Kate aparcó el coche al pie de Wapping High Street, a unos cincuenta metros del Town of Ramsgate. Mientras se dirigía hacia el pub, Daniel surgió del callejón que conducía a las Antiguas Escaleras de Wapping.
– Estaba mirando el muelle de las Ejecuciones -le explicó-. ¿Crees que los piratas aún estaban vivos cuando los ataban a los postes durante la marea baja y los dejaban allí hasta que los hubieran cubierto tres mareas?
– Yo diría que no. Seguramente los ahorcaban antes. El sistema penal del siglo xviii era bárbaro, pero no tanto.
Abrieron la puerta del local y se sumergieron en el centelleo multicolor y la jovialidad de un pub londinense en una noche de domingo. La estrecha taberna del siglo xvii estaba abarrotada, de modo que Daniel tuvo que abrirse paso a codazos y empujones por entre la muchedumbre de parroquianos para obtener su pinta de Charrington’s Ale y media pinta para Kate. Una pareja dejó libres dos asientos en el extremo de la sala más cercano a la puerta del jardín y Kate se apresuró a ocuparlos. Si Daniel la había llamado principalmente para hablar, más que para beber, aquel sitio era tan bueno como cualquier otro. En el pub reinaba el orden, pero el ruido era mucho. Sobre aquel fondo de voces animadas y súbitos arranques de risas, podrían hablar con más intimidad y llamar menos la atención que si el bar estuviera vacío.
Kate advirtió que Daniel estaba de un humor extraño y se preguntó si, al llamarla, no habría buscado más un contrincante para un encuentro de boxeo que una compañera de bebida. Pero la llamada había sido bien recibida. Alan no había telefoneado y, con el piso ya casi en orden, la tentación de llamar ella, de verlo una vez más antes de que se fuera, empezaba a ser demasiado intensa para su gusto. Le alegró salir del piso y alejarse de la tentación.
Seguramente a Daniel le había agriado el humor la tarde de frustración que había pasado en los archivos. Al día siguiente le tocaría el turno a ella y, probablemente, con las mismas expectativas de éxito. Sin embargo, si el objeto que le habían arrancado a Etienne de la boca era en verdad una cinta, si el asesino había tenido que explicarle a la víctima por qué la había atraído hacia su muerte, era muy posible que el motivo yaciera en el pasado, incluso en un pasado remoto: una vieja maldad, un agravio imaginario, un peligro oculto. La decisión de examinar los archivos podía ser una de las célebres corazonadas del jefe, pero, como todas sus corazonadas, tenía una base lógica.
Con la mirada fija en su cerveza, Daniel preguntó:
– Trabajaste con John Massingham en el caso Berowne, ¿verdad? ¿Te gustaba?
– Era un buen policía, aunque no tanto como él se figuraba. No, no me gustaba. ¿Por qué?
Él dejó la pregunta sin responder.
– A mí tampoco. Estuvimos juntos en la División H, los dos como sargentos. Me llamaba «chico judío». Eso no tenía que llegar a mis oídos, naturalmente; sin duda le habría parecido una falta de tacto insultar a un compañero cara a cara. Y debo reconocer que la frase completa era «nuestro ingenioso chico judío», pero no sé por qué me parece que no lo decía como un cumplido.
En vista de que ella no decía nada, prosiguió.
– Cuando Massingham utiliza la expresión «cuando triunfe», sabes que no se refiere a llegar a superintendente en jefe. Se refiere a heredar el título de su padre: lord Dungannon, jefe de policía. No le hará ningún daño. Llegará allí antes que cualquiera de los dos.
«Antes que yo, seguro», pensó Kate. En su caso, la ambición debía regirse por la realidad. Alguna mujer tenía que ser la primera en llegar a jefe de policía; podía ser ella, pero era una locura contar con eso. Probablemente había ingresado en el cuerpo con diez años de antelación.
– Lo conseguirás, si de veras lo deseas -le aseguró.
– Quizá. No es fácil ser judío.
Kate hubiera podido replicar que tampoco era fácil ser mujer en el mundo machista de la policía, pero se trataba de una queja habitual y no tenía ninguna intención de lloriquear ante Daniel.
– No es fácil ser una hija ilegítima.
– ¿Lo eres? Creía que ahora estaba de moda.
– No las ilegítimas como yo. Y lo mismo les ocurre a los judíos; tienen prestigio, al menos.
– No los judíos como yo.
– ¿En qué sentido es difícil?
– No puedes ser un ateo contento como las demás personas: sientes constantemente la necesidad de explicarle a Dios por qué no puedes creer en él. Y luego tienes una madre judía. Eso es absolutamente esencial, va con el lote: si no tienes una madre judía, no eres judío. Una madre judía quiere que su hijo se case con una buena chica judía, le dé nietos judíos y se deje ver con ella en la sinagoga.
– Esto último podrías hacerlo de vez en cuando sin violentar demasiado tu conciencia, si es que los ateos la tienen.
– Los ateos judíos, sí. Ese es el problema. Vamos a mirar el río.
En la parte de atrás de la taberna había un jardincito con vistas al Támesis que en las calurosas noches de verano resultaba incómodo porque solía estar lleno de gente, pero en una noche de octubre pocos habituales se sentían inclinados a sacar sus bebidas al aire libre, de modo que Kate y Daniel salieron a un silencio fresco y perfumado por el río. La única lámpara que brillaba colgada en la pared proyectaba un suave resplandor sobre las sillas de jardín colocadas patas arriba y las grandes macetas de geranios de leñoso tallo. Avanzaron juntos y dejaron las jarras sobre la pared baja que daba al río.
Hubo un silencio. De pronto, Daniel habló bruscamente.
– No atraparemos a ese tipo.
– ¿Por qué estás tan seguro? -replicó ella-. ¿Y por qué ha de ser un tipo? Podría ser una mujer. ¿Y por qué eres tan derrotista? El jefe es probablemente el investigador más inteligente de Inglaterra.
– Es más probable que sea un hombre. Desmontar y montar la estufa de gas más bien parece obra de un hombre. En todo caso, supongamos que lo es. No lo atraparemos porque es tan inteligente como el jefe y tiene además una gran ventaja: el sistema de justicia criminal está de su parte, no de la nuestra.
Se trataba de un resentimiento familiar. La desconfianza casi paranoica que Daniel sentía hacia los abogados era una de sus obsesiones, similar al disgusto que le causaba que le llamaran Dan, abreviando su nombre. Kate estaba acostumbrada a oírle decir que el sistema de justicia criminal no pretendía tanto condenar al culpable como proporcionar una ingeniosa y lucrativa carrera de obstáculos donde los abogados pudieran demostrar su astucia.
– Eso no es ninguna novedad -observó ella-. Hace cuarenta años que el sistema de justicia criminal favorece a los delincuentes. Hemos de aceptarlo así. Los tontos tratan de compensarlo manipulando las pruebas para que parezcan más fuertes cuando están puñeteramente seguros de que su hombre es el culpable, pero lo único que se consigue así es desacreditar a la policía, dejar al culpable en libertad y promover nuevas leyes que aún hacen más difícil demostrar la culpabilidad. Tú lo sabes, lo sabemos todos. La solución está en conseguir pruebas sólidas y honradas y en lograr que se sostengan ante un tribunal.
– En un caso realmente grave, las pruebas sólidas suelen proporcionarlas los informadores y los agentes infiltrados. Por el amor de Dios, Kate, lo sabes tan bien como yo. Y resulta que debemos dárselas a la defensa por adelantado, con lo que no podemos utilizarlas sin poner vidas en peligro. ¿Sabes cuántos casos importantes hemos tenido que abandonar en los últimos seis meses, sólo en la policía metropolitana?
– En este caso no será así, ¿verdad? Cuando tengamos pruebas, las presentaremos.
– Pero no las tendremos. A no ser que uno de ellos se derrumbe, y eso no ocurrirá. Todo es circunstancial. No tenemos un sólo hecho que podamos relacionar con ninguno de los sospechosos. Cualquiera de ellos habría podido hacerlo. Uno de ellos lo hizo. Podríamos reunir indicios contra cualquiera de ellos, pero el caso no llegaría a los tribunales. El departamento legal lo rechazaría. Y si llegara, ¿no te imaginas lo que diría la defensa? Etienne pudo subir a aquella habitación por sus propias razones. No podemos demostrar que no fue así. Pudo ir a buscar algo a los archivos, un contrato antiguo. No piensa tardar mucho, así que deja la chaqueta y las llaves en su despacho. Entonces tropieza con algo más interesante de lo que se imaginaba y se sienta a estudiarlo. Le entra frío, así que cierra la ventana, rompiendo accidentalmente el cordón, y enciende la estufa. Cuando se da cuenta de lo que está sucediendo ya se encuentra demasiado desorientado para llegar a la estufa y apagarla. Y muere. Luego, al cabo de varias horas, el gamberro de la oficina encuentra el cadáver y se le ocurre añadir un toque de misterio morboso a lo que, en realidad, es un lamentable accidente.
Kate replicó:
– Todo eso ya lo hemos hablado y no se sostiene en pie. ¿Por qué cayó al lado de la estufa? ¿Por qué no fue hacia la puerta? Etienne era inteligente y debía de conocer el riesgo de encender una estufa de gas en un cuarto mal ventilado, así que ¿por qué cerró la ventana?
– De acuerdo, estaba intentando abrirla, no cerrarla, cuando se rompió el cordón.
– Dauntsey dice que la última vez que estuvo en esa habitación la ventana estaba abierta.
– Dauntsey es el principal sospechoso; podemos prescindir de su declaración.
– La defensa no prescindirá. No se puede construir un caso prescindiendo de las pruebas que no convengan.
– De acuerdo, digamos que intentaba abrir o cerrar la ventana. Dejemos eso.
– Pero ¿por qué tenía que encender la estufa, para empezar? No hacía tanto frío. ¿Dónde están esos documentos que tanto le interesaron? Los que había sobre la mesa eran contratos de hace cincuenta años, autores ya fallecidos de los que nadie se acuerda. ¿Qué interés podían tener para él?
– El bromista los cambió. No podemos saber qué documentos estaba examinando en realidad.
– ¿Por qué había de cambiarlos? Y si Etienne fue al cuartito a trabajar, ¿dónde estaban la pluma, el lápiz, el bolígrafo?
– Fue a leer, no a escribir.
– No podía escribir, ¿verdad? Ni siquiera pudo garabatear el nombre de su asesino. No tenía nada con qué escribir. Alguien le robó la agenda que llevaba un lápiz incorporado. Ni siquiera pudo escribir su nombre en el polvo, porque no había polvo. ¿Y qué me dices de la lesión que tenía en el paladar? Eso es incontrovertible, es un hecho.
– Que no está relacionado con nadie. No lograremos demostrar cómo se produjo el rasguño si no podemos presentar el objeto que lo produjo. Y no sabemos qué objeto fue. Probablemente no lo sabremos nunca. Lo único que tenemos son sospechas y pruebas circunstanciales; ni siquiera tenemos las suficientes para poner a uno de los sospechosos bajo vigilancia. ¿Te imaginas qué protestas, si lo hiciéramos? Cinco personas respetables, ni una sola de ellas con antecedentes penales. Y dos con coartada.
Kate protestó:
– Ninguna de las dos vale un pimiento. Rupert Farlow reconoció francamente que juraría que De Witt había estado con él tanto si era cierto como si no. Y esa historia de que lo necesitó varias veces durante la noche…, ya viste qué interés tuvo en darnos las horas exactas, ¿eh?
– Supongo que cuando te estás muriendo tiendes a fijarte en la hora exacta.
– Y Claudia Etienne asegura que estuvo con su novio. Ese novio va a casarse con una mujer muy rica, puñeteramente más rica que hace sólo una semana. ¿Crees que dudaría en mentir por ella si se lo pidiera?
– Muy bien -concedió Daniel-. Es fácil restarles crédito a las coartadas, pero ¿podemos demostrar que sean falsas? Y podría ser que nos hubieran dicho los dos la verdad. No podemos dar por sentado que mienten. Y si han dicho la verdad, Claudia Etienne y De Witt son inocentes. Lo que nos lleva otra vez a Gabriel Dauntsey. Él tuvo los medios y la oportunidad, y carece de coartada para la media hora anterior a su salida hacia aquel recital en un pub.
– Pero eso se aplica igualmente a Frances Peverell, y ella sí que tenía un motivo. Etienne la plantó por otra y se proponía vender Innocent House en contra de sus deseos. Nadie tenía más motivos que ella para desear su muerte. Y trata de convencer a un jurado de que un anciano de setenta y seis años con reuma pudo subir aquellas escaleras o coger aquel ascensor lento y rechinante, hacer lo que tenía que hacer en el despachito de los archivos y volver a su piso en cosa de ocho minutos. De acuerdo, Robbins hizo el ensayo y, aunque muy justo, resultaba factible, pero no si tenía que pasar por la planta baja para recoger la serpiente.
– Sólo tenemos la palabra de Frances Peverell de que fueran ocho minutos. Podrían estar metidos los dos en el asunto; siempre ha sido una de nuestras posibilidades. Y el ruido de la bañera al vaciarse no significa nada. He visto la bañera, Kate: es de ésas anticuadas, grandes y sólidas. Se podría ahogar a un par de adultos en ella. Sólo tuvo que abrir un poco el grifo para que la bañera se fuera llenando lentamente mientras él salía, darse una zambullida al llegar para quedar convincentemente mojado y llamar a Frances Peverell. Pero yo diría que estaban los dos de acuerdo.
– No piensas con claridad, Daniel. Es toda esa historia sobre el agua del baño lo que deja a Frances Peverell a salvo. Si estaban los dos de acuerdo, ¿por qué habían de inventarse una complicada historia de bañeras, agua corriente y ocho minutos? ¿Por qué no se limitó a decir que estuvo esperando su taxi, que estaba preocupada porque tardaba en regresar y que, cuando lo vio llegar, lo hizo subir al piso de ella y lo tuvo allí toda la noche? Hay una habitación libre, ¿verdad? A fin y al cabo, se trata de un asesinato; no creo que le preocupara demasiado la posibilidad de dar lugar a habladurías.
– Podríamos demostrar que él no durmió en esa cama. Si Frances Peverell nos hubiera contado esa historia, habríamos llamado a los forenses. No se puede dormir toda la noche en una cama sin dejar algún indicio, ya sean cabellos o sudor.
– Bien, pues yo creo que ella nos ha dicho la verdad. Esa coartada es demasiado enrevesada para no ser auténtica.
– Eso es probablemente lo que nos querían hacer creer. Dios mío, este asesino es inteligente. Es inteligente y tiene suerte. Piensa por un momento en Sonia Clements. Se mató en esa habitación. ¿Por qué no pudo desgastar ella el cordón de la ventana y obstruir el cañón de la chimenea?
Kate respondió:
– Mira, Daniel, el jefe y yo lo hemos estado comprobando esta mañana, hasta donde hemos podido, al menos. Su hermana afirma que Sonia Clements no tenía aptitudes mecánicas. Además, ¿por qué había de manipular la estufa? ¿Con la esperanza de que alguien, varias semanas más tarde, la encendiera misteriosamente, atrajera a Etienne a esa habitación y lo encerrase para que se intoxicara con el monóxido de carbono?
– Claro que no. Pero quizás había pensado suicidarse así, de modo que pareciera un accidente, para no perjudicar a la Peverell Press. Quizá pensaba hacerlo desde que murió el señor Peverell. Luego, cuando Gerard Etienne la despidió de un modo tan inhumano…
– Si fue inhumano.
– Supongamos que lo fue. Después de eso, ya no le importaba que la empresa saliera perjudicada o no; probablemente quería perjudicarla o, al menos, perjudicar a Etienne. Así que ya no se molestó en hacer pasar su muerte por un accidente: se mató de un modo más agradable, con pastillas y vino, y dejó una nota de suicidio. Escucha, Kate, esto me gusta. Tiene una especie de lógica demencial.
– Más demencial que lógica. ¿Cómo podía saber el asesino que Clements había manipulado el gas? No es probable que se lo dijera ella. Lo único que has conseguido es que la teoría de la muerte accidental parezca más verosímil. Tu teoría es un regalo para la defensa. Ya me imagino al abogado defensor sacándole todo el jugo: «Señoras y caballeros del jurado, Sonia Clements tuvo tanta ocasión de manipular la estufa de gas como mi defendido, y Sonia Clements está muerta.»
– Muy bien -dijo Daniel-. Seamos optimistas. Lo atraparemos y, entonces, ¿qué le ocurrirá? Diez años de cárcel si tiene mala suerte, menos si sabe comportarse.
– ¿Querrías que le echaran una soga al cuello?
– No. ¿Y tú?
– No, no querría que volviéramos al ahorcamiento. Pero no sé si mi postura es demasiado racional; de hecho, ni siquiera sé si es honesta. En mi opinión, la pena de muerte es un factor disuasivo, de modo que lo que vengo a decir es que estoy dispuesta a aceptar que personas inocentes corran un riesgo mayor de morir asesinadas, con tal de salvar mi conciencia diciendo que ya no ejecutamos a los asesinos.
Daniel le preguntó:
– ¿Viste aquel programa de televisión la semana pasada?
– ¿Aquél sobre el sistema correccional en Estados Unidos?
– Correccional. Buena palabra. Los internos quedaban bien corregidos, desde luego. Ejecutados con una inyección letal después de sabe Dios cuántos años en la galería de la muerte.
– Sí, lo vi. Se podría argumentar que tuvieron un fin puñeteramente más fácil que sus víctimas. Un fin más fácil que el que tiene la mayoría de los seres humanos, si a eso vamos.
– Así pues, ¿apruebas la muerte por venganza?
– Daniel, yo no he dicho eso. Es sólo que no pude sentir demasiada compasión por ellos. Asesinaron en un Estado donde está en vigor la pena de muerte, y luego parecían agraviados porque el Estado se proponía cumplir lo que estaba en sus leyes. Ninguno mencionó a su víctima. Ninguno pronunció la palabra «arrepentimiento».
– Uno la pronunció.
– Entonces debió de pasarme por alto.
– No fue lo único que te pasó por alto.
– ¿Estás intentando pelearte conmigo?
– Sólo intento averiguar lo que crees.
– Lo que yo crea es asunto mío.
– ¿Incluso en cuestiones relacionadas con el trabajo?
– Sobre todo en cuestiones relacionadas con el trabajo. Además, esto no está relacionado con el trabajo más que indirectamente. El programa pretendía que me escandalizara. Reconozco que estaba bien hecho: el productor no se excedió; no se puede decir que fuera injusto. Pero al final daban un número al que los espectadores podían llamar para expresar su indignación. Lo único que digo es que no sentí la indignación que ellos obviamente pretendían provocar. Además, no me gustan los programas de televisión que intentan decirme qué debo sentir.
– En tal caso, tendrás que dejar de mirar documentales.
Una lancha de la policía, esbelta y veloz, pasó navegando río arriba, el foco de proa peinando la oscuridad, la estela, una blanca cola de espuma. Casi enseguida desapareció, y la superficie alborotada se asentó en una suave calma ondulante, sobre la cual las luces reflejadas de los pubs del río arrojaban refulgentes charcos de plata. Pequeños grumos de espuma surgieron flotando de la oscuridad para deshacerse contra la pared del río. Se hizo un silencio. Estaban los dos de pie, a medio metro de distancia, contemplando el río. De pronto, se volvieron simultáneamente y sus miradas se encontraron. Kate no podía ver la expresión de Daniel a la luz de la única lámpara de pared, pero percibió su fuerza y oyó que se le aceleraba la respiración. Y en aquel momento experimentó una descarga de anhelo físico tan poderosa que tuvo que extender la mano y apoyarse en la pared para no arrojarse en sus brazos.
– Kate -dijo Daniel, haciendo un gesto rápido hacia ella. Pero la joven se había dado cuenta de lo que iba a suceder y se apartó a un lado con igual rapidez-. ¿Qué ocurre, Kate? -le preguntó con suavidad. Luego, con voz sardónica, añadió-: ¿Al jefe no le gustaría?
– No organizo mi vida privada según las preferencias del jefe.
Daniel no la tocó. Habría resultado más fácil, pensó ella, si lo hubiera hecho.
– Verás -le explicó-, he perdido a un hombre al que amaba por culpa del trabajo. ¿Por qué habría de complicármelo por uno al que no amo?
– ¿Crees que lo complicaría, tu trabajo o el mío?
– Oh, Daniel, ¿no es lo que ocurre siempre?
Él comentó, en un tono algo burlón:
– Me dijiste que debía aprender a aficionarme a las mujeres inteligentes.
– Pero no me ofrecí a formar parte del aprendizaje.
Daniel dejó escapar una risa contenida que rompió la tensión. En aquel momento a Kate le gustó enormemente, en gran medida porque, a diferencia de la mayoría de los hombres, era capaz de aceptar el rechazo sin rencor. Pero ¿por qué no? Ninguno de los dos podía fingirse enamorado. Ella pensó: «Los dos somos vulnerables, los dos estamos un poco solos, pero ésta no es la solución.»
Mientras se volvían para regresar al interior del pub, él le preguntó:
– Si ahora estuvieras con el jefe y te pidiera que fueras con él a su casa, ¿irías?
Kate reflexionó unos segundos y llegó a la conclusión de que merecía una respuesta sincera.
– Seguramente. Sí, iría.
– ¿Y eso sería amor o sexo?
– Ninguna de las dos cosas -contestó-. Llámalo curiosidad.