50

Mount Eagle Mansions, no lejos del puente de Hammersmith, resultó ser una gran construcción victoriana de ladrillo rojo, con la apariencia astrosa y descuidada del edificio que languidece en espera de un nuevo propietario. El grandioso porche de estilo italiano, excesivamente ornamentado con molduras de estuco que empezaban a desmoronarse, estaba reñido con la lisa fachada y confería al edificio un aire de ambigüedad excéntrica, como si el arquitecto, por falta de inspiración o de dinero, no hubiera podido completar su diseño original. Kate pensó que, a juzgar por el porche, seguramente había sido una suerte. Pero era evidente que sus habitantes no habían renunciado a conservar el valor de su propiedad. Las ventanas, al menos las que quedaban al nivel de la calle, estaban limpias, las diversas cortinas caían en pliegues regulares y en algunos alféizares habían instalado jardineras de las que pendían hiedras y geranios colgantes sobre los ladrillos mugrientos. El buzón y el llamador, en forma de una enorme cabeza de león, estaban bruñidos hasta la blancura, y había una gran estera de junco, a todas luces nueva, con el nombre «Mount Eagle Mansions» tejido entre las hebras. A la derecha de la puerta había una hilera de timbres, cada uno con una tarjeta en la ranura contigua. La del apartamento 27, recortada de una tarjeta de visita, rezaba «Sra. Esmé Carling» en una florida caligrafía. La del apartamento 29 sólo exhibía la palabra «Reed» en mayúsculas. La llamada de Kate fue contestada a los pocos segundos por una voz femenina en la que, pese al crepitar del interfono, se podía discernir un tono de malhumorada resignación.

– Muy bien, ya pueden subir.

No había ascensor, aunque las dimensiones del vestíbulo embaldosado sugerían que se había proyectado instalar uno. A lo largo de una pared se extendía una doble hilera de buzones claramente numerados; adosada a la otra había una pesada mesa de caoba, con patas elaboradamente talladas, sobre la que vieron una serie de notificaciones y cartas devueltas y un montón de periódicos atrasados atado con un cordel, todo ello ordenadamente dispuesto. Más arriba, en la pared, unos remolinos de agua jabonosa ya seca mostraban que se había hecho algún intento por limpiar la pintura, aunque el único resultado había sido hacer más visible la suciedad. El aire olía a líquido para muebles y desinfectante. Ni Kate ni Dalgliesh dijeron nada, pero, mientras subían la escalera y pasaban ante las gruesas puertas con sus mirillas y sus dobles cerraduras de seguridad, Kate notó crecer en ella una excitación combinada con cierta aprensión, y se preguntó si la figura silenciosa que avanzaba a su lado también sentía lo mismo. Era una entrevista importante. Cuando bajaran por esa escalera, el caso quizás estuviera resuelto.

A Kate le sorprendió que Esmé Carling no pudiera permitirse nada mejor que un apartamento en aquel edificio nada impresionante. En absoluto podía considerarse una vivienda de prestigio para recibir a entrevistadores y periodistas, suponiendo, naturalmente, que los recibiera. Por lo poco que sabían de ella, no parecía tratarse de una reclusa literaria, y, después de todo, era bastante conocida. Ella misma, Kate, había oído hablar de Esmé Carling, aunque no hubiera leído ninguna de sus obras. Eso, naturalmente, no implicaba que la renta de sus escritos fuera cuantiosa; había leído en una revista que, aunque existía un pequeñísimo número de novelistas de éxito que eran millonarios, incluso los bien considerados tenían problemas para vivir de sus derechos de autor. Pero su agente estaría con ellos dentro de una hora y era inútil perder el tiempo en conjeturas sobre Esmé Carling, la escritora de misterio, cuando todas las preguntas no tardarían en ser contestadas por la persona mejor situada para saberlo.

Dalgliesh había preferido entrevistar a Daisy antes incluso de examinar el apartamento de la señora Carling, y Kate creía saber por qué: la niña podía proporcionarles información vital; cualquier secreto que se ocultara tras la puerta del número 27 podía esperar. Los detritos de una vida truncada por un asesinato tenían su propia historia que contar. La información facilitada por los residuos patéticos de la víctima, por sus cartas o facturas, podía ser mal interpretada, pero los objetos en sí no mentían, no cambiaban su versión de los hechos, no inventaban coartadas. Eran los vivos los que debían ser entrevistados mientras el horror del asesinato aún estaba fresco en su mente. Un buen investigador respetaba la aflicción y a veces la compartía, pero nunca era lento en explotarla, aunque se tratara de la aflicción de una niña.

Llegaron a la puerta y, antes de que Kate pudiera alzar la mano hacia el timbre, Dalgliesh le dijo:

– Encárguese usted de hablar, Kate.

– Sí, señor -respondió ella sin vacilar, aunque el corazón le dio un vuelco. Dos años antes casi se habría puesto a rezar: «Dios mío, permite que lo haga bien, por favor.» Ahora, con más experiencia, confiaba en que así sería.

No había perdido el tiempo tratando de imaginar cómo sería Shelley Reed, la madre de la niña. En el trabajo policial, la prudencia aconsejaba no adelantarse a la realidad con prejuicios prematuros y artificiosos. Sin embargo, cuando sonó el chirrido de la cadena y se abrió la puerta, tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar su reacción inicial de sorpresa. Se hacía difícil creer que aquella muchacha de cara rolliza que los miraba con el resentimiento hosco de una adolescente fuese madre de una niña de doce años. Difícilmente podía haber cumplido más de dieciséis cuando nació Daisy. Su rostro, desprovisto de maquillaje, aún conservaba parte de la blandura informe de la niñez. La boca, de gesto mohíno, era muy carnosa y se curvaba hacia abajo en las comisuras. La ancha nariz estaba perforada en una aleta por una reluciente bolita de adorno a juego con las que lucía en las orejas. El cabello, de un rubio brillante que contrastaba con las oscuras y espesas cejas, le colgaba en un flequillo casi hasta los ojos y enmarcaba el rostro entre encrespados rizos. Los ojos, bajo unos párpados tan gruesos que parecían hinchados, estaban muy separados y algo esquinados. Sólo su figura sugería madurez. Los pesados pechos colgaban libremente bajo un jersey largo de impoluto algodón blanco, y sus piernas largas y bien formadas estaban enfundadas en medias negras. Iba calzada con zapatillas de estar por casa bordadas con hilo plateado. La expresión dura y resuelta de su mirada se transformó en un respeto cauteloso cuando vio a Dalgliesh, como si reconociera en él una autoridad más poderosa que la de un asistente social. Y cuando habló, Kate detectó una nota de fatigada resignación en su desafío ritual.

– Será mejor que entren, aunque no sé de qué les va a servir. Sus hombres ya han hablado con Daisy. La niña les dijo todo lo que sabía. Cooperamos con la policía, y lo único que sacamos a cambio es que venga la maldita Asistencia Social a molestarnos. No es cosa suya cómo me gano la vida. De acuerdo, hago strip tease, ¿y qué? Me gano la vida y mantengo a mi hija. Tengo un trabajo legal, ¿no? Los diarios siempre se están quejando de las madres solteras que viven de la Seguridad Social; pues yo tengo un trabajo, pero no me va a durar mucho si tengo que pasarme aquí toda la tarde contestando preguntas idiotas. Y no queremos mujeres policía del Departamento de Menores. La que vino la última vez con aquel chico judío era una idiota total.

No se había movido del umbral mientras les dedicaba esta bienvenida, pero al fin se apartó de mala gana y pudieron entrar a un recibidor tan pequeño que apenas cabían los tres.

Dalgliesh le anunció:

– Soy el comandante Dalgliesh, y ésta es la inspectora Miskin, que no es del Departamento de Menores. Es investigadora; los dos lo somos. Lamentamos tener que molestarla de nuevo, señora Reed, pero hemos de hablar con Daisy. ¿Sabe ya que la señora Carling ha muerto?

– Sí, ya lo sabe. Todo el mundo lo sabe, ¿no? Salió en las noticias locales. Y ahora me va a decir que no fue un suicidio y que la matamos nosotras.

– ¿Está muy afectada Daisy?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? No está riéndose, pero nunca sé lo que pasa por la cabeza de esa niña. De todos modos, seguro que cuando acaben ustedes con ella estará afectada. Está ahí; he llamado a la escuela para decir que no irá hasta la tarde. Y, oiga, hágame un favor: que sea rápido, ¿vale? Tengo que salir a comprar. Y la niña estará bien cuidada esta noche. No empiecen a preocuparse por Daisy. La señora de la limpieza vendrá a la hora de la cena. Y después de eso, pueden pedirle a la Asistencia Social que la cuide, si tanto les inquieta.

La sala de estar era estrecha y daba una sensación de atiborrada incomodidad combinada con una impresión de extrañeza, que intrigó a Kate hasta que vio una chimenea artificial, con la repisa repleta de tarjetas de felicitación y pequeños adornos de porcelana, instalada contra la pared exterior, sin salida de humos. A la derecha, una puerta abierta permitía ver una cama pequeña medio deshecha y cubierta de prendas de vestir. La señora Reed se apresuró a cerrarla. A la derecha de la puerta había una barra con cortinas en la que Kate vislumbró una apretada hilera de vestidos; a la izquierda, un televisor enorme con un sofá delante, y una mesa cuadrada con cuatro sillas enfrente de la ventana doble. Encima de la mesa había un montón de libros que parecían de texto, y ante los libros una niña vestida con un uniforme compuesto de falda plisada azul marino y blusa blanca, que se volvió hacia ellos cuando entraron.

Kate pensó que pocas veces había visto una criatura más desprovista de belleza. Estaba claro que era hija de su madre, pero, por algún capricho de los genes, los rasgos maternales aparecían superpuestos de un modo incongruente sobre su rostro frágil y delgado. Los ojos que miraban a través de los cristales de las gafas eran pequeños y estaban demasiado separados; la nariz, ancha como la de la madre; la boca, igual de carnosa y con la curvatura hacia abajo más pronunciada. Pero tenía el cutis delicado y de un color extraordinario, de un dorado pálido y verdoso como el de las manzanas vistas bajo el agua. El cabello, de un color entre dorado y castaño claro, colgaba como hebras de seda en torno a un rostro que parecía más enfermizo que infantil. Kate miró a Dalgliesh de soslayo y enseguida apartó precipitadamente la vista. Se dio cuenta de que su jefe sentía compasión y ternura; ya le había visto antes esa expresión, por deprisa que la dominara, por más fugaz que fuera, y le sorprendió la oleada de resentimiento que esta vez provocó en ella. Con toda su sensibilidad, no era distinto de los demás hombres. Su primera reacción ante el sexo femenino era una respuesta estética: placer ante la belleza y pesar compasivo ante la fealdad. Las mujeres poco agraciadas se acostumbraban a esa mirada; no les quedaba otro remedio. Pero sin duda a una niña se le podía ahorrar esa brutal revelación de una injusticia humana universal. Se podía legislar contra toda clase de discriminación menos contra ésta. Las mujeres atractivas tenían ventaja en todo, desde el trabajo hasta el sexo, mientras que las muy feas eran denigradas y rechazadas. Y esta niña ni siquiera mostraba la promesa de esa fealdad distintiva, cargada de sexualidad, que, si iba acompañada de inteligencia e imaginación, podía resultar mucho más erótica que la simple belleza. Nunca se podría hacer nada para corregir la caída de esa boca demasiado gruesa, para juntar más esos ojos porcinos. Durante unos breves segundos, Kate sintió un revoltijo de emociones, entre ellas, y no la menor, disgusto consigo misma: si Dalgliesh había experimentado una piedad instintiva, lo mismo le había ocurrido a ella, y era una mujer. Ella, al menos, habría podido juzgarla según distintos criterios. En respuesta a un ademán de la madre, Dalgliesh tomó asiento en el sofá y Kate ocupó una silla frente a Daisy. La señora Reed se dejó caer en el sofá con aire beligerante y encendió un cigarrillo.

– Yo me quedo. No entrevistarán a la niña sin mí.

– No podemos hablar con Daisy si no está usted delante, señora Reed -replicó Dalgliesh-. Hay un procedimiento especial para entrevistar a los menores. Sería conveniente que no nos interrumpiera, a menos que considere que obramos de mala fe.

Kate, sentada ante la niña, le habló con suavidad.

– Sentimos mucho lo de tu amiga, Daisy. La señora Carling era amiga tuya, ¿verdad?

Daisy abrió uno de los libros de la escuela y fingió ponerse a leer. Contestó sin levantar la mirada.

– Yo le gustaba.

– Cuando le gustamos a una persona, normalmente esa persona también nos gusta; por lo menos, a mí me ocurre. Ya sabes que la señora Carling ha muerto. Es posible que se haya matado ella misma, pero aún no lo sabemos. Tenemos que averiguar cómo y por qué murió, y queremos que nos ayudes. ¿Nos ayudarás?

Entonces Daisy la miró. Sus ojillos, de una inteligencia desconcertante, eran tan duros como los de un adulto y tan dogmáticos como sólo los de un niño pueden serlo.

– No quiero hablar con usted -replicó-. Quiero hablar con el que manda. -Volvió el rostro hacia Dalgliesh y añadió-: Quiero hablar con él.

– Bien, aquí me tienes -le contestó Dalgliesh-. Pero es lo mismo, Daisy, da igual con quién hables.

– Si no es con usted, no hablo.

Kate, desconcertada, se levantó de la silla tratando de ocultar la decepción y el sofoco, pero Dalgliesh la contuvo con un gesto y se sentó en la silla de al lado.

– Ustedes creen que a la tía Esmé la han asesinado, ¿verdad? ¿Qué le harán cuando lo cojan? -le preguntó Daisy.

– Si el tribunal lo considera culpable, irá a la cárcel. Pero no estamos seguros de que la señora Carling fuera asesinada. Todavía no sabemos cómo ni por qué murió.

– La señora Summers, de la escuela, dice que meter a la gente en la cárcel no le hace ningún bien.

– La señora Summers tiene razón -concedió Dalgliesh-. Pero no se suele mandar a la gente a la cárcel para que les haga bien. A veces es necesario proteger a otras personas, o disuadir, porque a la sociedad le preocupa mucho lo que la persona culpable ha hecho y el castigo refleja esa preocupación.

Kate pensó: «Dios mío, ¿ahora hemos de perder el tiempo discutiendo sobre la bondad de las penas de privación de libertad y la filosofía del castigo judicial?» Pero obviamente Dalgliesh estaba dispuesto a mostrarse paciente.

– La señora Summers dice que ejecutar a la gente es de bárbaros.

– En este país ya no ejecutamos a nadie, Daisy.

– En América sí.

– Sí, en algunas partes de los Estados Unidos, y también en otros países, pero en Inglaterra ya no se hace. Creo que eso ya lo sabes, Daisy.

La niña, pensó Kate, se mostraba deliberadamente recalcitrante. Se preguntó qué pretendía Daisy con ello -aparte, naturalmente, de ganar tiempo- y maldijo mentalmente a la señora Summers. En su época de estudiante había conocido a un par de personas así, sobre todo la señorita Crighton, que había hecho todo lo posible para disuadirla de ingresar en la policía porque, según ella, este cuerpo albergaba a los agentes represivos y fascistas de la autoridad capitalista. Kate habría querido preguntarle a la chiquilla qué haría la señora Summers con el asesino de la señora Carling -si es que había un asesino-, aparte, naturalmente, de ofrecerle comprensión, darle buenos consejos y pagarle un crucero por el mundo. O mejor aún, le habría encantado llevar a la señora Summers a que viera algunas víctimas de asesinato y afrontara las escenas de asesinato que ella, Kate, había tenido que afrontar. Irritada por la reaparición de antiguos prejuicios y resentimientos que creía haber superado, y de recuerdos que prefería olvidar, mantuvo la mirada fija en el rostro de Daisy. La señora Reed no decía nada, pero aspiraba enérgicamente el humo del cigarrillo. El ambiente estaba cargado.

Sentado cerca de la niña, Dalgliesh prosiguió:

– Tenemos que averiguar cómo y por qué murió la señora Carling, Daisy. Pudo ser por su propia mano, pero también es posible, tan sólo posible, que muriera asesinada. Si fue así, hemos de averiguar quién lo hizo. Es nuestro trabajo. Por eso estamos aquí. Hemos venido porque creemos que puedes ayudarnos.

– Ya les dije lo que sabía a aquel inspector y a la mujer policía.

Dalgliesh no replicó. Su silencio y lo que implicaba desconcertaron visiblemente a Daisy. Tras una breve pausa, la niña prosiguió en tono defensivo.

– ¿Cómo sé que no intentarán cargarle el asesinato del señor Etienne a tía Esmé? Ella dijo que quizás intentarían cargárselo a ella, creía que podían arreglar las cosas para hacerla pasar por culpable.

– No creemos que la señora Carling tuviera nada que ver con la muerte del señor Etienne -le aseguró Dalgliesh-. Y no vamos a cargarle el asesinato a nadie. Lo que queremos es averiguar la verdad. Creo saber dos cosas acerca de ti, Daisy: que eres inteligente y que, si prometes decir la verdad, dirás la verdad. ¿Me lo prometes?

– ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?

– Te pido que confíes en nosotros. Tú misma has de decidir si puedes hacerlo o no. Es una decisión importante para una niña, pero no puedes esquivarla. Ahora bien, no nos mientas. Antes que mentirnos, preferiría que no nos dijeras nada.

Kate pensó que era una estrategia muy arriesgada y esperó no tener que oír a continuación que la señora Summers había advertido a sus alumnos que no confiaran en la policía. Daisy clavó sus ojos de cerdito en los de Dalgliesh. El silencio pareció interminable.

Finalmente, Daisy anunció:

– De acuerdo. Diré la verdad.

La voz de Dalgliesh no cambió.

– Cuando vinieron a verte el inspector Aaron y la mujer policía, les dijiste que tenías la costumbre de pasar las veladas en casa de la señora Carling, para hacer los deberes y cenar con ella. ¿Es cierto?

– Sí. A veces me acostaba en la habitación que no ocupaba ella y a veces en el sofá. Luego tía Esmé me despertaba y me traía de vuelta aquí antes de que llegara mamá.

– Oiga -intervino la señora Reed-, la niña está segura en casa. Siempre cierro las dos cerraduras al marcharme y ella tiene su juego de llaves. Y dejo un número de teléfono. ¿Qué puñetas tengo que hacer? ¿Llevármela conmigo al club?

Dalgliesh no le prestó atención. Su mirada siguió fija en Daisy.

– ¿Qué hacíais cuando estabais juntas?

– Yo hacía los deberes y a veces ella escribía un poco, y luego mirábamos la tele. Me dejaba leer sus libros. Tiene muchísimos libros sobre asesinatos, y lo sabía todo sobre los asesinos de la vida real. Yo solía bajarme la cena y a veces comía algo de la suya.

– Parece que pasabais buenos ratos juntas. Supongo que se alegraría de que le hicieras compañía.

– No le gustaba estar sola de noche -apuntó la madre-. Decía que oía ruidos en la escalera y no se sentía segura ni siquiera Con las dos cerraduras. Decía que si una persona que guardaba un duplicado de las llaves tenía un descuido, un asesino podía cogerlas, subir sin hacer ruido y meterse en el piso. O podía estar en el tejado cuando se hacía de noche, bajar con una cuerda y entrar por la ventana. Algunas noches incluso oía al asesino dar golpecitos en el cristal. Y siempre era peor cuando en la tele hacían alguna película de miedo. No le gustaba mirar la tele a solas.

«Pobre niña», pensó Kate. De modo que ésos eran los horrores vividamente imaginados de los que Daisy, sola en casa una noche tras otra, se refugiaba en el piso de la señora Carling. ¿Y de qué huía Esmé Carling? ¿Del aburrimiento, de la soledad, de sus propios temores imaginarios? Era improbable que entre ellas existiese un vínculo de amistad, pero cada una satisfacía la necesidad de compañía y seguridad de la otra, le proporcionaba los pequeños consuelos domésticos de un hogar.

Dalgliesh prosiguió:

– Les dijiste al inspector Aaron y a la mujer policía del Departamento de Menores que el jueves catorce de octubre, el día en que murió el señor Etienne, estuviste en el piso de la señora Carling desde las seis de la tarde hasta que ella te acompañó a casa alrededor de la medianoche. ¿Era verdad?

Aquí estaba por fin la pregunta crucial, y a Kate le pareció que esperaban la respuesta conteniendo el aliento. La niña siguió mirando a Dalgliesh con la misma calma. Su madre exhaló audiblemente una bocanada de humo, pero no dijo nada.

Pasaron los segundos, hasta que Daisy contestó:

– No, no era verdad. Tía Esmé me pidió que mintiera por ella.

– ¿Cuándo te lo pidió?

– El viernes, el día después de que mataran al señor Etienne, vino a buscarme a la salida de la escuela. Me esperaba en la puerta. Luego me acompañó a casa en el autobús. Nos sentamos arriba, donde no había mucha gente, y me dijo que vendría la policía a preguntarme por ella y que debía decirles que habíamos pasado la tarde y la noche juntas.

»Dijo que podían sospechar que había matado al señor Etienne porque era una escritora de misterio y sabía mucho sobre asesinatos y porque sabía inventar planes muy inteligentes. Dijo que tal vez la policía quisiera cargarle la muerte del señor Etienne porque tenía un motivo para matarlo. En la Peverell Press, todo el mundo sabía que odiaba al señor Etienne porque le había rechazado su libro.

– Pero tú no creías que lo hubiera hecho ella, ¿verdad, Daisy? ¿Por qué no?

Sus ojillos penetrantes no se apartaron de los de Dalgliesh.

– Usted ya sabe por qué.

– Sí, y la inspectora Miskin también. Pero dínoslo.

– Si lo hubiera hecho ella, habría subido a pedirme la coartada aquella misma noche, antes de que volviera mamá. Pero no me la pidió hasta después de que encontraran el cuerpo. Además, no sabía a qué hora había muerto el señor Etienne; por eso quería una coartada desde media tarde hasta la noche. Tía Esmé dijo que debíamos contar la misma historia porque la policía intentaría pillarnos. Así que le conté al inspector todo lo que habíamos hecho, menos lo que habíamos visto por la tele, pero lo habíamos hecho la noche anterior.

Dalgliesh comentó:

– Es la forma más segura de inventar una coartada. En esencia estás diciendo la verdad, así que no has de temer que la otra persona diga algo distinto. ¿Fue idea tuya?

– Sí.

– Esperemos que no te dediques nunca al crimen, Daisy. Esto es muy importante y quiero que lo pienses bien antes de contestar a mis preguntas. ¿Lo harás?

– Sí.

– ¿Te contó tu tía Esmé lo que había ocurrido en Innocent House aquel jueves por la noche, la noche en que murió el señor Etienne?

– No me contó mucho. Dijo que había estado allí y que había visto al señor Etienne, pero que estaba vivo cuando ella se fue. Alguien llamó para pedirle que subiera al último piso y él le dijo a tía Esmé que no tardaría en volver. Pero tardaba mucho y ella se cansó de esperar, así que al fin se fue.

– ¿Se fue sin volver a verlo?

– Eso me dijo. Dijo que estuvo esperando mucho rato y que al final se asustó. Da mucho miedo Innocent House cuando se han ido todos y la casa se queda fría y silenciosa. Hubo una señora que se mató allí, y la señora Carling dice que a veces se ve su fantasma. Así que no esperó a que volviera el señor Etienne. Le pregunté si había visto al asesino y me contestó: «No, no lo vi. No sé quién lo hizo, pero sé quién no lo hizo.»

– ¿Te dijo a quién se refería?

– No.

– ¿Te dijo si era un hombre o una mujer, la persona que no lo había hecho?

– No.

– ¿Y tú sacaste la impresión de que se refería a un hombre o a una mujer, Daisy?

– No sé.

– ¿Te dijo alguna otra cosa acerca de esa noche? Intenta recordar sus palabras exactas.

– Me dijo algo, pero en aquel momento no le encontré ningún sentido. Dijo: «Oí la voz, pero la serpiente estaba ante la puerta. ¿Por qué estaba la serpiente ante la puerta? Y qué momento más extraño para tomar prestada una aspiradora.» Lo dijo en voz muy baja, como si hablara sola.

– ¿Le preguntaste qué había querido decir?

– Le pregunté qué clase de serpiente era, si era una serpiente venenosa, si había mordido al señor Etienne. Y ella dijo: «No, no era una serpiente de verdad, pero quizás era igual de mortífera, a su manera.»

Dalgliesh repitió:

– «Oí la voz, pero la serpiente estaba ante la puerta. Y qué momento más extraño para tomar prestada una aspiradora.» ¿Estás segura de esas palabras?

– Sí.

– ¿No dijo de quién era la voz?

– No, dijo lo que acabo de contarle. Creo que quería guardar algo en secreto. Le gustaban los secretos y los misterios.

– ¿Cuándo volvió a hablarte del asesinato?

– Anteayer, mientras estaba aquí haciendo los deberes. Me dijo que el jueves por la noche iría a Innocent House para hablar con alguien. Dijo: «Ahora tendrán que seguir publicando mis obras. No les queda más remedio.» Dijo que quizá necesitase que le proporcionara otra coartada, pero aún no estaba segura. Le pregunté que a quién iba a ver y me contestó que de momento no me lo diría, que tenía que ser un secreto. No creo que pensara decírmelo nunca; creo que era demasiado importante para decírselo a nadie. Le dije: «Si vas a ver al asesino, puede que te mate a ti también», y ella me contestó que no era tan tonta, que no iba a ver a ningún asesino. Dijo: «No sé quién es el asesino, pero puede que mañana por la noche lo sepa.» No me dijo nada más.

Dalgliesh le tendió la mano por encima de la mesa y la niña se la estrechó.

– Gracias, Daisy, nos has ayudado mucho. Tendremos que pedirte que escribas todo esto y lo firmes, pero en otro momento.

– ¿Y me llevarán a Protección?

– No creo que exista ninguna posibilidad, ¿verdad? -Se volvió hacia la señora Reed, que respondió con expresión sombría e inflexible.

– Antes tendrán que pasar por encima de mi cadáver.

La mujer los acompañó hasta la puerta y, de pronto, al parecer movida por un impulso, salió al rellano con ellos y cerró a sus espaldas. Sin prestarle atención a Kate, le habló directamente a Dalgliesh.

– El señor Masón, el director de la escuela de Daisy, dice que es inteligente. Quiero decir, inteligente de veras.

– Creo que tiene razón, señora Reed. Debería estar orgullosa de ella.

– Dice que podría conseguir una de esas becas del Gobierno para ir a una escuela distinta, a un internado.

– ¿Y qué opina Daisy?

– Dice que no le importaría. No está contenta en esa escuela. Creo que le gustaría ir, pero que no quiere decírmelo.

Kate sintió una ligera punzada de irritación. Tenían cosas que hacer. Había que examinar el apartamento de la señora Carling, y su agente llegaría a las once y media.

Pero Dalgliesh no dio ninguna muestra de impaciencia.

– ¿Por qué Daisy y usted no lo hablan a fondo con el señor Masón? La decisión debe tomarla Daisy.

La señora Reed se resistía a dejarlos, como si aún necesitara escuchar algo más, una seguridad que sólo él podía darle. Dalgliesh añadió:

– No debe creer que sea a la fuerza malo para Daisy sólo porque a usted le resulta conveniente. Podría ser lo mejor para las dos.

– Gracias, gracias -susurró ella, y entró de nuevo en el piso.

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