La cita de Kate y Daniel con Rupert Farlow había sido concertada para las diez. Sabían que sería casi imposible aparcar en Hillgate Village, de manera que dejaron el automóvil en la comisaría de policía de Notting Hill Gate y subieron a pie la suave pendiente de la colina bajo los altos olmos de la avenida de Holland Park. Kate pensó en lo extraño que resultaba volver tan pronto a esa parte de Londres tan familiar. Había dejado su piso apenas tres días antes, pero era como si se hubiese alejado del barrio en la imaginación además de físicamente y, al acercarse ahora a Notting Hill Gate, le parecía ver la estridente aglomeración urbana con ojos de forastera. Pero, por supuesto, nada había cambiado: la discordante y poco distinguida arquitectura de los años treinta, la plétora de rótulos callejeros, las cercas que la hacían sentirse un animal de rebaño, las largas jardineras de hormigón con sus arbustos de hoja perenne cubiertos de polvo, las fachadas de los comercios que derramaban su nombre en ríos de chillona luz roja, verde y amarilla, la incesante carrera del tráfico. Incluso seguía estando el mismo mendigo junto a la puerta del supermercado con el gran alsaciano tendido a sus pies sobre una esterilla, musitando a los transeúntes su petición de monedas para comprar un bocadillo. Más allá de toda aquella actividad se extendía Hillgate Village con su apariencia tranquila de fachadas multicolores y estucadas.
Cuando pasaron ante el mendigo y se detuvieron luego en el semáforo, Daniel comentó:
– Donde yo vivo tenemos unos cuantos como ése. Me sentiría tentado de entrar en la tienda para comprarle un bocadillo si no temiera provocar una alteración del orden, y si el perro y él no parecieran ya demasiado sobrealimentados. ¿Tú sueles darles algo?
– No a los de su especie y no con frecuencia. A veces. Me lo reprocho a mí misma, pero lo hago. Nunca más de una libra.
– Para que se la gasten en bebida y drogas.
– Una donación ha de ser sin condiciones. Aunque sea una libra. Aunque sea a un mendigo. Y de acuerdo, ya sé que es hacer la vista gorda a un delito.
Habían cruzado la calle por el paso de peatones cuando de pronto Daniel habló de nuevo.
– El sábado que viene tendría que ir al Bar Mitzvah de mi primo.
– Pues ve; es decir, si es importante.
– Al jefe no le gustará que pida un permiso. Ya sabes cómo se las gasta cuando estamos investigando un caso.
– No durará todo el día, ¿verdad? Pídeselo. Estuvo muy comprensivo cuando Robbins solicitó un día libre porque se había muerto su tío.
– Pero eso fue para un funeral cristiano, no para un Bar Mitzvah judío.
– ¿Y qué otra clase de Bar Mitzvah hay? No seas injusto. El jefe no es así y tú lo sabes. Ya te lo he dicho: si es importante, pídeselo; si no, no.
– ¿Importante para quién?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Para el chico, supongo.
– Apenas lo conozco. Dudo que le importe mucho que yo asista o no. Aunque, pensándolo bien, somos una familia pequeña; sólo tiene dos primos. Supongo que le gustaría que estuviera presente. Mi tía seguramente preferiría que no fuese. Así tendría otro agravio contra mi madre.
– No pretenderás que el jefe decida si es más importante complacer a tu primo o disgustar a tu tía. Si es importante para ti, ve. ¿Por qué has de darle tantas vueltas?
Él no respondió y, mientras subían por la calle Hillgate, Kate pensó: «Quizás es porque para él se trata de algo serio.» Al reflexionar sobre esta breve conversación, se sintió sorprendida. Era la primera vez que él le abría, siquiera de un modo vacilante, la puerta de su vida privada. Y Kate había creído que, como ella, guardaba con casi obsesiva vigilancia ese portal esencialmente inviolado. En los tres meses transcurridos desde que había llegado a la Brigada, no habían hablado nunca de su ascendencia judía; a decir verdad, no habían hablado de casi nada que no fuera el trabajo. ¿Le interesaba realmente su consejo o sólo la utilizaba para ordenar sus pensamientos? Si necesitaba consejo, era asombroso que se lo pidiera a ella. Kate había notado en él desde el primer momento cierta actitud defensiva que, si no se manejaba con tacto, podía volverse espinosa, y le molestaba un poco la necesidad de tacto en una relación profesional. El trabajo policial conllevaba suficientes tensiones de por sí para encima tener que tranquilizar a un colega o congraciarse con él. Pero Daniel le gustaba; o quizá sería más exacto decir que empezaba a gustarle sin saber muy bien por qué. Era de complexión robusta, apenas más alto que ella, de facciones pronunciadas y cabellera rubia, cuando ella la hubiera imaginado morena. Sus ojos de color gris pizarra brillaban como guijarros pulidos y cuando se enojaba, se oscurecían hasta volverse casi negros. Kate percibía en ellos tanto su inteligencia como una ambición similar a la de ella. Además, parecía no tener ningún problema en trabajar con una mujer que lo superaba en rango o, si lo tenía, sabía ocultarlo con más habilidad que la mayoría de sus colegas. Kate se dijo que empezaba a encontrarlo sexualmente atractivo, como si esta admisión formal y regular del hecho pudiera protegerla contra los peligros de la proximidad. Había visto a demasiados colegas malbaratar su vida privada y profesional para arriesgarse a este tipo de complicación, siempre mucho más fácil de iniciar que de cortar.
Deseosa de corresponder a su confianza y temiendo haberse mostrado demasiado indiferente, comentó:
– Entre los alumnos de la secundaria de Ancroft había una docena de religiones. Siempre estábamos celebrando una u otra festividad o ceremonia. Por lo general eso significaba hacer mucho ruido y vestirse de gala. La postura oficial era que todas las religiones son igualmente importantes y debo decir que, en mi caso, ello me llevó al convencimiento de que todas son igualmente carentes de importancia. Supongo que si la religión no se enseña con convicción se convierte en otra asignatura aburrida más. Quizás es que soy pagana por naturaleza. No soporto todo ese énfasis en el pecado, el sufrimiento y el juicio final. Si creyera en Dios, me gustaría que fuese inteligente, jovial y divertido.
– Dudo que te ofreciera mucho consuelo mientras te conducían a las cámaras de gas -observó él-. Quizás entonces prefirieras un dios de venganza. Es esta calle, ¿no?
Kate se preguntó si ya se había cansado del tema o si estaba advirtiéndole que no se metiera en su territorio privado. Contestó:
– Sí. Por lo visto, los números altos quedan en el otro extremo.
Había un interfono a la izquierda de la puerta. Kate pulsó el botón y, al oír una voz masculina, anunció:
– La inspectora Miskin y el inspector Aaron. Venimos a ver al señor Farlow. Nos espera.
Permaneció atenta al zumbido que indicaría que se había abierto la cerradura, pero en su lugar volvió a oír la misma voz.
– Enseguida bajo.
La espera de un minuto y medio se le antojó muy larga. Kate acababa de consultar el reloj por segunda vez cuando se abrió la puerta y se encontraron ante un joven corpulento, descalzo y vestido con unos pantalones muy ajustados de cuadros blancos y azules y un suéter blanco. Llevaba el pelo cortado en mechones tiesos y muy cortos que daban a su cabeza redonda el aspecto de un cepillo erizado. Su nariz era ancha y carnosa, y sus brazos cortos y redondeados, con una pátina de vello castaño, parecían tan suaves y rollizos como los de un bebé. Kate pensó que tenía la consistencia acogedora de un osito de peluche, a falta únicamente, para completar el cuadro, de una etiqueta con el precio colgada del arete que llevaba en la oreja izquierda. Sin embargo, los ojos azul claro que al principio se clavaron en los suyos con expresión de cautela, mostraron después un franco antagonismo, y cuando habló no hubo simpatía en su voz. Sin prestar atención a la tarjeta de identificación que Kate le mostraba, sugirió:
– Será mejor que suban.
En el estrecho vestíbulo hacía mucho calor y el aire estaba impregnado de un olor exótico, mezcla de flores y especias, que a Kate le habría parecido agradable si no hubiera sido tan intenso. Subieron tras su guía por una angosta escalera y se encontraron en una sala de estar que ocupaba toda la longitud de la casa. Un arco curvado mostraba el lugar donde antes debía de alzarse el tabique divisorio. Al fondo habían construido una pequeña galería a modo de invernáculo con vistas al jardín. Kate, que creía haber elevado a la categoría de arte la capacidad de observar los detalles de su entorno sin delatar una curiosidad demasiado evidente, centró toda su atención en el hombre al que habían ido a visitar. Estaba recostado sobre almohadas en una cama individual situada a la derecha de la galería cubierta y era patente que se hallaba a punto de morir. La joven policía había visto muchas veces la demacración extrema reflejada en la pantalla del televisor; estaba casi habituada a contemplar desde su sala de estar ojos carentes de vida y miembros consumidos por la inanición. Pero, en aquel momento, al tenerla ante sí por primera vez, se preguntó cómo un ser humano podía estar tan disminuido y seguir respirando, cómo los grandes ojos, que parecían flotar libremente en sus cuencas, podían envolverla con tal mirada de intensa y levemente irónica diversión. El enfermo llevaba puesto un batín de seda escarlata que no conseguía dar color al amarillo malsano de la piel. Junto a la cabecera del lecho había una mesita de juego con una silla al otro lado y dos barajas preparadas sobre el tapete verde. Al parecer, Rupert Farlow y su compañero estaban a punto de empezar una partida de canasta.
Su voz no era potente, pero tampoco trémula; el yo esencial aún seguía vivo, aún seguía presente en sus inflexiones nítidas y claras.
– Discúlpenme si no me levanto. El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil. He de reservar mis energías para procurar que Ray no me mire las cartas. Siéntense, por favor, si encuentran dónde hacerlo. ¿Les gustaría tomar algo? Ya sé que en teoría no pueden beber cuando están de servicio, pero insisto en considerar su presencia una visita social. ¿Dónde has escondido la botella, Ray?
El muchacho, sentado a la mesa de juego, no se movió. Kate respondió:
– No tomaremos nada, gracias. Y esperamos terminar enseguida. Queríamos hablar con usted acerca de la tarde y noche del jueves.
– Me lo había figurado.
– El señor De Witt dice que al salir de la oficina vino directamente a casa y estuvo aquí con usted toda la noche. ¿Podría confirmarlo?
– Si James les ha dicho eso es que es verdad. James nunca miente. Es una de las características que sus amigos encuentran exasperantes.
– ¿Y es verdad?
– Naturalmente. ¿No se lo ha dicho él?
– ¿A qué hora llegó a casa?
– A la hora de costumbre. Alrededor de las seis y media, ¿no es eso? Él se lo dirá. Seguramente ya se lo ha dicho.
Kate, después de apartar un montón de revistas, se había sentado en un sofá de estilo Victoriano situado frente a la cama.
– ¿Cuánto hace que vive usted aquí con el señor De Witt?
Rupert Farlow volvió hacia ella sus ojos inmensos llenos de dolor, desplazando la cabeza con lentitud como si el peso de su cráneo desnudo se hubiera vuelto excesivo para el cuello.
– ¿Me pregunta cuánto hace que comparto con él esta casa en contraposición a, digamos, compartir su vida, compartir su cama?
– Sí, eso le pregunto.
– Cuatro meses, dos semanas y tres días. Me sacó del hospital. No sé muy bien por qué. Quizá le excita vivir con un moribundo. A algunos les ocurre. No había escasez de visitantes en el hospital, se lo aseguro; somos la obra de beneficencia que siempre encuentra voluntarios. El sexo y la muerte, de lo más excitante. A propósito, no hemos sido amantes. Está enamorado de esa chica tan aburrida y convencional, Frances Peverell. James es depresivamente heterosexual. Puede usted estrecharle la mano sin ningún temor e incluso entregarse a un contacto físico más íntimo, si le apetece probar suerte.
Daniel decidió intervenir:
– Llegó del trabajo a las seis y media. ¿Volvió a salir más tarde?
– No, que yo sepa. Se acostó hacia las once y estaba aquí cuando me desperté a las tres y media, a las cuatro y cuarto y a las seis menos cuarto. Anoté cuidadosamente las horas. Ah, y también me prestó algunos servicios bastante engorrosos hacia las siete de la mañana. Desde luego, no habría tenido tiempo de volver a Innocent House y cargarse a Gerard Etienne entre esas horas. Pero quizá deba advertirles que no soy muy digno de crédito. Es lo que les diría de todos modos. No me conviene demasiado que encierren a James en la cárcel, ¿verdad?
– Tampoco le conviene encubrir a un asesino -adujo Daniel.
– Eso no me inquieta. Si se llevan a James, da igual que se me lleven a mí también. Causaría yo más molestias al sistema de justicia criminal que ustedes a mí. Es la ventaja de ser un moribundo: no tiene muchos atractivos, pero escapas al poder de la policía. Con todo, debo intentar serles útil, ¿verdad? Hay un detalle que confirma lo dicho. ¿No llamaste hacia las siete y media, Ray, y hablaste con James?
Ray había cogido las cartas y estaba barajándolas con habilidad.
– Sí, es verdad, a las siete y media. Llamé para ver cómo te encontrabas. James estaba aquí a esa hora.
– Ya lo ven. ¿Verdad que ha sido oportuno que lo recordara?
Kate habló movida por un impulso:
– ¿Es usted…, sin duda tiene que serlo…, el Rupert Farlow que escribió Jaula de locas?
– ¿La ha leído?
– Me la regaló un amigo por Navidad. Consiguió encontrar un ejemplar encuadernado en tela; por lo visto, van bastante buscados. Me dijo que la primera edición se había agotado y que no publicaron una segunda.
– Una poli leída. Creía que sólo existían en las novelas. ¿Le gustó?
– Sí, me gustó. -Tras unos instantes de silencio, añadió-: Me pareció maravillosa.
Él alzó la cabeza y miró a Kate.
– Estaba muy complacido con ese libro -dijo en un tono de voz distinto y tan quedo que ella apenas le oyó.
Al mirarlo a los ojos, Kate vio consternada que estaban relucientes de lágrimas. El frágil cuerpo empezó a temblar bajo su sudario escarlata y ella sintió el impulso, tan fuerte que casi tuvo que combatirlo físicamente, de acercarse y estrecharlo entre sus brazos. Desvió la mirada y, esforzándose porque su voz sonara normal, le anunció:
– No le fatigaremos más, pero quizá tengamos que volver para pedirle que nos firme una declaración.
– Me encontrarán en casa. Y si no estoy, no es probable que obtengan una declaración. Ray los acompañará a la puerta.
Los tres bajaron la escalera en silencio. Ya en la puerta, Daniel se volvió hacia el joven.
– El señor De Witt nos ha dicho que el jueves por la tarde no llamó nadie a esta casa, así que uno de los dos miente o se equivoca. ¿Es usted?
El chico se encogió de hombros.
– De acuerdo, puede que me haya confundido. No es nada grave. Quizá fue otro día.
– O quizá ningún día. Es peligroso mentir en una investigación por asesinato. Peligroso para usted y para el inocente. Si tiene alguna influencia sobre el señor Farlow, debería explicarle que la mejor manera de ayudar a su amigo es decir la verdad.
Ray tenía la mano en la puerta. Replicó:
– No me venga con esa mierda. ¿Por qué iba a hacerlo? Eso es lo que siempre dice la policía, que con la verdad te ayudas a ti mismo y al inocente. Decirle la verdad a la pasma va en interés de la pasma. No trate de decirme que va en el nuestro. Y si quieren volver, será mejor que llamen antes. Está demasiado débil para que lo molesten.
Daniel abrió la boca, pero se contuvo y no dijo nada. La puerta se cerró firmemente a sus espaldas. Echaron a andar por la calle Hillgate sin hablar. Al cabo de un rato, Kate observó:
– No debería haber dicho aquello de su novela.
– ¿Por qué no? No hay nada de malo en ello. Es decir, si eras sincera.
– Precisamente mi sinceridad ha sido lo malo. Lo ha trastornado. -Hizo una pausa y añadió-: ¿Cuánto crees que vale esa coartada?
– No gran cosa. Pero si mantiene lo dicho, y supongo que lo mantendrá, aunque averigüemos algo sobre De Witt, tendremos problemas.
– No necesariamente. Dependerá de la fuerza que tengan las posibles pruebas. Si la coartada nos parece poco convincente, también se lo parecerá a un jurado.
– Si es que alguna vez llevamos a ese chico ante un jurado.
Kate permaneció unos instantes en silencio.
– De todos modos, me intriga una cosa. Puede que haya sido casualidad, pero me llama la atención. Está claro que ese amigo suyo, Ray, ha mentido, pero ¿cómo sabía Farlow que la coartada se necesitaba para las siete y media? ¿O acaso ha acertado por una pura cuestión de suerte?