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En el curso de las innumerables conversaciones sobre la tragedia que ocuparían las semanas y los meses siguientes, el personal de la Peverell Press generalmente coincidía en que la experiencia de Marjorie Spenlove había sido singular. La señorita Spenlove, la correctora de textos más antigua de la editorial, llegó a las nueve y cuarto en punto, su hora de costumbre. Le murmuró un «Buenos días» a George, quien, anonadado ante su centralita, no se fijó en ella. Lord Stilgoe, Dauntsey y De Witt estaban en el despachito de los archivos con el cadáver, la señora Demery atendía a Blackie en el guardarropa rodeada por el resto del personal y el vestíbulo se hallaba momentáneamente vacío. La señorita Spenlove subió directamente a su despacho, se quitó la chaqueta y se sentó a trabajar. Cuando trabajaba, permanecía ajena a todo lo que no fuera el texto que tenía delante. La Peverell Press aseguraba que ninguna obra revisada por ella contenía jamás un error sin detectar. La señorita Spenlove rayaba la perfección cuando trabajaba con obras de ensayo, ya que con los jóvenes novelistas modernos a veces le resultaba difícil distinguir entre los errores gramaticales y su cultivado y muy elogiado estilo natural. Su pericia iba más allá de las cuestiones de lenguaje; ninguna imprecisión geográfica o histórica pasaba inadvertida, ninguna incongruencia de clima, topografía o vestuario quedaba sin comprobar. Los autores apreciaban su colaboración, aunque la reunión que tenían con ella para aprobar el texto definitivo a menudo les dejaba la sensación de haberse sometido a una sesión particularmente traumática con una intimidante directora de escuela a la vieja usanza.

El sargento Robbins y un agente de paisano habían registrado el edificio poco después de llegar. El registro fue más bien superficial; nadie podía suponer en serio que el asesino estuviese todavía en el lugar, a no ser que fuera un miembro del personal. Pero al sargento Robbins le pasó por alto el pequeño cuarto de aseo de la segunda planta, un error seguramente comprensible. Luego, cuando bajaba para ir a llamar a Gabriel Dauntsey, su fino oído detectó el ruido de una tos en el despacho contiguo y, al abrir la puerta, se encontró cara a cara con una señora mayor que trabajaba ante un escritorio. La mujer lo miró con severidad por encima de sus gafas de media luna e inquirió:

– ¿Y quién es usted, si se puede saber?

– Soy el sargento Robbins de la policía metropolitana, señora. ¿Cómo ha entrado usted?

– Por la puerta. Trabajo aquí. Este es mi despacho. Soy correctora de textos de la Peverell Press y, como tal, tengo derecho a estar aquí. Dudo muchísimo que pueda decirse lo mismo de usted.

– Estoy de servicio, señora. Se ha encontrado muerto al señor Gerard Etienne en circunstancias sospechosas.

– ¿Quiere decir que lo han asesinado?

– Todavía no estamos seguros.

– ¿Cuándo murió?

– Lo sabremos mejor cuando recibamos el informe del patólogo forense.

– ¿Cómo murió?

– Todavía no conocemos la causa de la muerte.

– Me parece, joven, que es muy poco lo que sabe. Quizá sea mejor que vuelva cuando esté mejor informado.

El sargento Robbins abrió la boca y volvió a cerrarla con firmeza, conteniéndose justo a tiempo para no decir: «Sí, señorita. Muy bien, señorita.» Se retiró, cerró la puerta a sus espaldas y siguió bajando. Estaba a mitad de la escalera cuando se dio cuenta de que no le había preguntado el nombre. Acabaría sabiéndolo, naturalmente. Era una pequeña omisión en un breve encuentro que, debía reconocerlo, no había sido de los mejores. Como era un hombre sincero y moderadamente propenso a conjeturas, reconoció también que ello se debía en parte al asombroso parecido físico y de voz que la señora del despacho presentaba con la señorita Addison, la primera maestra del sargento después de salir del parvulario, quien creía que los niños se portan mejor y son más felices cuando saben desde el primer momento quién es el que manda.

La señorita Spenlove quedó más afectada por la noticia de lo que había dejado traslucir. Tras terminar la página en que estaba trabajando, llamó a la centralita.

– ¿Podría localizarme a la señora Demery, George? -Cuando buscaba información, la señorita Spenlove creía en la conveniencia de acudir a un experto-. ¿Señora Demery? Hay un joven vagando por la casa que dice ser sargento de la policía metroplitana. Me ha asegurado que el señor Etienne está muerto, posiblemente asesinado. Si sabe usted algo al respecto, le agradecería que subiera a instruirme. ¡Ah!, y ya estoy a punto para el café.

La señora Demery, abandonando a Blackie a los cuidados de Mandy, tuvo mucho gusto en complacerla.

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