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Dalgliesh medio esperaba encontrar la capilla cerrada, pero la puerta cedió bajo su mano, de modo que se internó en su silencio y sencillez. El aire estaba muy frío y olía a tierra y argamasa, un olor nada eclesiástico, sino más bien doméstico y contemporáneo. La capilla estaba escasamente amueblada. Había un altar de piedra con una cruz griega sobre él, unos cuantos bancos, dos jarrones con flores secas, uno a cada lado del altar, y un casillero con guías y folletos. Dalgliesh dobló un billete, lo metió en el cepillo y, a continuación, cogió una de las guías y se sentó en un banco a estudiarla, sin saber muy bien por qué experimentaba aquella sensación de vacío y de leve depresión. La capilla, después de todo, era uno de los edificios eclesiásticos más antiguos de Inglaterra, acaso el más antiguo, el único monumento que sobrevivía en aquella parte de Inglaterra de la Iglesia anglocelta, fundada por san Cedd, quien desembarcó en el viejo fuerte romano de Othona en el remoto año 653. La capilla, pues, se había alzado plantando cara al frío e inhóspito mar del Norte durante trece siglos. Si había algún lugar en el que pudiera percibir los ecos moribundos del canto llano y la vibración de 1.300 años de plegaria musitada, sin duda era aquél.

Que el edificio fuese considerado santo o vacío de santidad era una cuestión de percepción personal, y su incapacidad para experimentar en aquellos momentos algo distinto a la descarga de tensión que sentía siempre que se encontraba completamente a solas constituía un fracaso de su imaginación, no del lugar en sí. Deseó, con una intensidad que era casi un anhelo, poder oír el mar sentado allí en silencio; aquel incesante ir y venir que, más que ningún otro sonido natural, conmovía la mente y el corazón con la sensación del inexorable paso del tiempo, de los siglos de vidas humanas desconocidas e incognoscibles, con sus fugaces miserias y sus alegrías aún más fugaces. Pero él no había ido allí a meditar, sino a pensar en el asesinato y en las vejaciones más inmediatas del asesinato. Dejó la guía a un lado y repasó mentalmente la recién concluida entrevista.

Había sido una visita insatisfactoria. El viaje era necesario, pero había resultado aún más improductivo de lo que se temía. Sin embargo, no lograba desprenderse de la convicción de que en Othona House había algo importante que averiguar y que Jean-Philippe Etienne había elegido no decírselo. Cabía la posibilidad, por supuesto, de que Etienne no se lo hubiera dicho porque era algo que había olvidado, algo que él consideraba insignificante, tal vez incluso algo que no era consciente de saber. Dalgliesh volvió a pensar en el hecho central del misterio: la grabadora desaparecida y los arañazos que Gerard Etienne tenía en la boca. El asesino se había sentido en la necesidad de decirle algo a su víctima antes de que muriera, de hablarle mientras se estaba muriendo. Quienquiera que hubiese sido el responsable, quería que Etienne muriese, pero también quería que supiera por qué moría. ¿Se debía sólo a una vanidad irresistible del asesino o acaso existía otra razón enterrada en la vida pasada de Etienne? De ser así, parte de esa vida estaba presente en Othona House y él no había logrado descubrirla.

Se preguntó qué habría conducido a Etienne a terminar su vida en aquella húmeda lengua de tierra en un país extranjero, en aquella lóbrega costa peinada por el viento, donde la marisma se extendía como una esponja agria y medio desmenuzada que absorbía los flecos del gélido mar del Norte. ¿Añoraba alguna vez los montes de su provincia natal, el parloteo de voces francesas en la calle y en el café, el sonido, los aromas y los colores de la Francia rural? ¿Había acudido a aquel lugar desolado para olvidar el pasado o para revivirlo? ¿Qué relación podían tener aquellos desdichados acontecimientos, antiguos y lejanos, con la muerte de su hijo casi cincuenta años más tarde, un hijo de madre inglesa, nacido en Canadá y asesinado en Londres? ¿Qué tentáculos, si los había, se extendían desde aquellos años tumultuosos para enroscarse en torno al cuello de Gerard Etienne?

Echó un vistazo al reloj. Todavía faltaba un minuto para las once y media. Se tomaría algún tiempo para visitar los monumentos de la iglesia de St. George, en Bradwell, pero tras esa breve visita no tendría excusa posible para no emprender el regreso a Londres y almorzar en New Scotland Yard.

Aún permanecía sentado, sujetando débilmente la guía con una mano, cuando se abrió la puerta y entraron dos mujeres de edad. Iban vestidas y calzadas para caminar, y cada una llevaba una mochila pequeña. Parecieron desconcertadas y un poco recelosas al encontrarlo allí, por lo que Dalgliesh, creyendo que la presencia de un hombre solo podía molestarles, las saludó con un apresurado «buenos días» y se marchó. Desde la puerta, volvió un instante la cabeza y vio que ya estaban de rodillas, y se preguntó qué era lo que encontraban en aquel lugar silencioso y si, de haber llegado con más humildad, no habría podido encontrarlo él también.

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