9

Gabriel dejó a Frances nada más terminar la partida, una partida que ganó con facilidad. Ella advirtió compungida que parecía muy cansado y se preguntó si no habría subido más por compasión que por verdadera necesidad de compañía. El funeral debía de haber sido peor para él que para los demás directivos de la empresa. Después de todo, era el único miembro del personal por el que Sonia parecía sentir algún afecto. Ella había hecho algún intento vacilante por establecer una relación de amistad, pero Sonia los había rechazado sutilmente, casi como si el hecho de ser una Peverell la inhabilitara para la intimidad. Quizás era la única de entre todos los socios que sentía una aflicción personal.

El ajedrez le había estimulado la mente; sabía que irse a la cama en tales condiciones sólo la conduciría a una de esas noches en que breves períodos de sueño se alternaban con otros de inquietud, hasta que la mañana la encontraba más fatigada que si no se hubiera acostado. Movida por un impulso, se dirigió al armario de la sala en busca de su grueso abrigo de invierno; luego, tras apagar la luz, abrió el ventanal y salió al balcón. El aire de la noche, limpio y frío, transportaba el aroma familiar y penetrante del río. Allí, agarrada a la barandilla, tuvo la sensación de ser un ente incorpóreo suspendido en el aire. Sobre Londres se extendía una masa de nubes bajas, teñida de rosa como un vendaje de gasa empapado en la sangre de la ciudad. Luego, mientras miraba, las nubes se abrieron poco a poco y vio el límpido negro azulado del firmamento nocturno y una sola estrella. Un helicóptero voló ruidosamente río arriba, como una enjoyada libélula metálica. Eso mismo hacía su padre, noche tras noche, antes de ir a acostarse. Ella arreglaba la cocina después de cenar y, al salir, se encontraba la sala en penumbra, iluminada tan sólo por una lámpara tenue, y veía la sombra oscura de aquella figura silenciosa e inmóvil que, de pie en el balcón, contemplaba el río.

Se habían mudado al número 12 en 1983, cuando la empresa atravesaba uno de sus períodos de relativa prosperidad y hubo que ampliar las oficinas de Innocent House. El número 12 lo ocupaba desde hacía muchos años un inquilino que se murió en el momento adecuado, dejándolos en libertad de reformar la finca de modo que quedara dividida en un apartamento superior para su padre y ella y otro más pequeño en los bajos para Gabriel Dauntsey. Su padre había aceptado con filosofía la necesidad de mudarse e incluso, a decir verdad, había dado muestras de recibirla con agrado. Sin embargo, Frances sospechaba que empezó a encontrar el apartamento restrictivo y claustrofóbico a partir del momento en que ella se había ido a vivir con él en 1985, al salir de Oxford.

Su madre, una mujer de salud delicada, había muerto repentina e inesperadamente de neumonía vírica cuando ella tenía cinco años, y Frances se pasó la niñez en Innocent House con su padre y una niñera. Tuvo que llegar a la edad adulta para darse cuenta de cuán extraordinarios habían sido sus primeros años, cuán inadecuada la casa como hogar familiar para ellos dos, padre e hija, incluso en el caso de una familia disminuida por la muerte. No había tenido compañeros de su edad. Las escasas plazuelas georgianas del East End supervivientes de los bombardeos se habían convertido en enclaves de moda para la clase media, así que sus campos de juego quedaron reducidos al reluciente vestíbulo de mármol y la terraza. En ésta, pese a la barandilla protectora, se hallaba sometida a una constante y estrecha vigilancia, y jamás se le permitía montar en bicicleta y jugar a la pelota. Las calles eran peligrosas para una niña, por lo que la tata Bostock siempre la acompañaba, a veces en la lancha de la empresa, a una pequeña escuela privada de Greenwich, al otro lado del río, donde se prestaba más atención a los buenos modales que al cultivo de una inteligencia inquisitiva, aunque pese a todo le había proporcionado una buena base. La mayor parte de los días, empero, se necesitaba la lancha para recoger a los empleados en el muelle del Támesis, de modo que la tata Bostock y ella eran conducidas en coche hasta el túnel de peatones de Greenwich, y acompañadas siempre en su paseo subterráneo por el chófer o por su padre para mayor seguridad.

A los adultos nunca se les ocurrió que pudiera encontrar terrorífico el túnel de peatones y ella habría muerto antes que confesárselo, pues sabía desde la primera infancia que su padre admiraba el valor por encima de todas las demás virtudes. Así pues, caminaba entre los dos, cogiéndoles la mano en una simulación de docilidad infantil, intentando no apretar demasiado fuerte, con la cabeza gacha para que no vieran que tenía los ojos cerrados, percibiendo el olor característico del túnel, oyendo el eco de sus pasos e imaginando que el gran peso de agua movediza que gravitaba sobre ellos, aterradora en su potencia, una mañana rompería el techo del túnel y empezaría a filtrarse, primero en gruesos goterones a medida que cedían las baldosas y luego, de repente, en una oleada atronadora, negra y maloliente que los arrancaría del suelo, arremolinándose y ascendiendo hasta que entre el techo y sus bocas aullantes no hubiera más que unos centímetros de espacio y de aire. Y después ni siquiera eso.

Al cabo de cinco minutos salían en ascensor a la luz del día, para ver la brillante magnificencia de la Escuela Naval de Greenwich con sus cúpulas gemelas y sus veletas de punta dorada. Para la niña era como salir del infierno y quedar deslumbrada por la ciudad celestial. Allí era también donde estaba amarrado el Cutty Sark, de elevados mástiles y esbelto casco. Su padre le hablaba de la Compañía de las Indias Orientales y de su monopolio sobre el comercio con Extremo Oriente durante el siglo xviii, y de aquellas grandes goletas, construidas para ser veloces, que competían entre sí para llevar al mercado británico en un tiempo récord los valiosos y perecederos tés de China y la India.

Desde su más temprana edad, su padre le contaba relatos del río, que era para él casi una obsesión, una gran arteria siempre fascinadora y constantemente cambiante que arrastraba en su poderosa marea toda la historia de Inglaterra. Le hablaba de las almadías y las canoas de mimbre y cuero de los primeros viajeros del Támesis, de las grandes velas cuadradas de los navíos romanos que llevaban su cargamento a Londinium, de los barcos vikingos con sus largas proas curvadas. Le describía el río de comienzos del siglo xviii, cuando Londres era el mayor puerto del mundo y los muelles y embarcaderos llenos de buques de altos mástiles parecían un bosque desnudado por el viento. Le hablaba de la bronca vida de los malecones y de los muchos oficios cuya vida derivaba de aquella corriente sanguínea: estibadores o arruinadores, boteros que manejaban las chalanas con que se aprovisionaba los navíos anclados, proveedores de soga y de aparejos, constructores de buques, cocineros de a bordo, carpinteros, cazadores de ratas, encargados de casas de huéspedes, prestamistas, taberneros, vendedores de suministros marinos, ricos y pobres por igual, todos vivían del río. Le pintaba las grandes ocasiones: Enrique VIII navegando río arriba hacia Hampton Court en la chalupa real, los grandes remos alzados en señal de saludo; el cadáver de lord Nelson transportado desde Greenwich en 1806, en la barcaza construida en principio para Carlos II; los festejos del río, sus inundaciones y tragedias. Ella anhelaba más que nada su amor y su aprobación. Le escuchaba obedientemente, hacía las preguntas adecuadas, sabía de un modo instintivo que su padre daba por sentado que ella compartía su interés por el río. Pero ahora se percataba de que el fingimiento sólo había servido para añadir culpabilidad a su reserva y timidez naturales, que el río se había vuelto tanto más terrorífico cuanto que ella no podía reconocer sus terrores, y la relación con su padre tanto más remota cuanto que se fundaba en una mentira.

Pero Frances se había construido un mundo propio y, despierta por la noche en aquella reluciente y poco acogedora habitación infantil, acurrucada bajo las mantas como en el útero materno, se introducía en su amable seguridad. En esa vida imaginaria tenía una hermana y un hermano y vivía con ellos en una gran rectoría rural. Había un huerto con árboles frutales y verduras plantadas en pulcras hileras, separado de las amplias extensiones de césped por primorosos setos de boj. Al final del jardín había un arroyo apacible de escasos centímetros de profundidad, que podían cruzar de un salto, y un viejo roble con una casa entre las ramas, confortable como una chocita, en la que se sentaban a leer y a comer manzanas. Dormían los tres en el cuarto de los niños, desde el que podía verse el jardín y la rosaleda hasta el campanario de la iglesia, y no había voces ásperas, ni olor a río, ni imagen de terror; sólo dulzura y paz. Había una madre, también: alta, hermosa, con un largo vestido azul y un rostro medio recordado, avanzaba hacia ella por el césped con los brazos abiertos para que se refugiara entre ellos, porque era la más pequeña y la más querida.

Tenía a su alcance -Frances no lo ignoraba- un equivalente adulto de este mundo de sosiego. Podía casarse con James de Witt, mudarse a su encantadora vivienda de Hillgate Village y darle hijos, los hijos que ella también quería. Podía contar con su amor, estar segura de su bondad, saber que fueran cuales fuesen los problemas que trajera el matrimonio no habría crueldad ni rechazo. Tal vez podría aprender, no a desearlo, puesto que eso no depende de la voluntad, sino a encontrar en la bondad y la delicadeza un sustituto del deseo, de modo que, conforme transcurriese el tiempo, las relaciones sexuales con él llegaran a ser posibles, agradables incluso; en sus momentos más bajos, el precio que debía pagar por su amor, en los más altos un compromiso de afecto y de fe en que el amor podía, con el tiempo, engendrar amor. Pero había sido amante de Gerard Etienne durante tres meses. Y después de aquel prodigio, de aquella pasmosa revelación, comprobó que ni siquiera podía soportar que James la tocara. Gerard, al tomarla despreocupadamente y desecharla con igual despreocupación, la había privado incluso del consuelo de su mejor alternativa.

El terror del río, no su romanticismo ni su misterio, era lo que continuaba dando pábulo a su imaginación; y, tras el rechazo brutal de Gerard, esos terrores que creía haber dejado atrás con la niñez volvieron a afirmarse. Este Támesis era una oscura marea de horror: la reja envuelta en una maraña de algas empapadas que conducía a las entrañas de la Torre; el golpe sordo del hacha; la marea que lamía la Escalera Vieja de Wapping, donde se llevaba a los piratas, se los ataba a las pilastras durante la bajamar y se los dejaba allí hasta que -la Gracia de Wapping- los habían cubierto tres mareas; los cascos apestosos que yacían ante Gravesend con su cargamento humano engrilletado. Incluso los vapores fluviales que cabeceaban río arriba, con la cubierta impregnada de risas y vistosamente estampada de turistas, conjuraban imágenes no deseadas de la mayor tragedia del Támesis, ocurrida en 1878, cuando el vapor de palas Princess Alice, que regresaba cargado de un viaje a Sheerness, fue embestido por un buque carbonero y se ahogaron seiscientas cuarenta personas. Ahora, a Frances le parecía que eran sus gritos los que oía en los chillidos de las gaviotas y, al contemplar de noche la negrura del río salpicada de luz, se imaginaba las pálidas caras de los niños ahogados, arrancados de los brazos de sus madres, que flotaban como frágiles pétalos sobre la oscura marea.

Cuando tenía quince años su padre la llevó por vez primera a Venecia. Según le dijo, quince años era la edad más temprana a la que una niña podía apreciar el arte y la arquitectura del Renacimiento, pero ya entonces Frances sospechaba que él prefería viajar solo y que llevarla consigo constituía un deber al que ya no podía seguir sustrayéndose, aunque también fuese un deber que encerraba cierta promesa de esperanza para los dos.

Fueron las primeras y últimas vacaciones que pasaron juntos. Ella esperaba un sol brillante y caluroso, gondoleros de llamativo atuendo sobre un agua azul, resplandecientes palacios de mármol, cenas a solas con su padre engalanada con alguno de los vestidos nuevos que la señora Rawlings, el ama de llaves, había elegido para la ocasión. Anhelaba con desesperación que esas vacaciones fueran un nuevo comienzo. Y comenzaron mal. Tuvieron que viajar durante las vacaciones escolares y la ciudad estaba repleta de gente. Durante los diez días hubo un cielo plomizo y cayó una lluvia intermitente, de gruesas gotas que salpicaban unos canales tan parduscos como el Támesis. Su impresión fue de ruido constante, roncas voces extranjeras, terror de perder a su padre en las aglomeraciones, antiguas iglesias mal iluminadas en las que un asistente se dirigía con paso cansino al interruptor de la luz para iluminar un fresco, un cuadro, un altar. En aquellos lugares, el aire siempre estaba cargado de incienso e impregnado del olor acre y mohoso de la ropa mojada. Su padre la incitaba a abrirse paso hasta la primera fila de turistas, entre empellones y codazos, y le explicaba las pinturas en un susurro, por encima de la algarabía de lenguas discordantes y las llamadas lejanas de guías perentorios.

Un cuadro se le grabó vivamente en la memoria: Una madre amamantando a su hijo bajo un cielo tormentoso, observada por un hombre solitario. Sabía que en aquella pintura había algo a lo que debía responder, algún misterio en el tema y la intención, y anhelaba compartir el entusiasmo de su padre, decir algo que, si no lograba ser inteligente, al menos no le hiciera apartar la cara con la muda desaprobación a la que ella ya se había acostumbrado. En los malos momentos siempre afloraba el recuerdo de palabras oídas: «La señora no volvió a ser la misma después de que naciera la niña. El embarazo la mató, de eso no cabe duda. Y ahora mira con qué hemos de apechar.» La mujer, de la que hacía tiempo había olvidado el nombre y la función que desempeñaba en la casa, seguramente no había querido decir más que debían hacer frente a una casa grande y difícil de manejar sin la mano firme del ama, pero para la chiquilla el significado de la frase había estado claro entonces y seguía estando claro ahora: «Mató a su madre y mira qué nos ha quedado a cambio.»

Otro recuerdo de aquellas vacaciones se mantuvo vivido durante los años que siguieron. Era su primera visita a la Accademia y, sujetándola con suavidad por el hombro, su padre la condujo ante un cuadro de Vittore Carpaccio, El sueño de santa Úrsula. Por una vez estaban solos y, de pie junto a él, consciente del peso de su mano, Frances se encontró mirando su dormitorio de Innocent House. Allí estaban las ventanas gemelas redondeadas con la media luna superior llena de discos de vidrio verde oscuro, la puerta del rincón entreabierta, los dos jarrones del alféizar tan parecidos a los de casa, la misma cama, con las cuatro columnas para el dosel, la alta cabecera tallada y la cenefa adornada con borlas. Su padre comentó:

– Mira, duermes en una habitación veneciana del siglo xv.

En la cama había una mujer con la cabeza recostada sobre una mano.

– ¿Está muerta la señora? -preguntó ella.

– ¿Muerta? ¿Por qué habría de estar muerta?

Frances percibió en su voz la brusquedad ya familiar. No le respondió, no añadió nada. El silencio se prolongó entre los dos hasta que, con la mano todavía en su hombro, pero ahora más pesada, o así lo parecía, su padre la apartó del cuadro. Otra vez le había fallado. Siempre había sido su destino ser sensible a todos los estados de ánimo de su padre y, al mismo tiempo, carecer de la habilidad y la confianza para enfrentarse a ellos o responder a su necesidad.

Incluso la religión los separaba. Su madre había sido católica romana, pero los alcances de su devoción eran algo que Frances ignoraba y no tenía medio de averiguar. La señora Rawlings, una correligionaria contratada un año antes de la muerte de su madre, mitad como gobernanta para ayudar a la cada vez más debilitada mujer, mitad como niñera, la llevaba escrupulosamente a misa todos los domingos, pero aparte de eso no se ocupó de darle ninguna educación religiosa, por lo que la pequeña se formó la idea de que la religión era algo que su padre no comprendía y apenas podía tolerar, un secreto femenino del que valía más no hablar delante de él. No solían ir más de dos veces a la misma iglesia. Se hubiera dicho que a la señora Rawlings le gustaba saborear la religión y se dedicaba a degustar la variedad de rituales, arquitectura, música y sermones que se le ofrecía, temerosa de un compromiso prematuro, de ser reconocida por la congregación, recibida por el sacerdote en la puerta como una habitual y tentada a participar en las actividades de la parroquia, quizás incluso de que le pidieran que recibiese visitas en Innocent House. Conforme Frances fue creciendo, empezó a sospechar que, para la señora Rawlings, encontrar una iglesia nueva para la misa matinal del domingo se había convertido en una especie de demostración de iniciativa personal, lo cual le ofrecía cierta sensación de aventura y proporcionaba un elemento de variedad a la semana, por lo demás monótona, y un animado tema de conversación durante el regreso a casa.

«El coro no era muy bueno, ¿verdad? No tiene ni comparación con el del Oratorio. Tenemos que volver un día al Oratorio, cuando me encuentre con fuerzas. Queda demasiado lejos para ir todos los domingos, pero al menos el sermón fue corto. Después de los diez primeros minutos se salvan muy pocas almas, si quieres saber mi opinión.»

«No me gusta ese padre O’Brien. Así se hace llamar, por lo visto. Muy pocos fieles. No me extraña que se haya mostrado tan amable en la puerta. Quería que volviéramos la semana que viene, claro.»

«Qué Via Crucis más bonito tienen. Me gustan más así, en relieve. El pintado que vimos la semana pasada en St. Michael era demasiado chillón, comparado con éste. Y al menos los niños del coro llevaban las sobrepellices limpias; alguien se ha pasado un buen rato planchando.»

Una mañana de domingo, después de oír misa en una iglesia especialmente aburrida donde la lluvia tamborileaba como si fuera granizo sobre un tejado provisional de planchas de cinc («Esta gente no es de nuestra clase; no volveremos»), Frances le preguntó:

– ¿Por qué he de ir a misa todos los domingos?

– Porque tu mamá era católica romana y estableció un acuerdo con tu padre. Educarían a los niños según los preceptos de la Iglesia de Inglaterra y a las niñas según los de la católica romana. Y te tuvo a ti.

La tuvo a ella. El sexo despreciado. La religión despreciada.

– Hay muchas religiones en el mundo -le explicó la señora Rawlings-. Cada uno puede encontrar algo que le convenga. Todo lo que debes recordar es que la nuestra es la única verdadera. Pero no vale la pena pensar demasiado en eso, mientras no haga falta. Me parece que la semana que viene volveremos a la catedral. Será Corpus Christi. Seguro que organizarán todo un espectáculo.

Cuando, a los doce años, la enviaron al convento, fue un alivio para su padre y para ella. Al terminar el primer trimestre, su padre acudió a recogerla personalmente y Frances alcanzó a oír unas palabras de la madre superiora mientras los despedía en la puerta:

– Señor Peverell, al parecer la niña no ha recibido ninguna instrucción en su fe.

– En la fe de mi esposa. Si es así, madre Bridget, le sugiero que la instruya usted.

Hicieron eso por ella con delicadeza y paciencia. Y no sólo eso. Le proporcionaron un breve período de seguridad, la sensación de ser apreciada, de que era posible amarla. La prepararon para Oxford, cosa que ella suponía que debía considerarse un beneficio adicional, pues la madre Bridget le había recalcado con frecuencia que el propósito de una verdadera educación católica era preparar a las personas para la muerte. Eso también lo hicieron. De lo que Frances ya no estaba tan segura era de que la hubieran preparado para la vida. Desde luego, no la habían preparado para Gerard Etienne.

Entró de nuevo en la sala y cerró con firmeza el ventanal. El ruido del río se volvió tenue, un susurro suave en el aire de la noche. Gabriel le había dicho: «El único poder que tiene es el que tú le das.» Tenía que encontrar como fuera la voluntad y el coraje suficientes para destruir aquel poder de una vez para siempre.

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