El lunes por la mañana, Daniel marcó el número de la centralita de Innocent House y le pidió a George Copeland que acudiera a Wapping durante la hora del almuerzo. El conserje llegó justo pasada la una y media, y trajo consigo a la habitación un peso de angustia y tensión que pareció embargar el aire. Cuando Kate comentó que hacía calor en la sala y que quizás estaría más cómodo si se quitaba el abrigo, él lo hizo de inmediato, como si la sugerencia hubiera sido una orden, pero lo siguió con mirada aprensiva mientras Daniel lo recogía y lo colgaba, como si temiera que aquél fuera sólo el primer paso de un desnudamiento premeditado. Observando su rostro aniñado, Daniel pensó que debía de haber cambiado poco desde la adolescencia. Las mejillas redondas con sendas lunas de color rojo, tan definidas como parches, tenían la lisura de la goma, en incongruente contraste con la seca mata de cabello gris. Los ojos reflejaban una expresión de fatigada esperanza, y la voz, atractiva pero insegura, estaba más dispuesta, sospechó, a congraciarse que a afirmar. Probablemente lo habían intimidado en la escuela, pensó Daniel, y luego la vida lo había tratado a patadas. Pero al parecer había encontrado su hueco en Innocent House, en un empleo que por lo visto le convenía y que obviamente desempeñaba de un modo satisfactorio. ¿Cuánto habría durado esa situación bajo el nuevo orden?, se preguntó.
Kate le invitó a tomar asiento ante ella con más cortesía de la que habría mostrado con Claudia Etienne o con cualquiera de los demás sospechosos varones, pero él se sentó tan rígido como una tabla, las manos como zarpas cerradas sobre su regazo.
Kate comenzó:
– Señor Copeland, durante la fiesta de compromiso del señor Etienne, el día diez de julio, se le vio bajar con la señora Bartrum del piso de los archivos de Innocent House. ¿Qué habían ido a hacer allí?
Formuló la pregunta con suavidad, pero su efecto fue tan devastador como si lo hubiera empujado contra la pared y le hubiera gritado a la cara. Él se encogió literalmente en su silla y las lunas rojas llamearon y crecieron, para luego desvanecerse en una palidez tan extrema que Daniel se acercó instintivamente, medio creyendo que iba a desmayarse.
– ¿Reconoce que subieron al último piso? -preguntó Kate.
El sospechoso recobró la voz.
– Al cuarto de los archivos, no; no fuimos allí. La señora Bartrum quería ir al servicio. La acompañé al del último piso y la esperé fuera.
– ¿Por qué no utilizó los aseos del vestuario de señoras del primer piso?
– Lo intentó, pero los dos cubículos estaban ocupados y había cola. Ella estaba…, tenía prisa.
– De modo que la acompañó usted arriba. Pero ¿por qué se lo pidió a usted y no a alguna de las empleadas de la casa?
Era una pregunta, pensó Daniel, que habría sido más lógico hacerle a la señora Bartrum. Sin duda en un momento u otro así sería.
Copeland permaneció en silencio. Kate insistió:
– ¿No habría sido más natural que se lo hubiera pedido a una mujer?
– Quizá sí, pero es tímida. No conocía a ninguna, y yo estaba allí en el mostrador.
– Y a usted lo conocía, ¿no es eso? -Él no pronunció ninguna palabra, pero asintió con una leve inclinación de cabeza-. ¿Se conocen muy bien?
Entonces él la miró de hito en hito y contestó:
– Es mi hija.
– ¿El señor Sydney Bartrum está casado con su hija? Eso lo explica todo. Es perfectamente natural y comprensible: ella se dirigió a usted porque es usted su padre. Pero eso no es de conocimiento común, ¿verdad? ¿Por qué es un secreto?
– Si se lo digo, ¿habrá de saberse? ¿Tiene usted que decir que se lo he dicho?
– No tenemos que decírselo a nadie excepto al comandante Dalgliesh, y no lo sabrá nadie más a no ser que se trate de algo relevante para nuestra investigación. Eso no podemos saberlo hasta que nos lo explique.
– Fue el señor Bartrum, es decir, Sydney, quien quiso que no se supiera. Quería mantenerlo en secreto, al menos al principio. Es un buen marido, la quiere y son felices los dos. Su primer marido era un animal. Ella hizo todo lo posible porque el matrimonio fuera un éxito, pero creo que sintió un gran alivio cuando él la dejó. Siempre había andado con mujeres y al final se fue con una de ellas. Se divorciaron, pero ella quedó muy afectada. Perdió toda la confianza en sí misma. Menos mal que no tenían hijos.
– ¿Cómo conoció al señor Bartrum?
– Un día mi hija vino a buscarme al trabajo. Normalmente soy el último en salir, así que nadie la vio excepto el señor Bartrum. Como no le arrancaba el coche, Julie y yo nos ofrecimos a llevarlo y, cuando llegamos a su casa, él nos invitó a tomar un café. Supongo que debía de sentirse obligado. De ahí vino todo. Empezaron a escribirse, y los fines de semana él iba a verla a Basingstoke, donde ella vivía y trabajaba.
– Pero en Innocent House debían de saber que usted tenía una hija.
– No estoy seguro. Sabían que era viudo, pero nunca me preguntaban por la familia. Además, Julie no vivía conmigo; trabajaba en la delegación de Hacienda de Basingstoke y no venía mucho por casa. Creo que debían de saberlo, pero nunca me preguntaban por ella. Por eso fue tan fácil mantener la boda en secreto.
– ¿Y por qué no había de saberse?
– El señor Bartrum, Sydney, dijo que quería que su vida privada fuera privada, que el matrimonio no tenía nada que ver con la Peverell Press, que no quería que los empleados chismorrearan sobre sus asuntos particulares. No invitó a nadie de la empresa a la boda, aunque sí les dijo a los directores que se casaba. Bueno, claro que no tenía más remedio, porque habían de cambiarle el código fiscal. Y luego les dijo lo de la niña y le enseñó la foto a todo el mundo. Está muy orgulloso de ella. Yo creo que al principio no quería que la gente supiera que se había casado…, bueno, que se había casado con la hija del recepcionista. Seguramente tenía miedo de perder prestigio. Se crió en un orfanato, y hace cuarenta años esas instituciones para niños no eran lo que son ahora. En la escuela lo despreciaban, le hacían sentir inferior, y no creo que lo haya olvidado nunca. Siempre se ha preocupado mucho por su posición en la empresa.
– ¿Y qué opina su hija de todo esto, del secreto, del ocultar que el señor Bartrum es su yerno?
– No creo que le importe. A estas alturas ya no debe ni acordarse. La empresa no significa nada para ella. Desde que se casaron, la única vez que ha estado en Innocent House fue con motivo de la fiesta de compromiso del señor Gerard. Quería ver la casa por dentro y, sobre todo, quería ver el número 10, el despacho donde él trabaja. Está muy enamorada de él. Ahora tienen la niña y son felices los dos. Sydney le ha cambiado la vida. Supongo que si sólo los viera en la oficina no sería lo mismo, pero voy a visitarlos casi todos los fines de semana y veo a Rosie, la niña, siempre que quiero.
Paseó la mirada de Daniel a Kate, como implorando su comprensión, y prosiguió.
– Ya sé que parece extraño y creo que ahora Sydney lo lamenta. Más o menos me lo ha dado a entender. Pero comprendo cómo ocurrió. Nos pidió de forma impulsiva que no se lo dijéramos a nadie y, cuanto más tiempo pasaba, más imposible resultaba decir la verdad. Además, nadie nos preguntó nada. A nadie le interesaba saber con quién se había casado. Nadie me preguntaba por mi hija. La gente sólo se interesa por tu familia si hablas de ella, y aun así es más que nada por cortesía. En realidad no les importa. Pero sería muy malo para el señor Bartrum, para Sydney, que se supiera ahora. Y no me gustaría que él pensara que he venido a decírselo. ¿Tiene que saberse?
– No -respondió Kate-. Creo que no.
Pareció quedarse más tranquilo. Daniel le ayudó a ponerse el abrigo. Cuando regresó, después de acompañarlo a la puerta, se encontró a Kate dando vueltas por la habitación y completamente enfurecida.
– ¡A la mierda todos los malditos esnobs idiotas y pomposos…! ¡Este hombre vale por diez Bartrums! Sí, claro, ya entiendo cómo ocurrió, la inseguridad social, quiero decir. Es el único de los empleados de alto nivel que no ha estado en Oxford ni en Cambridge, ¿verdad? Parece ser que a tu sexo le importan estas cosas, sabe Dios por qué. Y te dice algo de la Peverell Press, ¿eh? Ese hombre lleva trabajando para ellos…, ¿desde cuándo? Desde hace casi veinte años, y ni siquiera le han preguntado nunca por su hija.
– Si le hubieran preguntado -señaló Daniel-, habría contestado que estaba casada y muy satisfecha, gracias. Pero ¿por qué habían de preguntar? El jefe no se interesa por tu vida doméstica. ¿Te gustaría que lo hiciera? Está claro lo que sucedió: sintió el pretencioso impulso de mantenerlo en secreto y luego se dio cuenta de que tenía que seguir haciéndolo si no quería quedar como un tonto. Me gustaría saber lo que Bartrum estaría dispuesto a pagar para que no se descubriera. Pero al menos ya sabemos por qué Copeland y la señora Bartrum subieron juntos al último piso; aunque a él no le hacía falta ninguna excusa, puede subir siempre que quiera. Un pequeño problema que nos quitamos de encima.
– En realidad, no -objetó Kate-. En Innocent House han sido todos muy discretos, especialmente los socios, pero la señora Demery y los empleados jóvenes nos han dicho lo suficiente para hacernos una idea bastante aproximada de lo que ocurría. Con Gerard Etienne al mando, ¿cuánto crees que habrían durado Copeland y Bartrum en la empresa? Copeland quiere a su hija y ella quiere a su marido; sabe Dios por qué, pero por lo visto es así. Viven felices juntos, tienen una hija. Los dos tenían mucho que perder, ¿no?, tanto Bartrum como Copeland. Y no olvidemos una cosa de George Copeland: es el que se ocupa de las pequeñas reparaciones de la casa. Es un manitas. Probablemente es el sospechoso que habría tenido menos problemas para desconectar la estufa de gas. Y habría podido hacerlo en cualquier momento sin ningún peligro; la única persona que utiliza habitualmente el despachito de los archivos es Gabriel Dauntsey, y él nunca enciende la estufa. Si tiene frío, se trae su propia estufa eléctrica. No es un pequeño problema que nos quitamos de encima; es otra maldita complicación.