5

La tarde en que Sonia Clements fue incinerada, Gabriel Dauntsey y Frances Peverell compartieron un taxi para volver del crematorio al número 12 de Innocent Walk. Frances permaneció muy callada durante todo el trayecto, sentada un poco aparte de Dauntsey y mirando distraídamente por la ventanilla. Iba sin sombrero y el cabello castaño claro se curvaba, como un casco reluciente, hasta tocar el cuello del abrigo gris. Los zapatos, las medias y el bolso eran negros, y llevaba un pañuelo de gasa negra anudado al cuello. Era, recordó Dauntsey, la misma ropa que se había puesto para la incineración de su padre, un luto apropiado a la época y discreto, que mantenía a la perfección el equilibrio entre la ostentación y el debido respeto. La combinación de gris y negro, en su sombría sencillez, le daba un aire muy joven y realzaba lo que a Dauntsey más le gustaba de ella: una formalidad delicada y pasada de moda que le recordaba a las mujeres de su juventud. Permanecía distanciada e inmóvil, pero sus manos se agitaban inquietas. Dauntsey sabía que en el dedo medio de la mano derecha llevaba el anillo de compromiso de su madre, y observó cómo lo hacía girar obsesivamente bajo la gamuza negra del guante. Por unos instantes pensó en extender el brazo y cogerle la mano en silencio, pero se resistió a hacer un gesto que, se dijo a sí mismo, sólo conseguiría violentarlos a los dos. Durante todo el camino de vuelta a Innocent Walk, apenas pudo contenerse para no cogerle la mano.

Se tenían afecto. Él era, lo sabía, la única persona de Innocent House a quien ella sentía que podía confiarse ocasionalmente; sin embargo, ninguno de los dos era dado a demostraciones. Vivían separados por un corto tramo de escalera, pero sólo se visitaban si mediaba una invitación expresa, pues ambos se cuidaban mucho de entrometerse, de imponer su presencia o de iniciar una intimidad que el otro pudiera no desear o llegara a lamentar. En consecuencia, pese a que se gustaban el uno al otro, pese a que disfrutaban el uno con la compañía del otro, se veían menos a menudo que si vivieran a kilómetros de distancia. Cuando estaban juntos hablaban sobre todo de libros, de poesía, de las obras de teatro que habían visto o de programas de televisión; rara vez de la gente. Frances era demasiado escrupulosa para chismorrear y él sentía idéntica renuencia a dejarse arrastrar a una controversia sobre las novedades de la casa. Tenía su empleo, tenía su apartamento en los bajos del número 12 de Innocent Walk. Quizá ninguna de las dos cosas siguiera siendo suya por mucho tiempo, pero ya había cumplido setenta y seis años y era demasiado viejo para luchar. Sabía que el apartamento situado encima del suyo ejercía sobre él una atracción a la que era prudente resistirse. Sentado en la butaca, con las cortinas corridas sobre el suave suspirar medio imaginado del río y las piernas extendidas ante la chimenea, cuando ella lo dejaba solo para ir a hacer el café tras una de sus escasas cenas compartidas, la oía moverse calladamente por la cocina y se sentía embargado por una seductora sensación de paz y satisfacción que sería demasiado fácil convertir en parte regular de su vida.

La sala de estar de Frances ocupaba toda la longitud de la casa. Todo en ella era atractivo: las elegantes proporciones de la chimenea original de mármol, el óleo de un Peverell del siglo xviii con su esposa e hijos colgado encima de la repisa, el pequeño buró estilo reina Ana, las estanterías de caoba a ambos lados del hogar, coronadas por un frontón y por dos excelentes cabezas femeninas tocadas con velo de novia en mármol de Paros, la mesa y las seis sillas de comedor estilo Regencia, los colores sutiles de las alfombras que resplandecían sobre el dorado suelo pulido. Cuán sencillo resultaría establecer una intimidad que le abriera las puertas de ese suave bienestar femenino, tan distinto de sus tristes y mal amueblados aposentos del piso inferior. A veces, si ella telefoneaba para invitarlo a cenar, él se inventaba un compromiso anterior y salía a algún pub de las cercanías donde llenaba las largas horas entre el humo y el ruido de fondo, atento a no volver demasiado temprano, puesto que la puerta de su vivienda, en Innocent Lane, quedaba justo debajo de las ventanas de la cocina de ella.

Aquel anochecer tenía la impresión de que Frances quizás acogería con agrado su compañía, pero no estaba dispuesta a solicitarla. El no lo lamentaba. La incineración ya había sido bastante deprimente sin necesidad de tener que comentar sus banalidades; ya había tenido bastante muerte para un día. Cuando el taxi se detuvo en Innocent Walk y ella se despidió con un adiós casi precipitado y abrió la puerta de la calle sin volver la cabeza ni una sola vez, Dauntsey experimentó una sensación de alivio. Pero dos horas más tarde, después de haber terminado la sopa y los huevos revueltos con salmón ahumado que constituían su cena favorita y que preparó, como siempre, con cuidado, manteniendo el fuego bajo, apartando amorosamente la mezcla de los costados de la sartén, añadiendo una cucharada final de crema de leche, se la imaginó consumiendo su cena solitaria y se arrepintió de su egoísmo. No era la noche más indicada para que ella la pasara a solas. La llamó por teléfono y le dijo:

– Estaba pensando, Frances, si te apetecería jugar una partida de ajedrez.

Advirtió por el tono gozoso de la respuesta que su sugerencia era recibida con alivio.

– Sí que me apetecería, Gabriel. Sube, por favor. Sí, me encantaría una partida.

La mesa del comedor seguía puesta cuando llegó. Frances siempre comía con cierta formalidad, aun cuando estaba sola, pero él se dio cuenta de que la cena había sido tan sencilla como la suya. La tabla de quesos y el frutero estaban sobre la mesa y era evidente que había tomado sopa, pero nada más. También se dio cuenta de que había llorado.

– Me alegro de que hayas subido -le dijo ella, sonriente, esforzándose por hablar en tono jovial-. Así tengo una excusa para abrir una botella de vino. Resulta curioso lo reacios que somos a beber a solas. Supongo que se debe a todas aquellas tempranas advertencias de que beber en solitario es el comienzo de la caída hacia el alcoholismo.

Sacó una botella de Château Margaux y él se adelantó para descorcharla. No volvieron a hablar hasta que se hubieron acomodado ante el fuego, vaso en mano, y ella, contemplando las llamas, señaló:

– Hubiera debido estar presente. Gerard hubiera debido estar presente.

– No le gustan los funerales.

– ¡Oh, Gabriel! ¿A quién le gustan? Y ha sido horrible, ¿no crees? La incineración de papá ya fue bastante mala, pero ésta ha sido peor. Aquel clérigo patético, que ni la conocía a ella ni conocía a ninguno de nosotros, intentando parecer sincero, rezando a un Dios en el que ella no creía, hablando de la vida eterna cuando ella ni siquiera tuyo una vida que valiera la pena vivir aquí en la tierra.

Él replicó con suavidad.

– Eso no lo sabemos. No podemos ser jueces de la desdicha o la felicidad de otra persona.

– Quiso morir. ¿No es prueba suficiente? Al menos Gerard asistió a los funerales de papá. Claro que estaba más o menos obligado. El príncipe heredero despide al viejo rey. No habría quedado bien que no asistiera. Después de todo, allí había personas importantes, escritores, editores, la prensa, gente a la que deseaba impresionar. Hoy no había nadie importante en la incineración, así que no tenía por qué molestarse. Pero hubiera debido venir. Después de todo, la mató él.

Esta vez Dauntsey habló con más firmeza.

– No debes decir eso, Frances. No existe el menor indicio de que nada de lo que Gerard hizo o dijo causara la muerte de Sonia. Tú sabes lo que escribió en su nota de despedida. Si hubiera decidido matarse porque Gerard la había echado, creo que lo habría dicho así. La nota era explícita. Nunca debes decir eso fuera de esta habitación. Este tipo de rumores puede producir grandes perjuicios. Prométemelo; es importante.

– De acuerdo, te lo prometo. No se lo he dicho a nadie más que a ti, pero no soy la única que lo piensa en Innocent House y algunos lo dicen. Arrodillada en aquella horrible capilla he intentado rezar, por papá, por ella, por todos nosotros. Pero era todo tan absurdo, tan fútil… Sólo podía pensar en Gerard, en que Gerard hubiera debido estar con nosotros en el primer banco, en que Gerard fue mi amante, en que Gerard ya no lo es. Es muy humillante. Ahora sé a qué vino todo, naturalmente. Gerard pensó: «Pobre Frances, con veintinueve años y todavía virgen. Tendré que hacer algo al respecto. Le daré la experiencia de su vida, le enseñaré lo que se está perdiendo.» Su buena acción del día. O su buena acción de tres meses, más bien. Supongo que le duré más que la mayoría. Y el final fue sórdido, sucio. Aunque ¿no lo es siempre? Gerard sabe muy bien cómo empezar una aventura amorosa, pero no sabe terminarla; no con cierta dignidad. Claro que yo tampoco. Y fui lo bastante ingenua para pensar que era distinta de sus demás mujeres, que esta vez iba en serio, que estaba enamorado, que quería compromiso, matrimonio. Creí que dirigiríamos la Peverell Press los dos juntos, que viviríamos en Innocent House, que criaríamos aquí a nuestros hijos, incluso que cambiaríamos el nombre de la empresa. Creí que eso le agradaría. Peverell y Etienne. Etienne y Peverell. Solía practicar las dos alternativas, tratando de decidir cuál sonaba mejor. Creí que él quería lo mismo que yo: matrimonio, hijos, un hogar adecuado, una vida en común. ¿Es tan irrazonable? Dios mío, Gabriel, me siento tan estúpida, tan avergonzada.

Nunca le había hablado con tanta franqueza, nunca le había mostrado las honduras de su angustia. Era casi como si hubiera estado ensayando las frases en silencio, esperando este momento de alivio en el que, por fin, se encontraba con alguien en quien podía confiar y a quien podía confiarse. Pero viniendo de Frances, siempre tan sensible, reticente y orgullosa, este chorro incontrolado de amargura y autodesprecio lo llenó de consternación. Quizás habían sido los funerales, el recuerdo de aquella otra incineración anterior, los que habían liberado todo el odio y la humillación acumulados. Dauntsey no sabía si sería capaz de manejar la situación, pero sabía que debía intentarlo. Aquel caudal de dolor exigía algo más que el blando pábulo del consuelo: «El no es digno de ti, olvídalo, el dolor pasará con el tiempo.» Pero esto último era verdad: el dolor pasaba con el tiempo, tanto si era el dolor de la traición como el dolor del luto. ¿Quién podía saberlo mejor que él? Pensó: «Lo trágico de la pérdida no es que nos aflijamos, sino que dejamos de afligirnos y, entonces, quizá los muertos mueran por fin.»

Habló con voz suave.

– Las cosas que tú quieres, hijos, matrimonio, hogar, sexo, son deseos razonables, incluso hay quien diría que deseos muy correctos. Los hijos son nuestra única esperanza de inmortalidad. No es algo que deba avergonzarnos. Es una desdicha, no una vergüenza, que los deseos de Etienne y los tuyos no coincidan. -Hizo una pausa y añadió, preguntándose si sería prudente, si ella no encontraría sus palabras de una cruda insensibilidad-: James está enamorado de ti.

– Supongo que sí. Pobre James. Nunca me lo ha dicho, pero no le hace falta decirlo, ¿no crees? ¿Sabes una cosa? Creo que, de no haber sido por Gerard, hubiera podido amar a James. Y el caso es que Gerard ni siquiera me gusta. No me ha gustado nunca, ni cuando más lo deseaba. Eso es lo terrible del sexo, que puede existir sin amor, sin afecto, incluso sin respeto. Oh, yo trataba de engañarme. Cuando se mostraba insensible, egoísta o grosero le buscaba excusas. Me recordaba que era un hombre brillante, apuesto, divertido, un amante maravilloso. Todo eso era. Todo eso es. Me decía a mí misma que no era razonable aplicarle a Gerard los criterios mezquinos que aplicaba a los demás. Y lo amaba. Cuando se ama, no se juzga. Y ahora lo odio. No sabía que pudiera odiar, odiar de veras, a otra persona. Es distinto a odiar una cosa, una doctrina política, una filosofía, una lacra social. Es tan concentrado, tan físico, que me hace enfermar. El odio es lo último en que pienso por la noche, y todas las mañanas despierto con él. Pero está mal, es pecado. Tiene que estar mal. Tengo la sensación de estar viviendo en pecado mortal y de que no puedo recibir la absolución porque soy incapaz de dejar de odiar.

Dauntsey respondió:

– No pienses en esos términos de pecado y absolución. El odio es peligroso. Pervierte la justicia.

– ¡Ah, la justicia! Nunca he esperado mucho, en cuestión de justicia. Y el odio me ha vuelto aburrida. Me aburro a mí misma. Sé que te aburro, querido Gabriel, pero eres la única persona con la que puedo hablar y, a veces, como esta noche, tengo la sensación de que si no hablo me volveré loca. Y eres tan sabio… En todo caso, ésa es la reputación que tienes.

Él protestó con sequedad.

– Es muy fácil labrarse una reputación de sabiduría. Sólo hace falta vivir mucho, hablar poco y hacer menos.

– Pero cuando hablas conviene escucharte. Gabriel, dime qué he de hacer.

– ¿Para librarte de él?

– Para librarme de este dolor.

– Están los medios habituales: alcohol, drogas, suicidio. Los dos primeros conducen al tercero; se trata sólo de una ruta más lenta, más cara y más humillante. No te lo aconsejo. También podrías asesinarlo, pero tampoco te lo aconsejo. Hazlo en tu imaginación tan ingeniosamente como quieras, pero no en la realidad. Amenos que quieras pudrirte diez años en la cárcel.

– ¿Tú podrías soportarlo? -le preguntó ella.

– No durante diez años. Quizá podría aguantar tres, pero no más. Para afrontar el dolor hay medios mejores que la muerte, ya sea la de él o la tuya. Recuérdate que el dolor es parte de la vida, que sentir dolor es estar vivo. Te envidio. Si yo pudiera experimentar tal dolor, quizás aún sería un poeta. Valórate. El hecho de que un hombre egoísta, soberbio e insensible se haya negado a quererte no impide que seas un ser humano. ¿De veras necesitas valorarte según los criterios de un hombre, y no digamos de Gerard Etienne? Piensa que el único poder que tiene sobre ti es el que tú le das. Quítale ese poder y eliminarás el dolor. Recuerda, Frances, no tienes por qué seguir en la empresa. Y no me digas que siempre ha habido un Peverell en la Peverell Press.

– Lo ha habido siempre desde 1792, antes incluso de que nos mudáramos a Innocent House. Papá no habría querido que yo fuese la última.

– Alguien tiene que serlo, alguien lo será. Tenías cierto deber con tu padre cuando vivía, pero cesó a su muerte. No podemos ser vasallos de los muertos.

Nada más salir de su boca estas palabras se arrepintió de haberlas pronunciado, medio temiendo que ella replicara: «¿Y tú? ¿Acaso no eres tú vasallo de los muertos, de tu esposa, de tus hijos perdidos?» Se apresuró a añadir:

– ¿Qué te gustaría hacer si tuvieras libertad de elección?

– Trabajar con niños, creo. Quizás ejercer como maestra de primaria. Tengo un título. Supongo que sólo necesitaría un año más de preparación. Y creo que me gustaría trabajar en el campo o en una pequeña ciudad.

– Pues hazlo. Tienes libertad de elección. Pero no se te ocurra buscar la felicidad: encuentra el trabajo adecuado, el lugar adecuado, la vida adecuada; la felicidad vendrá si tienes suerte. La mayoría recibimos la parte que nos corresponde. Y algunos más de la que nos corresponde, aunque se concentre en un reducido espacio de tiempo.

– Me extraña que no cites a Blake -dijo ella-, aquel poema acerca de que «el gozo y el dolor se entretejen con finura, un vestido para el alma divina». ¿Cómo era?


El Hombre fue hecho para la Alegría y la Lamentación;

y cuando esto correctamente entendemos,

por el Mundo con seguridad pasamos.


Aunque tú no crees en el alma divina, ¿verdad?

– No, ése sería el autoengaño supremo.

– Pero pasas con seguridad por el mundo. Y entiendes qué es el odio. Creo que siempre he sabido que odias a Gerard.

Él protestó.

– No, Frances, te equivocas. No lo odio. No siento nada por él, nada en absoluto. Y eso hace que sea mucho más peligroso para él de lo que tú puedas serlo jamás. ¿No sería mejor que empezáramos esa partida?

Dauntsey sacó el pesado tablero del aparador de la esquina y ella colocó la mesa entre los sillones y fue por las piezas. Mientras le mostraba los puños cerrados para que eligiera blancas o negras, comentó:

– Creo que deberías darme un peón de ventaja, el tributo de la juventud a la vejez.

– Tonterías; la última vez me ganaste. Jugaremos sin ventaja para nadie.

Ella misma se sorprendió. En otro tiempo habría accedido a su petición. Era un pequeño acto de afirmación personal, y vio que él sonreía mientras empezaba a disponer las piezas con sus dedos rígidos.

Загрузка...