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Después de abandonar la calle Hillgate, Daniel y Kate recogieron el coche que habían dejado en la comisaría de policía de Notting Hill Gate y recorrieron en él la breve distancia que los separaba de la tienda de Declan Cartwright. La tienda estaba abierta, y en la sala delantera un hombre barbado y ya anciano, tocado con un casquete y enfundado en un largo abrigo negro al que los años habían conferido un tono gris verdoso, le mostraba a un cliente un escritorio Victoriano, acariciando la marquetería de la tapa con dedos amarillentos y esqueléticos. Por lo visto, estaba demasiado absorto para percatarse de su llegada aun a pesar del tintineo de la campanilla, pero el cliente alzó la vista y entonces el anciano se volvió hacia ellos.

– ¿Señor Simon? -preguntó Kate-. Tenemos una cita con el señor Declan Cartwright.

Sin darle tiempo a sacar la tarjeta de identificación, el hombre se apresuró a indicarles:

– Está al fondo. Sigan recto. Está al fondo.

Y se volvió rápidamente hacia el escritorio, con un temblor tan violento en las manos que los dedos repiquetearon contra la tapa. Kate se preguntó qué habría en su pasado que le había infundido un miedo tal a la autoridad, un terror tal a la policía.

Cruzaron la tienda y, tras bajar tres escalones, entraron en una especie de invernadero. Entre un amasijo de objetos dispares, Declan Cartwright estaba conversando con un cliente. Era un hombre corpulento y muy moreno, vestido con un gabán con cuello de astracán y un truhanesco sombrero flexible, y estaba examinando un camafeo con un cristal de aumento. Kate supuso que un hombre que elegía mostrar una apariencia tan semejante a la caricatura de un facineroso difícilmente se atrevería a serlo en realidad. En cuanto los vio llegar, Cartwright dijo:

– ¿Por qué no vas a tomarte una copa y te lo piensas, Charlie? Vuelve dentro de media hora o así. Ahora tengo aquí a la pasma. Estoy metido en un asesinato. No pongas esa cara, no he sido yo; sólo tengo que proporcionarle una coartada a alguien que hubiera podido hacerlo.

El cliente, tras dirigir una mirada de soslayo a Kate y Daniel, se alejó con aire despreocupado.

Kate volvió a sacar la tarjeta de identificación, pero Declan la rehusó sin mirarla.

– Está bien, no se moleste. Conozco a la policía cuando la veo.

La inspectora pensó que debía de haber sido un niño excepcionalmente guapo; aún quedaba algo de infantil en aquella cara de pilluelo, con su manojo de bucles indisciplinados sobre la frente despejada, los ojos muy grandes y la boca hermosamente formada, aunque con un mohín petulante. Sin embargo, en la evaluación que hizo tanto de ella como de Daniel, su mirada desprendía una sexualidad muy adulta. Kate notó que Daniel se ponía rígido a su lado y pensó: «No es su tipo y, desde luego, tampoco el mío.»

Al igual que Farlow, respondía a sus preguntas con una despreocupación medio burlona, pero había una diferencia esencial: con Farlow, habían percibido una inteligencia y una fuerza que seguían dominando al cuerpo patéticamente enflaquecido; Declan Cartwright se mostraba al mismo tiempo débil y asustado, tan asustado como el viejo Simon pero por un motivo distinto. Su voz era insegura, sus manos estaban inquietas y sus intentos de bromear resultaban tan poco convincentes como su acento.

– Mi novia me advirtió que vendrían. Supongo que no están aquí para admirar antigüedades, pero acaban de llegarme unas cositas preciosas de Staffordshire. Todo legalmente adquirido. Podría hacerles un precio muy bueno, si no han de considerarlo como un soborno a la policía en el ejercicio de sus funciones.

– ¿La señorita Etienne y usted están prometidos en matrimonio? -preguntó Kate.

– Yo soy su prometido, pero no estoy seguro de que ella sea mi prometida. Tendrán que preguntárselo a ella. Con Claudia, estar prometidos es una situación fluctuante que depende mucho de su estado de ánimo en cada momento. Pero el jueves por la noche, cuando fuimos de excursión por el río, estábamos prometidos. O al menos creo que lo estábamos.

– ¿Cuándo organizaron esa excursión?

– Hace algún tiempo. El día del funeral de Sonia Clements, para ser exactos. Habrán oído hablar de Sonia Clements, por supuesto.

– Un poco extraño, ¿no cree?, organizar una excursión por el río con tanta antelación -comentó Kate.

– A Claudia le gusta preparar las cosas con una semana de adelanto más o menos. Es una mujer muy bien organizada. Pero lo cierto es que había una razón: el jueves catorce de octubre por la mañana se celebró la reunión mensual de los socios. Claudia tenía que contarme cómo había ido.

– ¿Y le contó cómo había ido?

– Bueno, me dijo que los socios iban a vender Innocent House y trasladar la empresa a Docklands, y que despedirían a alguien, creo que al contable. No recuerdo los detalles. Era todo bastante aburrido.

– No parece que esto justificara las molestias de una excursión por el río -intervino Daniel.

– Ah, pero en el río pueden hacerse otras cosas aparte de hablar de negocios, aunque la cabina resulte un poco estrecha. Esos grandes salientes de acero de la barrera del Támesis son muy eróticos. Les recomiendo que hagan la prueba con una lancha de la policía: podrían llevarse una sorpresa.

Kate tomó de nuevo la palabra:

– ¿A qué hora empezó la excursión y a qué hora terminó?

– Empezó a las seis y media, cuando la lancha volvió de Charing Cross y nos la quedamos nosotros. Terminó hacia las diez y media, cuando llegamos a Innocent House y Claudia me acompañó a casa en su coche. Supongo que serían alrededor de las once cuando llegamos aquí. Como ella ya les habrá dicho, se quedó aquí conmigo hasta las dos.

– ¿Cree que el señor Simon podría confirmar su declaración? -preguntó Daniel-. ¿O acaso no vive aquí?

– A decir verdad, no creo que pueda. Lo siento. El pobrecito se está quedando completamente sordo. Siempre subimos la escalera de puntillas para no molestarle, pero es una precaución del todo innecesaria. Aun así, quizá pueda confirmar nuestra hora de llegada. Es posible que dejara su puerta entornada. Duerme más tranquilo si sabe que el chico ya está en casa y a salvo en su camita. Pero no creo que oyera nada después de eso.

– Entonces, ¿no fue usted a Innocent House en su propio coche? -inquirió Kate.

– Yo no conduzco, inspectora. Lamento mucho la contaminación producida por los vehículos de motor y no quiero contribuir a ella. ¿Verdad que es un gesto muy cívico? Por otra parte, está también el hecho de que, cuando intenté aprender a conducir, la experiencia me resultaba tan aterradora que iba todo el rato con los ojos cerrados y ningún instructor quería aceptarme. Fui a Innocent House en metro. Muy tedioso. Tomé la Circle Line desde Notting Hill Gate hasta la estación de Tower Hill y, una vez allí, cogí un taxi. Es más fácil ir por la Central Line hasta la calle Liverpool y coger el taxi allí, pero, de hecho, no lo hice así, si es que eso tiene la menor importancia.

Kate le pidió detalles de la velada y no se sorprendió al comprobar que confirmaba la declaración de Claudia Etienne.

– Entonces -intervino Daniel-, ¿estuvieron jimios desde las seis y media de la tarde hasta la madrugada?

– Exactamente, sargento. Es usted sargento, ¿verdad? Si no, lo siento muchísimo, pero es que tiene usted todo el aspecto de un sargento. Estuvimos juntos desde las seis y media hasta las dos de la madrugada. Supongo que no les interesará saber qué hicimos entre, digamos, las once de la noche y las dos. Si les interesa, será mejor que se lo pregunten a la señorita Etienne. Ella podrá ofrecerles una descripción apta para sus castos oídos. Imagino que desearán una declaración firmada, ¿no es así?

A Kate le proporcionó una satisfacción considerable responder que, en efecto, querían una declaración oficial y que podía pasarse por la comisaría de Wapping para hacerla.

Al ser interrogado por Kate, de un modo tan delicado y paciente que al parecer sólo sirvió para incrementar su terror, el señor Simon confirmó que los había oído llegar a las once. Estaba atento a la llegada de Declan porque siempre dormía mejor si sabía que había alguien en la casa; era por eso, en parte, por lo que le había propuesto al señor Cartwright que fuera a vivir allí. Pero en cuanto oyó la puerta, se quedó dormido. Si alguno de los dos había vuelto a salir más tarde, él no habría podido decirlo.

Mientras abría la portezuela del coche, Kate comentó:

– Estaba muerto de miedo, ¿no te parece? Me refiero a Cartwright. ¿Crees que es un bribón, un tonto o las dos cosas a la vez? ¿O sólo un niño bonito con buen ojo para las chucherías? ¿Qué demonios puede ver en él una mujer inteligente como Claudia Etienne?

– Vamos, Kate. ¿Desde cuándo la inteligencia tiene algo que ver con el sexo? En realidad, me temo que son incompatibles; la inteligencia y el sexo, quiero decir.

– Para mí no lo son. La inteligencia me excita.

– Sí, ya lo sé.

– ¿Qué insinúas? -replicó ella con aspereza.

– Nada. Yo he comprobado que me va mejor con mujeres guapas, de buen carácter y complacientes, que no sean demasiado brillantes.

– Como a la mayor parte de los de tu sexo. Deberías aprender a superarlo. ¿Cuánto crees que vale esa coartada?

– Más o menos, como la de Rupert Farlow. Cartwright y Claudia Etienne habrían podido matar a Etienne, llevar directamente la lancha al muelle de Greenwich y estar en el restaurante a las ocho sin ningún problema. No hay mucho tráfico en el río una vez que ha oscurecido; las probabilidades de que alguien los viera son más bien escasas. Otra aburrida tarea de comprobación.

– Tiene un motivo; los dos lo tienen -observó Kate-. Si Claudia Etienne es lo bastante tonta como para casarse con él, tendrá una esposa rica.

– ¿Crees que tiene agallas para matar a alguien? -preguntó Daniel.

– No hicieron falta muchas agallas, ¿verdad? Sólo habría tenido que engatusar a Etienne para que subiera a aquella habitación de la muerte. No tuvo que apuñalarlo, ni pegarle, ni estrangularlo. Ni siquiera tuvo que verle la cara a su víctima.

– Pero uno de los dos habría tenido que volver más tarde para ponerle la serpiente. Ahí sí que habría hecho falta valor. No me imagino a Claudia Etienne haciéndole eso a su propio hermano.

– Oh, no sé qué decirte. Si estaba dispuesta a matarlo, ¿por qué habría de asustarle profanar el cadáver? ¿Quieres conducir tú o conduzco yo?

Mientras Kate se sentaba al volante, Daniel telefoneó a Wapping. Era evidente que había noticias. Cuando colgó el auricular, tras unos minutos de conversación, le anunció:

– Ha llegado el informe del laboratorio. Robbins acaba de leerme los resultados del análisis de sangre, hasta los detalles más aburridos. La saturación de la sangre era del setenta y tres por ciento. Seguramente tardó muy poco en morir. Parece que la muerte debió de producirse hacia las siete y media. Con un treinta por ciento se experimenta mareo y dolor de cabeza; con un cuarenta por ciento, falta de coordinación y confusión mental; con un cincuenta por ciento, agotamiento, y con un sesenta, pérdida de la conciencia. La debilidad puede presentarse repentinamente a consecuencia de la hipoxia muscular.

Kate preguntó:

– ¿Te ha dicho algo de los cascotes que obstruían el cañón de la chimenea?

– Procedían de la misma chimenea. Es el mismo material. Pero ya lo suponíamos.

– Sabemos que la estufa de gas no era defectuosa y no tenemos ninguna huella significativa. ¿Y el cordón de la ventana?

– Eso ya es más difícil. Lo más probable es que lo desgastaran deliberadamente con algún instrumento romo a lo largo de un período indeterminado de tiempo, pero no están seguros al cien por cien. Las fibras estaban aplastadas y rotas, no cortadas. El resto del cordón era viejo y en algunos puntos estaba debilitado, pero no han podido ver ninguna razón para que se partiera por aquel lugar a no ser que lo hubieran manipulado deliberadamente. Ah, y hay otro dato: han encontrado una minúscula mancha de sustancia mucosa en la cabeza de la serpiente. Eso quiere decir que se la embutieron en la boca inmediatamente después de retirar el objeto duro, o muy poco después.

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