40

El piso de Gerard Etienne se hallaba en la octava planta del Barbican. Claudia Etienne había dicho que estaría allí esperándolos a las cuatro en punto. Cuando Kate llamó, la puerta se abrió de inmediato y, sin decir palabra, la hermana de la víctima se hizo a un lado para que pudieran pasar.

Empezaba a oscurecer, pero la gran habitación rectangular seguía llena de luz, del mismo modo en que una habitación conserva el calor del día después de la puesta del sol. Las largas cortinas, que parecían de lino color crema, estaban descorridas para dejar ver, al otro lado de la cristalera, un atractivo panorama del lago y el elegante chapitel de una iglesia de la ciudad. La primera reacción de Daniel fue desear que el piso fuera suyo; la segunda, pensar que en todas sus visitas a los hogares de víctimas de asesinato nunca había visto ninguno tan impersonal, tan ordenado, tan libre de las huellas de la vida que lo había habitado. Parecía un piso de muestra, cuidadosamente amueblado para atraer a un comprador. Pero tendría que ser un comprador rico: nada de lo que había en ese apartamento era barato. Y se equivocaba él al juzgarlo impersonal, puesto que hablaba de su propietario con tanta claridad como la más abarrotada sala de estar de los barrios bajos o la alcoba de cualquier furcia. Daniel habría podido jugar a aquel juego de la televisión: «Describa al propietario de este apartamento.» Varón, joven, rico, de gustos refinados, organizado, soltero; no había nada femenino en aquella sala. Amante de la música, evidentemente; el lujoso equipo estereofónico era de esperar, quizás, en cualquier piso de un soltero acomodado, pero no el piano de concierto. Todos los muebles eran modernos, de madera clara sin pulir y trabajada con elegancia. Había armarios, estanterías y un escritorio. En un extremo de la habitación, cerca de una puerta que sin duda alguna conducía a la cocina, había una mesa de comedor redonda con seis sillas a juego. No había chimenea. El punto focal de la sala era el ventanal, y un sofá largo y dos sillones de suave piel negra estaban dispuestos de cara al mismo alrededor de una mesita de café.

Sólo había una fotografía. Sobre una estantería baja, en un marco de plata, estaba el retrato de estudio de una joven, sin duda la prometida de Etienne. Los finos cabellos caían desde la raya central hasta enmarcar una cara alargada y de facciones delicadas, irnos ojos grandes y la boca quizá demasiado pequeña, pero con un labio superior carnoso y hermosamente curvado. ¿Se trataba de un objeto de lujo más adquirido como de costumbre? Considerando que podía resultar ofensivo contemplar la foto con demasiada atención, se volvió hacia el único cuadro, un óleo grande de Etienne con su hermana que se hallaba colgado en la pared opuesta al ventanal. En invierno, con las cortinas cerradas, esa vivida imagen sería el centro de la habitación: colores, formas, pinceladas que proclamaban casi agresivamente la maestría del artista. Tal vez esa misma semana, o la siguiente, se les habría dado la vuelta al sofá y los sillones a fin de que quedaran de cara a la pintura, y para Etienne habría empezado oficialmente el invierno. Esta identificación con la rutina de la vida del muerto se le antojó a Daniel irracional y un tanto inquietante. Después de todo, no había allí ninguna evidencia de la presencia de Etienne: ni la comida a medio terminar, ni un cenicero sin vaciar, ni otros pequeños desórdenes y enredos de la vida ordinaria.

Vio que Kate estaba examinando el óleo. Era muy natural; todo el mundo sabía que le gustaba el arte moderno. La inspectora se volvió hacia Claudia Etienne.

– Es un Freud, ¿no? Es magnífico.

– Sí. Mi padre lo encargó como regalo para Gerard cuando cumplió veintiún años.

Estaba todo ahí, pensó Daniel, acercándose a ella: la arrogante apostura, la inteligencia, la seguridad, la certeza de que la vida era suya con sólo tomarla. Junto a la figura central, su hermana, más joven, más vulnerable, miraba al pintor con ojos precavidos, como desafiándolo a hacer lo peor de que fuera capaz.

Claudia Etienne preguntó:

– ¿Quieren café? Enseguida estará hecho. Nunca se podía contar con encontrar comida en esta casa; Gerard solía comer fuera, pero siempre tenía vino y café. Pueden ir a la cocina, si quieren, pero allí no hay nada que ver. Todos los papeles de Gerard están en ese buró. Se abre por el lado; tiene un cierre disimulado. Miren cuanto gusten, pero no se llevarán ninguna alegría. Los documentos de importancia los guardaba en el banco; en cuanto a los papeles de trabajo, estaban todos en Innocent House y ya los tienen ustedes. Gerard siempre vivía como si creyera que iba a morir en cualquier momento. Hay una cosa, sin embargo. He encontrado esta carta en la esterilla, todavía sin abrir. Lleva fecha del trece de octubre, así que seguramente llegó el martes con el segundo correo. No he visto razón para no abrirla.

Les tendió un sobre blanco, liso. El papel que contenía era de la misma alta calidad, con la dirección en relieve. La caligrafía era grande, una letra casi de niña. Daniel la leyó por encima del hombro de Kate.


Querido Gerard:

He de decirte que quiero romper nuestro compromiso. Supongo que debería añadir que lamento hacerte daño, pero no creo que te duela excepto en tu orgullo. Me afectará más a mí, pero no mucho ni por mucho tiempo. Mamá cree que tendríamos que publicar un aviso en el Times, ya que anunciamos el compromiso, pero en estos momentos no me parece muy importante. Cuídate. Fue divertido mientras duró, pero no tanto como habría podido serlo.


Lucinda


Debajo había un añadido: «Avísame si quieres que te devuelva el anillo.»

Daniel pensó que era bueno que se hubiese encontrado la carta sin abrir. Si Etienne la hubiera leído, un abogado defensor habría podido utilizarla para aducir un motivo de suicidio. De esta manera, tenía escasa importancia para la investigación.

Kate se dirigió a Claudia.

– ¿Estaba enterado su hermano de que lady Lucinda se disponía a romper el compromiso?

– No que yo sepa. Seguramente, ahora ella lamentará haber escrito esa carta. Ya no puede hacer el papel de prometida abrumada de dolor.

El escritorio era moderno, sencillo y en apariencia sin pretensiones, pero con un interior hábilmente diseñado y provisto de numerosos cajones y casilleros. Todo estaba en un orden impecable: facturas pagadas, algunas facturas aún pendientes, talonarios de cheques de los dos últimos años sujetos con una goma elástica, un cajón con su cartera de inversiones. Era patente que Etienne sólo conservaba lo necesario, despejando su vida a medida que la vivía, desechando lo superfluo, llevando su vida social, fuere del tipo que fuese, por teléfono y no por carta. Hacía sólo unos minutos que habían puesto manos a la obra cuando regresó Claudia Etienne trayendo una bandeja con una cafetera y tres tazas. Dejó la bandeja en la mesa baja y los dos policías se acercaron para coger sus tazas. Aún estaban los tres de pie, Claudia Etienne con la taza en la mano, cuando se oyó el ruido de una llave en la cerradura.

Claudia soltó un sonido extraño -algo entre un jadeo y un gemido- y Daniel vio que su rostro se convertía en una máscara de terror. La taza se le escapó de entre los dedos y una mancha marrón se extendió rápidamente por la alfombra. La mujer se agachó para recogerla, y sus manos escarbaron en la blanda superficie con un temblor tan violento que no pudo volver a dejar la taza en la bandeja. A Daniel le pareció que su terror se les contagiaba a él y a Kate, de modo que también ellos contemplaron la puerta cerrada con ojos llenos de horror.

La puerta se abrió poco a poco y el original de la fotografía se materializó en la habitación.

– Soy Lucinda Norrington -les anunció-. ¿Quiénes son ustedes? -Su voz era clara y aguda, de una niña.

Kate se había vuelto instintivamente para sostener a Claudia, y fue Daniel quien respondió.

– Policía. La inspectora Miskin y el inspector Aaron.

Claudia consiguió dominarse rápidamente y se incorporó con torpeza, rechazando la ayuda de Kate. La carta de Lucinda yacía sobre la mesa junto a la bandeja del café. Daniel tuvo la impresión de que todos los ojos estaban fijos en ella.

Claudia habló con voz áspera y gutural.

– ¿Por qué has venido?

Lady Lucinda dio irnos pasos hacia el interior de la habitación.

– He venido por esa carta. No quería que nadie pensara que Gerard se había suicidado por mí. Además no lo hizo, ¿verdad? Me refiero a suicidarse.

– ¿Cómo puede estar segura? -preguntó Kate con suavidad.

Lady Lucinda volvió hacia ella sus enormes ojos azules.

– Porque se gustaba demasiado. La gente que se gusta no se suicida. Y de todos modos, nunca se habría matado porque yo le diera calabazas. No me quería; sólo quería una idea que se había hecho de mí.

Claudia Etienne había recobrado su voz normal.

– Le advertí que el compromiso era una locura, que eras una chica egoísta, estirada y más bien tonta, pero creo que quizá fui injusta contigo. No eres tan tonta como suponía. De hecho, Gerard no llegó a leer tu carta. La encontré aquí sin abrir.

– Entonces, ¿por qué la abriste? No iba dirigida a ti.

– Alguien tenía que abrirla. Habría podido devolvértela, pero no sabía quién la había enviado. Nunca había visto tu letra.

Lady Lucinda preguntó:

– ¿Puedo quedarme mi carta?

Le respondió Kate.

– Nos gustaría conservarla por algún tiempo, si nos lo permite.

Al parecer, lady Lucinda se lo tomó como una declaración de hecho, no como una petición.

– Pero me pertenece a mí -protestó-. La escribí yo.

– Es posible que sólo la necesitemos por muy poco tiempo, y no pensamos publicarla.

Daniel, que ignoraba lo que decía exactamente la ley respecto a la propiedad de las cartas, se preguntó si, en realidad, tenían algún derecho a quedársela y qué haría Kate si lady Lucinda insistía en llevársela. También se preguntó por qué Kate estaba tan interesada en la carta; a fin de cuentas, Etienne no había llegado a leerla. Pero ¿cómo podían estar seguros de eso? Sólo tenían la palabra de su hermana de que la había encontrado sobre la esterilla aún sin abrir. Lady Lucinda no opuso más reparos; se encogió de hombros y se volvió hacia Claudia.

– Siento mucho lo de Gerard. Fue un accidente, ¿no? Ésa es la impresión que le diste a mamá por teléfono, pero esta mañana algunos periódicos insinúan que podría tratarse de algo más complicado. No lo asesinaron, ¿verdad?

– Cabe la posibilidad -respondió Kate.

De nuevo los ojos azules fijaron en ella una mirada especulativa.

– Qué extraordinario. Creo que no he conocido nunca a nadie que muriera asesinado. Conocido personalmente, quiero decir.

Se acercó a la fotografía y la cogió con las dos manos para estudiarla detenidamente, como si no la hubiera visto nunca y no se sintiera demasiado complacida con lo que el fotógrafo había hecho de sus facciones. A continuación, anunció:

– Me llevaré esto. Después de todo, Claudia, a ti no te hace ninguna falta.

– En rigor -observó Claudia-, los únicos que pueden disponer de sus pertenencias son los albaceas o la policía.

– Bueno, a la policía tampoco le hace ninguna falta. No quiero que se quede aquí en el piso vacío, y menos si Gerard fue asesinado.

Así que no era inmune a la superstición. Este descubrimiento intrigó a Daniel: no casaba bien con su aplomo. La observó mientras ella contemplaba la fotografía y deslizaba por el cristal un largo dedo de uña rosada, como si quisiera comprobar si había polvo. Luego, la joven se volvió hacia Claudia.

– Supongo que habrá algo para envolverla, ¿no?

– Puede que haya una bolsa de plástico en el cajón de la cocina, míralo tú misma. Y si hay alguna otra cosa que sea tuya, éste podría ser un buen momento para recogerla.

Lady Lucinda ni siquiera se molestó en pasear la mirada por la habitación.

– No hay nada más.

– Si quieres café, trae otra taza. Está recién hecho.

– No quiero café, gracias.

Esperaron en silencio hasta que, en menos de un minuto, regresó con la fotografía metida en una bolsa de plástico de los almacenes Harrods. Se dirigía hacia la puerta cuando Kate la detuvo.

– ¿Podríamos hacerle unas preguntas, lady Lucinda? Pensábamos pedirle una entrevista de todos modos, pero ya que está aquí nos ahorraremos tiempo todos.

– ¿Cuánto tiempo? Quiero decir, ¿cuánto van a durar esas preguntas?

– No mucho. -Kate se volvió hacia Claudia-. ¿Le importa que utilicemos este piso para la entrevista?

– No sé cómo podría impedírselo. Supongo que no esperarán que me retire a la cocina, ¿verdad?

– No será necesario.

– O al dormitorio. Quizá resultaría más cómodo.

Miraba fijamente a lady Lucinda, que respondió muy tranquila.

– No sabría decírtelo. No he estado nunca en el dormitorio de Gerard.

Se sentó en el sillón que tenía más cerca y Kate lo hizo en el de enfrente. Daniel y Claudia se sentaron entre ambas, en el sofá.

– ¿Cuándo vio a su prometido por última vez? -comenzó Kate.

– No es mi prometido. Claro que entonces aún lo era. Lo vi el sábado pasado.

– ¿El sábado nueve de octubre?

– Supongo, si el sábado pasado fue día nueve. Pensábamos ir a Bradwell-on-Sea para visitar a su padre, pero el tiempo estaba lluvioso y Gerard dijo que la casa de su padre ya era bastante lúgubre de por sí sin necesidad de llegar bajo la lluvia y que iríamos otro día. Así que, como Gerard quería volver a ver el díptico de Wilton, por la tarde estuvimos en el ala Sainsbury de la National Gallery, y de ahí fuimos a tomar el té al Ritz. Por la noche no lo vi, porque mamá quería que fuera con ella a Wiltshire a pasar la noche y el domingo con mi hermano. Mamá quería hablar de los arreglos matrimoniales antes de ver a los abogados.

– ¿Y cómo estaba el señor Etienne el sábado cuando lo vio, aparte de deprimido por el tiempo?

– No estaba deprimido por el tiempo. La visita a su padre no corría ninguna prisa. Gerard no se deprimía por las cosas que no podía cambiar.

– Y las que podía cambiar, ¿las cambiaba? -intervino Daniel.

Ella se volvió para mirarlo y, de pronto, sonrió.

– Exactamente. -Luego añadió-: Esa fue la última vez que lo vi, pero no la última que hablé con él. El jueves por la noche hablamos por teléfono.

– ¿Habló usted con él hace dos días, la noche en que murió? -preguntó Kate con voz cuidadosamente controlada.

– No sé cuándo murió. Lo encontraron muerto ayer por la mañana, ¿no? Yo hablé con él por su línea particular la noche anterior.

– ¿A qué hora, lady Lucinda?

– Hacia las siete y veinte, supongo. Quizá fuera un poco más tarde, pero estoy segura de que fue antes de las siete y media porque mamá y yo teníamos que salir de casa a esa hora para ir a cenar con mi madrina y yo ya estaba vestida. Pensé que tenía el tiempo justo para telefonear a Gerard. Quería una excusa para que no se alargara la conversación. Por eso estoy tan segura de la hora.

– ¿De qué quería hablarle? Ya le había escrito para romper el compromiso.

– Ya lo sé. Suponía que habría recibido la carta por la mañana y quería preguntarle si estaba de acuerdo con mamá en que debíamos publicar un anuncio en el Times, o si prefería que escribiéramos cada uno a nuestros amigos personales y dejáramos sencillamente que corriera la noticia. Naturalmente, ahora mamá quiere que rompa la carta y no diga nada; pero no lo haré. Claro que tampoco podría hacerlo, porque ustedes ya la han visto. En fin, al menos no tendrá que preocuparse por el anuncio en el Times. Así se ahorrará algunas libras.

El alfilerazo de veneno fue tan repentino y se desvaneció tan deprisa que Daniel casi hubiera podido creer que no lo había percibido. Como si no hubiera oído nada, Kate preguntó:

– ¿Y qué le dijo Gerard del anuncio, de la ruptura del compromiso? ¿No le preguntó usted si había recibido la carta?

– No le pregunté nada. No hablamos de nada en absoluto. Me dijo que no podía hablar porque tenía una visita.

– ¿Está segura de eso?

La voz aguda y cristalina era casi inexpresiva.

– No estoy segura de que tuviera una visita. ¿Cómo iba a estarlo? No oí a nadie ni hablé con nadie excepto con Gerard. Quizá fue sólo una excusa para no hablar conmigo, pero estoy segura de que me lo dijo.

– ¿Y con esas mismas palabras? Quiero que esto quede bien claro, Lady Lucinda. ¿No le dijo que no estaba solo o que había alguien con él? ¿Empleó la palabra «visita»?

– Ya se lo he dicho. Me dijo que tenía una visita.

– ¿Y eso ocurrió, digamos, entre las siete y veinte y las siete y media?

– Más cerca de las siete y media. El coche vino a buscarnos a mamá y a mí exactamente a esa hora.

Una visita. Daniel hizo un esfuerzo para no mirar a Kate por el rabillo del ojo, pero sabía que sus pensamientos seguían el mismo curso. Si verdaderamente Etienne había utilizado esta palabra -y la muchacha parecía estar segura de ello-, eso sin duda quería decir que Etienne estaba con alguien ajeno a la empresa. No era verosímil que hubiera utilizado el término para referirse a un socio o un miembro de la plantilla. De ser así, ¿no habría sido más natural que dijera «estoy ocupado», o «estoy reunido», o «estoy con un colega»? Y si alguien había ido a verlo aquella noche, con cita previa o sin ella, ese alguien aún no había dado señales de vida. ¿Por qué no, si la visita había sido inocente, si había dejado a Gerard vivo y con buena salud? No había anotada ninguna cita en la agenda del despacho de Etienne, pero eso no demostraba nada. El visitante podía haberle telefoneado por su línea privada en cualquier momento del día, o haberse presentado inesperadamente sin haber sido invitado. De todos modos sólo era un indicio circunstancial, como tantos otros indicios en este caso cada vez más desconcertante.

No obstante, Kate seguía insistiendo. Acababa de preguntarle a lady Lucinda cuándo había estado en Innocent House por última vez.

– No volví allí desde la fiesta del diez de julio. En parte se organizó para celebrar mi aniversario, porque cumplía veinte años, y en parte como fiesta de compromiso.

– Tenemos la lista de invitados -dijo Kate-. Supongo que tendrían libertad para moverse por toda la casa si querían, ¿o no?

– Algunos lo hicieron, me parece. Ya sabe cómo son las parejas en las fiestas: les gusta apartarse de los demás. No creo que ningún cuarto estuviera cerrado con llave, aunque Gerard dijo que habían advertido al personal que guardara todos los papeles en un sitio seguro.

– ¿Y por casualidad no vio usted que alguien subiera a los pisos altos de la casa, hacia el cuarto de los archivos?

– Bien, a decir verdad, sí. Fue bastante curioso. Tenía que ir al servicio, pero el de la planta baja, que era el que utilizaban las invitadas, estaba ocupado. Entonces recordé que había un cuarto de baño pequeño en el último piso y decidí ir a ése. Subí por la escalera y vi bajar a dos personas. No eran en absoluto la clase de gente que me habría imaginado encontrar. Además, tenían una expresión de culpabilidad. Fue extraño de veras.

– ¿Quiénes eran, lady Lucinda?

– George, el viejo que atiende la centralita en recepción, y esa mujercita insulsa que está casada con el contable, no recuerdo cómo se llama, Sydney Bernard o algo por el estilo. Gerard me presentó a todos los empleados y a sus esposas. Fue aburridísimo.

– ¿Sydney Bartrum?

– Eso es; su mujer. Llevaba un vestido extraordinario de tafetán azul celeste con una faja rosa en la cintura. -Se volvió hacia Claudia Etienne-. ¿No te acuerdas, Claudia? Era de falda muy ancha, cubierta de tul rosa, y mangas abullonadas. ¡Horroroso!

Claudia respondió con sequedad.

– Me acuerdo.

– ¿Le dijo alguno de los dos para qué habían subido al último piso?

– Para lo mismo que yo, supongo. Ella se puso muy colorada y farfulló algo sobre el cuarto de baño. Eran extraordinariamente parecidos; la misma cara redonda, el mismo azoramiento. George estaba como si lo hubieran sorprendido con la mano en la caja. Pero fue extraño, ¿no creen? Que estuvieran los dos juntos, quiero decir. George no era de los invitados, por supuesto; sólo estaba allí para recoger los abrigos de los hombres y vigilar que no se colara nadie. Y si la señora Bartrum quería ir al servicio, ¿por qué no se lo dijo a Claudia o a alguna de las mujeres de la plantilla?

– Y luego, ¿lo comentó usted con alguien? -preguntó Kate-. Con el señor Gerard, por ejemplo.

– No, no era tan importante; sólo curioso. Casi lo había olvidado, hasta ahora. Oiga, ¿hay alguna otra cosa que quieran saber? Me parece que ya he estado aquí bastante rato. Si quieren volver a hablar conmigo, será mejor que me escriban y procuraré concertar un encuentro.

– Nos gustaría tener una declaración firmada, lady Lucinda. Quizá podría acudir a la comisaría de policía de Wapping tan pronto como le sea posible -dijo Kate.

– ¿Con mi abogado?

– Si lo prefiere o si lo juzga necesario, sí.

– Supongo que no hará falta. Mamá dijo que quizá me convendría tener un abogado que se ocupara de mis intereses en la investigación, por si salía lo de la ruptura del compromiso, pero no creo que tenga ya ningún interés, si Gerard murió antes de leer mi carta.

Se puso en pie y les estrechó formalmente la mano a Kate y a Daniel, aunque sin hacer ningún ademán hacia Claudia Etienne. Pero al llegar a la puerta se volvió y se dirigió a ésta.

– Nunca se molestó en hacer el amor conmigo cuando estábamos prometidos, así que no creo que el matrimonio hubiera resultado muy divertido para ninguno de los dos, ¿no te parece, Claudia? -Daniel conjeturó que, de no haber estado ellos dos delante, la joven habría utilizado una expresión más grosera. Lady Lucinda añadió-: Ah, y será mejor que te quedes tú esto. -Dejó una llave sobre la mesa baja-. Supongo que no volveré a venir a este piso.

Al salir cerró la puerta con firmeza, y un segundo más tarde le oyeron cerrar la puerta principal con la misma irrevocabilidad.

Claudia dijo:

– Gerard era un romántico. Dividía a las mujeres entre aquellas con las que se podía tener aventuras y aquellas con las que uno se casaba. La mayoría de los hombres supera este espejismo sexual antes de cumplir los veintiuno. Seguramente era una reacción contra las demasiadas conquistas sexuales realizadas con demasiada facilidad. Me gustaría saber cuánto tiempo habría durado ese matrimonio. Bien, por lo menos se ha ahorrado esa decepción. ¿Piensan quedarse mucho más?

– Ya no mucho más -respondió Kate.

Al cabo de unos minutos se dispusieron a marcharse. La última imagen de Claudia Etienne que se llevó Daniel fue la de una figura alta que, en pie junto al ventanal, contemplaba las torres de la ciudad bajo un cielo cada vez más oscuro. Claudia respondió a su despedida sin volver la cabeza y ellos la dejaron en el silencio y la vaciedad del piso, cerrando sigilosamente las puertas tras de sí.

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