27

Dalgliesh, acompañado por Kate, se entrevistó con los restantes socios en el despacho de Gerard Etienne. Daniel estaba ocupado en el despachito de los archivos, donde el técnico del gas ya había empezado a desmontar la estufa; una vez realizada esta tarea y enviadas al laboratorio las muestras de escombros de la chimenea, iría a la comisaría de Wapping para preparar el centro de operaciones. Dalgliesh ya había hablado con el comisario, que se había resignado filosóficamente a la intrusión y a ceder temporalmente uno de sus despachos. Dalgliesh tenía la esperanza de que no fuese por mucho tiempo. Si aquello era un asesinato, y en su fuero interno ya no albergaba la menor duda de que lo era, no era probable que el número de sospechosos fuese muy elevado.

No sentía ningún deseo de sentarse ante el escritorio de Etienne, en parte por consideración a los sentimientos de los socios, pero sobre todo porque una confrontación mediada por un metro veinte de roble claro investía cualquier entrevista de una formalidad más apropiada para inhibir al sospechoso o provocar su hostilidad que para sonsacar información útil. Cerca de la ventana, en cambio, había una pequeña mesa de conferencias de la misma madera, con seis sillas, de modo que se acomodaron allí. La larga caminata desde la puerta resultaría intimidante para todos los convocados salvo los más seguros de sí, pero Dalgliesh dudaba que incomodara a Claudia o a James de Witt.

Se advertía que la habitación había sido en tiempos un comedor, pero se había profanado su elegancia con el tabique del extremo, que cruzaba los adornos de estuco del techo y bisecaba una de las cuatro altas ventanas que se abrían sobre Innocent Passage. La magnífica chimenea de mármol con sus elegantes relieves quedaba en el despacho de la señorita Blackett. Y ahí, en el despacho de Etienne, los muebles -escritorio, sillas, mesa de conferencias y archivadores- eran casi agresivamente modernos. Quizás incluso habían sido elegidos deliberadamente para que contrastaran con las columnas de mármol y el cornisamento de pórfido, las dos espléndidas arañas, una de las cuales casi tocaba el tabique, y el dorado de los marcos sobre el verde claro de las paredes. Los cuadros eran de escenas rurales convencionales, casi con certeza de la época victoriana. Estaban bien, pero quizá demasiado repintados, demasiado sentimentales para su gusto. No creía que aquéllos fueran los cuadros que habían colgado en esa sala los primeros moradores de la casa, y se preguntó qué retratos de los Peverell habían adornado en otro tiempo las paredes. Quedaba todavía uno de los muebles originales: una mesita para vino en bronce y mármol, de evidente estilo Regencia. De modo que un recordatorio de pasados esplendores, por lo menos, aún se mantenía en uso. Dalgliesh sintió curiosidad por saber qué pensaba Frances Peverell de la profanación de la sala y si ahora, muerto Gerard Etienne, se suprimiría el tabique. Se preguntaba también si Gerard Etienne era insensible a toda la arquitectura o si sólo desdeñaba la de esa casa en particular. ¿Acaso el tabique y el discordante mobiliario moderno eran una manera de señalar la inconveniencia de la habitación para sus propósitos, un rechazo deliberado de un pasado dominado por el apellido Peverell y no el apellido Etienne?

Claudia Etienne cruzó los diez metros que separaban la puerta de la mesa de conferencias con soltura y confianza y se sentó como si estuviera otorgando un favor. Estaba muy pálida, pero guardaba bien la compostura, aunque él sospechaba que sus manos, hundidas en los bolsillos del cárdigan, habrían resultado más reveladoras que el rostro tenso y grave. Dalgliesh le expresó su condolencia con sencillez y, esperaba, con sinceridad, pero ella lo interrumpió en seco.

– ¿Ha venido por lord Stilgoe?

– No. He venido por la muerte de su hermano. Lord Stilgoe se puso indirectamente en contacto conmigo por mediación de un amigo mutuo. Había recibido un anónimo que causó un gran trastorno a su esposa; ella lo interpretaba como una amenaza contra su vida. Lord Stilgoe quería garantías oficiales de que la policía no sospechaba nada impropio en las tres muertes relacionadas con Innocent House, las de dos autores y la de Sonia Clements.

– Garantías que usted, naturalmente, pudo darle.

– Que los pertinentes departamentos de la policía pudieron darle. Debió de recibirlas hace unos tres días.

– Espero que quedara satisfecho. El egocentrismo de lord Stilgoe raya en la paranoia. Pero aun así, difícilmente puede suponer que la muerte de Gerard constituye un intento deliberado de sabotear sus preciosas memorias. Todavía me sorprende, comandante, que haya venido usted en persona, y con tan impresionante despliegue de fuerzas. ¿Trata usted la muerte de mi hermano como un asesinato?

– Como una muerte inexplicada y sospechosa. Por eso tengo que molestarla en estos momentos. Le quedaría reconocido si colaborara, no sólo conmigo personalmente, sino explicándole al personal que la invasión de su intimidad y la perturbación de su trabajo son hasta cierto punto inevitables.

– Creo que lo comprenderán.

– Tendremos que tomar huellas digitales con fines de exclusión. Las que no sean necesarias como prueba se destruirán cuando el caso se dé por resuelto.

– Para nosotros será una experiencia nueva. Si es necesario, desde luego, debemos aceptarlo. Supongo que nos pedirá a todos, y en particular a los socios, que le presentemos una coartada.

– Necesito saber qué hizo anoche, señorita Etienne, y con quién estuvo a partir de las seis.

Ella replicó:

– Tiene usted la poco envidiable tarea, comandante, de darme el pésame por la muerte de mi hermano al mismo tiempo que me pide una coartada que demuestre que no lo maté yo. Y lo hace con cierta elegancia. Le felicito; aunque, claro, tiene usted mucha práctica. Anoche estuve en el río con un amigo, Declan Cartwright. Cuando hable con él seguramente le dirá que soy su novia. Yo prefiero la palabra «amante». Salimos poco después de las seis y media, cuando la lancha regresó de transportar a algunos miembros del personal al muelle de Charing Cross. Estuvimos en el río hasta las diez y media aproximadamente, quizás un poco más; después volvimos aquí y fui con Declan en mi coche a su piso de Westbourne Grove. Vive encima de una tienda de antigüedades que él mismo lleva para su propietario. Le daré la dirección, por supuesto. Estuve con él hasta las dos de la madrugada y luego regresé al Barbican. Tengo un piso allí, debajo del de mi hermano.

– Mucho tiempo para pasarlo en el río una noche de octubre.

– Una hermosa noche de octubre. Navegamos río abajo para ver la barrera del Támesis y luego volvimos atrás y amarramos en el muelle de Greenwich. Cenamos en Le Papillon, en la calle de Greenwich Church. Habíamos reservado mesa para las ocho y calculo que permanecimos allí más o menos una hora y media. Luego remontamos el río hasta pasado el puente de Battersea y volvimos aquí, como le he dicho, poco después de las diez y media.

– ¿Les vio alguien, aparte, naturalmente, del personal del restaurante y los demás clientes?

– No había mucho tráfico en el río. Aun así, debió de vernos mucha gente, pero eso no quiere decir que se acuerden de nosotros. Yo estaba en el puente y Declan permaneció a mi lado la mayor parte del tiempo. Mientras navegábamos, vimos al menos dos lanchas de la policía. Me atrevería a decir que se fijaron en nosotros; ése es su trabajo, ¿no?

– ¿Les vio alguien al embarcar o cuando regresaron?

– No, que yo sepa. No vimos ni oímos a nadie.

– ¿Y no sabe de nadie que deseara la muerte de su hermano?

– Ya me lo preguntó antes.

– Se lo vuelvo a preguntar, ahora que hablamos en privado.

– ¿Es eso cierto? ¿Acaso nada de lo que se dice a un agente de policía es realmente privado? Mi respuesta es la misma. No sé de nadie que lo odiara tanto como para matarlo. Seguramente hay personas que no se entristecerán por su muerte. Ninguna muerte es universalmente lamentada. Toda muerte redunda en beneficio de alguien.

– ¿Quién se beneficiará de esta muerte?

– Yo. Soy la heredera de Gerard. Naturalmente, eso habría cambiado en cuanto se casara. Según están las cosas, heredo sus acciones de la empresa, el piso del Barbican y el importe de su seguro de vida. No lo conocía muy bien, no nos criamos como hermanos cariñosos. Fuimos a distintos colegios y a distintas universidades, y llevábamos distinta vida. Mi piso del Barbican está debajo del suyo, pero no teníamos la costumbre de visitarnos a menudo. Habría parecido una intrusión en la intimidad del otro. Pero me gustaba y lo respetaba. Estaba de su parte. Si lo han asesinado, espero que el asesino se pudra en la cárcel durante el resto de su vida. No ocurrirá, por supuesto. Nos damos mucha prisa en olvidar a los muertos y perdonar a los vivos. Tal vez necesitamos demostrar compasión porque somos incómodamente conscientes de que un día podemos necesitarla. A propósito, aquí están sus llaves. Había pedido usted un juego. He retirado las del coche y las del piso.

– Gracias -dijo Dalgliesh mientras las cogía-. No es necesario que le asegure que permanecerán en mi poder o bajo la custodia de algún miembro de mi equipo. ¿Sabe ya su padre que su hijo ha muerto?

– Todavía no. Pienso salir en mi coche hacia Bramwell-on-Sea a la caída de la tarde. Mi padre vive como un recluso y no recibe llamadas telefónicas. Y aunque no fuera así, preferiría decírselo cara a cara. ¿Quiere usted verlo?

– Es importante que lo vea. Le agradecería que le preguntara si estaría dispuesto a recibirme mañana a la hora que le resulte más cómoda.

– Se lo preguntaré, pero no sé si accederá. Es muy reacio a las visitas. Vive con una francesa entrada en años que cuida de él. El hijo de la mujer es su chófer. Está casado con una joven del lugar y supongo que cuando Estelle muera la sucederá. Ella, desde luego, no se retirará: considera un privilegio dedicar su vida a un héroe de Francia. Mi padre, como siempre, tiene bien organizada la vida. Le digo esto para que sepa con qué se va a encontrar. No creo que su petición sea bien recibida. ¿Es todo?

– También necesito ver a los parientes de Sonia Clements.

– ¿Sonia Clements? Pero ¿qué relación puede haber entre su suicidio y la muerte de Gerard?

– Ninguna que yo sepa en estos momentos. ¿Sabe si tenía parientes o si vivía con alguien?

– Sólo una hermana y, cuando se suicidó, hacía tres años que no vivían juntas. Es monja y forma parte de una comunidad en Kemptown, cerca de Brighton. Llevan una residencia para enfermos terminales. Creo que se llama Convento de St. Anne. Estoy segura de que la madre superiora le permitirá verla. Después de todo, los policías son como los inspectores de Hacienda, ¿verdad? Por desagradable o inoportuna que resulte su presencia, cuando llaman a la puerta hay que dejarlos entrar. ¿Desea alguna otra cosa de mí?

– El despachito de los archivos quedará precintado, y me gustaría cerrar también la sala de los archivos.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Tanto como sea necesario. ¿Representará un gran trastorno?

– Claro que será un trastorno. Gabriel Dauntsey está revisando los expedientes antiguos y el trabajo ya va bastante retrasado sobre lo previsto.

– Comprendo que será un trastorno. Lo que le he preguntado es si sería un gran trastorno. ¿Pueden proseguir las actividades de la editorial sin acceder a esas dos habitaciones?

– Evidentemente, si cree que es importante tendremos que arreglárnoslas.

– Gracias.

Para terminar, le preguntó por el bromista pesado de Innocent House y las medidas adoptadas para descubrir al culpable. En conjunto, la investigación parecía haber sido tan superficial como infructuosa.

– Gerard lo dejó más o menos en mis manos -le explicó Claudia-, pero no llegué demasiado lejos. Lo único que hice fue una lista de los incidentes según se producían y de las personas que se encontraban en el edificio en el momento apropiado o podían ser responsables. Es decir, prácticamente todo el mundo, excepto los empleados que estaban de baja por enfermedad o de vacaciones. Era casi como si el bromista eligiera deliberadamente momentos en los que todos los socios y la mayor parte de los empleados estuvieran presentes y cualquiera hubiese podido ser el responsable. Gabriel Dauntsey tiene una coartada para el último incidente, el fax que se envió ayer desde estas oficinas a la librería Better Books de Cambridge: en el momento del envío, había salido para almorzar con uno de nuestros autores en el Ivy. Pero los demás socios y el personal estábamos aquí. Gerard y yo fuimos en lancha a Greenwich y almorzamos en la Trafalgar Tavern, pero no nos marchamos de aquí hasta la una menos veinte. El fax se envió a las doce y media. Carling debía empezar a firmar a la una. El suceso más reciente, por supuesto, es el robo de la agenda personal de mi hermano. Pudieron llevársela del cajón de su escritorio en cualquier momento del miércoles. La echó de menos ayer por la mañana en cuanto llegó.

– Hábleme de la serpiente -le pidió Dalgliesh.

– ¿Sid la Siseante? Sabe Dios cuánto hace que está aquí. Unos cinco años, me parece. Alguien la dejó después de una fiesta de Navidad del personal. La señorita Blackett la utilizaba para mantener entreabierta la puerta que comunicaba con el despacho de Henry Peverell. Se ha convertido en una especie de mascota de la oficina. Se ve que Blackie le ha cogido afecto.

– Y ayer su hermano le dijo que se deshiciera de ella.

– Se lo habrá contado la señora Demery, supongo. Sí, se lo dijo. No estaba de un humor demasiado bueno tras la reunión de los socios y, por la causa que fuera, verla allí le irritó. La señorita Blackett la guardó en un cajón de su escritorio.

– ¿Vio usted cómo lo hacía?

– Sí. Yo misma, Gabriel Dauntsey y nuestra taquimecanógrafa interina, Mandy Price. Imagino que la noticia no tardó en correr por toda la oficina.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Su hermano salió de la reunión malhumorado?

– Yo no he dicho eso. He dicho que no estaba de un humor demasiado bueno. Nadie lo estaba. No es ningún secreto que la Peverell Press tiene problemas. Si queremos seguir en el negocio, hemos de afrontar la venta de Innocent House.

– Debe de ser una perspectiva muy poco grata para la señorita Peverell.

– No creo que a ninguno de nosotros le complazca. La sugerencia de que alguno de los socios intentara impedirlo agrediendo a Gerard es ridícula.

– No es una sugerencia que yo haya hecho -señaló Dalgliesh.

Finalmente, la dejó marchar.

Claudia acababa de llegar a la puerta cuando Daniel asomó la cabeza. Le abrió la puerta para dejarla pasar y, antes de hablar, esperó a que ella hubiera salido de la habitación.

– El ingeniero del gas ya ha terminado, señor. Es lo que suponíamos. El cañón de la chimenea está muy obstruido. Parecen fragmentos del revestimiento interno del cañón, pero también hay mucha arena y carbonilla que se han ido acumulando con los años. Nos mandará un informe oficial, pero no tiene ninguna duda de lo ocurrido: con la chimenea en el estado en que se encuentra, la estufa era letal.

– Sólo en una habitación sin la ventilación adecuada -replicó Dalgliesh-. Nos lo han dicho muchas veces. La combinación letal fue la estufa encendida y la ventana imposible de abrir.

– Había un cascote particularmente grande atravesado en el cañón -prosiguió Daniel-. Pudo caer por sí solo del revestimiento de la chimenea o haber sido desprendido deliberadamente. No hay manera de saberlo. Algunas partes del revestimiento basta tocarlas para que se caigan en pedazos. ¿Quiere echarle un vistazo, señor?

– Sí, subiré ahora mismo.

– Y además de los cascotes, ¿quiere que enviemos también la estufa al laboratorio?

– Sí, Daniel, todo lo que haya.

No tuvo que añadir: «Y quiero huellas, fotografías, todo el lote.» Como siempre, trabajaba con expertos en la muerte violenta.

Mientras subían por la escalera, preguntó:

– ¿Alguna noticia sobre la grabadora desaparecida o la agenda de Etienne?

– Hasta ahora no, señor. La señorita Etienne se ha opuesto enérgicamente a que registremos los escritorios de los empleados que han vuelto a casa o están hoy de baja. He creído que no querría usted pedir un mandamiento de registro.

– Por ahora no es necesario y dudo que llegue a serlo. El registro puede realizarse el lunes, cuando estén todos los empleados. Si el asesino se llevó la grabadora por una razón determinada, a estas horas probablemente esté en el fondo del río. Si se la llevó el bromista de la oficina, podría aparecer en cualquier sitio. Y lo mismo se puede decir de la agenda.

– Por lo visto -dijo Daniel-, era la única grabadora de este tipo que había en la oficina. Era propiedad personal del señor Dauntsey. Las otras, más grandes, funcionan a pilas y conectadas a la red con cintas de casete habituales, de diez por seis centímetros. El señor De Witt pregunta si podría verlo sin mucha demora, señor. Vive con un amigo enfermo de gravedad y le había prometido volver temprano.

– Muy bien. Lo recibiré enseguida.

El ingeniero del gas, con el abrigo puesto y a punto para irse, expresó con vehemencia su desaprobación, obviamente dividido entre un interés casi patrimonial por el aparato y la indignación profesional por su mal uso.

– Hacía casi veinte años que no veía una estufa de esta clase. Tendría que estar en un museo, pero no hay nada que le impida funcionar correctamente. Es sólida, está bien hecha. Es de las que se instalaban en los cuartos para niños. La llave de paso es extraíble, fíjese, para que los niños no pudieran accionarla sin darse cuenta. Lo que ha pasado aquí está muy claro, comandante. El cañón de la chimenea está completamente obstruido. Esta carbonilla debe de llevar años acumulándose. Sabe Dios cuándo le hicieron la última revisión a esta estufa. Era una muerte anunciada. Lo he visto otras veces, sin duda usted también, y volveremos a verlo. La gente no puede decir que no se lo han advertido bastante. Los aparatos de gas necesitan aire. Si no hay ventilación, funcionan mal y se acumula monóxido de carbono. El gas es un combustible perfectamente seguro si se utiliza como es debido.

– ¿Habría estado a salvo con la ventana abierta?

– Es de suponer que sí. La ventana es alta y bastante estrecha, pero si hubiera estado abierta como es preciso no le habría pasado nada. ¿Cómo lo encontraron? Dormido en la silla, supongo. Es lo que suele ocurrir. Les entra un poco de sueño, se duermen y ya no despiertan.

– Hay peores maneras de morir -comentó Daniel.

– No, señor; si es usted ingeniero de gas, no las hay. Es una ofensa para el producto. Supongo que necesitará un informe, comandante. Bien, enseguida lo tendrá. Era joven, ¿verdad? Eso hace que aún sea peor. No sé por qué, pero es así. -Abrió la puerta y antes de salir paseó la mirada por la habitación-. Me gustaría saber por qué subió a trabajar aquí. Es curioso que eligiera este lugar. Se diría que en un edificio de estas dimensiones ha de haber suficientes despachos sin necesidad de subir aquí arriba.

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