El domingo 17 de octubre Dalgliesh decidió llevarse a Kate consigo para entrevistar a la hermana de Sonia Clements, la hermana Agnes, en su convento de Brighton. Habría preferido ir solo, pero un convento, aun siendo éste anglicano y aun siendo él hijo de un párroco con tendencias afines a la alta Iglesia, era un territorio ajeno en el que había que internarse con circunspección. Sin una mujer a modo de carabina, quizá no le permitieran ver a la hermana Agnes más que en presencia de la madre superiora o de alguna otra monja. Dalgliesh no sabía muy bien qué esperaba obtener de esa visita, pero el instinto, del que a veces desconfiaba pero del que había aprendido a no hacer caso omiso, le decía que había algo que averiguar. Las dos muertes, tan distintas, estaban relacionadas por algo más que aquella habitación desnuda del último piso en la que una persona había elegido la muerte y la otra había luchado por vivir. Sonia Clements había trabajado veinticuatro años en la Peverell Press; era Gerard Etienne quien la había despedido. ¿Constituía esa decisión despiadada motivo suficiente para el suicidio? Y si no, ¿por qué había elegido morir? ¿Quién hubiera podido sentirse tentado de vengar esa muerte?
El tiempo seguía siendo apacible. La bruma temprana se despejó con la promesa de otro día de sol suave, aunque quizás esporádico. Incluso el aire de Londres encerraba algo de la dulzura del verano, y una brisa ligera arrastraba finos jirones de nubes por un firmamento azul. Mientras recorría el aburrido y tortuoso trayecto hasta los arrabales del sur de Londres con Kate al lado, Dalgliesh sintió resurgir un anhelo juvenil por ver y oír el mar, y deseó que el convento estuviera situado en la costa. Durante el viaje hablaron poco. Dalgliesh prefería conducir en silencio y Kate podía tolerar un viaje entero a su lado sin sentir la necesidad de charlar; no era, reflexionó él, la menor de sus virtudes. Había pasado por el piso nuevo de Kate para recogerla, pero había esperado dentro del Jaguar a que apareciera en lugar de tomar el ascensor y llamar a su puerta, lo que acaso la hubiera hecho sentir en la obligación de invitarlo a pasar. Dalgliesh valoraba demasiado la propia intimidad para arriesgarse a invadir la de ella. Kate bajó a la hora en punto, como él se figuraba. Tenía un aspecto distinto, y Dalgliesh se dio cuenta de que muy pocas veces la veía con falda. Sonrió interiormente y se preguntó si su ayudante habría dudado antes de decidirse, hasta llegar a la conclusión de que sus acostumbrados pantalones podían considerarse inadecuados para una visita a un convento. Sospechó que, a pesar de su sexo, quizá se encontraría más cómodo allí que Kate.
Su esperanza, nunca realista, de robar cinco minutos para una caminata a paso vivo por el borde de la playa se vio frustrada. El convento se alzaba en terreno elevado, junto a una carretera principal insulsa pero con mucho tráfico, de la que se hallaba separado por una pared de ladrillo de dos metros y medio. La cancela estaba abierta y, al cruzarla, vieron un ornado edificio de crudo ladrillo rojo, a todas luces Victoriano y a todas luces diseñado con fines a una institución, seguramente para albergar a las primeras hermanas de la orden. Los cuatro pisos de ventanas idénticas, muy juntas y ordenadas con precisión, evocaron en Dalgliesh la incómoda imagen de una prisión, idea que quizá se le había ocurrido también al arquitecto, pues el fino chapitel que coronaba un extremo del edificio y la torre del otro extremo parecían más bien un añadido de última hora, destinado tanto a humanizar como a embellecer. Una amplia franja de grava ascendía en curva hasta una puerta principal de roble casi negro con refuerzos de hierro, que se hubiera dicho más apropiada para la entrada de una fortaleza normanda. A la derecha distinguieron una iglesia también de obra vista, lo bastante grande para servir como parroquia, con un campanario desprovisto de gracia y angostas ventanas en arco apuntado. A la izquierda, el contraste: un edificio bajo, moderno, con una terraza cubierta y un pequeño jardín convencional, que Dalgliesh supuso sería el hospicio para moribundos.
Ante el convento sólo había un coche, un Ford, y Dalgliesh aparcó limpiamente a su lado. Al bajar, se detuvo un instante y volvió la vista atrás por encima de los jardines adosados hasta que pudo vislumbrar el canal de la Mancha. Cortas calles de casitas pintadas de color azul celeste, rosa y verde, cuyos tejados presentaban una frágil geometría de antenas de televisión, discurrían en paralelo hasta las capas azuladas del mar; una domesticidad precisamente ordenada que contrastaba con el pesado mazacote Victoriano que tenía a sus espaldas.
No se veía señal de vida en el edificio principal, pero, al volverse para cerrar el coche, vio asomar por una esquina del hospicio a una monja con un paciente en silla de ruedas. El paciente llevaba una gorra de rayas blancas y azules con una borla roja y se cubría con una manta recogida hasta la barbilla. La monja se inclinó para susurrar algo y el paciente se rió, una leve cascada tintineante de alegres notas en el aire callado.
Dalgliesh tiró de la cadena de hierro que colgaba a la izquierda de la puerta; incluso a través de la gruesa puerta de roble con flejes de hierro, oyó su retintín resonante. La mirilla cuadrada se abrió y apareció una monja de rasgos apacibles. Dalgliesh dio su nombre y alzó la tarjeta de identificación. La puerta se abrió de inmediato y la monja, sin hablar pero todavía sonriendo, hizo ademán de invitarles a entrar. Se encontraron en un vestíbulo espacioso que olía, no desagradablemente, a desinfectante suave. El suelo, de baldosas blancas y negras formando cuadros, parecía recién fregado, y en las desnudas paredes destacaba el retrato en sepia, sin duda alguna Victoriano, de una formidable monja de expresión grave que Dalgliesh supuso sería la fundadora de la orden, así como una reproducción del Cristo en la carpintería, de Millais, en un marco de madera profusamente tallado. La monja, todavía sonriendo, todavía callada, los condujo a un cuartito adyacente al vestíbulo y, con un gesto algo teatral, les indicó que tomaran asiento. Dalgliesh se preguntó si sería sordomuda.
La sala de espera estaba amueblada de un modo austero, pero no inhóspito. La mesa central, sumamente pulida, sostenía un cuenco de rosas tardías, y había dos sillones tapizados en cretona descolorida ante las ventanas dobles. El único adorno de las paredes era un gran crucifijo barroco en madera y plata, de un horrendo realismo, situado a la derecha de la chimenea. Parecía español, pensó Dalgliesh, y daba la impresión de haber formado parte de la decoración de una iglesia. Sobre la chimenea había una copia al óleo de una Virgen María ofreciéndole uvas al Niño Jesús, que tardó algún tiempo en identificar como La Virgen de las uvas, de Mignard. Una placa de latón ostentaba el nombre del donante. Había cuatro sillas de comedor de respaldo recto, poco tentadoramente alineadas contra la pared de la derecha, pero Dalgliesh y Kate permanecieron de pie.
No les hicieron esperar mucho. La puerta se abrió y entró una monja de ademanes enérgicos y seguros que les tendió la mano.
– ¿Son ustedes el comandante Dalgliesh y la inspectora Miskin? Bienvenidos a St. Anne. Soy la madre Mary Clare. Ya hablamos por teléfono, comandante. ¿Quieren tomar una taza de café?
La mano que apretó brevemente la de él era rolliza, pero estaba fría.
– No, gracias, madre -rehusó-. Es usted muy amable, pero esperamos no molestarla mucho rato.
No había nada intimidante en ella. El largo hábito azul grisáceo ceñido por un cinturón de cuero confería dignidad a su cuerpo bajo y robusto, pero ella parecía sentirse tan cómoda como si aquel atuendo formal fuese la ropa de trabajo diaria. Una sencilla y pesada cruz de madera oscura le colgaba de un cordón en torno al cuello, y su rostro, blando y blanquecino como masa de pan, sobresalía como el de un bebé de la toca que lo oprimía. Sin embargo, los ojos que había tras las gafas de acero eran astutos, y la boquita, con toda su delicada suavidad, encerraba la promesa de una firmeza sin componendas. Dalgliesh se dio cuenta de que Kate y él eran sometidos a un escrutinio tan minucioso como discreto.
Luego, con una pequeña inclinación de cabeza, les dijo:
– Haré llamar a la hermana Agnes. Hace un día precioso, quizá les gustaría dar un paseo con ella por la rosaleda.
Dalgliesh comprendió que era una orden, no una sugerencia, pero supo que en ese breve primer encuentro habían superado alguna prueba particular; si ella no hubiera quedado satisfecha, estaba seguro de que la entrevista se habría celebrado en aquel cuarto y supervisada por ella. La madre superiora tiró del cordón de la campanilla y la monjita sonriente que les había abierto la puerta acudió de nuevo.
– ¿Querrá preguntarle a la hermana Agnes si tendría la bondad de venir?
Siguieron esperando en silencio, aún de pie. En menos de dos minutos se abrió la puerta y una monja alta entró sola. La madre superiora los presentó.
– La hermana Agnes. Hermana, el comandante Dalgliesh de New Scotland Yard y la inspectora Miskin. Les he sugerido que quizá les gustaría pasear por la rosaleda.
Con una inclinación de cabeza, pero sin despedida formal, los dejó a solas.
La monja que los contemplaba con ojos cautelosos no habría podido ser más distinta de la madre superiora. Llevaban el mismo hábito, aunque la cruz era más pequeña, pero a ella le daba una dignidad hierática, remota y un poco misteriosa. La madre superiora parecía vestida para una sesión en los fogones; en cambio, resultaba difícil imaginarse a la hermana Agnes en un lugar que no fuera ante el altar. Era muy flaca, de miembros largos y facciones pronunciadas, y la toca contribuía a poner de relieve sus pómulos altos, la poderosa línea de sus cejas y la configuración inflexible de su ancha boca.
– Entonces, ¿vamos a mirar las rosas, comandante? -le propuso.
Dalgliesh le abrió la puerta y Kate y él la siguieron por donde habían llegado con pasos casi silenciosos.
La hermana los condujo por el camino principal a la rosaleda aterrazada. Los macizos estaban dispuestos en tres largas hileras separadas por senderos de grava paralelos, cada uno cuatro peldaños de piedra más abajo que el anterior. Tendrían el sitio justo para caminar los tres uno junto a otro, primero por el sendero superior y los peldaños de bajada, luego de vuelta por el segundo sendero hasta el segundo tramo de escalones y, finalmente, a lo largo de los cuarenta metros del sendero inferior, antes de volver la vista, en un triste deambular, a las ventanas del convento. Se preguntó si no habría un jardín más reservado en la parte de atrás del convento, pero si lo había, estaba claro que no se había juzgado oportuno que pasearan por él.
La hermana Agnes andaba entre los dos, con la cabeza erguida. Su estatura casi igualaba el metro ochenta y ocho de él. Encima del hábito llevaba una chaqueta larga de punto, de color gris, y mantenía las manos profundamente hundidas cada una en la bocamanga opuesta, como para calentárselas. Al verla con los brazos así, unidos y apretados contra el cuerpo, Dalgliesh recordó viejas fotos que había visto de enfermos mentales en camisa de fuerza y se sintió incómodo. Daba la impresión de que iba entre los dos como una presa bajo escolta, y se preguntó si sería ésa la imagen que ofrecían los tres a cualquiera que pudiese observarlos en secreto desde las altas ventanas. Esta misma idea, y no era agradable, debió de ocurrírsele también a Kate, porque, murmurando una excusa, se quedó un poco atrás e hizo ademán de anudar el cordón de sus mocasines. Cuando volvió a darles alcance, se situó al lado de Dalgliesh.
Fue éste quien rompió el silencio.
– Le agradezco que nos haya recibido -comenzó-. Lamento tener que molestarla, sobre todo porque debe de parecer una intrusión en un dolor íntimo, pero he de hacerle unas preguntas sobre la muerte de su hermana.
– «Una intrusión en un dolor íntimo.» Ese fue el mensaje telefónico que me transmitió la madre superiora. Supongo que utilizará usted a menudo estas palabras, ¿no es así, comandante?
– A veces mi trabajo es inseparable de la intrusión.
– ¿Y tiene preguntas concretas a las que espera yo pueda responder o se trata de una intrusión más general?
– Un poco de cada.
– Pero usted ya sabe cómo murió mi hermana. Sonia se mató, no puede haber duda de eso. Dejó una nota en el lugar que eligió para hacerlo y la misma mañana de su muerte echó una carta al correo para mí. Ni siquiera consideró que la noticia mereciera un sello de correo urgente. Me llegó al cabo de tres días.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Le importaría comunicarme lo que decía esa carta? Ya sé, naturalmente, lo que decía la nota dirigida al juez.
La monja permaneció en silencio unos segundos, que parecieron mucho más largos, y al fin habló sin énfasis, como si recitara un fragmento de prosa aprendido de memoria.
– «Lo que voy a hacer parecerá un pecado a tus ojos. Por favor, intenta comprender que lo que tú consideras pecaminoso es para mí natural y correcto. Hemos hecho elecciones distintas, pero conducen al mismo fin. Tras unos años de vacilación, al menos no me quedan dudas en cuanto a la muerte. Intenta no llorarme demasiado tiempo; el dolor sólo es una complacencia. No habría podido tener una hermana mejor.» -Tras una pausa, añadió-: ¿Era eso lo que quería oír, comandante? Francamente, no veo qué relevancia puede tener para su investigación actual.
– Debemos tener en cuenta todo lo que ocurrió en Innocent House en los meses anteriores a la muerte de Gerard Etienne y pudiera estar siquiera remotamente relacionado con dicha muerte. Y uno de estos hechos es el suicidio de su hermana. Al parecer, en Innocent House y en los círculos literarios de Londres se rumorea que Gerard Etienne la impulsó a tomar esa decisión. Si fue así, quizás algún amigo, algún amigo especial, pudo querer vengarla.
– Yo era la amiga especial de Sonia -dijo ella-. No tenía amigos especiales aparte de mí, y yo no tenía ningún motivo para desearle la muerte a Gerard Etienne. El día y la noche de su muerte estuve aquí. Lo puede comprobar fácilmente.
Dalgliesh protestó.
– No pretendía insinuar que estuviera usted relacionada personalmente en modo alguno con la muerte de Gerard Etienne. Le pregunto si sabe de alguna otra persona próxima a su hermana que hubiera podido tomarse a mal la manera en que murió.
– Nadie más que yo. Pero me la tomé a mal, comandante. El suicidio es la desesperación definitiva, el rechazo definitivo de la gracia de Dios, el pecado supremo.
– Entonces, hermana -replicó Dalgliesh con voz queda-, quizá reciba la misericordia suprema.
Llegaron al final del primer sendero y juntos bajaron los escalones y doblaron a la izquierda. De pronto, la hermana Agnes comentó:
– No me gustan las rosas en otoño. Son esencialmente flores de verano. Las rosas de diciembre son las más deprimentes, capullos parduscos y arrugados sobre una maraña de espinas. Casi no soporto pasear por aquí en diciembre. Como nosotros, las rosas no saben cuándo morir.
– Pero hoy casi podemos creer que es verano -observó él. Luego añadió-: Supongo que sabrá usted que Gerard Etienne murió por intoxicación de monóxido de carbono en la misma habitación que su hermana. En su caso, es improbable que se trate de suicidio. Podría ser muerte accidental: un cañón de chimenea obstruido que provocó el mal funcionamiento de la estufa de gas; pero hemos de tener en cuenta una tercera posibilidad, la de que la estufa fuera manipulada deliberadamente.
– ¿Está usted diciendo que cree que fue asesinado? -preguntó la monja.
– No se puede descartar. Lo que debo preguntarle es si tiene usted algún motivo para suponer que su hermana pudo haber manipulado la estufa. No pretendo insinuar que formara parte de una conspiración para matar a Etienne, pero ¿podría ser que hubiera proyectado un suicidio que pareciese muerte accidental y luego hubiera cambiado de idea?
– ¿Cómo puedo contestar yo a eso, comandante?
– Era una conjetura remota, pero tenía que preguntarlo. Si alguien va a juicio por asesinato, la defensa sin duda apuntará esta posibilidad.
– Si se hubiera molestado en hacer pasar su muerte por un accidente, les habría ahorrado muchas angustias a otras personas -dijo ella-, pero los suicidas pocas veces lo hacen. Después de todo, es el acto de agresión definitivo, ¿y qué satisfacción hay en la agresión si sólo hace daño a uno mismo? No habría sido muy difícil hacer que el suicidio pareciese accidental; se me ocurrirían varias maneras, pero ninguna que implicara desmontar una estufa de gas y obstruir el cañón de la chimenea. Dudo que Sonia hubiera sabido cómo hacerlo. No tuvo inclinaciones mecánicas en vida, así que ¿por qué iba a tenerlas a la hora de morir?
– Y la nota que le envió, ¿no decía nada más? ¿Ningún motivo, ninguna explicación?
– No -respondió ella secamente-. Ningún motivo, ninguna explicación.
Dalgliesh prosiguió.
– Por lo visto, se ha dado en suponer que su hermana se mató porque Gerard Etienne le había dicho que ya no era necesaria. ¿Le parece probable?
La monja no contestó y, al cabo de un minuto, Dalgliesh insistió con suavidad.
– Como hermana suya, como alguien que la conoció muy bien, ¿le satisface esa explicación?
Ella se volvió y por primera vez lo miró a la cara de lleno.
– ¿Esta pregunta es relevante para su investigación?
– Podría serlo. Si la señorita Clements sabía algo de Innocent House o de alguna de las personas que trabajaban allí, algo tan inquietante para ella que contribuyó a su muerte, ese algo podría estar relacionado con la muerte de Gerard Etienne.
Otra vez se volvió. Preguntó:
– ¿Hay alguna posibilidad de que vuelva a plantearse el modo en que murió mi hermana?
– ¿Formalmente? Ninguna en absoluto. Sabemos cómo murió Sonia Clements. Me gustaría saber por qué, pero el veredicto de la encuesta fue correcto. Legalmente, ahí acaba todo.
Siguieron andando en silencio. La monja parecía estar considerando un curso de acción. Dalgliesh pudo percibir, o acaso lo imaginó, los músculos endurecidos por la tensión en el brazo que rozó fugazmente el suyo. Cuando ella habló por fin, lo hizo con voz áspera.
– Puedo satisfacer su curiosidad, comandante. Mi hermana murió porque la abandonaron las dos personas que más le importaban, y la abandonaron definitivamente; quizá las dos únicas personas que jamás le importaron. Yo pronuncié los votos una semana antes de que se matara; Henry Peverell había muerto ocho meses antes.
Hasta el momento Kate había permanecido callada. Entonces preguntó:
– ¿Quiere usted decir que estaba enamorada del señor Peverell?
La hermana Agnes se volvió y la miró como si hasta entonces no hubiera advertido su presencia. Luego apartó de nuevo la cara y con un estremecimiento casi imperceptible apretó aún más los brazos contra el pecho.
– Fue su amante durante los ocho últimos años de su vida. Ella lo llamaba amor. Yo lo llamaba una obsesión. No sé cómo lo llamaba él. Nunca se los vio juntos en público. Su relación se mantuvo en absoluto secreto por deseo expreso de él. La habitación donde hacían el amor era la misma en que se mató. Yo siempre sabía cuándo habían estado juntos. Eran las noches en que se quedaba hasta más tarde en la oficina. Cuando llegaba a casa, le notaba el olor de él.
Kate protestó.
– Pero ¿por qué tanto secreto? ¿Qué le asustaba? Ninguno de los dos estaba casado en aquel entonces, los dos eran adultos. Lo que hicieran no le incumbía a nadie más que a ellos.
– Cuando le hice esa pregunta tenía las respuestas preparadas, o mejor dicho, las respuestas que le había dado él. Me dijo que él no deseaba volver a casarse, que quería permanecer fiel al recuerdo de su esposa, que le repugnaba la idea de que sus asuntos particulares fueran tema de conversación en la oficina, que la relación disgustaría a su hija. Mi hermana aceptó todas las excusas. Por lo visto, le bastaba que él necesitara lo que ella podía ofrecerle. Podía ser lo más sencillo, naturalmente, que mi hermana resultara adecuada para satisfacer una necesidad física, pero no lo bastante hermosa, joven ni rica para que se sintiera tentado de casarse con ella. Y creo que, para él, el secreto debía de prestar un aliciente adicional al asunto. Tal vez fuera eso lo que a él le gustaba, humillarla, comprobar hasta dónde llegaba su devoción, escabullirse subrepticiamente hacia aquel cuartito deprimente como un caballero Victoriano dispuesto a hacerle un favor a la doncella. Lo que más me molestaba no era lo pecaminoso de la relación, sino su vulgaridad.
Dalgliesh no se esperaba tanta franqueza, tanta confianza. Aunque quizá no era de extrañar: la hermana Agnes debía de haber soportado meses de silencio autoimpuesto y, ahora, ante dos desconocidos a los que nunca más tendría que volver a ver, podía liberar la amargura acumulada.
– Yo era la mayor, pero sólo le llevaba dieciocho meses -prosiguió la monja-. Siempre estuvimos muy unidas. Eso lo destruyó ella: no podía quedarse al mismo tiempo con él y con su religión, así que lo eligió a él. Destruyó la confianza que había entre nosotras. ¿Qué confianza podía haber si cada una despreciaba al dios de la otra?
– ¿No le parecía bien su vocación? -preguntó Dalgliesh.
– No la comprendía. Ni él tampoco. Él la consideraba una retirada del mundo y de la responsabilidad, de la sexualidad y del compromiso, y ella creía lo que creía él. Naturalmente, mi hermana ya conocía mis proyectos desde hacía algún tiempo. Supongo que tenía la esperanza de que no me aceptaran en ninguna parte. No hay muchas comunidades que acojan a candidatas de edad madura; los conventos no se construyen como refugio para fracasados y decepcionados. Y ella sabía, por supuesto, que yo no tenía ninguna habilidad práctica que ofrecer. Era, soy, restauradora de libros. La reverenda madre aún me da permiso de vez en cuando para trabajar en bibliotecas de Londres, Oxford y Cambridge, siempre que haya una casa adecuada, quiero decir un convento, donde pueda alojarme. Pero estos trabajos son cada vez menos frecuentes. Se necesita mucho tiempo para restaurar y volver a encuadernar un manuscrito o un libro valioso, más tiempo del que pueden prescindir de mí.
Dalgliesh recordó una visita que había hecho tres años antes al Corpus Christi College, de Cambridge, en la que le mostraron la Biblia de Jerusalén que se llevaba bajo escolta a la abadía de Westminster para las sucesivas coronaciones, junto con uno de los más antiguos ejemplares iluminados del Nuevo Testamento. Aquel tesoro recién encuadernado, extraído amorosamente de su caja especial, fue depositado sobre un atril acolchado en forma de V y su custodio pasó las hojas con ayuda de una espátula de madera para no tocarlas con las manos. A través de cinco siglos, Dalgliesh contempló maravillado los minuciosos dibujos, todavía tan brillantes como cuando los colores fluían con delicada precisión de la pluma del artista, dibujos que, en su belleza y su humanidad esencial, casi lo habían movido a las lágrimas.
– ¿Se considera más importante su trabajo aquí? -le preguntó.
– Se juzga según otros criterios. Aquí, mi falta de los conocimientos prácticos más habituales no es ninguna desventaja: cualquiera puede aprender en poco tiempo a manejar una lavadora, a acompañar a los pacientes en silla de ruedas al cuarto de baño, a repartir los orinales. Y ni siquiera sé si estos servicios se necesitarán mucho tiempo más. El sacerdote que oficia como nuestro capellán está preparándose para ingresar en la Iglesia católica romana, tras la decisión de la Iglesia de Inglaterra de ordenar a mujeres. La mitad de las hermanas quieren seguirlo. El futuro de St. Anne como orden anglicana es incierto.
Terminaron de recorrer los tres senderos en toda su longitud y, tras dar media vuelta, emprendieron el regreso. La hermana Agnes añadió:
– Henry Peverell no fue la única persona que se interpuso entre nosotras durante los últimos años de vida de mi hermana. Estaba también Eliza Brady. Oh, no hace falta que se moleste en localizarla, comandante; murió en 1871. Me enteré de su existencia por un informe de una encuesta publicado en un periódico Victoriano que encontré en una librería de viejo en Charing Cross Road y que, por desgracia, le enseñé a Sonia. Eliza Brady tenía trece años. Su padre trabajaba para un comerciante en carbón y su madre había muerto de parto. Eliza se convirtió en madre de sus cuatro hermanos y hermanas menores, además del bebé. Su padre declaró en la encuesta que Eliza hacía de madre para todos. La chiquilla trabajaba catorce horas diarias: lavaba, encendía el fuego, cocinaba, hacía las compras, cuidaba de toda su familia. Una mañana, mientras secaba al fuego los pañales del bebé, se apoyó en la rejilla, que cedió hacia las llamas. La muchacha sufrió horribles quemaduras y estuvo agonizando hasta que, al cabo de tres días, murió. Su historia afectó muchísimo a mi hermana. Me decía: «Conque ésta es la justicia de tu Dios misericordioso. Así recompensa a los inocentes y los buenos. No tenía bastante con matarla; tenía que hacerla morir de un modo horrible, lentamente y con agonía.» Mi hermana llegó casi a obsesionarse con Eliza Brady. La convirtió en una especie de figura de culto. Si hubiera tenido una fotografía suya, seguramente habría rezado ante ella, aunque no sé a quién.
– Pero si quería un motivo para renunciar a Dios, ¿por qué tuvo que ir a buscarlo en el siglo xix? -objetó Kate-. En la actualidad no faltan tragedias. Sólo tenía que mirar la televisión o leer la prensa. Sólo tenía que pensar en Bosnia. Eliza Brady lleva más de cien años muerta.
La hermana Agnes asintió.
– Eso mismo le dije, pero Sonia me contestó que la justicia no depende del tiempo y que no deberíamos dejarnos dominar por el tiempo. Si Dios es eterno, su justicia es eterna. Y también su injusticia.
Kate preguntó:
– Antes de que se produjera ese alejamiento de su hermana, ¿solía visitar Innocent House con frecuencia?
– Con frecuencia no, pero iba de vez en cuando. De hecho, unos meses antes de que decidiera que tenía vocación, se me planteó la posibilidad de trabajar por horas en Innocent House. Jean-Philippe Etienne estaba muy interesado en examinar y catalogar los archivos, y al parecer opinaba que yo podía ser la persona adecuada para hacerlo. Los Etienne siempre han tenido buen ojo para las gangas y seguramente suponía que yo trabajaría tanto por afición como por el dinero. Pero Henry Peverell no aprobó su propuesta y, naturalmente, lo comprendí muy bien.
– ¿Conoció usted a Jean-Philippe Etienne? -quiso saber Dalgliesh.
– Llegué a conocer bastante bien a todos los socios. Los dos ancianos, Jean-Philippe y Henry, parecían aferrarse casi tercamente a un poder que, en apariencia, ninguno de los dos era capaz ni tenía ganas de ejercer. Gerard Etienne era el joven turco, el heredero visible. Nunca me entendí demasiado bien con Claudia Etienne, pero me gustaba James de Witt. De Witt es un ejemplo de persona que lleva una buena vida sin la ayuda de una creencia religiosa. Por lo visto, hay quienes nacen con un déficit de pecado original; en ellos, la bondad casi no puede considerarse un mérito.
– Pero sin duda no hace falta una creencia religiosa para llevar una buena vida -señaló Dalgliesh.
– Quizá no. Puede que la creencia en la religión no influya en el comportamiento. Pero la práctica de la religión ha de influir sin duda.
– Naturalmente, no estuvo usted presente en la última fiesta que dieron -intervino Kate-, pero ¿asistió a alguna de las fiestas anteriores? ¿Sabe si los invitados podían pasearse por la casa con plena libertad?
– Sólo asistí a dos fiestas. Solían dar una en verano y otra en invierno. Desde luego, nada impedía a los invitados circular a placer por la casa, aunque no creo que lo hicieran muchos. Parece una descortesía aprovechar una fiesta para explorar habitaciones que por lo general suelen considerarse privadas. Claro que en Innocent House casi todo son despachos y quizás eso marque una diferencia. Pero las fiestas de Innocent House eran bastante formales; se controlaba la lista de invitados y a Henry Peverell le disgustaba mucho recibir en casa a más de ochenta personas en cada ocasión. La Peverell Press nunca ha organizado las típicas fiestas literarias, con un exceso de invitados por si a alguno de sus autores le ofende que lo dejen al margen, habitaciones demasiado llenas y sofocantes donde los invitados hacen equilibrios con sus platos de comida fría y beben vino blanco tibio de mediocre calidad mientras se hablan a gritos. La mayoría de los invitados llegaba por el río, así que resultaba relativamente fácil, supongo, repeler a intrusos y gorrones.
No había mucho más que averiguar. De común acuerdo, dieron la vuelta al llegar al extremo del siguiente sendero y retrocedieron sobre sus pasos. Regresaron con la hermana Agnes hasta la puerta principal y allí se despidieron de ella sin entrar otra vez en el convento. La monja miró a Dalgliesh y a Kate con gran intensidad, sosteniéndoles la mirada, forzándolos a un momento de atención concentrada, como si pudiera obligarlos por un acto de voluntad a respetar su confianza.
Apenas habían salido de los terrenos del convento y se hallaban esperando en el primer semáforo en rojo cuando Kate dio rienda suelta a su indignación.
– Así que por eso había una cama en el cuartito de los archivos, y por eso la puerta tenía cerradura y pestillo. ¡Dios mío, qué cabrón! La hermana Agnes tenía razón: el hombre se escabullía hacia ese cuarto como un mezquino déspota Victoriano. La humillaba, la utilizaba. Ya me imagino lo que debía de ocurrir allí arriba. Ese hombre era un sádico.
Dalgliesh replicó con suavidad.
– No tiene ninguna prueba de eso, Kate.
– ¿Por qué diablos lo soportaba ella? Era una profesional experta y bien considerada. Habría podido marcharse.
– Estaba enamorada de él.
– Y su hermana está enamorada de Dios. Busca la paz, pero no me dio la impresión de que la hubiera encontrado. Incluso el futuro del convento está en el aire.
– El fundador de su religión no se la prometió. «No he venido a traer la paz, sino la espada.» -La miró de soslayo y advirtió que la cita no significaba nada para ella. Añadió-: La visita ha sido útil. Ahora sabemos por qué murió Sonia Clements, y no tuvo nada que ver, o muy poco, con el tratamiento que recibió de Gerard Etienne. Parece ser que no existe nadie que tenga motivos para vengar su muerte. Ya sabíamos que los invitados a Innocent House podían vagar a su antojo por la casa, pero es bueno que la hermana Agnes nos lo haya confirmado. Y luego está esa curiosa información sobre los archivos: según la hermana Agnes, fue Henry Peverell quien no quiso que le encomendaran la tarea de examinarlos. Sólo después de su muerte Jean-Philippe Etienne confió el trabajo a Gabriel Dauntsey.
– Habría resultado más interesante que hubieran sido los Etienne quienes no quisieran que nadie hurgara en los archivos -observó Kate-. Está muy claro por qué Henry Peverell no quería que la hermana de Sonia Clements se instalara a trabajar allí; eso habría trastornado el arreglito que tenía con su amante.
Dalgliesh respondió:
– Ésa es la explicación obvia y, como la mayoría de las explicaciones obvias, probablemente la correcta. Pero podría ser que en los archivos hubiera algo que Henry Peverell no quería que saliera a la luz, algo que sabía o sospechaba que estaba allí. Aun así, se hace difícil ver qué relación podría tener eso con la muerte de Gerard Etienne. Como bien ha dicho, habría resultado más interesante que hubieran sido los Etienne quienes insistieran en dejar los archivos en paz. Sin embargo, creo que vamos a tener que echarles un vistazo a esos papeles.
– ¿A todos, señor?
– Si es necesario, Kate, a todos.