James de Witt cerró la puerta a sus espaldas y se detuvo unos instantes junto a ella con aire indiferente, como preguntándose si, después de todo, iba a molestarse en entrar; finalmente, cruzó la habitación con paso ágil y desenvuelto y desplazó la silla vacía a un lado de la mesa.
– ¿Le importa que me siente aquí? Enfrentarse a usted con la mesa de por medio, como si fuéramos adversarios, resulta más bien intimidante. Despierta desagradables recuerdos de entrevistas con el tutor.
Vestía de un modo informal, con unos tejanos azul oscuro y un holgado jersey de punto acanalado, provisto de refuerzos de piel en codos y hombros, que parecía excedente del ejército. En él el conjunto resultaba casi elegante.
Era muy alto -sin duda más de un metro ochenta- y un tanto desgarbado, y movía con cierta desmaña las muñecas largas y huesudas. La cara, que poseía algo del melancólico humor de un payaso, era enjuta y de rasgos inteligentes, las mejillas lisas bajo los prominentes huesos. Un grueso mechón de cabello castaño claro le caía sobre la ancha frente. Tenía los ojos semicerrados, soñolientos bajo los hinchados párpados, pero eran unos ojos a los que se les escapaba poco y que no delataban nada. Cuando volvió a hablar, su voz suave y agradable resultó curiosamente inadecuada para las palabras, pronunciadas con lentitud:
– Acabo de ver a Claudia. Tiene aspecto de estar mortalmente cansada. ¿Realmente era necesario interrogarla hoy? Después de todo, acaba de perder a su único hermano en circunstancias desoladoras.
Dalgliesh respondió:
– Difícilmente podría considerarse un interrogatorio. Si la señorita Etienne nos hubiera pedido que lo interrumpiéramos, o si yo la hubiera visto demasiado afectada, es evidente que habríamos pospuesto la entrevista.
– ¿Y Frances Peverell? Para ella no será menos desagradable. ¿No puede esperar hasta mañana para entrevistarla?
– No, a no ser que se encuentre demasiado angustiada para verme ahora. En esta clase de investigación, necesitamos obtener la mayor información posible en el menor tiempo posible.
Kate se preguntó si quien le preocupaba de verdad era Frances Peverell, y no Claudia Etienne.
– Supongo que le he quitado el turno a Frances. Lo siento, pero mis planes para el día se han visto alterados y mi amigo, Rupert Farlow, se quedará solo si a las cuatro y media no he llegado a casa. De hecho, Rupert Farlow es mi coartada. Doy por sentado que el propósito principal de esta entrevista es que le presente alguna. Ayer volví a casa en la primera lancha, a las cinco y media, y llegué a Hillgate Village hacia las seis y media. De Charing Cross a Notting Hill Gate fui en metro. Rupert le confirmará que estuve en casa con él todo el tiempo. No vino nadie y, cosa insólita, nadie llamó por teléfono. Si no le importa, concierte una cita antes de ir a verlo. Está enfermo de gravedad y algunos días son mejores que otros para él.
Dalgliesh le formuló la pregunta de rigor: si conocía a alguien que pudiera desear la muerte de Gerard Etienne.
– ¿Enemigos políticos, por ejemplo, utilizando la palabra en su sentido más amplio?
– ¡Santo Dios, no! Gerard era un liberal impecable, al menos de palabra, si no en los hechos. Y a fin de cuentas lo que importa es lo que se dice. Tenía las opiniones liberales correctas. Sabía lo que no puede decirse ni publicarse en la Inglaterra de hoy, y no lo decía ni lo publicaba. Acaso lo pensara, como todos los demás, pero eso todavía no es delito. A decir verdad, dudo que le interesaran mucho los asuntos políticos y sociales, ni siquiera los que afectan a la edición. Podía fingir interés si lo creía conveniente, pero dudo que lo sintiera.
– ¿Qué le interesaba? ¿Qué sentía profundamente?
– La fama. El éxito. Él mismo. La Peverell Press. Quería presidir una de las mayores editoriales privadas del país; la mayor, en realidad, y la de más éxito. La música; Beethoven y Wagner en particular. Era pianista y tocaba bastante bien. Lástima que no mostrara la misma sensibilidad en su trato con las personas. Su pareja actual supongo que también le interesaría.
– Estaba prometido.
– Con la hermana del conde de Norrington. Claudia ha telefoneado a su madre. Imagino que a estas horas ya le habrá dado la noticia a su hija.
– ¿Y el compromiso no planteaba ningún problema?
– No que yo sepa. Claudia podría saberlo, pero lo dudo. Gerard era reservado acerca de lady Lucinda. Nos la presentó a todos, por supuesto. Dio una fiesta aquí el diez de julio, en lugar de la acostumbrada fiesta de verano, para celebrar al mismo tiempo el compromiso y el cumpleaños de su novia. Creo que la conoció en Bayreuth el pasado año, pero saqué la impresión, aunque podría estar equivocado, de que ella no estaba allí por Wagner. Creo que su madre y ella habían ido a visitar a unos primos del Continente. En realidad, sé muy poco de ella. El anuncio del compromiso fue una sorpresa, desde luego. No nos figurábamos que Gerard tuviese ambiciones sociales, si de eso se trataba. Lo que estaba claro era que lady Lucinda no aportaba ningún dinero a la empresa. Linaje, pero sin fondos. Naturalmente, cuando esta gente se queja de pobreza sólo quiere decir que tiene una ligera dificultad momentánea para pagar los gastos de su heredero en Eton. Con todo, no cabe duda de que lady Lucinda contaba entre los intereses de Gerard. Y luego está el montañismo. Si le hubiera preguntado a él por sus intereses, seguramente habría citado el montañismo, aunque, que yo sepa, sólo escaló una montaña en su vida.
Kate preguntó de improviso:
– ¿Qué montaña?
De Witt se volvió hacia ella y sonrió. Fue una sonrisa inesperada que le transformó la cara.
– El Cervino. Probablemente eso le diga todo lo que necesita saber sobre Gerard Etienne.
– Es de suponer que pensaba introducir cambios en la empresa -prosiguió Dalgliesh-. Y no todos debían de ser gratos.
– Eso no significa que no fueran necesarios, y supongo que lo siguen siendo. El mantenimiento de la casa se come los beneficios anuales desde hace decenios. Supongo que podríamos permanecer aquí si redujéramos nuestro catálogo a la mitad, despidiéramos a dos terceras partes del personal, aceptáramos un recorte del treinta por ciento en nuestro propio sueldo y nos contentáramos con vivir del fondo editorial y ser una pequeña casa de prestigio. Pero eso no le habría gustado a Gerard Etienne.
– ¿Y a los demás?
– Bueno, a veces rezongábamos y coceábamos contra el aguijón, pero creo que nos dábamos cuenta de que Gerard tenía razón: había que crecer o morir. Hoy en día una editorial no puede vivir sólo de la edición comercial. Gerard quería absorber una empresa con un buen catálogo de textos de derecho y hay una que está a punto para que alguien la coja; y también quería entrar en el campo del libro de texto. Iba a hacer falta dinero, por no hablar de energía y de cierta dosis de agresividad comercial. No sé si todos habríamos tenido estómago para eso. Sabe Dios qué ocurrirá ahora. Supongo que habrá una reunión de los socios, se confirmará a Claudia como presidenta y directora gerente y se postergarán todas las decisiones desagradables por un mínimo de seis meses. Eso habría divertido a Gerard. Lo habría considerado típico.
Dalgliesh, que no deseaba retenerlo demasiado tiempo, se dispuso a terminarla entrevista preguntándole por el bromista de la oficina.
– No tengo ni idea de quién puede ser el responsable. En las reuniones mensuales de los socios hemos perdido mucho tiempo hablando del asunto, pero no hemos llegado a ninguna conclusión. Es extraño, en realidad. Con una plantilla de sólo treinta personas, a estas alturas deberíamos tener alguna pista, aunque sólo fuera por un proceso de eliminación. Naturalmente, la mayor parte del personal lleva años en la empresa, y yo habría dicho que todos, los antiguos y los nuevos, se hallaban libres de sospecha. Y los incidentes se han producido siempre cuando prácticamente todos estábamos presentes. Quizás era lo que pretendía el bromista, dificultar la eliminación. Los más graves, por supuesto, fueron la desaparición de las ilustraciones para el libro sobre Guy Fawkes y la manipulación de las pruebas de imprenta de lord Stilgoe.
– Pero, de hecho -apuntó Dalgliesh-, ninguno de los dos resultó catastrófico.
– A decir verdad, no. Este último asunto con Sid la Siseante parece ser de otro orden. Los demás se dirigían contra la empresa, pero meterle a Gerard en la boca la cabeza de esa serpiente constituye sin duda un acto de malevolencia personal contra él. Para ahorrarle la pregunta, puedo decirle que sabía dónde encontrar a Sid. Supongo que cuando la señora Demery terminó de hacer su ronda toda la oficina debía de saberlo.
Dalgliesh pensó que ya era hora de dejarlo marchar.
– ¿Cómo irá hasta Hillgate Village?
– He pedido un taxi; tardaría demasiado en lancha hasta Charing Cross. Mañana a las nueve y media estaré aquí, si desea saber algo más. Aunque no creo que pueda serle útil. Ah, también puedo decirle ya que no maté a Gerard ni le puse la serpiente al cuello. Nunca se me ocurriría convencerle de las virtudes de la novela literaria gaseándolo hasta morir.
– ¿Es así como supone usted que murió? -inquirió Dalgliesh.
– ¿Me equivoco? A decir verdad, fue idea de Dauntsey; no puedo atribuirme el mérito. Pero cuanto más pienso en ello más verosímil me parece.
Se retiró con la misma elegancia sin premura con que había entrado.
Dalgliesh caviló que interrogar a sospechosos era muy parecido a entrevistar candidatos como miembro de un comité de selección. Siempre existía la tentación de evaluar la actitud de cada uno y formarse una opinión provisional antes de convocar al siguiente solicitante. Esta vez esperó en silencio. Kate, como siempre, se había dado cuenta de que era más prudente guardar silencio, pero él sospechaba que le habría gustado hacer un par de comentarios mordaces sobre Claudia Etienne.
Frances Peverell fue la última. Entró en la habitación con algo semejante a la docilidad de una colegiala bien educada, pero su compostura se vino abajo cuando vio la chaqueta de Etienne colgada del respaldo de su sillón.
– No creí que aún estuviera aquí -dijo.
Echó a andar hacia ella con la mano tendida, pero se contuvo al instante y se volvió hacia Dalgliesh, quien vio que se le habían llenado los ojos de lágrimas.
– Lo siento -se excusó Dalgliesh-. Quizá deberíamos haberla retirado.
– Claudia habría podido llevársela, pero ha tenido otras cosas en que pensar. Pobre Claudia. Supongo que tendrá que encargarse de las pertenencias de su hermano, de toda su ropa.
Se sentó y miró a Dalgliesh como una paciente a la espera del dictamen del especialista. Sus facciones eran suaves y llevaba el cabello, castaño claro con mechas doradas, cortado con un flequillo que le caía sobre las rectas cejas y los ojos, de color verde azulado. Dalgliesh sospechó que la expresión tensa y angustiada que reflejaban era algo duradero antes que una respuesta a la desgracia presente, y se preguntó qué clase de padre había sido Henry Peverell. La mujer que tenía ante sí no mostraba en absoluto el egocentrismo arrogante de una hija única malcriada. Parecía una mujer que durante toda su vida había reaccionado a las necesidades de los demás, más acostumbrada a recibir críticas implícitas que alabanzas. Carecía por completo del aplomo de Claudia Etienne o la elegancia dégagée de James de Witt. Vestía una falda de tweed en suaves tonos azules y marrones, con un jersey azul de cuello cerrado y cárdigan a juego, pero sin la acostumbrada sarta de perlas. Podría haber llevado lo mismo en los años treinta y en los cincuenta, pensó Dalgliesh, la ropa de diario de las inglesas de buena familia; de un buen gusto sobrio, convencional y caro, incapaz de ofender a nadie.
Dalgliesh comentó en tono amable:
– Siempre he creído que es la peor tarea tras la muerte de alguien. Relojes, joyas, libros, cuadros: todo eso puede darse a los amigos, y parece justo y conveniente. Pero las prendas de vestir son demasiado personales para regalarlas. Paradójicamente, sólo podemos soportar que las usen, no las personas que conocemos, sino los extraños.
Ella respondió con afán, como si le agradeciera su comprensión.
– Sí, yo sentí lo mismo cuando murió papá. Al fin, di todos sus trajes y zapatos al Ejército de Salvación. Espero que los hiciesen llegar a alguien que los necesitara, pero fue como sacar a papá del piso, como sacarlo de mi vida.
– ¿Apreciaba usted a Gerard Etienne?
Frances bajó la vista hacia las manos entrelazadas y luego lo miró de hito en hito.
– Estuve enamorada de él. Quería decírselo yo misma, porque estoy segura de que tarde o temprano lo averiguará y es mejor que lo sepa por mí. Mantuvimos una relación amorosa, pero terminó una semana antes de que él anunciara su compromiso.
– ¿De común acuerdo?
– No, no de común acuerdo.
Dalgliesh no necesitaba preguntarle qué había sentido ante esa traición. Lo que había sentido, y seguía sintiendo, lo llevaba escrito en la cara.
– Lo siento -dijo-. No debe de resultarle fácil hablar de su muerte.
– No es tan doloroso como para que me impida hablar. Dígame, por favor, señor Dalgliesh: ¿cree usted que Gerard murió asesinado?
– Todavía no podemos estar seguros, pero es más una probabilidad que una posibilidad. Por eso tenemos que interrogarla hoy mismo. Querría que me explicara qué ocurrió exactamente anoche.
– Supongo que Gabriel, el señor Dauntsey, ya le habrá explicado que lo asaltaron. No fui con él al recital de poesía porque se mostró inflexible en que quería ir solo. Creo que tenía la sensación de que no iba a gustarme. Pero hubiera debido ir con él alguien de la Peverell Press. No había leído en público desde hace unos quince años y no estuvo bien que fuera solo. Quizá si hubiese ido yo con él no lo habrían asaltado. Hacia las once y media recibí una llamada del hospital St. Thomas para decirme que estaba allí y que tendría que esperar a que le hicieran una radiografía, y para preguntarme si me ocuparía de él en caso de que le permitieran marchar. Por lo visto, estaba bastante decidido a irse y querían asegurarse de que no pasaría la noche solo. Estuve asomándome a la ventana de la cocina para verlo llegar, pero no oí el taxi. Su puerta de entrada está en Innocent Lane, pero seguramente el taxista debió de torcer en la bocacalle y lo dejó allí. Gabriel debió de llamarme nada más llegar. Me dijo que se encontraba bien, que no tenía ninguna fractura y que iba a tomar un baño. Después, le alegraría que bajara a su piso. No creo que en realidad quisiera verme, pero sabía que no me quedaría tranquila hasta haberme asegurado de que estaba bien.
Dalgliesh preguntó:
– Entonces, ¿no tiene usted llave de su piso? ¿No podía esperarlo allí?
– Tengo la llave, en efecto, y él tiene la de mi piso. Es una precaución razonable por si se produce un incendio o una inundación y necesitamos acceder al piso del otro en su ausencia. Pero no se me ocurriría utilizarla sin que Gabriel me lo hubiera pedido.
– ¿Cuánto tiempo tardó en bajar después de la primera llamada? -quiso saber Dalgliesh.
La respuesta, naturalmente, tenía una importancia crucial. Cabía la posibilidad de que Gabriel Dauntsey hubiera matado a Etienne antes de salir para participar en la lectura de poesía a las siete cuarenta y cinco. El margen de tiempo era muy justo, pero podía hacerse. Sin embargo, al parecer sólo habría tenido ocasión de regresar a la escena del crimen después de la una de la noche.
Repitió la pregunta.
– ¿Cuánto tardó el señor Dauntsey en llamarla para que bajara? Intente ser precisa.
– No pudo ser mucho. Supongo que unos ocho o diez minutos, quizás un poco menos. Unos ocho minutos, diría yo, el tiempo justo de tomar un baño. Su cuarto de baño está debajo del mío. No oigo correr el agua del grifo, pero sí la que escapa por el desagüe. Anoche estuve atenta a oírla.
– ¿Y tuvo que esperar ocho minutos?
– No miraba el reloj. ¿Por qué iba a hacerlo? Pero estoy segura de que no tardó un tiempo excesivo. -Como si se le ocurriera de pronto la posibilidad, añadió-: No dirá usted en serio que sospecha de Gabriel, que cree que volvió a Innocent House y mató a Gerard, ¿verdad?
– El señor Etienne murió mucho antes de medianoche. Lo que consideramos ahora es la posibilidad de que le enroscaran la serpiente al cuello unas horas después de su muerte.
– Eso querría decir que alguien subió deliberadamente al despachito de los archivos, sabiendo que Gerard estaba muerto, sabiendo que estaba allí. Pero la única persona que podía saberlo era el asesino. Lo que está usted diciendo es que cree que el asesino volvió al despachito de los archivos al cabo de unas horas.
– Si hubo un asesino. Todavía no lo sabemos.
– ¡Pero Gabriel estaba enfermo! ¡Lo habían asaltado! Y es un anciano. Tiene más de setenta años. Y padece de reuma. Suele andar con bastón. Es imposible que lo hiciera en ese tiempo.
– ¿Está absolutamente segura de ello, señorita Peverell?
– Sí, estoy segura. Además, es verdad que se bañó. Oí escapar el agua.
– Pero no puede afirmar que fuera el agua del baño -objetó Dalgliesh con delicadeza.
– ¿Qué podía ser, si no? No se limitó a dejar el grifo abierto, si es eso lo que pretende insinuar. De haberlo hecho, lo habría oído de inmediato. El agua de que le hablo no empezó a correr hasta transcurridos unos ocho minutos desde la primera llamada. Casi enseguida volvió a llamar para decirme que ya podía recibirme. Bajé inmediatamente. Iba en bata. Se notaba que acababa de bañarse. Tenía el cabello y la cara húmedos.
– ¿Y qué ocurrió entonces?
– Ya había tomado algo de whisky y no quería nada más, así que insistí en que se acostara. Al verme decidida a pasar la noche en su piso, me explicó dónde había sábanas limpias para la cama libre. No creo que haya dormido nadie en esa habitación desde hace años. Él se durmió enseguida, y yo me acomodé en un sillón de la sala, delante de la chimenea eléctrica. Dejé la puerta abierta para poder oírle, pero no se despertó. Me desperté yo antes que él, poco después de las siete, y preparé una taza de té. Intenté no hacer ruido, pero creo que debió de oír que me movía por la casa. Cuando despertó eran aproximadamente las ocho. Ninguno de los dos tenía prisa. Sabíamos que George abriría Innocent House. Desayunamos un huevo duro cada uno y nos dirigimos a la oficina poco después de las nueve.
– ¿Y no subió usted a ver el cuerpo del señor Etienne?
– Gabriel sí subió. Yo no. Yo esperé con los demás al pie de la escalera. Pero cuando oímos aquel horrible gemido agudo creo que comprendí que Gerard había muerto.
Dalgliesh advirtió que la mujer empezaba a angustiarse de nuevo. Había averiguado todo lo que le interesaba saber por el momento. Le dio las gracias amablemente y la dejó marchar.
Una vez Frances se hubo retirado, permanecieron unos instantes en silencio hasta que al fin Dalgliesh comentó:
– Bien, Kate, todos nos han presentado coartadas desinteresadas y convincentes. El amante de Claudia Etienne, el huésped enfermo de James de Witt y Frances Peverell, obviamente incapaz de creer que Gabriel Dauntsey pueda ser culpable de ningún acto malicioso y mucho menos de asesinato. Ha intentado ser sincera en cuanto al lapso de tiempo transcurrido desde que Dauntsey llegó a casa hasta que ella bajó a verlo. Es una mujer sincera, pero yo juraría que sus ocho minutos se quedan cortos.
– No sé si se ha dado cuenta de que Dauntsey le proporciona una coartada, además de proporcionársela ella a él. Aunque, claro, carece de importancia, ¿no? Tuvo tiempo de sobra para ir a Innocent House y hacer la jugada de la serpiente antes de que Dauntsey llegara a casa. Y también tuvo tiempo de sobra para matar a Etienne. No dispone de ninguna coartada para las primeras horas del atardecer. Se ha dado prisa en hacer constar lo del agua del baño, el hecho de que Dauntsey no podía haberse limitado a abrir el grifo y dejar correr el agua.
– No, pero hay otra posibilidad. Piénselo, Kate.
Kate reflexionó unos instantes y al fin dijo:
– Sí, claro, habría podido hacerse así.
– Lo cual quiere decir que necesitamos conocer la capacidad de la bañera. Y tendremos que hacer un cálculo del tiempo. No se lo pida a Dauntsey. Robbins tendrá que imaginarse que es un viejo reumático de setenta y seis años. Que compruebe cuánto tarda en llegar desde la puerta de Dauntsey en Innocent Lane hasta el cuartito de los archivos, hacer lo que haya que hacer allí y regresar.
– ¿Subiendo por la escalera?
– Que lo compruebe por la escalera y en ascensor. Tratándose de ese ascensor, seguramente es más rápido por la escalera.
Mientras empezaban a recoger los papeles, Kate pensó en Frances Peverell. Dalgliesh se había mostrado atento con ella, pero ¿acaso era alguna vez brutal en un interrogatorio? Su comentario sobre la ropa de los difuntos había sido sincero. Al mismo tiempo, había resultado considerablemente eficaz de cara a ganarse la confianza de Frances Peverell. Seguramente se compadecía de la mujer, quizás incluso le gustaba, pero en el curso de la investigación no se dejaría influir por ningún sentimiento personal. «¿Y yo qué?», se preguntó Kate, no por primera vez. ¿Acaso Dalgliesh no mostraba un desapego semejante, una inexorabilidad comparable, en todos los aspectos de su vida profesional? Pensó: «Me respeta, se alegra de tenerme en el equipo, se fía de mí, a veces incluso creo que le gusto. Pero, si fallara estrepitosamente en el trabajo, ¿cuánto duraría?»
Dalgliesh le anunció:
– Ahora he de volver al Yard por un par de horas. Me reuniré con Daniel y usted en el depósito de cadáveres para asistir a la autopsia, aunque quizá no pueda quedarme hasta el final. Tengo una reunión con el comisionado y el ministro a las ocho en la Cámara de los Comunes. No sé cuándo podré escaparme, pero iré directamente a Wapping y examinaremos los datos de que disponemos hasta ahora.
Iba a ser una noche muy larga.