La inspectora Kate Miskin apartó con el codo una caja de embalaje medio vacía, abrió el balcón de su nuevo apartamento en Docklands y, apoyándose en la barandilla de roble pulido, contempló el tenue resplandor del agua, desde Limehouse Reach, río arriba, hasta la gran curva que formaba más abajo en torno a la Isle of Dogs. Sólo eran las nueve y cuarto de la mañana, pero la bruma matutina ya se había disipado y el cielo, casi sin nubes, empezaba a brillar con una blancura opaca en la que se captaban vislumbres de un transparente azul claro. Era una mañana más propia de primavera que de mediados de octubre, pero del río emanaba un olor otoñal, intenso como el olor de hojas mojadas y densa tierra mezclado con el penetrante aroma salobre del mar. La marea estaba en pleamar y a Kate le parecía ver el vigoroso tirón de la corriente bajo los puntitos de luz que centelleaban y danzaban como luciérnagas sobre la superficie rizada del agua; es más, casi sentía su poder. Con este apartamento, con esta vista, había cumplido otro deseo, había dado otro paso que la alejaba de aquel insípido piso del tamaño de una caja, en lo más alto del edificio Ellison Fairweather, donde había pasado los dieciocho primeros años de su vida.
Su madre había muerto a los pocos días de dar a luz y a su padre no lo conocía. La había criado su anciana y renuente abuela materna, la cual acogió de mala gana a una niña que la convertía virtualmente en prisionera de aquel piso alto del que ya no se atrevería a salir por la noche en busca de la compañía, el brillo y el calor del pub local, y en quien había ido creciendo el resentimiento contra la inteligencia de su nieta y contra una responsabilidad que no estaba en condiciones de asumir, por edad, por estado de salud y por temperamento. Kate había descubierto demasiado tarde, justo en el momento de la muerte de su abuela, cuánto la quería. Ahora le parecía que al producirse esa muerte, cada una le había pagado a la otra los atrasos de amor de toda una vida. Sabía que nunca se liberaría por completo del edificio Ellison Fairweather. Al subir a su nuevo apartamento en el ascensor grande y moderno, rodeada de óleos cuidadosamente embalados que ella misma había pintado, se había acordado del ascensor de Ellison Fairweather, con las paredes mugrientas y pintarrajeadas, el hedor a orines, las colillas, las latas de cerveza tiradas. A menudo estaba averiado como consecuencia de actos de vandalismo, y la abuela y ella tenían que subir catorce pisos a pie cargadas con las bolsas de la compra y la lavandería, deteniéndose en cada rellano para que la abuela recobrara el aliento. Allí sentada, rodeada de bolsas de plástico y escuchando resollar a la abuela, se había hecho una promesa: «Cuando sea mayor me alejaré de todo esto. Me iré del maldito edificio Ellison Fairweather para siempre. No regresaré jamás. Nunca volveré a ser pobre. Nunca volveré a oler este olor.»
Para llevar a cabo su proyecto había elegido el cuerpo de policía, resistiendo la tentación de matricularse en sexto grado y de optar a la universidad, impaciente por empezar a ganar dinero, por irse de allí. Aquel primer apartamento Victoriano en Holland Park fue el comienzo. Tras la muerte de su abuela permaneció nueve meses más en el piso, pues sabía que marcharse de inmediato sería desertar, aunque ignoraba de qué, acaso de una realidad que debía afrontar, y también sabía que debía expiar algo, aprender cosas sobre ella misma, y que aquél era el sitio donde las aprendería. Llegaría un momento en el que sería correcto irse, en el que podría cerrar la puerta con la sensación de algo consumado, de que dejaba tras de sí un pasado que no podía cambiar, pero que podía aceptar con sus miserias, sus horrores y, sí, también sus alegrías, un pasado con el que podía reconciliarse y al que podía integrar en ella misma. Y ese momento había llegado ya.
El apartamento, naturalmente, no era como ella soñaba al principio. Se había imaginado en uno de los amplios almacenes reformados que se encontraban junto al puente de la Torre, con ventanas altas y habitaciones enormes, robustas vigas de roble y, sin duda, un persistente aroma a especias. Pero, aun con un mercado inmobiliario a la baja, aquello excedía sus medios. Y el apartamento, elegido después de una minuciosa búsqueda, no era un mal sustituto. Había solicitado la hipoteca más alta a que podía acceder, en la creencia de que era económicamente acertado comprar lo mejor que pudiera permitirse. Tenía una habitación grande, de cinco metros y medio por casi cuatro, y otras dos más pequeñas, una de ellas con su propia ducha. La cocina era bastante espaciosa para comer en ella y estaba bien equipada. La terraza que daba al sudoeste, y que se extendía a lo largo de toda la sala de estar, era estrecha, pero aun así cabían unas sillas y una mesita. En verano podría comer allí. Y se alegraba de que los muebles comprados para su primer apartamento no hubieran sido baratos. El sofá y los dos sillones de piel auténtica quedarían muy bien en aquel entorno moderno. Menos mal que finalmente se había decidido por el marrón en vez del negro. El negro estaba demasiado de moda. Y la mesa y las sillas de madera de olmo sin pretensiones también quedaban bien.
Además, el piso presentaba otra gran ventaja: estaba en una esquina del edificio y tenía dos vistas al exterior y dos terrazas. Desde el dormitorio veía el amplio y refulgente panorama de Canary Wharf, la torre, similar a un inmenso lápiz celular con la punta coronada de luz, la gran curva blanca del edificio contiguo, el agua remansada del antiguo muelle de las Indias Occidentales y el ferrocarril ligero de Docklands, con sus carriles elevados y sus trenes, que parecían juguetes de cuerda. Esta ciudad de vidrio y hormigón se iría volviendo más bulliciosa a medida que se instalaran nuevas empresas. Podría contemplar desde lo alto el espectáculo multicolor y siempre cambiante de medio millón de hombres y mujeres que se movían de un lado a otro desarrollando su vida laboral. Desde la otra terraza, que daba al sudoeste, se veía el río y el tráfico lento e inmemorial del Támesis: gabarras, embarcaciones de recreo, lanchas de la policía fluvial y de las autoridades del puerto de Londres, buques de línea que remontaban la corriente para atracar junto al puente de la Torre. A Kate le encantaba el estímulo del contraste y en aquel apartamento podía pasar a voluntad de un mundo a otro, del nuevo al antiguo, del agua remansada al río de poderosas mareas que T. S. Eliot llamó un poderoso dios pardo.
El apartamento resultaba especialmente adecuado para un oficial de la policía, con un sistema de interfono en la entrada principal, dos cerraduras de seguridad y una cadena en la puerta del piso. Había también un aparcamiento subterráneo al que tenían acceso todos los residentes. Eso también era importante. Y los desplazamientos a New Scotland Yard no serían complicados; después de todo, estaban en el mismo lado del río. Y quizá podría ir de vez en cuando en un barco fluvial hasta el embarcadero de Westminster. Llegaría a conocer el río, a participar en su vida y su historia. Despertaría por la mañana con el chillido de las gaviotas y saldría a ese vacío fresco y blanco. En aquel momento, suspendida allí entre el centelleo del agua y el alto y delicado azul del cielo, sintió un impulso extraordinario que ya la había invadido en otras ocasiones y que, a su entender, debía de ser lo más parecido a una experiencia religiosa. La poseyó una necesidad, casi física en su intensidad, de rezar, de alabar, de dar gracias sin saber a quién, de gritar con una alegría más profunda que la que le producía su propio bienestar físico, sus logros e incluso la belleza del mundo.
Había dejado las estanterías fijas en el piso antiguo, pero otras nuevas construidas según sus instrucciones cubrían toda la pared opuesta a la ventana. Frente a ellas, arrodillado junto a una caja, Alan Scully ordenaba los libros. La propia Kate se había sorprendido al descubrir cuántos había adquirido desde que lo conocía. No eran escritores de los que le hubieran hablado jamás en la escuela, pero ahora se sentía agradecida a la secundaria de Ancroft. La escuela había hecho todo lo posible por ella. Los maestros y maestras a los que entonces despreciaba, en su arrogancia, eran en realidad, ahora se daba cuenta, personas esforzadas que luchaban por imponer disciplina, por dar abasto enfrentándose diariamente a clases numerosas y dieciséis idiomas distintos, por satisfacer necesidades encontradas, por abordar los abrumadores problemas familiares de algunos de los niños y prepararlos para superar unos exámenes que al menos les abrirían las puertas de algo mejor. Sin embargo, la mayor parte de su instrucción la había adquirido después de la escuela. Tras sus cobertizos para bicicletas y en su campo de juegos de asfalto había aprendido todo lo que carecía de importancia respecto al sexo y nada que fuera importante. Eso fue Alan quien se lo enseñó, eso y mucho más. Le hizo conocer libros, no con superioridad, no como si se considerase una especie de Pigmalión, sino porque quería compartir con alguien a quien amaba las cosas que él amaba. Y ahora había llegado el momento de que eso también se acabara.
Kate oyó su voz.
– Si nos tomamos un descanso, prepararé café. ¿O sólo estás contemplando el panorama?
– Estoy contemplando el panorama. Regodeándome. ¿Qué te parece, Alan?
Era la primera vez que él veía el piso y Kate se lo había mostrado con algo del orgullo de una niña con un juguete nuevo.
– Me gustará cuando te hayas instalado. Es decir, si llego a verlo cuando te hayas instalado. ¿Qué hacemos con estos libros? ¿Quieres separar los de poesía, los de ficción y los de no ficción? Ahora mismo tenemos a Dalgliesh al lado de Defoe.
– ¿Defoe? No sabía que tuviera ninguno. Ni siquiera me gusta Defoe. Ah, separados, me parece. Y luego según el apellido del autor.
– El Dalgliesh es una primera edición. ¿Consideras necesario comprarlo encuadernado en tela porque es tu jefe y trabajas con él?
– No. Leo sus poemas para intentar entenderlo mejor.
– ¿Y es así?
– De hecho, no. No logro relacionar la poesía con el hombre. Y cuando lo consigo, es aterrador. Repara en demasiadas cosas.
– Veo que no está firmado. O sea que no se lo has pedido.
– Resultaría violento para los dos. No juegues con él, Alan. Déjalo en el estante.
Se acercó y se arrodilló junto a él. Alan no había mencionado sus libros profesionales, y ahora vio que formaban un ordenado montón junto a la caja de embalaje. Uno por uno, empezó a colocarlos en el estante más bajo: un ejemplar de las últimas Estadísticas Criminales; la Ley de la evidencia criminal y policial de 1984; Guía de la ley de justicia criminal de 1991, de Blackstone; Derecho policial, de Butterworth; Legislación moderna sobre la evidencia, de Keane; Derecho penal, de Clifford Hogan; Manual de formación policial y el Informe Sheehy. Kate pensó que era la colección de una profesional al inicio de su carrera y se preguntó si, al dejarlos aparte y no mencionarlos, Alan no habría pretendido hacer una especie de comentario, quizás incluso emitir un juicio inconsciente sobre algo más que la biblioteca de Kate. Por primera vez en años vio su relación con los ojos de un observador independiente y crítico. Aquí tenemos a una mujer de carrera, una profesional triunfadora y ambiciosa que sabe adónde quiere llegar. Mientras cada día se enfrenta a los detritus desordenados de vidas sin disciplina, ha excluido cuidadosamente el desorden de la propia. Un complemento necesario de esta bien organizada autosuficiencia es un amante inteligente, apuesto, disponible cuando se le necesita, hábil en la cama y poco exigente fuera de ella. Durante tres años Alan Scully había satisfecho admirablemente esta necesidad. Ella sabía que, a cambio, le había dado afecto, lealtad, dulzura y comprensión; no le había costado dar nada de ello. Pero ¿era de extrañar que Alan, habiéndose comprometido como lo había hecho, quisiera ser para ella algo más que el equivalente de un accesorio de moda?
Kate molió el café en grano, deleitándose con su aroma. Ninguna infusión sabía jamás tan bien como olían los granos. Tomaron el café sentados en el suelo, apoyados los dos en una caja todavía por abrir.
– El miércoles que viene, ¿qué vuelo coges? -preguntó ella.
– El BA175. Sale a las once. ¿No has cambiado de idea?
Estuvo a punto de responder: «No, Alan, no puedo. Es imposible», pero se contuvo. No era imposible. Nada le impedía cambiar de idea. La respuesta sincera era que no quería. Habían discutido el problema muchas veces y Kate ya sabía que no podía haber ningún arreglo. Comprendía lo que él sentía y lo que quería. Alan no pretendía hacerle ningún chantaje. Se le había presentado la ocasión de trabajar tres años en Princeton y estaba impaciente por irse. Era importante para su carrera, para su futuro. Pero se quedaría en Londres y conservaría su empleo actual en la biblioteca si ella se comprometía, si aceptaba casarse con él o, al menos, vivir con él y darle un hijo. No se trataba de que considerase la carrera de Kate menos importante que la propia; si era necesario, dejaría temporalmente su empleo y se quedaría en casa mientras ella iba a trabajar. Siempre le había reconocido esta igualdad esencial. Pero se había cansado de estar en la periferia de su vida. Ella era la mujer a la que amaba y con la que quería vivir. Renunciaría a Princeton, pero no para continuar como estaban, viéndose únicamente cuando el trabajo lo permitía, sabiendo que era su amante pero que nunca podría ser nada más.
– No estoy preparada para el matrimonio ni la maternidad -dijo Kate-. Acaso no lo esté nunca, sobre todo para la maternidad. No lo haría bien. Nunca he aprendido, compréndelo.
– No creo que haga falta un aprendizaje previo.
– Hace falta un cuidado amoroso. Eso yo no puedo darlo. No se puede dar lo que nunca se ha tenido.
Él no discutió ni trató de convencerla. Ya había pasado la hora de hablar. Comentó:
– Al menos nos quedan otros cinco días, y el de hoy acaba de empezar. Lo desembalamos todo esta mañana y almorzamos en algún pub del río, ¿qué te parece? Quizás en el Prospect de Whitby. Tendría que darnos tiempo. Has de comer. ¿A qué hora debes volver al Yard?
– A las dos -respondió ella-. Sólo dispongo de medio día libre porque hoy Daniel Aaron está de permiso. Saldré lo antes que pueda y cenaremos aquí. Una comida fuera ya es suficiente. Podemos comprar comida china preparada.
Alan estaba llevando las tazas de café a la cocina cuando sonó el teléfono. Gritó:
– Tu primera llamada. Esto te pasa por enviar tarjetas anunciando el cambio de dirección. Te llamará todo el mundo para desearte buena suerte.
Pero la llamada fue breve y Kate apenas dijo nada mientras duró. Después de colgar, se volvió hacia él.
– Era de la Brigada. Una muerte sospechosa. Quieren que vaya ahora mismo. Es a orillas del río, así que Dalgliesh pasará a recogerme con la lancha de la División del Támesis. Lo siento, Alan.
Le pareció que se había pasado los tres últimos años diciendo: «Lo siento, Alan.»
Se miraron en silencio unos instantes, hasta que él dijo:
– Ha sido así desde el principio, sigue siéndolo y siempre lo será. ¿Qué quieres que haga, Kate? ¿Continúo desempaquetando?
De pronto, la idea de que se quedara solo allí se le antojó insoportable.
– No -respondió-, déjalo. Ya lo haré luego. Puede esperar.
Pero él siguió vaciando cajas mientras ella se cambiaba los tejanos y el suéter, adecuados para las polvorientas tareas de la mudanza y la limpieza del apartamento, por unos pantalones de pana marrón, una elegante chaqueta de tweed y un polo de fina lana color crema. Se trenzó la espesa cabellera desde cerca de la coronilla y sujetó el extremo de la trenza con un pasador.
A su regreso, él le dedicó la breve sonrisa apreciativa de costumbre y preguntó:
– ¿Es tu ropa de trabajo? Nunca sé si te vistes para Dalgliesh o para los sospechosos. Evidentemente, para el cadáver no es.
– Este cadáver en particular no está precisamente tirado en una cuneta -replicó ella.
Eran relativamente nuevos esos celos del jefe, y quizá fueran síntoma y al mismo tiempo causa del cambio que experimentaba su relación.
Salieron en silencio. Mientras Kate cerraba por fuera las dos cerraduras, él volvió a hablar.
– ¿Volveré a verte antes de que me vaya el próximo miércoles? -preguntó.
– No lo sé, Alan. No lo sé.
Pero lo sabía. Si este caso era tan importante como prometía serlo, le esperarían jornadas de trabajo de dieciséis horas, tal vez más. Más tarde recordaría con placer e incluso con tristeza las escasas horas que habían pasado juntos en el piso. Sin embargo, lo que sentía en aquellos momentos era algo mucho más embriagador, y lo sentía cada vez que la llamaban para investigar un caso nuevo. Era su trabajo, un trabajo para el que se había preparado, que sabía hacer bien y que la satisfacía. Consciente ya de que aquélla podía ser la última vez que lo viera durante años, en el pensamiento se apartaba de él, preparándose mentalmente para la tarea que le esperaba.
Alan había dejado el coche en uno de los espacios señalados a la derecha del patio exterior, pero no subió a él. Se adelantó con Kate y esperó a su lado la llegada de la lancha de la policía. Cuando se hizo visible la esbelta silueta azul oscuro de la embarcación, le volvió la espalda sin decir nada y regresó hacia el coche. Sin embargo, no lo puso enseguida en marcha. Cuando la lancha se detuvo, Kate supo que él seguía observándola mientras la alta y oscura figura le ofrecía la mano desde la proa para ayudarla a subir a bordo.