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A las diez, Gabriel Dauntsey ya se había retirado a su apartamento y James de Witt y Frances estaban solos. Los dos se dieron cuenta de que tenían hambre. Mandy se había acabado las dos raciones de pato, pero ninguno de ellos se habría sentido con ánimos de ingerir un plato tan elaborado. Se encontraban en la incómoda situación de necesitar alimento, sin ser capaces de pensar en nada que les apeteciera comer. Al final, Frances preparó una gran tortilla de hierbas y la compartieron con más placer del que hubieran podido imaginar. Como por un acuerdo tácito, apenas hablaron de la muerte de Esmé Carling.

Antes de que Dauntsey se fuera, Frances había comentado:

– Todos somos culpables, ¿no es cierto? Ninguno de nosotros supo oponerse realmente a Gerard. Habríamos debido insistir en hablar del futuro de Esmé. Alguien habría tenido que ir a verla, hablar con ella.

James le había contestado con delicadeza.

– No podíamos publicar su libro, Frances. Y no porque fuera una novela comercial; necesitamos ficción popular. Pero era una novela comercial mala. Era un mal libro.

Y Frances había replicado:

– ¿Un mal libro? El crimen definitivo, el pecado contra el Espíritu Santo. Bien, no cabe duda de que lo ha pagado caro.

La amargura de estas palabras, su ironía, le había sorprendido. El comentario era impropio de ella. Pero Frances había perdido parte de su dulzura y pasividad después de la ruptura con Gerard. De Witt contemplaba el cambio con una sombra de pesar, pero reconocía que eso era una manifestación más de su propia necesidad psicológica recurrente de buscar y amar al vulnerable, al inocente, al dolorido y al débil, de dar antes que recibir. Sabía que así no podía fundarse una relación en condiciones de igualdad; que una bondad constante y acrítica podía resultar, en su condescendencia sutil, tan opresiva para la persona amada como la crueldad o la negligencia. ¿Era así como reforzaba su yo, mediante el conocimiento de que se le necesitaba, se dependía de él, se le admiraba por una compasión que, cuando la contemplaba con mirada sincera, era una forma sutil de predominio emocional y orgullo espiritual? ¿En qué era mejor que Gerard, para quien el sexo formaba parte de su juego personal de poder y al que le divertía seducir a una virgen devota porque sabía que, para ella, la entrega suponía un pecado mortal? James siempre había amado a Frances y todavía la amaba. Quería tenerla en su vida, en su casa, en su lecho, así como en su corazón. Y quizá sería posible ahora que podían amarse de igual a igual.

En aquellos momentos se sentía muy reacio a dejarla, pero no tenía elección. Ray, el amigo de Rupert, debía marcharse a las once y media, y Rupert estaba demasiado enfermo para quedarse solo aunque fuera unas horas. Además, había otra dificultad: James consideraba que no podía ofrecerse a pasar la noche en la habitación libre sin pecar de presunción. Después de todo, quizás ella prefiriese afrontar a solas sus demonios particulares antes que sufrir la incomodidad de su presencia. Y aún había algo más. Quería hacer el amor con Frances, pero era algo demasiado importante para que sucediera porque la conmoción y la tristeza la habían afectado hasta el punto de hacerla acudir a su lecho, no por un deseo igual al suyo, sino por necesidad de consuelo. Pensó: «En qué embrollo estamos metidos todos. Qué difícil es conocernos a nosotros mismos y, cuando lo logramos, qué difícil es cambiar.»

Pero el problema se resolvió por sí solo cuando dijo:

– ¿Estás segura de que no te importa quedarte sola esta noche, Frances?

Ella respondió con firmeza.

– Claro que no. Además, Rupert te necesita en casa y, si me hace falta compañía, Gabriel está en el piso de abajo. Pero no me hará falta. Estoy acostumbrada a estar sola, James.

Ella pidió un taxi por teléfono y James regresó a casa por el camino más corto, bajando del taxi en la estación de Bank y tomando el metro hasta Notting Hill Gate.

Vio la ambulancia nada más doblar la esquina de la calle Hillgate. El corazón le dio un vuelco. Echó a correr mientras los enfermeros bajaban a Rupert por los peldaños de la entrada en una camilla. No se veía nada de él salvo la cara por encima de la manta, una cara que, aun entonces, en el extremo de la debilidad y mostrando el reflejo de la muerte, para James nunca había perdido su belleza. Al contemplar a los dos hombres que manipulaban la camilla con manos expertas, le pareció que eran sus propios brazos los que percibían la insoportable levedad de su carga.

– Voy contigo -le dijo.

Pero Rupert meneó la cabeza.

– Mejor que no. No quieren demasiada gente en la ambulancia. Vendrá Ray.

– Exacto -dijo Ray-. Voy con él.

Estaban impacientes por irse. Ya había dos coches esperando para pasar. Subió a la ambulancia y contempló el rostro de Rupert sin decir nada.

– Perdona el desorden de la sala -se disculpó Rupert-. Ya no volveré. Ahora podrás ordenarlo todo e invitar a Frances sin que ninguno de los dos experimente la necesidad de esterilizar toda la vajilla.

– ¿Adónde te llevan? -preguntó James-. ¿Al mismo hospital?

– No, al Middlesex.

– Mañana iré a verte.

– Mejor que no.

Ray ya estaba sentado en la ambulancia, instalado cómodamente como si fuera el lugar que le correspondía por derecho. Y era el lugar que le correspondía por derecho. Rupert habló de nuevo. James se inclinó para oírlo.

– Aquella historia de Gerard Etienne sobre Eric y yo, ¿te la creíste?

– Sí, Rupert, me la creí.

– No era verdad. ¿Cómo iba a serlo? Era una tontería. ¿No has oído hablar de los períodos de incubación? Te la creíste porque necesitabas creértela. ¡Pobre James! ¡Cómo debías de odiarlo! No pongas esa cara. Pareces consternado.

James tuvo la sensación de que había perdido la voz. Y cuando por fin habló, las palabras le horrorizaron por su futilidad banal.

– ¿Estarás bien, Rupert?

– Sí, estaré bien. Por fin estaré bien. No te preocupes, y no me visites. Recuerda lo que dijo G. K. Chesterton: «Debemos aprender a amar la vida sin confiar nunca en ella.» Yo nunca lo he hecho.

No recordaba haber bajado de la ambulancia, pero oyó el suave chasquido de las puertas al cerrarse firmemente ante su cara. El vehículo sólo tardó unos segundos en desaparecer tras la esquina, pero él permaneció mucho rato mirando, como si se alejara por una larga carretera recta y pudiera contemplarlo hasta que se perdiese de vista.

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