Libro tercero . Desarrollo
36

El sábado 16 de octubre Jean-Philippe Etienne dio su paseo matutino a las nueve, como de costumbre. Ni la hora ni la rata variaban nunca, fueran cuales fuesen la estación y el clima. Echaba a andar por la cresta de roca que separaba las marismas de los campos arados donde se decía que se había alzado el fuerte romano de Othona y, dejando atrás la capilla anglocelta de St. Peter-on-the-Wall, rodeaba el promontorio hasta llegar al estuario del Blackwater. Rara vez se cruzaba con alguien en el curso de su ambulación matinal, ni siquiera en verano, cuando algún visitante de la capilla u observador de pájaros se decidía a salir temprano, pero si se encontraba con alguien le dirigía un saludo cortés y nada más. Los habitantes del lugar sabían que se había instalado en Othona House para vivir en soledad y respetaban su deseo. No aceptaba llamadas telefónicas ni recibía visitas. Pero esa mañana a las diez y media iría hasta allí un visitante al que no se podía rechazar.

Bajo la creciente luz del día, contempló el sereno estrecho del estuario y las luces de la isla de Mersea, y pensó en ese desconocido comandante Dalgliesh. El mensaje que había transmitido a la policía por mediación de Claudia era inequívoco: no tenía ninguna información que dar sobre la muerte de su hijo, ninguna teoría que proponer, ninguna posible explicación del misterio que sugerir, ningún sospechoso que mencionar. Su opinión particular era que Gerard había muerto de un modo accidental, por extrañas o sospechosas que pudieran parecer algunas circunstancias. Una muerte accidental parecía más probable que cualquier otra explicación y, ciertamente, más probable que un asesinato. Asesinato. Las densas consonantes del horror resonaron en su mente con un ruido sordo, sin evocar nada más que repugnancia e incredulidad.

Y allí, tan inmóvil como si se hubiera quedado petrificado sobre la estrecha franja de playa donde las olas minúsculas se deshacían en una fina mancha de espuma sucia, mientras veía apagarse una a una las luces del otro lado del estrecho a medida que iba clareando el día, rindió a su hijo el renuente tributo del recuerdo. Muchos de los recuerdos eran turbadores, pero ya que le asediaban la mente y no los podía repeler, quizá sería mejor que los aceptara, les diera un sentido y los disciplinara. Gerard había llegado a la adolescencia teniendo muy claro un tema: era hijo de un héroe. Eso era importante para un muchacho, para cualquier muchacho, pero en especial para uno tan orgulloso como él. Quizá se sintiera agraviado por su padre, insuficientemente amado, infravalorado, descuidado, pero podía pasar sin el amor si tenía el orgullo, el orgullo del apellido y de lo que ese apellido representaba. Siempre había sido importante para él saber que el hombre cuyos genes llevaba había sido sometido a prueba como pocos de su generación y había salido airoso de ella. Pasaban los decenios y los recuerdos se difuminaban, pero todavía se podía juzgar a un hombre por lo que había hecho en los turbulentos años de la guerra. La reputación de Jean-Philippe era firme e inviolable. Otros héroes de la Resistencia habían visto mancillada su reputación por las revelaciones de años posteriores, pero él nunca. Las medallas que ya no lucía las había ganado merecidamente.

Jean-Philippe había observado el efecto que este conocimiento producía en Gerard; la apremiante necesidad de obtener la aprobación y el respeto de su padre, la necesidad de competir, de justificarse a ojos de su padre. ¿No era éste el motivo de que a los veintiún años hubiera escalado el Cervino? Hasta aquel momento, nunca había mostrado el menor interés por el alpinismo. La hazaña le exigió tiempo y dinero. Contrató al mejor guía de Zermatt, quien, con buen juicio, le impuso un período de varios meses de riguroso entrenamiento antes de intentar el ascenso y fijó condiciones estrictas: el grupo volvería atrás antes del asalto final a la cima si él consideraba que Gerard era un peligro para su propia seguridad o la de los demás. Pero no volvieron atrás. La montaña fue conquistada. Eso era algo que Jean-Philippe no había logrado.

Y luego estaba la Peverell Press. Durante sus últimos años de actividad, Jean-Philippe sabía que era poco más que un pasajero de la nave, un pasajero tolerado al que nadie molestaba y que no causaba problemas a nadie. Cuando el poder pasara a manos de Gerard, éste transformaría la Peverell Press. Y Jean-Philippe le otorgó ese poder. Transfirió veinte de sus acciones de la empresa a Gerard y quince a Claudia. Gerard sólo necesitaba conservar el apoyo de su hermana para asegurarse el control mayoritario. ¿Y por qué no? Los Peverell habían tenido su época; era el momento de que los Etienne se pusieran al frente.

Y aun así Gerard acudía mes tras mes a presentarle los informes, como si fuera un administrador rindiendo cuentas al dueño. No pedía consejo ni aprobación; no eran sus consejos ni su aprobación lo que le hacía acudir. A veces Jean-Philippe creía que aquellos viajes eran una forma de expiación, una penitencia voluntariamente impuesta, un deber filial emprendido cuando el anciano ya había dejado atrás tales inquietudes y sus manos rígidas iban soltando poco a poco aquellos frágiles hilos que lo ataban a la familia, a la empresa, a la vida. Le escuchaba, en ocasiones hacía algún comentario, pero nunca se había decidido a decirle: «No quiero saber nada. Ya no me importa. Puedes vender Innocent House, trasladarte a Docklands, vender la empresa, quemar los archivos. Mi último interés por la Peverell Press se agotó cuando arrojé al Támesis aquellos fragmentos de hueso triturado. Para tus activas preocupaciones, estoy tan muerto como Henry Peverell. Los dos hemos dejado atrás estas inquietudes. No creas que estoy vivo porque aún hablo contigo, porque todavía realizo algunas de las funciones de un hombre.» Permanecía sentado sin moverse, extendiendo de vez en cuando una mano temblorosa hacia su vaso de vino, un vaso grueso y de pesada base que podía manejar con más facilidad que una copa. La voz de su hijo le llegaba desde la lejanía.

– Resulta difícil saber si es preferible comprar o alquilar. En principio, estoy a favor de comprar. Los alquileres son ridículamente bajos en estos momentos, pero no lo serán cuando expire el contrato. Por otra parte, parece sensato firmar un contrato de alquiler a corto plazo para los próximos cinco años y dejar libre el capital para adquisiciones y ampliaciones. El negocio editorial se basa en los libros, no en los bienes inmuebles. La Peverell Press lleva cien años derrochando sus recursos en mantener Innocent House, como si la casa fuera la empresa. Pierde la casa y has perdido la editorial. Ladrillos y argamasa elevados a símbolo, incluso en el logotipo.

– Piedra y mármol -dijo Jean-Philippe. Y al ver el ceño intrigado de su hijo, añadió-: Piedra y mármol, no ladrillos y argamasa.

– La fachada posterior es de ladrillo. La casa es un híbrido arquitectónico. La gente alaba a Charles Fowler por la brillantez con que supo combinar la elegancia de finales de la época georgiana con el gótico veneciano del siglo xv, pero más le habría valido no intentarlo. Hector Skolling puede quedarse con Innocent House si quiere, y que le aproveche.

– Para Frances será una desdicha.

Lo dijo por decir algo. Las desdichas de Frances no lo conmovían. El vino le resultaba agradable al paladar. Era una suerte que aún pudiera saborear aquellos recios tintos.

Gerard respondió:

– Ya lo superará. Todos los Peverell se consideran obligados a amar Innocent House, pero dudo que le importe mucho. -Siguiendo la asociación de ideas, prosiguió-: ¿Viste el anuncio de mi compromiso en el Times del pasado lunes?

– No. Ya no me molesto en leer los periódicos. El Spectator incluye un resumen de las principales noticias de la semana. Esa media página me basta para comprobar que el mundo sigue yendo más o menos como ha ido siempre. Espero que seas feliz en el matrimonio. Yo lo fui.

– Sí, siempre me dio la impresión de que mamá y tú os entendíais bastante bien.

Jean-Philippe percibió su azoramiento. El comentario, tosco e inadecuado, quedó colgando entre los dos como un jirón de humo acre.

– No estaba pensando en tu madre -replicó Jean-Philippe con voz serena.

Y allí, contemplando la extensión de agua mansa, le pareció que sólo en aquellos confusos y turbulentos días de la guerra había estado verdaderamente vivo. Era joven, estaba apasionadamente enamorado, vivificado por el peligro constante, estimulado por los ardores del mando, exaltado por un patriotismo simple y sin complicaciones que para él se había convertido en una religión. Entre las ambiguas lealtades de la Francia de Vichy, la suya era clara y absoluta. Desde entonces, nada había menoscabado el portento, la excitación, la fascinación de aquellos años. Su resolución no vaciló ni siquiera después de que mataran a Chantal, aunque le desconcertó darse cuenta de que culpaba de su muerte tanto al maquis como a los invasores alemanes. Nunca había creído que la resistencia más eficaz consistiera en la acción armada ni en el asesinato de soldados alemanes. Y luego, en 1944, llegaron la liberación y el triunfo, y con ellos una reacción tan inesperada e intensa que lo dejó desmoralizado, casi apático. Sólo entonces, en el momento de la victoria, tuvo tiempo y lugar para llorar a Chantal. Se sentía como un hombre vaciado de toda capacidad de emocionarse, a excepción de aquella pesadumbre abrumadora que en su triste futilidad se le antojaba parte de una aflicción más grande, una aflicción universal.

Sentía poca inclinación a la venganza y contempló con asqueada repulsión los rapados de cabeza a las mujeres acusadas de «relaciones sentimentales con el enemigo», los ajustes de cuentas, las purgas realizadas por el maquis, la justicia sumaria que ejecutó a treinta personas en el Puy-de-Dôme sin un juicio formal. Se alegró, como la mayor parte de la población, cuando se restableció el debido curso de la ley, pero los procesos y los veredictos no le proporcionaron ninguna satisfacción. No se compadecía de los que habían traicionado a la Resistencia ni de los que habían torturado o asesinado, pero en aquellos tiempos de ambigüedad muchos colaboradores del régimen de Vichy habían hecho lo que creían mejor para Francia, y si las potencias del Eje hubieran ganado la guerra, tal vez eso habría sido lo mejor para Francia. Entre ellos había personas decentes que escogieron el bando equivocado por razones no del todo innobles; otros eran débiles; a algunos los movía el aborrecimiento al comunismo, y a otros les seducía el atractivo insidioso del fascismo. No podía odiar a ninguno de ellos. Hasta su propia fama, su propio heroísmo, su propia inocencia se le volvieron repugnantes.

Necesitaba alejarse de Francia y se fue a Londres. Su abuela era inglesa. Hablaba el idioma de un modo impecable y estaba familiarizado con las peculiaridades de las costumbres inglesas, todo lo cual le ayudó a suavizar su autoimpuesto destierro. Pero no se instaló en Inglaterra porque sintiera ningún afecto especial por el país ni por sus habitantes. Fue en Londres, en una fiesta -no recordaba cuál ni en qué lugar-, donde le presentaron a Margaret, una prima de Henry Peverell. Era guapa, sensible y cautivadoramente infantil, y se enamoró románticamente de él, se enamoró de su heroísmo, de su nacionalidad, incluso de su acento. Él, por su parte, encontró halagadora su adulación exenta de críticas, y le resultó difícil no responder al menos con afecto y un cariño protector a la vulnerabilidad de la joven. Pero nunca llegó a quererla. Sólo había querido a un ser humano. Con Chantal murió también su capacidad de experimentar cualquier sentimiento más intenso que el afecto.

Aun así se casó con ella y se la llevó a Toronto. Y cuando, al cabo de cuatro años, ese nuevo exilio empezó a resultar fastidioso, regresaron a Londres, ahora con dos criaturas. Ingresó en la Peverell Press por invitación de Henry, invirtió un capital considerable en la empresa, cogió a cambio sus acciones y pasó el resto de su vida laboral en aquella extravagante locura a orillas de un río septentrional y extraño. Suponía que podía considerarse razonablemente satisfecho. Sabía qué la gente lo tenía por un hombre tedioso, pero no le sorprendía; de hecho, él mismo se aburría. El matrimonio duró. Hizo a su esposa Margaret Peverell tan feliz como era capaz de serlo; sospechaba que las mujeres de la familia Peverell no eran capaces de sentir mucha felicidad. Margaret anhelaba desesperadamente tener hijos, y él le había proporcionado debidamente el hijo y la hija que ella deseaba. Era así como, entonces y ahora, Jean-Philippe concebía la paternidad: el don de algo necesario para la felicidad de su esposa, ya que no para la suya; algo que, una vez dado -como una sortija, un collar o un coche nuevo-, ya no exigía de él ninguna otra responsabilidad, puesto que la responsabilidad se entregaba con el regalo.

Y ahora Gerard estaba muerto y un policía desconocido venía a decirle que su hijo había sido asesinado.

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