No porque tuviera cualidades necesariamente merecedoras de respeto; lo respetaba porque era muy distinto a mí. Su virtud procedía en parte de sus defectos. Y era joven. No podía atribuirse ningún mérito ni responsabilidad por serlo, pero eso le confería un entusiasmo que la mayoría de los demás ya no tenemos y que, en mi opinión, la empresa necesita. Quizá nos quejáramos de lo que hacía o nos disgustara lo que se proponía hacer, pero al menos sabía adónde se dirigía. Sospecho que sin él nos sentiremos a la deriva.
– ¿Quién ocupará ahora el cargo de director gerente?
– Oh, su hermana, Claudia Etienne. El cargo le corresponde al poseedor del mayor número de acciones y, por lo que yo sé, Claudia heredará las de él. Eso le proporcionará la mayoría absoluta.
– ¿Para hacer qué? -quiso saber Dalgliesh.
– No lo sé. Tendrá que preguntárselo a ella. Dudo que ella misma lo sepa. Acaba de perder a su hermano. No creo que haya dedicado mucho tiempo a pensar en el futuro de la Peverell Press.
A continuación Dalgliesh le preguntó cómo había pasado el día y la noche anteriores. Dauntsey bajó la vista y esbozó una leve sonrisa burlona. Era demasiado inteligente para no comprender que lo que le estaba pidiendo era su coartada. Permaneció un breve rato en silencio, como si estuviera ordenando sus pensamientos. Al fin respondió.
– Estuve en la reunión de los socios desde las diez hasta las once y media. A Gerard le gustaba acabar en dos horas, pero ayer terminamos antes que de costumbre. Después de la reunión, mientras bajábamos de la sala de juntas, cambié unas palabras con él acerca del futuro de la colección de poesía. Creo que, además, intentaba obtener mi apoyo a sus planes de vender Innocent House y trasladar la empresa a Docklands.
– ¿Y usted lo consideraba deseable?
– Lo consideraba necesario. -Hizo una pausa y añadió-: Por desgracia.
Tras una nueva pausa siguió hablando de forma lenta y pausada, pero con escaso énfasis, deteniéndose de vez en cuando como para elegir una palabra antes que otra, frunciendo la frente de vez en cuando como si el recuerdo fuera doloroso o incierto. Los demás escucharon su monólogo en silencio.
– Luego salí de Innocent House y me dirigí a mi apartamento para arreglarme, pues debía salir. Cuando digo arreglarme, me refiero sencillamente a pasarme un peine por el cabello y lavarme las manos. No estuve mucho tiempo en casa. Había invitado a un poeta joven, Damien Smith, a almorzar en el Ivy. Gerard solía decir que James de Witt y yo gastábamos el dinero agasajando a autores en proporción inversa a su importancia para la empresa. Me pareció que al muchacho le gustaría ir al Ivy. Estábamos citados allí a la una. Fui en lancha hasta el puente de Londres y una vez allí tomé un taxi hasta el restaurante. El almuerzo duró en total unas dos horas; a las tres y media estaba de vuelta a mi apartamento. Me preparé un té y a las cuatro volví a mi despacho. Estuve trabajando alrededor de una hora y media.
»La última vez que vi a Gerard fue en el aseo de la planta baja. Está en la parte de atrás de la casa, al lado de las duchas. Las mujeres suelen utilizar el aseo del primer piso. Al entrar me crucé con Gerard. No nos dijimos nada, pero creo que me hizo un gesto con la cabeza o sonrió. Hubo una especie de saludo fugaz, nada más. No volví a verlo. Regresé a mi apartamento y me pasé las dos horas siguientes leyendo los poemas que había elegido para la reunión de la noche, pensando en ellos, tomando café. Escuché las noticias de las seis en la BBC. Poco después me llamó Frances Peverell para desearme buena suerte. Se había ofrecido a ir conmigo. Creo que consideraba que debía acompañarme alguien de la editorial. Hablamos de ello un par de días antes y conseguí disuadirla. Una de las poetisas que iba a leer era Marigold Riley. No es mala, pero gran parte de su obra es escatológica. Sabía que a Frances no le gustarían ni los poemas, ni la compañía, ni el ambiente. Le dije que prefería ir solo, que tenerla a mi lado me pondría nervioso, y no era del todo mentira. Hacía quince años que no leía mis versos. La mayoría de los asistentes debían de suponer que ya había muerto. Ya empezaba a desear no haber aceptado. La presencia de Frances haría que me preguntara si se encontraba a disgusto, hasta qué punto le desagradaba todo aquello, y sólo incrementaría mi desasosiego. Pedí un taxi por teléfono y me fui pasadas las siete y media.
Dalgliesh le interrumpió.
– ¿A qué hora, exactamente?
– Pedí que el taxi estuviera en el callejón a las ocho menos cuarto y supongo que lo hice esperar irnos minutos, no más. -Se detuvo otra vez y luego prosiguió-: Lo que ocurrió en el Connaught Arms no puede interesarle mucho. Había el número suficiente de personas para justificar mi presencia. Supongo que la lectura fue bastante mejor de lo que me figuraba, pero había demasiada gente y demasiado ruido. No era consciente de que la poesía se hubiera convertido en un deporte de masas. Se bebía y se fumaba mucho, y algunos de los poetas eran más bien dados al exceso. La cosa se prolongó en demasía. Quería pedirle al patrón que llamara un taxi por teléfono, pero estaba hablando con un grupo de gente y me marché sin que nadie me prestara demasiada atención. Esperaba encontrar un taxi al final de la calle, pero me asaltaron antes de llegar. Eran tres, me parece, dos negros y un blanco, pero no podría identificarlos. Sólo percibí unas figuras que arremetían contra mí, un fuerte empujón en la espalda, unas manos que me registraban los bolsillos. Fue un ataque gratuito. Si me hubieran pedido la cartera, se la habría dado. ¿Qué otra cosa podía hacer?
– ¿Se la llevaron?
– Sí, se la llevaron. Por lo menos ya no la tenía cuando miré. La caída me aturdió por irnos instantes. Cuando recobré la lucidez vi a un hombre y una mujer agachados junto a mí. Habían estado en la lectura y querían darme alcance. Al caer me di un golpe en la cabeza y estaba sangrando un poco. Saqué el pañuelo y lo apreté contra la herida. Les pedí que me llevaran a casa, pero dijeron que tenían que pasar por delante del hospital St. Thomas e insistieron en dejarme allí. Decían que debía hacerme una radiografía. Naturalmente, no pude empecinarme en que me llevaran a casa o me buscaran un taxi. Fueron muy amables, pero no creo que quisieran tomarse demasiadas molestias. En el hospital me hicieron esperar un buen rato. Había casos más urgentes que atender. Finalmente, una enfermera me vendó la herida y me anunció que debía quedarme a que me hicieran una radiografía. Otra espera. El resultado fue satisfactorio, pero querían tenerme toda la noche en observación. Les aseguré que en casa estaría bien atendido y les rogué que llamaran a Frances para explicarle lo ocurrido y que me pidieran un taxi. Pensé que seguramente estaría pendiente de mi llegada para saber qué tal había ido la lectura y que se preocuparía si a las once aún no había regresado. Debía de ser la una y media cuando llegué a casa, y enseguida la llamé por teléfono. Frances quería que subiera a su apartamento, pero le dije que me encontraba perfectamente y que lo que más necesitaba era un baño. Después de bañarme volví a llamar y bajó al momento.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Y no insistió en bajar a su apartamento en cuanto usted llegó?
– No. Frances nunca se entromete si cree que alguien desea estar a solas, y lo cierto es que yo deseaba estar a solas, siquiera por un rato. No me sentía con ánimos para dar explicaciones ni escuchar expresiones de condolencia. Lo que necesitaba era una copa y un baño. Bebí, me bañé y luego la llamé por teléfono. Sabía que estaba inquieta y no quería hacerla esperar hasta la mañana siguiente para saber qué había ocurrido. Creí que el whisky me sentaría bien, pero en realidad me dejó bastante mareado. Supongo que sufrí una especie de conmoción tardía. Cuando llamó a la puerta, no me encontraba demasiado bien. Estuvimos un ratito hablando y enseguida insistió en que debía acostarme. Dijo que se quedaría en mi apartamento por si acaso yo necesitaba algo durante la noche. Creo que temía que estuviera mucho peor de lo que le aseguraba y quería estar a mi lado para llamar a un médico si mi estado empeoraba. No intenté disuadirla, aunque sabía que lo único que me hacía falta era una noche de reposo. Pensé que se acostaría en la habitación libre, pero creo que se envolvió en una manta y pasó toda la noche en la sala, junto a mi puerta. Cuando desperté por la mañana estaba vestida y me había preparado una taza de té. Trató de convencerme para que me quedara en casa, pero cuando terminé de vestirme me encontraba mucho mejor y decidí ir a Innocent House. Llegamos juntos a recepción justo cuando acababa de llegar la primera lancha del día. Fue entonces cuando nos dijeron que Gerard había desaparecido.
– ¿Y ésa fue la primera noticia que tuvo del asunto? -quiso saber Dalgliesh.
– Sí. Gerard tenía la costumbre de quedarse a trabajar hasta más tarde que la mayoría de nosotros, en especial los jueves. También solía llegar más tarde por la mañana, excepto los días en que teníamos reunión de socios, pues le gustaba que empezaran a las diez en punto. Naturalmente, cuando salí para dar la lectura suponía que ya se había marchado a casa.
– Entonces, ¿no lo vio cuando salió hacia el Connaught Arms?
– No, no lo vi.
– ¿Ni vio entrar a nadie en Innocent House?
– A nadie. No vi a nadie.
– Y cuando les dijeron que lo habían encontrado muerto, ¿subieron los tres al despachito de los archivos?
– Sí, subimos juntos Stilgoe, De Witt y yo. Fue una reacción natural a la noticia, supongo, la necesidad de comprobarlo por uno mismo. James llegó el primero. Stilgoe y yo no podíamos seguir su paso. Cuando llegamos, Claudia todavía estaba arrodillada junto al cuerpo de su hermano. Al vernos, se levantó y extendió un brazo hacia nosotros. Fue un ademán curioso, como si quisiera exponer aquella atrocidad a la vista pública.
– ¿Y cuánto tiempo permanecieron en el cuarto?
– No pudo llegar a un minuto. Pero me pareció más. Estábamos agrupados justo en la puerta, mirando sin creer lo que veíamos, consternados. Creo que no habló nadie.
Sé que yo no lo hice. Todo lo de la habitación era sumamente vivido. Fue como si la conmoción hubiera prestado a mis ojos una extraordinaria nitidez de percepción. Vi todos los detalles del cuerpo de Gerard y de la habitación en sí con una claridad extraordinaria. Entonces habló lord Stilgoe. Dijo: «Voy a llamar a la policía. Aquí no podemos hacer nada. Esta habitación debe cerrarse inmediatamente y yo guardaré la llave.» Se hizo cargo de la situación. Salimos todos juntos y Claudia cerró la puerta. Stilgoe se quedó la llave. El resto ya lo conoce.