17

George Copeland, de pie tras la protección de su mostrador de recepción con aire de embarazosa impotencia, oyó con alivio el rumor de pasos sobre los adoquines. Así que por fin había llegado la lancha. Lord Stilgoe dejó de andar airadamente de un lado a otro y los dos se volvieron hacia la puerta. Los recién llegados entraron en grupo, con James de Witt a la cabeza. El señor De Witt echó una mirada al rostro preocupado de George y se apresuró a preguntar:

– ¿Qué sucede, George?

Fue lord Stilgoe el que respondió. Sin saludar a De Witt, le anunció torvamente:

– Etienne ha desaparecido. Estaba citado con él a las nueve en su despacho. Cuando he llegado sólo estaban el recepcionista y la encargada de la limpieza. No estoy acostumbrado a este trato. Mi tiempo es valioso, aunque el de Etienne no lo sea. Esta mañana tengo una cita en el hospital.

– ¿Cómo que desaparecido? -replicó De Witt al instante-. Supongo que lo habrá retrasado el tráfico.

– Tiene que estar en la casa, señor De Witt -intervino George-. Ha dejado la chaqueta en el sillón de su despacho. Fui a mirar al ver que no contestaba a las llamadas. Y esta mañana, cuando he llegado, la puerta principal no estaba cerrada con la Banham. Entré sólo con la Yale. Y la alarma no estaba conectada. La señorita Claudia acaba de llegar. Lo está comprobando.

Pasaron todos al vestíbulo, como movidos por un impulso común. Claudia Etienne, con la señora Demery al lado, salía del despacho de Blackie.

– George tiene razón -dijo-. No puede andar muy lejos. Su chaqueta está en el sillón y el manojo de llaves en el cajón superior de la derecha. -Se volvió hacia George-. ¿Ha mirado en el número diez?

– Sí, señorita Claudia. El señor Bartrum ya ha llegado, pero no hay nadie más en el edificio. Lo ha mirado él y ha vuelto a llamar; dice que el Jaguar del señor Gerard está aparcado allí, en el mismo sitio donde estaba anoche.

– ¿Y las luces de la casa? ¿Estaban encendidas cuando ha llegado usted?

– No, señorita Claudia. Y tampoco había luz en su despacho. En ninguna parte.

En aquel momento aparecieron Frances Peverell y Gabriel Dauntsey. George advirtió que el señor Dauntsey no tenía buen aspecto. Se ayudaba con un bastón y llevaba un trocito de esparadrapo en el lado derecho de la frente. Nadie se fijó. George se preguntó si sería el único que se había dado cuenta.

– No habréis visto a Gerard en el número doce, ¿verdad? Parece que ha desaparecido -dijo la señorita Claudia.

– No lo hemos visto -respondió Frances.

Mandy, que llegaba justo detrás de ellos, se quitó el casco y anunció:

– Tiene el coche aquí. Lo he visto al pasar, al final de Innocent Passage.

Claudia replicó en tono reprobatorio.

– Sí, Mandy, ya lo sabemos. Iré a mirar arriba. Tiene que estar en el edificio. Los demás que esperen aquí.

Se encaminó a paso vivo hacia la escalera, seguida de cerca por la señora Demery. Blackie, como si no hubiera oído la orden, emitió un breve jadeo y echó a correr torpemente en pos de ellas. Maggie FitzGerald observó:

– La señora Demery siempre se las arregla para estar en el meollo -pero habló con voz insegura y, al ver que nadie hacía ningún comentario, se ruborizó como si deseara no haber dicho nada.

El grupito se desplazó silenciosamente hasta formar un semicírculo, casi, pensó George, como empujado con suavidad por una mano invisible. Había encendido las luces del vestíbulo y el techo pintado resplandecía sobre ellos, como contraponiendo su esplendor y su permanencia a las insignificantes preocupaciones y las angustias sin importancia de los presentes. Todos los ojos se volvieron hacia lo alto. George pensó que parecían personajes de un cuadro religioso, con la mirada fija en el cielo a la espera de alguna aparición sobrenatural. Permaneció entre ellos, sin saber muy bien si su lugar estaba ahí o detrás del mostrador. Hizo lo que le decían, como siempre, pero un poco sorprendido de que los socios esperaran con tanta docilidad. Aunque, ¿por qué no? No serviría de nada que se dedicaran a recorrer en tropel toda la casa. Tres exploradoras eran más que suficientes. Si el señor Gerard estaba en el edificio, la señorita Claudia lo encontraría. Nadie hablaba ni se movía, excepto James de Witt, que se acercó calladamente a Frances Peverell. A George le pareció que llevaban horas esperando, paralizados, como actores de un cuadro viviente, aunque no podían haber pasado más que unos minutos.

En ese momento, Amy, con voz que el miedo hacía estridente y recorriendo con una mirada frenética el grupo, anunció:

– Ha gritado alguien. He oído un grito.

James de Witt no se volvió hacia ella, sino que mantuvo los ojos clavados en la escalera.

– No ha gritado nadie -la corrigió serenamente-. Te lo has imaginado, Amy.

Y entonces se repitió, pero esta vez más potente e inconfundible: un grito agudo de desesperación. Avanzaron hacia el pie de la escalera, pero se quedaron allí. Era como si nadie se atreviese a dar el primer paso escaleras arriba. Se produjo un nuevo silencio y después empezaron los gemidos: primero un lamento distante y luego más fuerte y cada vez más próximo. George, al que el terror mantenía clavado en el suelo, no identificó la voz. Le parecía tan inhumana como el sonido de una sirena o el maullido de un gato en la noche.

– ¡Oh, Dios mío! -susurró Maggie FitzGerald-. ¡Dios mío! ¿Qué está pasando?

Y en aquel momento, de un modo espectacularmente repentino, apareció la señora Demery en lo alto de la escalera. A George le pareció que se había materializado de la nada. La señora Demery sostenía a Blackie, cuyos plañidos habían bajado de tono para convertirse en graves y convulsos sollozos.

James de Witt habló en voz baja, pero muy clara.

– ¿Qué ocurre, señora Demery? ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está el señor Gerard?

– En el despachito de los archivos. ¡Muerto! ¡Asesinado! Eso ha sucedido. Está allí tirado, medio desnudo y tieso como una tabla podrida. Algún demonio lo ha estrangulado con esa puñetera serpiente. Tiene a Sid la Siseante enroscada al cuello con la cabeza metida en la boca.

James de Witt se movió al fin. Se abalanzó hacia la escalera. Frances hizo ademán de seguirlo, pero él se volvió y le dijo en tono apremiante:

– No, Frances, no. -Y la apartó suavemente hacia un lado. Lord Stilgoe fue tras él con un desgarbado anadeo de anciano, aferrándose al pasamanos. Gabriel Dauntsey, tras unos instantes de vacilación, también los siguió.

– Que alguien me eche una mano, ¿no? Es un peso muerto -gritó la señora Demery.

Frances acudió de inmediato a su lado y le pasó un brazo por la cintura a Blackie.

Mientras las miraba, George pensó que era la señorita Frances quien necesitaba que la sostuvieran. Bajaron juntas, casi llevando a Blackie en vilo entre las dos. Blackie gemía y susurraba: «Lo siento, lo siento.» Juntas la condujeron hacia el fondo de la casa, cruzando el vestíbulo, mientras el grupito las seguía con la mirada en un silencio consternado.

George volvió a su mostrador, a su centralita. Aquél era su lugar. Era allí donde se sentía seguro, donde tenía el control. Era allí donde podía afrontar la situación.

Oyó voces. Aquellos sollozos atroces se habían apaciguado, pero ahora se oían las agudas recriminaciones de la señora Demery y un coro de voces femeninas. Las apartó de su mente. Tenía que trabajar; sería mejor que empezara. Intentó abrir la caja de seguridad situada bajo el mostrador, pero le temblaban tanto las manos que no lograba meter la llave en la cerradura. Sonó el teléfono. George dio un violento respingo y buscó a tientas el auricular. Era la señora Velma Pitt-Cowley, la agente de la señora Carling, que quería hablar con el señor Gerard. George, reducido al silencio por el sobresalto inicial, se las arregló para decir que el señor Gerard no podía ponerse. Aun a sus propios oídos, su voz sonó aguda, cascada, artificial.

– La señorita Claudia, entonces. Supongo que está en la casa.

– No -respondió George-. No.

– ¿Qué sucede? Es usted, ¿verdad, George? ¿Qué le ocurre?

George, abrumado, cortó la llamada. El teléfono volvió a sonar inmediatamente, pero no lo descolgó y, al cabo de unos segundos, cesó el ruido. Se quedó mirando el aparato con temblorosa impotencia. Era la primera vez que hacía una cosa así. Pasó el tiempo, segundos, minutos. Hasta que lord Stilgoe se irguió ante el mostrador y George pudo olerle el aliento y sentir la fuerza de su ira triunfal.

– Póngame con Scotland Yard. Quiero hablar con el comisionado. Si está ocupado, pregunte por el comandante Adam Dalgliesh.

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