Eran más de las diez y media cuando Dalgliesh regresó al centro de operaciones instalado en la comisaría de Wapping. Robbins ya había terminado su turno de servicio. Kate y Daniel habían comprado bocadillos al volver del depósito y se arreglaron con ellos y café mientras anochecía. Ya habían trabajado una jornada de doce horas, pero aún no habían terminado. Dalgliesh quería evaluar los progresos realizados y hacerse una idea clara de dónde se hallaban antes de iniciar la fase siguiente de la investigación.
Nada más llegar tomó asiento y se pasó diez minutos examinando los documentos que Daniel había traído del despacho de Gerard Etienne. Luego cerró la carpeta sin hacer ningún comentario, consultó su reloj y preguntó:
– Bien, entonces, ¿qué conclusiones provisionales han extraído de los datos que conocemos hasta el momento?
Daniel intervino de inmediato, como Kate imaginaba que haría. A ella no le molestó. Tenían la misma graduación, pero Kate era su superior por antigüedad en el servicio; a pesar de ello, no experimentaba ninguna necesidad de subrayarlo. Ser el primero en hablar tenía sus ventajas: impedía que otro se atribuyera el mérito de las ideas propias y demostraba entusiasmo. Por otra parte, había cierta sabiduría en esperar el momento adecuado. La inspectora observó que Daniel presentaba minuciosamente su exposición de los hechos; seguramente, pensó, había estado ensayándola mentalmente desde su regreso del depósito.
– Muerte natural, suicidio, accidente o asesinato. Las dos primeras posibilidades quedan descartadas. No necesitamos los informes del laboratorio para saber que se trata de una intoxicación por monóxido de carbono; la autopsia ya lo ha dejado claro. También ha dejado claro que, por lo demás, murió en perfecto estado de salud. Y no hay absolutamente nada que haga pensar en un suicidio, así que no creo que haga falta perder el tiempo en eso.
»De modo que llegamos al supuesto de una muerte accidental. Si se trata de un accidente, ¿qué hemos de creer? Que Etienne decidió subir a trabajar en el despachito de los archivos por alguna razón, dejándose la chaqueta en el sillón de su despacho y las llaves en el cajón de la mesa. Que tuvo frío, que encendió el fuego con unas cerillas que nada nos permite suponer que llevara encima y que, luego, el trabajo lo absorbió de tal manera que no se dio cuenta de que la estufa funcionaba defectuosamente hasta que fue demasiado tarde. Aparte de las evidentes incongruencias, sugiero que, si la cosa se hubiera desarrollado así, lo habríamos encontrado desplomado sobre la mesa, no tendido en el suelo de espaldas, semidesnudo y con la cabeza apuntando a la estufa. Por el momento, dejo la serpiente al margen. Creo que debemos distinguir con claridad entre lo que ocurrió en el momento de la muerte y lo que le ocurrió después al cadáver. Es obvio que alguien lo encontró cuando ya se había instaurado el rigor mortis en la parte superior del cuerpo, pero nada nos indica que la persona que le metió la serpiente en la boca le quitara la camisa o lo trasladara de la mesa al lugar donde fue descubierto.
– La camisa debió de quitársela él mismo -opinó Kate-. La aferraba con la mano derecha. Daba la impresión de que se la había quitado con la idea de utilizarla para apagar el fuego. Observen la fotografía. La mano derecha sigue sujetando parte de la camisa y el resto aparece cubriendo el cuerpo. A mí me da la impresión de que murió boca abajo y que el asesino dio la vuelta al cuerpo, tal vez con el pie, y luego le abrió la boca por la fuerza. Miren la posición de las rodillas, ligeramente dobladas. No murió en esa postura. Los resultados de la autopsia permiten suponer que murió boca abajo. Creo que iba andando a gatas en dirección al fuego.
– Bien, estoy de acuerdo. Pero no podía tener la esperanza de apagarlo de esa manera. La camisa habría prendido.
– Ya sé que no podía, pero es la impresión que da. Quizás en su estado de confusión le pareció posible extinguir así el fuego.
Dalgliesh no intervino, pero escuchó con atención mientras ellos discutían.
– Eso sugiere que era consciente de lo que estaba ocurriéndole -dijo Daniel-. Pero, en tal caso, lo normal habría sido abrir la puerta para que entrara el aire y cerrar el paso del gas.
– Pero supongamos que la puerta estuviera cerrada por fuera y que faltara la llave de paso de la estufa. Cuando trató de abrir la ventana, el cordón se rompió porque alguien lo había deshilachado para estar bien seguro de que cedería cuando tiraran de él con un poco de fuerza. El asesino debió de apartar antes la mesa y las sillas para que Etienne no pudiera encaramarse a ellas a fin de alcanzar la ventana y romper el cristal. La ventana estaba atascada. No hubiera podido abrirla aunque la alcanzara, a no ser que tuviera algo con que romperla.
– ¿El magnetófono, quizá?
– Demasiado pequeño, demasiado frágil. De todos modos, estoy de acuerdo en que lo habría intentado. Incluso habría podido golpear el cristal con los nudillos, pero no tenía ninguna huella de magulladuras en las manos. Creo que el asesino apartó los muebles antes de que Etienne entrara en la habitación. Sabemos por las marcas de la pared que normalmente la mesa está unos centímetros más a la izquierda.
– Eso no prueba nada. Pudo haberla movido la mujer de la limpieza.
– No he dicho que demuestre nada, pero es significativo. Tanto Gabriel Dauntsey como la señora Demery dijeron que la mesa no se encontraba en su lugar habitual.
– Eso no los descarta como sospechosos.
– No he dicho que los descarte. Dauntsey es un sospechoso obvio; nadie tuvo mejor oportunidad que él. Pero, si Dauntsey apartó la mesa y las sillas, sin duda se habría molestado en volver a dejar la mesa exactamente donde estaba. A no ser que tuviera prisa, naturalmente. -Se interrumpió y se volvió hacia Dalgliesh con aire excitado-. Y claro que tenía prisa, señor. Debía estar de vuelta en el tiempo que hubiera necesitado para bañarse.
– Estamos yendo demasiado deprisa -objetó Daniel-. Todo esto son conjeturas.
– Yo lo llamaría deducción lógica.
Dalgliesh habló por primera vez.
– La teoría de Kate es razonable y concuerda con los hechos que conocemos. Pero no tenemos ni una pizca de evidencia irrefutable. Y no olvidemos la serpiente. ¿Han podido averiguar quién sabía que estaba en el cajón del escritorio de la señorita Blackett, aparte, naturalmente, de la señorita Blackett, Mandy Price, Dauntsey y los hermanos Etienne?
Fue Kate quien respondió.
– La noticia había corrido por toda la oficina antes de que terminara la tarde, señor. Mandy le contó a la señora Demery, cuando estaban las dos haciendo café en la cocina poco después de las once y media, que Etienne le había ordenado a la señorita Blackett que se deshiciera de la serpiente. La señora Demery reconoce que quizá se lo dijo a un par de personas mientras pasaba con el carrito sirviendo el té de la tarde. «Un par de personas» probablemente quiere decir todos los despachos del edificio. La señora Demery no precisó demasiado qué les había contado en realidad, pero Maggie FitzGerald, de publicidad, estaba completamente segura de que les dijo que el señor Gerard le había ordenado a la señorita Blackett que se deshiciera de la serpiente y que ella la había metido en el cajón del escritorio. El señor Sydney Bartrum, de contabilidad, asegura que no lo sabía. Dijo que ni él ni su personal tienen tiempo para charlar con el personal auxiliar de la oficina y que, en cualquier caso, tampoco les es posible hacerlo: su departamento está en el número diez y ellos mismos se preparan allí el té de la tarde. De Witt y la señorita Peverell han reconocido que lo sabían. Por otra parte, el cajón de la señorita Blackett es el primer lugar donde a cualquiera se le ocurriría mirar. Parece ser que ella le tenía un apego sentimental a Sid la Siseante, como la llaman, y no habría querido tirarla.
– ¿Y por qué la señora Demery se molestó en hacer correr la noticia? -se extrañó Daniel-. No creo que pueda considerarse un escándalo de importancia para la oficina.
– No, claro, pero es evidente que suscitó cierto interés. La mayor parte del personal sabía o sospechaba que Gerard Etienne no lamentaría perder de vista a la señorita Blackett. Seguramente se preguntaban cuánto tiempo iba a aguantar, o si se despediría ella misma antes de que la echaran a la calle. Cualquier incidente entre los dos sería tema de conversación.
– Ya ven la importancia de la serpiente -señaló Dalgliesh-. O bien fue el asesino quien se la enroscó al cuello a Etienne y le embutió la cabeza en la boca, probablemente para explicar el quebranto de la rigidez en la mandíbula, o bien el bromista encontró el cuerpo por casualidad y aprovechó la oportunidad para cometer una vileza particularmente aborrecible. Y si lo hizo el asesino, ¿se trata de la misma persona que el bromista? Todas esas jugarretas, ¿formaban parte de un plan minuciosamente trazado que se remonta hasta el primer incidente? Eso concordaría bien con el cordón raído. Si el asesino lo preparó deliberadamente para que se rompiera al tirar de él, tuvo que hacerlo a lo largo de un tiempo. ¿O acaso comprendió la importancia de la mandíbula suelta y utilizó la serpiente por impulso a fin de disimular el hecho de que había extraído algo de la boca de Etienne?
– Aún existe otra posibilidad, señor -dijo Daniel-. Supongamos que el bromista encuentra el cuerpo, cree que es una muerte natural o accidental y decide hacer que parezca un asesinato sólo para complicar las cosas. Pudo ser él o ella quien cambió de sitio la mesa, además de enroscarle la serpiente al cuello al cadáver.
Kate protestó.
– No habría podido desgastar el cordón de la ventana; eso tuvo que hacerse antes. Además, ¿por qué iba a molestarse en mover la mesa? Eso sólo podía confundir el asunto y hacer que la muerte pareciese un asesinato si el bromista ya sabía que Etienne había muerto intoxicado por monóxido de carbono.
– Tenía que saberlo. Apagó la estufa de gas.
– Eso lo habría hecho de todos modos -adujo Kate-. El cuartito debía de ser como un horno. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Creo que hay una teoría que cuadra con todos los hechos, señor. La primera intención fue que la muerte pareciese accidental. El asesino pensaba ser él quien descubriera el cuerpo y que estaría solo cuando ocurriera. De esta manera, lo único que debía hacer era colocar la llave de paso en su sitio y apagar el gas, una reacción perfectamente natural, y a continuación dejar los muebles como estaban, recoger la cinta magnetofónica y dar la alarma. Pero no encontraba la cinta y, cuando al fin la encontró, no pudo cogerla sin romper la rigidez de la mandíbula. Sabía que eso no le pasaría inadvertido a un policía competente ni a los patólogos forenses, de modo que utilizó la serpiente para dar la impresión de que se trataba de una muerte accidental complicada por la malignidad del bromista de la oficina.
Esta vez fue Daniel el que protestó.
– ¿Y por qué tuvo que llevarse el magnetófono? Me refiero al asesino.
– ¿Por qué iba a dejarlo? Tenía que coger la cinta, así que lo mismo le daba llevarse la grabadora. Y lo más natural sería que la hubiera tirado al Támesis. -Se volvió hacia Dalgliesh-. ¿Cree que existe alguna posibilidad de encontrarla en el fondo del río, señor?
– Es improbable -respondió Dalgliesh-. Y aunque se encontrara, la cinta no estaría intacta. El asesino se habría encargado de borrar cualquier mensaje. Dudo que se justificara el gasto de la búsqueda, pero de todos modos será mejor que lo consulte con los de la policía fluvial. Averigüe cuál es la profundidad del río en Innocent House.
– Hay otra cosa, señor -intervino Daniel-. Si el asesino quería dejarle un mensaje a su víctima, ¿por qué no se lo escribió? ¿Por qué tuvo que utilizar una cinta? De un modo u otro, tenía que volver para recuperarlo. Le habría sido igual de fácil recuperar un papel, quizá más.
– Pero el riesgo sería mayor -replicó Dalgliesh-. Si Etienne hubiera tenido tiempo suficiente antes de perder el conocimiento, habría podido romper el papel y esconder cada trozo por separado. Y aunque no lo rompiera, es más fácil esconder un papel que una cinta. El asesino sabía que quizá no dispondría de mucho tiempo; tenía que recuperar el mensaje lo más deprisa posible. Además, hay otro aspecto: una voz hablada no se puede pasar por alto, y un mensaje escrito sí. Lo más interesante de todo este caso es por qué el asesino necesitaba dejar un mensaje, en la forma que fuera.
– Para regodearse -sugirió Daniel-. Para tener la última palabra. Para demostrar lo inteligente que es.
– O para explicarle a la víctima por qué tenía que morir -añadió Dalgliesh-. De ser así, es muy posible que el motivo de este asesinato no sea evidente. Puede remontarse al pasado, incluso a un pasado lejano.
– Pero, entonces, ¿por qué tuvo que esperar hasta ahora? Si el asesino es alguien de Innocent House, habría podido matar a Etienne en cualquier momento de los últimos veinte años. Gerard Etienne estaba en la empresa desde que salió de Cambridge. ¿Qué ha ocurrido en los últimos tiempos que justifique la necesidad de su muerte?
Dalgliesh respondió:
– Etienne asumió las funciones de presidente y director gerente, se proponía impulsar la venta de Innocent House y estaba a punto de contraer matrimonio.
– ¿Cree que su compromiso podría ser significativo, señor?
– Cualquier cosa puede serlo, Kate. Mañana por la mañana iré a ver al padre de Etienne. Claudia Etienne ha salido hacia Bradwell-on-Sea a media tarde para darle la noticia y pedirle que me conceda una entrevista. No se quedará a pasar la noche. Le he pedido que la reciba a usted mañana en el piso de Etienne, en el Barbican. Pero lo primero es comprobar todas las coartadas, empezando por los socios y empleados de Innocent House. Daniel, Robbins y usted tendrían que hablar con Esmé Carling. Averigüen adónde fue cuando se marchó de aquella librería de Cambridge. El diez de julio se celebró la fiesta de compromiso de Gerard Etienne; hemos de comprobar la lista de invitados y entrevistar a los asistentes. Tendrá que actuar con mucho tacto. La estrategia, naturalmente, consistirá en preguntarles si dieron un paseo por el interior de la casa y si vieron algo extraño o sospechoso. Pero, por supuesto, nos concentraremos en los socios. ¿Hubo alguien que viera a Claudia Etienne y su acompañante cuando navegaban por el río, y a qué hora? Comprueben en el hospital St. Thomas a qué hora llegó Gabriel Dauntsey y cuándo se marchó, y su coartada, por supuesto. Yo saldré temprano hacia Bradwell-on-Sea, pero espero estar de vuelta a primera hora de la tarde. Por el momento, creo que podemos dar la jornada por concluida.