Tras la incineración de Sonia Clements, James de Witt rehusó la invitación de Frances para ir con Gabriel y ella en el taxi, diciendo que sentía necesidad de andar y que tomaría el metro en la estación de Golders Green. La distancia del crematorio a la estación era mayor de lo que había imaginado, pero se alegraba de estar a solas. El resto del personal de la Peverell Press había regresado en los coches de la funeraria y James no sabía qué habría sido peor, si contemplar la cara tensa y desdichada de Frances sin esperanza de consolarla, o verse estrujado en un automóvil ostentoso y demasiado lleno, entre una manada de empleados jóvenes que habían preferido unos funerales a una tarde de trabajo y cuyas lenguas, liberadas tras la solemnidad espuria de la ceremonia, se habrían inhibido en su presencia. Incluso había asistido la interina, Mandy Price. Pero eso era bastante razonable; al fin y al cabo, había participado en el descubrimiento del cadáver.
La incineración había resultado un acto lamentable y James se consideraba culpable de ello. Siempre se consideraba culpable y, a veces, reflexionaba que poseer tan vivo sentido del pecado sin la religión que podía mitigarlo por medio de la absolución constituía una incómoda idiosincrasia. La hermana de la señorita Clements, la monja, había estado presente en los funerales: apareció en el último momento como por arte de magia para ocupar un asiento del fondo y desapareció con igual rapidez al final, sin detenerse más que para estrechar la mano de aquellos empleados de la Peverell Press que se adelantaban a mascullar el pésame. Antes le había escrito una carta a Claudia en la que solicitaba que la empresa se ocupara de los arreglos necesarios, y ahora él creía que hubieran debido hacerlo mejor. Debería haberse tomado más interés en vez de dejarlo todo en manos de Claudia, lo que en la práctica equivalía a dejarlo en manos de la secretaria de Claudia.
Pensó que debería existir un servicio destinado a quienes no profesan ninguna religión. Seguramente lo había y habrían podido descubrirlo si se hubieran tomado la molestia de hacerlo. Podría ser un proyecto editorial interesante y quizás incluso lucrativo; un libro de ritos funerarios alternativos para humanistas, ateos y agnósticos, una ceremonia formal de rememoración, una celebración del espíritu humano que no incluyera ninguna referencia a una posible continuidad de la existencia. Mientras avanzaba a grandes pasos hacia la estación, con el largo abrigo abierto y aleteando, se entretuvo seleccionando fragmentos de prosa y verso para semejante libro. Mira por última vez todas las cosas encantadoras, de De la Mare, para poner un toque de melancolía nostálgica. Tal vez Non Dolet, de Oliver Gogarty, la oda Al otoño, de Keats, si el difunto era mayor y A una alondra, de Shelley, si era joven. Los Versos escritos sobre la abadía de Tintern, de Wordsworth, para los adoradores de la naturaleza. Podría haber canciones en lugar de himnos, y el movimiento lento del concierto Emperador de Beethoven constituiría una adecuada marcha fúnebre. Por cierto, no había que descartar el tercer capítulo del Eclesiastés:
Todo tiene su momento y todo cuanto se hace bajo el sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de curar; tiempo de destruir y tiempo de edificar.
Hubiera podido preparar algo apropiado para Sonia, incluyendo quizás extractos de los libros que ella había encargado y editado, una conmemoración de sus veinticuatro años de servicios a la empresa que la propia Sonia habría encontrado adecuada. Le pareció un dato curioso la importancia que tenían estos ritos funerarios, evidentemente concebidos para consolar y atender a las necesidades de los vivos, puesto que nunca podrían afectar a los muertos.
Se detuvo a comprar dos cartones de leche semidesnatada y una botella de detergente líquido en el supermercado de Notting Hill Gate, antes de entrar sigilosamente en casa. Era evidente que Rupert estaba acompañado, pues por el hueco de la escalera bajaba con claridad un rumor de voces y de música. Había esperado encontrarlo solo y se preguntó, como con tanta frecuencia solía hacer, cómo un hombre tan enfermo podía soportar tanto ruido. Pero, después de todo, era un ruido alegre y Rupert sólo lo soportaba durante un tiempo limitado. Era él, James, quien afrontaba luego la inevitable reacción. De pronto le invadió la sensación de que no podía ver a nadie. En vez de subir se dirigió a la cocina y, sin quitarse el abrigo, se preparó un té, abrió la puerta de atrás y salió con la taza al sosiego y la oscuridad del jardín para sentarse en el banco de madera que había junto a la puerta. Era un anochecer cálido para estar a finales de septiembre y, sentado allí mientras la oscuridad se hacía más profunda, separado del bullicio y la brillante iluminación de Notting Hill Gate por ochenta metros escasos, le pareció que aquel jardincito contenía, suspendidas en su tranquila atmósfera, toda la dulzura recordada del verano y la abundancia margosa del otoño.
Durante diez años, desde que su madrina se la legara, la casa había sido una fuente inagotable de placer y contento. No había esperado disfrutar de tan viva o complaciente satisfacción en la propiedad, ya que desde la adolescencia se había estado engañando con la convicción de que, salvo sus cuadros, las posesiones materiales carecían de importancia para él. Ahora sabía que una posesión, la más sólida y permanente, había pasado a ocupar una posición dominante en su vida. Le gustaban la modesta fachada de estilo Regencia, las ventanas con postigos, el doble salón de recibir de la primera planta, que daba a la calle por delante y en cuya parte trasera había construido un invernadero con vistas a su propio jardín y a los de sus vecinos. Le gustaban los muebles del siglo xviii que su madrina había traído consigo a la casa cuando una pobreza relativa la empujó hacia esa calle entonces humilde, todavía sin aburguesar, todavía un poco astrosa. Su madrina se lo había dejado todo excepto los cuadros, pero, dado que en esa materia sus gustos diferían, James no se afligió. El salón estaba provisto de estanterías de un metro veinte de altura a lo largo de todas las paredes, sobre las cuales había colgado sus grabados y acuarelas. La casa aún conservaba un aire de discreta femineidad, pero él no sentía ningún deseo de imponerle un gusto más masculino. Regresaba a ella cada noche, al pequeño pero elegante zaguán con su empapelado descolorido y la escalera suavemente curva, con la sensación de entrar en un mundo privado, seguro y absolutamente placentero. Eso, antes de acoger a Rupert.
Rupert Farlow había publicado su primera novela en la Peverell Press quince años antes y James aún recordaba la mezcla de entusiasmo y admiración con que había leído el manuscrito, entregado no por mediación de un agente, sino directamente a la editorial, mal mecanografiado en un papel inadecuado y sin que lo acompañara una carta explicativa, sino sencillamente con el nombre y la dirección de Rupert, como si éste desafiara al lector todavía desconocido a reconocer su calidad. Su segunda novela, publicada al cabo de dos años, fue recibida con menos generosidad, como suele suceder con las segundas novelas tras un espectacular éxito inicial, pero James no quedó decepcionado. Ahí, confirmado, había un talento de primera magnitud. Y después, silencio. Dejó de verse a Rupert en Londres y las cartas y las llamadas telefónicas quedaban sin contestación. Se rumoreó que estaba en el norte de África, en California, en la India. Y entonces reapareció, pero no traía consigo ninguna obra nueva. No hubo otra novela y ahora ya no la habría. Fue Frances Peverell quien le comentó a James que había oído decir que Rupert estaba muriéndose de sida en un hospital del oeste de Londres. Ella no fue a visitarlo, pero James sí, y continuó visitándolo. Rupert estaba recobrándose, pero el personal del hospital no sabía qué hacer con él. Su piso resultaba inadecuado, el casero le era hostil y él detestaba la camaradería del hospital. Todo esto salió a la luz sin mediar queja alguna. Rupert nunca se quejaba excepto de las trivialidades de la vida. Al parecer consideraba su enfermedad no como una aflicción cruel e injusta, sino como un fin ordenado e ineludible, digno de ser sobrellevado sin amarguras. Rupert se moría con valor y con dignidad, pero seguía siendo el Rupert de siempre, malintencionado o travieso, falso o temperamental, según se lo quisiera describir. Vacilante, temiendo que su oferta pudiera ofenderle o ser mal interpretada, James le sugirió que fuera a vivir con él en Hillgate Village. La oferta fue aceptada y hacía cuatro meses que Rupert se había instalado allí.
La tranquilidad, el viejo orden, la vieja seguridad, todo se había desvanecido. A Rupert le resultaba difícil subir y bajar escaleras, de manera que James le había instalado una cama en el salón y el enfermo se pasaba casi todo el día allí o, cuando hacía sol, en el invernadero. En el primer piso había un aseo con ducha y una habitación poco mayor que un armario, que James había convertido en una cocina provista de una tetera eléctrica y un fogón de dos quemadores en el que podía preparar café o bocadillos calientes. En la práctica, el primer piso se convirtió en un pequeño apartamento independiente del que Rupert se había adueñado y en el que había impuesto su desordenada, iconoclasta y traviesa personalidad. Irónicamente, la casa se había vuelto menos tranquila ahora que era el hogar de un moribundo. Había una constante afluencia de visitas: los compañeros actuales y antiguos de Rupert, su reflexólogo, la masajista que dejaba a su paso un olor a aceites exóticos, el padre Michael, que iba, eso decía Rupert, a oírlo en confesión, pero cuyos oficios eran recibidos, en apariencia, con la misma condescendencia divertida con que aceptaba los relativos a sus necesidades corporales. Los amigos rara vez iban a las horas en que James estaba en casa, salvo durante los fines de semana, aunque cada noche lo recibían las huellas de sus visitas: flores, revistas, fruta y frascos de aceites aromáticos. Allí charlaban, hacían café, eran invitados a beber. Un día James le preguntó a Rupert:
– ¿Saborea el vino el padre Michael?
– Sabe qué botellas ha de subir, eso desde luego.
– Muy bien, entonces.
No pensaba escatimarle el clarete al padre Michael, siempre que el hombre supiera lo que estaba bebiendo.
James, que tenía su dormitorio un piso más arriba, le proporcionó a Rupert una campanilla de latón que había encontrado en el mercado de Portobello para que pudiera llamarlo si necesitaba ayuda por la noche. Ahora dormía mal, medio esperando oír la clamorosa llamada, imaginando, semidespierto, el traqueteo de las carretas de cadáveres en un Londres acosado por la peste mientras sonaba el grito quejumbroso: «Sacad a vuestros muertos.»
Recordaba hasta el último detalle de la conversación que habían sostenido dos meses antes, los ojos perspicaces e irónicos de Rupert, su rostro sonriente que lo desafiaba a no creer.
– Sólo te cuento los hechos. Gerard Etienne sabía que Eric tenía sida y se encargó de que nos conociéramos. No me quejo, lejos de ello. Yo tuve cierta responsabilidad en el asunto. Gerard no nos acompañó a los dos hasta la cama.
– Lástima que no eligieras mejor.
– No creas. También te diré que no me lo pensé mucho. Tú no llegaste a conocer a Eric, ¿verdad? Era hermoso. Muy pocas personas lo son. Atractivas, guapas, sexy, bien parecidas, todos los adjetivos de costumbre, pero no hermosas. Eric lo era. La belleza siempre me ha resultado irresistible.
– ¿Y eso es todo lo que le exigías a un amante? ¿Belleza física?
Rupert lo parodió, con los ojos y la voz suavemente burlones.
– ¿Y eso es todo lo que le exigías a un amante? Querido James, ¿en qué clase de mundo vives, qué clase de persona eres? No, eso no era todo lo que exigía. Exigía. En pasado, por lo que veo. Habría sido un poco más delicado por tu parte que prestaras atención a la gramática. No, no era todo. Quería a alguien que también estuviera encaprichado de mí y tuviese ciertas habilidades en la cama. No le pregunté a Eric si prefería el jazz a la música de cámara o la ópera al ballet, ni, más importante, qué vinos eran sus favoritos. Te estoy hablando de deseo, te estoy hablando de amor. Dios mío, es como tratar de explicarle Mozart a un sordo para la música. Mira, dejémoslo así: Gerard Etienne nos arrojó deliberadamente al uno en brazos del otro. El ya sabía que Eric tenía sida. Quizás esperaba que nos hiciéramos amantes, quizá pretendía que nos hiciéramos amantes, quizá no le importaba en lo más mínimo ni una cosa ni la otra. Quizá lo hizo por divertirse. No sé cuáles eran sus propósitos y tampoco me importa mucho. Sé cuáles eran mis propósitos.
– Y Eric, sabiendo que padecía una enfermedad contagiosa, ¿no te lo dijo? ¿En qué pensaba, por el amor de Dios?
– Bueno, al principio no. Me lo dijo más tarde. No lo culpo, y si yo no lo culpo puedes guardarte tus juicios morales. Y no sé en qué pensaba. Yo no me dedico a husmear en la mente de mis amigos. Tal vez quería a alguien que lo acompañara en el último tramo, antes de lanzarse a explorar ese largo silencio. -Luego añadió-: ¿Tú no perdonas a tus amigos?
– Perdón no me parece una palabra apropiada para utilizarla entre amigos. Claro que ninguno de mis amigos me ha contagiado una enfermedad mortal.
– Pero, querido James, no es precisamente que tú les des ocasión, ¿verdad?
Había interrogado a Rupert con la insistencia impersonal de un experto investigador porque necesitaba sonsacarle la verdad, porque estaba desesperado por saber.
– ¿Cómo puedes estar seguro de que Etienne sabía que Eric estaba enfermo?
– No preguntes tanto, James. Pareces un fiscal. Y te encantan los eufemismos, ¿verdad? Lo sabía porque Eric se lo dijo. Etienne le preguntó cuándo le llevaría otro libro. A la Peverell Press le había ido bastante bien con su primer libro de viajes; Etienne lo consiguió barato y probablemente esperaba quedarse el siguiente en las mismas condiciones. Eric le dijo que no habría más libros. Carecía de la energía y las ganas necesarias para ello. Tenía otros proyectos para lo que le quedaba de vida.
– Y en ellos entrabas tú.
– Así sucedió. Dos semanas después de aquella conversación, Etienne organizó la excursión por el río. Sospechoso de por sí, ¿no te parece? No es en absoluto el tipo de jarana que le va a Etienne. Chuf, chuf, viejo padre Támesis arriba para inspeccionar la barrera contra inundaciones; chuf, chuf, de vuelta río abajo con canapés de salmón ahumado y champán. Y, a propósito, ¿cómo te libraste?
– Estaba en Francia.
– Así que en Francia. Tu segundo hogar. Es curioso que al viejo Etienne le haya satisfecho tanto pasar todos estos años lejos de su tierra natal. Gerard y Claudia tampoco van por allí, ¿no? Sería de esperar que les gustara ir de vez en cuando a ver el lugar donde papá y sus camaradas se lo pasaban en grande tirando contra los alemanes desde detrás de las rocas. Pero ellos no van nunca, y tú en cambio vas siempre que puedes. ¿Qué haces allí? ¿Comprobar si es cierto todo lo que se dice de él?
– ¿Por qué habría de hacerlo?
– Sólo era hablar por hablar, no me hagas caso. Además, nunca se le podrá imputar nada al viejo Etienne. Está autentificado; no cabe duda, es un héroe legítimo.
– Háblame de la excursión por el río.
– Oh, fue lo de costumbre. Mecanógrafas que no paraban de soltar risitas nerviosas y la señorita Blackett un poco achispada, con la cara roja y congestionada, exhibiendo esa horrible picardía virginal. Se había traído aquella serpiente contra las corrientes de aire; Sid la Siseante, la llaman. Una mujer extraordinaria. Sin el menor sentido del humor, diría yo, excepto con esa serpiente. Algunas de las chicas la descolgaron por la borda y amenazaron con ahogarla, y una fingió que le daba de beber champán. Al final se la enrollaron a Eric al cuello y la llevó así hasta llegar a casa. Pero eso fue más tarde. Mientras subíamos río arriba fui a refugiarme en la proa. Eric estaba allí solo, absolutamente inmóvil, como un mascarón de proa. Se volvió y me miró. -Rupert hizo una pausa y a continuación repitió casi en un susurro-: Se volvió y me miró. James, lo que acabo de decirte mejor lo olvidas.
– No, no pienso olvidarlo. ¿Me estás diciendo la verdad?
– Desde luego. ¿Acaso no la digo siempre?
– No, Rupert, no siempre.
De pronto se rompió el ensueño. La puerta de la cocina se abrió de golpe y un amigo de Rupert asomó la cabeza.
– Me había parecido oír la puerta de la calle. Nosotros ya nos vamos. Rupert quería saber si ya habías vuelto. Siempre sueles subir directamente.
– Sí -respondió-. Siempre suelo subir directamente.
– ¿Y cómo es que estás aquí fuera?
Lo preguntó con escasa curiosidad, pero James contestó:
– Estaba meditando sobre el tercer capítulo del Eclesiastés.
– Creo que Rupert quiere verte.
– Ahora voy.
Y subió penosamente, como un anciano, al desorden, la calidez, el exótico y profuso revoltijo en que se había convertido su sala de estar.