El apartamento de la señora Carling quedaba un piso más abajo y en la parte frontal del edificio. La pesada puerta de caoba estaba provista de un cierre normal y dos cerraduras de seguridad, una Banham y una Ingersoll. Las llaves giraron con facilidad y, al empujar la puerta, Dalgliesh arrastró con ella una pila de cartas. El recibidor olía a moho y estaba muy oscuro. Dalgliesh buscó a tientas el interruptor de la luz y lo accionó, revelando al instante la sencilla estructura del apartamento: un estrecho corredor con dos puertas enfrente y una a cada lado. Se agachó para recoger los sobres y vio que se trataba de simples notificaciones: dos de ellos sin duda contenían facturas y en el otro se exhortaba a la señora Carling a abrirlo de inmediato para tener la posibilidad de ganar medio millón. Había también una hoja de papel doblada con un mensaje laboriosamente escrito a mano: «Lo siento, pero mañana no podré venir. Tengo que ir a la clínica con Tracey por lo de la presión alta. Espero verla el viernes que viene. Sra. Darlene Morgan.»
Dalgliesh abrió la puerta que tenía justo delante y encendió la luz. Se encontraron en la sala de estar. Las dos ventanas que daban a la calle estaban cerradas, y las cortinas de terciopelo rojo a medio correr. Aun cuando a aquella altura no había peligro de miradas indiscretas, ni siquiera desde el piso alto de los autobuses, la mitad inferior de ambas ventanas se hallaba cubierta por un visillo. La principal fuente de luz artificial procedía de una especie de cuenco invertido de cristal, decorado con un tenue dibujo de mariposas y moteado por los cuerpos negros y resecos de moscas atrapadas, que colgaba de un rosetón central. Había tres lámparas de mesa con pantalla de flecos rosados, una sobre una mesita situada junto a un sillón cerca del fuego, otra sobre una mesa cuadrada colocada entre las dos ventanas, y la tercera sobre un enorme escritorio con puerta de persiana apoyado contra la pared de la izquierda. Como si necesitara desesperadamente luz y aire, Kate descorrió las cortinas y abrió una de las ventanas; a continuación fue encendiendo todas las luces del cuarto. Aspiraron el aire frío, que producía una engañosa sensación de frescura campestre, y pasearon la mirada por una habitación que al fin podían ver con claridad.
La primera impresión, reforzada por el resplandor rosa de las lámparas, era de una intimidad acolchada y pasada de moda que resultaba tanto más atractiva cuanto que la propietaria no había hecho ninguna concesión al gusto popular contemporáneo. Se diría que habían amueblado la sala en los años treinta y la habían dejado intacta desde entonces. Casi todos los muebles parecían heredados: el escritorio con puerta de persiana que contenía una máquina de escribir portátil, las cuatro sillas de caoba de formas y épocas discordantes, una vitrina de estilo eduardiano en la que diversos objetos de porcelana y parte de un servicio de té aparecían más amontonados que ordenados, dos alfombras descoloridas dispuestas de un modo tan inadecuado que Dalgliesh sospechó que tapaban agujeros en la moqueta. Tan sólo el sofá y los dos sillones a juego que bordeaban la chimenea, provistos de mullidos cojines y tapizados en lino con un estampado de rosas en amarillo y rosa claro, eran relativamente nuevos. La chimenea en sí parecía original: un recargado artefacto en mármol gris, con una gruesa repisa y una parrilla rodeada por una doble hilera de azulejos ornamentales con figuras de flores, frutas y pájaros. En ambos extremos de la repisa, dos perros de Staffordshire con cadena dorada al cuello contemplaban la pared opuesta con ojos brillantes; y entre los dos se extendía un amasijo de adornos: una taza de la coronación de Jorge VI y otra de la reina Isabel, una caja laqueada en negro, dos minúsculos candeleros de bronce, una figurilla moderna de porcelana que representaba a una mujer con miriñaque sosteniendo a un perro faldero entre los brazos y un jarro de cristal tallado con un ramo de prímulas artificiales. Detrás de los adornos había dos fotografías en color. Una de ellas parecía tomada en una entrega de premios: Esmé Carling, rodeada de caras risueñas, hacía ademán de apuntar con una pistola de imitación. En la segunda se la veía en un acto de firma de libros, y era evidente que se trataba de una pose cuidadosamente preparada. Un comprador esperaba a su lado con aire de expectación, la cabeza inclinada en un ángulo poco natural para salir en la foto, mientras la señora Carling, con la pluma alzada sobre la página, sonreía seductoramente a la cámara. Kate la examinó unos instantes, tratando de conciliar las angulosas facciones de marsupial, la boca pequeña y la nariz levemente ganchuda, con el consternador rostro ahogado y desfigurado que había sido lo primero que viera de Esmé Carling.
Dalgliesh intuyó la atracción que esta hogareña y mullida habitación ejercía sobre Daisy. En ese amplio sofá había leído, mirado la televisión y dormido brevemente antes de ser conducida a su propia habitación. Ahí tenía un refugio contra el terror de sus imaginaciones, en el terror simulado que se encerraba entre las cubiertas de los libros, higienizado y convertido en ficción para ser saboreado, compartido y dejado de lado, no más real que las llamas que danzaban en el fuego de troncos artificiales y tan fácil de desconectar como ellas. Ahí había encontrado seguridad, compañía y, sí, cierta clase de amor, si amor era la satisfacción de una necesidad mutua. Echó una mirada a los libros. Los estantes contenían ejemplares en rústica de novelas de misterio y policíacas, pero se dio cuenta de que pocos de los autores estaban vivos; las preferencias de la señora Carling se decantaban hacia las escritoras de la Edad de Oro. Todos esos volúmenes parecían muy leídos. Bajo ellos había un estante de obras sobre crímenes reales: el caso Wallace, Jack el Destripador o las asesinas más célebres de la época victoriana, Adelaide Bartlett y Constance Kent. Los estantes inferiores se hallaban ocupados por ejemplares de sus propias obras encuadernados en piel y con los títulos grabados en oro, un lujo, conjeturó Dalgliesh, que no debía de haber sufragado la Peverell Press. La visión de esta vanidad inofensiva lo deprimió y suscitó en él un atisbo de compasión. ¿Quién heredaría ese historial acumulado de una vida vivida para el asesinato y acabada por el asesinato? ¿En qué estante de sala de estar, dormitorio o excusado encontrarían un lugar de respeto o de tolerancia esos libros? ¿O acaso serían adquiridos por un librero de lance y vendidos en lote, realzado su valor por la horrenda y oportuna muerte de la autora? Dalgliesh comenzó a leer aquellos títulos tan rememorativos de los años treinta, de policías de pueblo que acudían en bicicleta a la escena del crimen y se azoraban ante los terratenientes, de autopsias realizadas por excéntricos practicantes de medicina general tras sus operaciones vespertinas y de improbables desenlaces en la biblioteca, y sacó las novelas para hojearlas al azar. Muerte en el baile, ambientada al parecer en el mundo de las competiciones de baile de salón, Crucero a la muerte, Muerte por ahogamiento, Los asesinatos del muérdago. Volvió a dejarlas en su lugar sin el menor sentimiento de superioridad. ¿Por qué había de tenerlo? Se dijo que probablemente la señora Carling había proporcionado placer a más personas con sus novelas policíacas que él con sus poemas. Y si el placer era de distinta índole, ¿quién podía afirmar que uno fuera inferior al otro? Al menos ella había respetado el idioma inglés y lo había utilizado tan bien como podía; en una época que tendía al analfabetismo, eso no carecía de importancia. Durante treinta años había suministrado la fantasía del asesinato, la cara aceptable de la violencia, el terror controlable. Dalgliesh esperó que, cuando por fin se había enfrentado cara a cara con la realidad, el encuentro hubiera sido breve y piadoso.
Kate entró en la cocina. Dalgliesh la siguió y juntos contemplaron el revoltijo. En el fregadero se amontonaban los platos sucios, sobre el fogón había una sartén sin lavar, y el cubo de la basura rebosaba de latas vacías y envases de cartón, algunos de ellos aplastados contra el suelo mugriento. Kate dijo:
– No habría querido que viéramos su cocina así. ¡Qué mala suerte que la señora Morgan no haya podido venir esta mañana!
Dalgliesh le dirigió una mirada de soslayo y, al ver que el rubor inundaba su rostro, supo que, de pronto, la observación se le había antojado irracional y absurda y que deseaba no haberla formulado.
Pero sus pensamientos habían ido en la misma dirección. «Señor, permite que conozca mi fin y el número de mis días; que me sea dado saber cuánto he de vivir.» Sin duda eran muy pocos los que podían rezar esta oración con sinceridad. Lo mejor que se podía esperar o desear era el tiempo suficiente para recoger los restos personales, arrojar los secretos a las llamas o al cubo de la basura y dejar la cocina en orden.
Durante un par de segundos, mientras abría los cajones y los armarios, se vio transportado a aquel cementerio de Norfolk y volvió a oír la voz de su padre, una imagen instantánea de poderosa intensidad que traía consigo el olor del heno segado y de la tierra de Norfolk acabada de remover, el embriagador perfume de las azucenas. A los feligreses les gustaba que el hijo del párroco se hallara presente en los funerales del pueblo, de modo que durante las vacaciones escolares siempre asistía. Para él, un entierro de pueblo era más un acto interesante que una imposición. Luego compartía la mesa del funeral, tratando de contener su apetito adolescente mientras los parientes del difunto lo atiborraban del tradicional jamón cocido y el apelmazado pastel de frutas y le expresaban su reconocimiento.
– Muy amable por su parte haber venido, señorito Adam. Papá se lo habría agradecido. Le tenía mucho aprecio, papá.
Y la boca pegajosa de pastel murmuraba la mentira cortés:
– Yo también le tenía mucho aprecio, señora Hodgkin.
Permanecía respetuosamente en pie mientras el viejo Goodfellow, el sacristán, y los hombres de la funeraria introducían el ataúd en la fosa presta a recibirlo, oía el blando golpear de la tierra de Norfolk sobre la tapa, escuchaba la voz grave y cultivada de su padre mientras la brisa le revolvía los canosos cabellos y le henchía la sobrepelliz. Se representaba mentalmente al hombre o la mujer que había conocido, el cuerpo amortajado y encajonado entre seda artificial, envuelto en más suntuosidad de la que jamás había tenido en vida, y se imaginaba todas las etapas de su disolución: el sudario putrefacto, la lenta descomposición de la carne, el hundimiento final de la tapa del ataúd sobre los huesos desnudos. Desde la niñez, nunca había podido creer esa espléndida proclamación de inmortalidad: «Y aunque los gusanos destruyan este cuerpo, todavía en mi carne veré a Dios.»
Pasaron al dormitorio de la señora Carling, pero no se entretuvieron mucho en él. Era grande, albergaba demasiados muebles y estaba desordenado y no muy limpio. Sobre el tocador de los años treinta con su espejo triple descansaba una gran bandeja de plástico con un dibujo de violetas, en la que se acumulaba una profusión de frascos medio vacíos con diversas lociones para las manos y el cuerpo, botes grasientos, pintalabios y sombra para los ojos. Sin pensar, Kate desenroscó la tapa del bote más grande de crema base y vio una única depresión allí donde el dedo de la señora Carling se había hundido en la superficie. Esta huella, tan efímera, por un instante le pareció permanente e imborrable, e hizo aparecer en su mente la imagen de la muerta de un modo tan vivido que se quedó paralizada con el bote en la mano, como si la hubieran sorprendido en un acto de violación personal. Los ojos del espejo le devolvieron su mirada, culpable y un tanto avergonzada. Se volvió para dirigirse al armario ropero y abrió la puerta. Con el susurro de la ropa colgada surgió también un olor que le recordó otros registros, otras víctimas, otras habitaciones: el olor rancio y agridulce de la edad, del fracaso y de la muerte. Kate se apresuró a cerrar la puerta, pero no antes de haber visto las tres botellas de whisky ocultas entre la hilera de zapatos. Pensó: «Hay momentos en los que detesto mi trabajo.» Pero esos momentos eran escasos y sólo eran momentos.
El cuarto de invitados era una celda angosta y mal proporcionada, en la que una sola ventana alta se abría al panorama de una pared de ladrillo impregnada de decenios de mugre londinense y surcada por gruesas cañerías de desagüe. No obstante, se había hecho algún intento, aunque mal encaminado, para que la habitación resultara acogedora: las paredes y el techo estaban revestidos de un papel en el que se entrelazaban madreselvas, rosas y hiedra; las cortinas, de elaborados pliegues, eran de un género a juego, y sobre el único diván, colocado bajo la ventana, había un cobertor rosa claro, sin duda elegido para entonar con el rosa de las flores. El intento de embellecer, de imponer intensidad femenina a una nada deprimente, tan sólo conseguía subrayar los defectos de la habitación. Era evidente que la decoración se había elegido pensando en invitados del sexo femenino, pero Dalgliesh no pudo imaginarse a una mujer durmiendo apaciblemente en esa celda claustrofóbica y en exceso decorada. Desde luego, ningún hombre podría hacerlo, con esa opresiva dulzura sintética del techo, esa cama demasiado estrecha para resultar cómoda y esa mesilla de noche que no era sino una frágil reproducción, demasiado pequeña para contener algo más que la lamparita.
El tiempo que dedicaron a examinar el apartamento no fue tiempo perdido. Kate recordaba una de las primeras lecciones que había aprendido al principio de su carrera como agente de policía: conoce a la víctima. Toda víctima muere por ser quien es, por ser lo que es, por estar donde está en un momento determinado. Cuanto más se sabe de la víctima, más cerca se está de su asesino. Pero cuando al fin se sentaron ante el escritorio de Esmé Carling lo hicieron buscando datos más concretos.
Tuvieron su recompensa nada más abrirlo. El escritorio estaba más ordenado y menos atiborrado de lo que se figuraban. Sobre un montón de facturas recientes aún por pagar había dos hojas de papel. La primera era sin lugar a dudas un borrador de la nota encontrada en la barandilla de Innocent House. Había pocas modificaciones; la versión definitiva de la señora Carling no difería mucho de su primera efusión de ira y dolor. Sin embargo, en comparación con la caligrafía firme y pulcra de la nota final, la escritura parecía una sucesión de garabatos. Ahí teman la confirmación, si les hubiera hecho falta, de que eran sus propias palabras, escritas de su puño y letra. Debajo encontraron el borrador de una carta escrita por la misma mano. Llevaba fecha del jueves 14 de octubre.
Querido Gerard:
Acabo de saber la noticia por mi agente. ¡Sí, por mi agente! Ni siquiera has tenido la decencia ni la valentía de decírmelo personalmente. Habrías podido pedirme que fuera a tu despacho para hablar contigo; tampoco te habría costado nada invitarme a almorzar o a cenar para darme la noticia. ¿O acaso eres tan mezquino como desleal y cobarde? Quizá temías quedar en ridículo si empezaba a gritar en el restaurante. Soy demasiado dura para eso, como ya comprobarás. Tu rechazo de Muerte en la isla del Paraíso no habría sido menos injusto, injustificado e ingrato, pero al menos habría podido decirte todo esto a la cara. Y ahora ni siquiera puedo hablar contigo por teléfono. No me extraña; esa condenada mujer, la señorita Blackett, sirve muy bien para interceptar llamadas, ya que no para otra cosa. En fin, al menos eso demuestra que incluso tú eres capaz de sentir vergüenza.
¿Tienes la menor idea de lo que he hecho por la Peverell Press, desde mucho antes de que tú tuvieras ningún poder? ¡Y qué día desastroso para la empresa resultó ése! He escrito un libro al año durante treinta años, todos con buenas ventas, y si el último no se vendió como era de esperar, ¿quién tiene la culpa? ¿Qué habéis hecho para promocionarme con el vigor y el entusiasmo que exige mi reputación? Hoy he de ir a Cambridge para firmar ejemplares. ¿Quién convenció a la librería para que organizara el acto? Yo. E iré sola, como de costumbre. La mayoría de los editores se preocupa de que sus autores principales vayan adecuadamente acompañados y reciban la debida atención. Pero, pese a todo, estarán mis seguidores, y comprarán. Tengo lectores fieles que acuden a mí para que les proporcione lo que por lo visto ningún otro escritor de misterio les proporciona: una trama interesante, bien escrita y sin esa mezcla de sexo, violencia y lenguaje obsceno que, según parece, crees que pide el público de hoy. Bien, pues no es así. Si tienes tan poca idea de lo que realmente quieren los lectores, harás quebrar a la Peverell Press aun antes de lo que predice el mundo editorial.
Naturalmente, tendré que estudiar la mejor manera de proteger mis intereses. Si me paso a otro editor, pienso llevarme conmigo mis anteriores obras; no creas que puedes arrojarme por la borda y seguir aprovechándote de ese valioso material. Y otra cosa: esos misteriosos percances que se producen en la Peverell Press no empezaron hasta que tú ocupaste el cargo de director gerente. Yo en tu lugar iría con cuidado. Ya ha habido dos muertes en Innocent House.
– Me gustaría saber si esto es también un borrador previo y si llegó a enviar la versión definitiva -comentó Kate-. Por lo general escribía sus cartas a máquina, pero aquí no hay ninguna copia al carbón. Si la echó al correo, quizá pensó que causaría más efecto escrita a mano. Esta podría ser la copia.
– La carta no estaba entre la correspondencia que Gerard Etienne tenía en su despacho. Yo diría que no la envió. En lugar de eso, acudió a Innocent House para hablar con él y, viendo que no iba a serle posible, se marchó a Cambridge para firmar libros, descubrió que el acto se había suspendido por indicación de la Peverell Press, regresó a Londres en un estado de gran indignación y decidió ir a ver a Etienne a la caída de la tarde. Parece ser que casi todo el mundo sabía que los jueves se quedaba a trabajar hasta la noche. Es posible que telefoneara para anunciarle que iba hacia allí; bien mirado, Etienne difícilmente podía impedírselo. Y si llamó por su línea particular, la llamada no tuvo que pasar por la señorita Blackett.
Kate observó:
– Si se llevó el primer papel consigo, es curioso que no cogiera también esta carta y se la entregara personalmente. Aunque supongo que es posible que lo hiciera y que luego Etienne la rompiera o el asesino la encontrara y la destruyera.
– Me parece improbable -objetó Dalgliesh-. Creo más probable que se llevara la invectiva dirigida a los socios, quizá con la intención de clavarla en el tablón de anuncios de la sala de recepción. De esta manera podrían verla no sólo los socios, sino todos los miembros del personal y los visitantes.
– No creo que la dejaran ahí a la vista, señor.
– Claro que no. Pero seguramente ella esperaba que la vieran unas cuantas personas antes de que llegara a conocimiento de los socios.
»Eso al menos provocaría cierto revuelo. Es probable que la invectiva sólo fuera el primer golpe de su campaña de venganza. Debió de pasar unas horas muy malas cuando se enteró de que Gerard había muerto. Si realmente dejó la nota en la sala de recepción, y tal vez también el original de la novela, su presencia demostraría que había estado en Innocent House aquella noche cuando la mayoría del personal ya se había marchado a casa. Sin duda esperaba nuestra llegada, dado que la presencia de la nota la convertía en uno de los principales sospechosos. Entonces se le ocurre preparar una coartada con Daisy. Pero, cuando al fin llega la policía, no se habla para nada de la nota; eso quiere decir que, o bien no hemos comprendido su importancia, lo cual es poco probable, o bien alguien la ha retirado. Y entonces la persona que quitó la nota del tablón de anuncios la llama para tranquilizarla. Y en efecto la tranquiliza, porque Carling cree estar hablando con un aliado, hombre o mujer, no con un asesino.
– Todo encaja, señor. Es lógico y verosímil.
– Es simple conjetura de principio a fin, Kate. No se sostendría ante un tribunal. Es una teoría ingeniosa que cuadra con todos los datos que conocemos hasta el momento, pero es circunstancial. Sólo tenemos un detalle que tiende a corroborarla: si Carling colgó la falsa nota de suicidio en el tablón de anuncios antes de marcharse de Innocent House, el papel mostraría la huella de una o más chinchetas. ¿Fue éste el motivo de que la recortaran tan pulcramente antes de ensartarla en la barandilla?
En el escritorio apenas había ninguna otra cosa de interés. La señora Carling recibía pocas cartas o, si las recibía, las destruía. Entre las que conservaba había un fajo de sobres de correo aéreo atados con una cinta y guardados en una de las casillas. Eran de una amiga que residía en Australia, una tal Marjorie Rampton, pero la correspondencia se había ido volviendo cada vez más rutinaria con el paso del tiempo hasta extinguirse gradualmente. Aparte de eso, había fajos de cartas de admiradores, todas con una copia al carbón de la respuesta unida a la carta original. Era evidente que la señora Carling se tomaba considerables molestias para satisfacer a sus lectores. En el cajón superior del escritorio había una carpeta con el rótulo «Inversiones» que contenía varias cartas de su agente de bolsa; al parecer, poseía un capital de poco más de 32.000 libras, juiciosamente invertidas en valores de primer orden y acciones de interés variable. En otra carpeta había una copia de su testamento. Era un documento breve, por el que legaba una manda de 5.000 libras a la Fundación de Escritores y a un club de escritores de misterio, y el grueso de sus posesiones a la amiga de Australia. Otra carpeta contenía documentos relacionados con su divorcio, que había tenido lugar hacía quince años; tras un examen rápido, Dalgliesh vio que había sido un asunto duro, pero, desde el punto de vista de ella, no especialmente ventajoso. Los pagos eran pequeños y se interrumpían con la muerte de Raymond Carling, acaecida hacía cinco años. Y eso era todo. El contenido del escritorio confirmó lo que Dalgliesh ya sospechaba: aquella mujer vivía para su trabajo. Si se lo quitaban, ¿qué le quedaba?