Diez días después del suicidio de Sonia Clements y exactamente tres semanas antes del primero de los asesinatos que se perpetraron en Innocent House, Adam Dalgliesh almorzaba con Conrad Ackroyd en el Club Cadáver. La invitación había partido del último y fue transmitida por teléfono con ese aire un tanto siniestro de conspirador que envolvía todas las invitaciones de Conrad. Tratándose de él, incluso una cena de compromiso ofrecida en cumplimiento de relevantes obligaciones sociales prometía misterios, cábalas, secretos para divulgar entre los escasos privilegiados. La fecha propuesta no se adaptaba demasiado bien a las conveniencias de Dalgliesh, quien modificó su agenda con cierta renuencia mientras reflexionaba que una de las desventajas de entrar en años era la creciente aversión a los compromisos sociales, combinada con la incapacidad de reunir el ingenio o la energía suficientes para esquivarlos. La amistad existente entre ellos -suponía que ésa era la palabra adecuada; desde luego, no eran meros conocidos- se fundaba en el uso que cada uno hacía ocasionalmente del otro. Puesto que los dos lo reconocían así, ninguno consideraba que el hecho requiriera justificación ni excusa. Conrad, uno de los chismosos más notorios y fiables de Londres, le había resultado útil con frecuencia, sobre todo en el caso Berowne. Esta vez era evidente que le correspondía a Dalgliesh prestar el servicio, aunque la petición, en cualquier forma que se presentara, seguramente sería más molesta que onerosa: la comida del Cadáver era excelente y Ackroyd, si bien solía hacer el payaso, pocas veces aburría a sus acompañantes.
Más tarde llegaría a parecerle que todos los horrores que siguieron emanaban de aquel almuerzo absolutamente ordinario y se sorprendería pensando: «Si esto fuese ficción y yo fuera novelista, ahí es donde empezaría todo.»
El Club Cadáver no se contaba entre los clubs privados más prestigiosos de Londres, pero su círculo de miembros lo consideraba uno de los más útiles. Construido a comienzos del siglo xix, en su origen había sido la residencia de un abogado rico, aunque sin especial renombre, quien en 1892 legó el edificio, con la adecuada dotación, a un club privado fundado unos cinco años antes, que se reunía regularmente en su salón. El club era y seguía siendo estrictamente masculino, y el principal requisito para ingresar en él consistía en poseer un interés profesional por el asesinato. Ahora, como entonces, figuraban entre sus miembros unos cuantos oficiales superiores de la policía ya retirados, abogados en activo y jubilados, casi todos los criminólogos profesionales y aficionados más prestigiosos, periodistas de sucesos y algunos destacados autores especializados en novela de misterio, todos varones y admitidos por condescendencia, puesto que el club era de la opinión que, por lo que al asesinato se refiere, la ficción no puede competir con la vida real. Poco antes, el club había estado a punto de pasar de la categoría de excéntrico a la más peligrosa de club de moda, un riesgo que el comité se había apresurado a contrarrestar dando bola negra a las seis solicitudes siguientes de ingreso. El mensaje fue recibido. Como se quejaba un malhumorado aspirante, ser rechazado por el Garrick resultaba embarazoso, pero serlo por el Cadáver era ridículo. Así pues, el club conservaba su carácter reducido y, según sus excéntricos criterios, selecto.
Mientras cruzaba Tavistock Square bajo la suave luz de septiembre, Dalgliesh se preguntó qué avalaba a Ackroyd para ser miembro del club. De pronto recordó el libro que su anfitrión había escrito cinco años antes a propósito de tres asesinos célebres: Hawley Harvey Crippen, Norman Thorne y Patrick Mahon. Ackroyd le había remitido un ejemplar firmado y, al leerlo detenidamente Dalgliesh, había quedado sorprendido por la cuidadosa investigación y el aún más cuidadoso estilo. Ackroyd defendía la tesis, no totalmente original, de que los tres eran inocentes en el sentido de que ninguno había pretendido matar a su víctima, y presentaba una argumentación verosímil, ya que no del todo convincente, basada en un minucioso examen de las pruebas médicas y forenses. Para Dalgliesh, el mensaje principal del libro era que quienes desearan ser absueltos de asesinato harían bien en abstenerse de descuartizar a la víctima, una práctica hacia la cual los jurados ingleses mostraban su repugnancia desde hacía mucho tiempo.
Habían quedado en la biblioteca para tomar un jerez antes del almuerzo y Ackroyd ya estaba allí esperándole, acomodado en uno de los sillones de piel. Al ver a Dalgliesh, se incorporó con una agilidad sorprendente en alguien de su tamaño y se acercó a él dando pasos cortos y casi saltarines, sin aparentar ni un día más que cuando se habían visto por primera vez.
– Me alegro de que hayas podido dedicarme este rato, Adam; ya sé lo ocupado que estás ahora. Asesor especial del comisionado, miembro del grupo de trabajo sobre las brigadas regionales contra el crimen y alguna que otra investigación de asesinato para no perder la costumbre. No debes permitir que te agobien de trabajo, muchacho. Voy a pedir el jerez. Había pensado en invitarte a mi otro club, pero ya sabes lo que pasa. Almorzar allí es una buena manera de recordarle a la gente que aún sigues vivo, pero todos los miembros se acercan para felicitarte por ello. Comeremos abajo, en el reservado.
Ackroyd se había casado a una edad más bien madura, para asombro y consternación de sus amigos, y vivía en un estado de autosuficiencia conyugal en una amena villa de estilo eduardiano situada en St. John’s Wood, donde Nelly Ackroyd y él se dedicaban a la casa y al jardín, a sus dos gatos siameses y a los achaques en gran medida imaginarios de Ackroyd. El hombre poseía, dirigía y financiaba con una cuantiosa renta particular The Paternoster Review, una mezcla iconoclasta de artículos literarios, críticas y habladurías, estas últimas cuidadosamente investigadas y algunas veces discretas, aunque más a menudo tan maliciosas como ciertas. Nelly, aparte de atender la hipocondría de su marido, se dedicaba a coleccionar con entusiasmo relatos escolares para chicas escritos en los años veinte y treinta. Su matrimonio era un éxito, aunque los amigos de Conrad aún tenían que hacer un esfuerzo para acordarse de preguntar por la salud de Nelly antes de interesarse por los gatos.
La última vez que Dalgliesh había estado en la biblioteca del club, su visita había sido profesional y tenía por objeto recabar información. En aquella ocasión se trataba de un caso de asesinato y lo había recibido otro anfitrión. Sin embargo, no parecía haber cambiado gran cosa. La sala, orientada al sur, daba a la plaza, y esta mañana la calentaba un sol que, al filtrarse a través de las finas cortinas blancas, hacía que el menguado fuego resultara casi innecesario. En un principio salón de recibir, ahora hacía las veces de sala de estar y biblioteca. Las paredes estaban cubiertas por vitrinas de caoba que contenían la que probablemente era la biblioteca particular de libros sobre el crimen más completa de Londres, con todos los volúmenes de las series Juicios británicos notables y Juicios famosos, así como libros de jurisprudencia médica, criminología y patología forense, además de algunas primeras ediciones de Conan Doyle, Poe, Le Fanu y Wilkie Collins, alojadas en una vitrina distinta como para demostrar la innata inferioridad de la ficción respecto a la realidad. La gran vitrina de caoba seguía en su lugar, llena de objetos adquiridos o donados a lo largo de los años, entre ellos el libro de oraciones de Constance Kent con su firma en la guarda, la pistola de chispa que supuestamente utilizó el reverendo James Hackman para asesinar a Margaret Wray, amante del conde de Sandwich, y una ampolla llena de polvos blancos -arsénico según se decía-, hallada en posesión del mayor Herbert Armstrong. Se había añadido una nueva adquisición desde la última visita de Dalgliesh. Yacía enroscada en el lugar de honor, siniestra como una serpiente letal, bajo un rótulo que anunciaba que aquélla era la soga con que se había ahorcado a Crippen. Mientras se volvía para salir de la biblioteca siguiendo a Ackroyd, Dalgliesh comentó apaciblemente que la exhibición pública de ese objeto bárbaro era de mal gusto, objeción que Ackroyd repudió de un modo igualmente apacible.
– Un poco morboso, quizá, pero llamarlo bárbaro es ir demasiado lejos. Después de todo, esto no es el Ateneo. Probablemente es bueno que a algunos de los miembros más antiguos se les recuerde el fin natural de sus anteriores actividades profesionales. ¿Seguirías siendo policía si no hubiéramos abolido la ejecución mediante la horca?
– No lo sé. Por lo que a mí respecta, la abolición no afecta a este dilema moral en particular, puesto que yo preferiría la muerte a veinte años de cárcel.
– Pero no la muerte por ahorcamiento, ¿verdad?
– No, eso no.
Para él, y sospechaba que para la mayoría de la gente, el ahorcamiento había encerrado siempre un horror especial. A pesar de los informes de las diversas Reales Comisiones sobre la pena capital, que le atribuían humanidad, rapidez y la certeza de una muerte instantánea, en su opinión seguía siendo una de las formas más desagradables de ejecución judicial, característica puesta de relieve por horripilantes imágenes trazadas con tanta precisión como si de un dibujo a plumilla se tratara: las acumulaciones de víctimas tras el paso de ejércitos triunfantes; las víctimas patéticas y medio dementes de la justicia del siglo xvii; los redobles de tambor en el alcázar de los navíos, donde la armada cumplía su venganza y emitía sus advertencias; las mujeres del siglo xviii condenadas por infanticidio; aquel ritual ridículo pero siniestro del cuadradito negro colocado sobre la peluca del juez; la puerta disimulada pero, por lo demás, ordinaria que conducía de la celda del reo a ese último y breve paseo. Estaba bien que todo eso hubiera pasado a la historia. Por unos instantes, el Club Cadáver se le antojó un lugar menos agradable para almorzar, y sus excentricidades más repugnantes que divertidas.
El reservado del Club Cadáver era un lugar confortable, situado en una pequeña habitación de la planta baja, en la parte trasera de la casa, con dos ventanas y una puerta ventana que daban a un estrecho patio pavimentado, al cual delimitaba un muro de tres metros cubierto de hiedra. El patio podía alojar tres mesas con comodidad, pero los miembros del club no eran aficionados a comer al aire libre, ni siquiera en los infrecuentes días calurosos del verano inglés; al parecer, ello se debía a una atávica excentricidad, según la cual dicha costumbre se consideraba incompatible con la adecuada apreciación de la comida o con la intimidad indispensable para la buena conversación. Para disuadir a cualquier miembro que pudiera sentirse tentado de sucumbir a tal capricho, en el patio había macetas de diversos tamaños con geranios y hiedras que dejaban poco espacio libre, que aún quedaba más restringido por la presencia de una enorme copia en piedra del Apolo de Belvedere apoyada en un rincón de la pared, regalo, según se rumoreaba, de uno de los antiguos miembros del club cuya esposa la había desterrado de su jardín suburbano. Los geranios todavía estaban en plena flor, y sus vistosos rojos y rosados resplandecían a través del cristal, realzando la primera impresión de acogedora domesticidad. Era patente que en otro tiempo la habitación había sido una cocina, pues aún seguía instalado contra una pared el fogón de hierro original, sus hornos y barrotes ahora bruñidos hasta parecer de ébano. De la viga ennegrecida que había sobre él pendían utensilios de hierro y una hilera de peroles de cobre, abollados pero refulgentes. Un aparador de roble, que ocupaba toda la longitud de la pared opuesta, servía de receptáculo para la exhibición de aquellos regalos y legados de los miembros que se juzgaban impropios o indignos de la vitrina de la biblioteca.
Dalgliesh recordó que en el club regía una ley no escrita, según la cual ninguna ofrenda de un miembro, por inadecuada o extravagante que fuese, debía ser rechazada, y el aparador, al igual que toda la habitación, prestaba testimonio de los peculiares gustos y aficiones de los donantes. Delicadas bandejas de Meissen estaban colocadas, de forma harto incongruente, junto a recuerdos Victorianos decorados con cintas y vistas de Brighton y Southend-on-Sea. Una jarra que parecía un trofeo de feria se hallaba entre una porcelana victoriana de Staffordshire -sin duda alguna original- que representaba a Wesley predicando desde el púlpito y un magnífico busto del duque de Wellington en mármol de Paros. Un surtido de jarras conmemorativas de la coronación y tazas antiguas de Staffordshire pendía en precario desorden de los ganchos. Al lado de la puerta había una pintura sobre cristal que representaba el entierro de la princesa Carlota; sobre ella, una cabeza de alce disecada, con un viejo panamá encasquetado en el cuerno izquierdo, contemplaba con ojos vidriosos y lúgubre desaprobación una lámina grande y truculenta que reproducía la carga de la Brigada Ligera.
La cocina actual no quedaba muy lejos; Dalgliesh alcanzaba a oír agradables tintineos y, de vez en cuando, el golpe sordo del montacargas de la comida al bajar desde el comedor del primer piso. Sólo estaba puesta una de las cuatro mesas, con un mantel inmaculado, y Dalgliesh y Ackroyd tomaron asiento junto a la ventana.
El menú y la carta de vinos estaban colocados a la derecha del lugar que había ocupado Ackroyd. Mientras los cogía, éste comentó:
– Los Plant se han retirado, pero ahora tenemos a los Jackson y no sé si la cocina de la señora Jackson es mejor aún. Fue una suerte que los encontráramos. Ella y su marido llevaban una residencia para ancianos, pero se cansaron del campo y quisieron volver a Londres. No necesitan trabajar, pero creo que este empleo les gusta. Mantienen la política de ofrecer un menú único cada día tanto para el almuerzo como para la cena. Muy sensato. Hoy, ensalada de alubias blancas con atún, seguida de costillar de cordero con verduras frescas y ensalada verde. Luego hay la tarta de limón y queso. Las verduras serán frescas, seguro. Todavía las recibimos de la granja del joven Plant, y también los huevos. ¿Quieres ver la carta de vinos? ¿Tienes alguna preferencia?
– Lo dejo en tus manos.
Ackroyd reflexionó en voz alta mientras Dalgliesh, a quien le encantaba el vino pero le disgustaba hablar de él, recorría con una apreciativa mirada aquel desbarajuste de habitación que, a pesar de su ambiente de caos excéntrico pero organizado -o quizás a causa de él-, producía una sensación de sorprendente sosiego. Los discordantes objetos, colocados sin ánimo de producir determinado efecto, habían alcanzado con el paso del tiempo cierta justeza de lugar. Tras una prolija disertación sobre los méritos de la carta de vinos, en la que quedaba claro que Ackroyd no esperaba ninguna contribución de su invitado, aquél se decidió por un chardonnay. La señora Jackson, aparecida como en respuesta a una señal secreta, trajo consigo un olor a panecillos calientes y un aire de afanosa confianza.
– Es un placer conocerlo, comandante. Hoy tiene todo el reservado para usted, señor Ackroyd. El señor Jackson se ocupará del vino.
Una vez servido el primer plato, Dalgliesh preguntó:
– ¿Por qué la señora Jackson va vestida de enfermera?
– Porque lo es, supongo. Antes era enfermera jefe. También es comadrona, según creo, pero eso aquí no nos hace falta.
«Naturalmente», pensó Dalgliesh, puesto que el club no admitía a mujeres.
– Y esa cofia escarolada con cintas, ¿no es un poco excesiva?
– Ah, ¿tú crees? Supongo que ya nos hemos acostumbrado a verla. Dudo que ahora los miembros se sintieran cómodos si la señora Jackson dejara de llevarla.
Ackroyd abordó el objeto de la reunión sin pérdida de tiempo. En cuanto se hallaron a solas, le contó:
– La semana pasada estuve hablando con lord Stilgoe en Brooks. Es tío de mi esposa, entre paréntesis. ¿Lo conoces?
– No. Creía que había muerto.
– No sé de dónde has sacado esa idea. -Atacó la ensalada de alubias con aire irritado y Dalgliesh recordó que le molestaba cualquier insinuación de que alguien que él conocía personalmente pudiese llegar a morir, y mucho menos sin que él se hubiera enterado-. Ni siquiera es tan viejo como parece; todavía no ha cumplido los ochenta años. Y se mantiene notablemente activo para su edad. De hecho, está preparando sus memorias. Las publicará la Peverell Press en la próxima primavera. Por eso quería hablar conmigo. Ha ocurrido algo más bien inquietante. Al menos su esposa lo encuentra inquietante. Ella cree que lo han amenazado de muerte.
– ¿Y es cierto?
– Bien, ha recibido esto.
Le llevó algún tiempo sacar de la cartera un pequeño rectángulo de papel y entregárselo a Dalgliesh. El mensaje estaba pulcramente escrito con un ordenador y no iba firmado.
«¿De veras le parece prudente publicar en la Peverell Press? Acuérdese de Marcus Seabright, Joan Petrie y ahora Sonia Clements. Dos autores y su propia editora muertos en menos de doce meses. ¿Quiere usted ser el cuarto?»
– Más malintencionado que amenazador, diría yo -comentó Dalgliesh-, y la mala intención se dirige más contra la editorial que contra Stilgoe. No cabe duda de que la muerte de Sonia Clements fue un suicidio. Dejó una nota para el juez y le escribió una carta a su hermana anunciándole que iba a matarse. De las otras dos muertes no recuerdo nada.
– Oh, están bastante claras, creo yo. Seabright tenía más de ochenta años y el corazón delicado. Murió a consecuencia de una crisis de gastroenteritis que le provocó un ataque al corazón. De todos modos, no fue una gran pérdida para la Peverell Press. Hacía diez años que no escribía una novela. Joan Petrie se mató con el coche cuando iba a su casa de campo. Muerte accidental. Petrie tenía dos pasiones: el whisky y los automóviles rápidos. Lo único sorprendente es que se matara ella antes de matar a alguien más. Evidentemente, el autor del anónimo añadió estas dos muertes para dar peso al mensaje. Pero Dorothy Stilgoe es supersticiosa. Tal como ella lo ve, ¿qué necesidad hay de publicar en la Peverell Press, habiendo otros editores?
– ¿Quién está al frente de la empresa en estos momentos?
– Ahora, Gerard Etienne. Y muy al frente. El anterior presidente y director gerente, el viejo Henry Peverell, murió a principios de enero y dejó todas sus acciones a su hija Frances y a Gerard, en partes iguales. Su socio original, Jean-Philippe Etienne, se había retirado hacía cosa de un año, y ya iba siendo hora de que lo hiciera. Sus acciones también pasaron a Gerard. Los dos ancianos dirigían la editorial como si fuera una afición. El viejo Peverell siempre había sostenido la opinión de que los caballeros heredan el dinero, no lo ganan. Jean-Philippe Etienne no participaba de forma activa en la empresa desde hacía años. Tuvo su momento de gloria durante la última guerra, ya que se convirtió en un héroe de la Resistencia en la Francia de Vichy, pero no creo que hiciera nada memorable desde entonces. Gerard esperaba entre bastidores, como el príncipe heredero. Ahora se encuentra en el centro del escenario y es probable que pronto veamos acción, si es que no se desencadena un melodrama.
– ¿Y Gabriel Dauntsey? ¿Aún dirige la colección de poesía?
– Me sorprende que hayas de preguntármelo, Adam. No debes permitir que tu pasión por capturar asesinos te haga perder el contacto con la vida real. Sí, todavía la dirige, aunque no ha escrito ningún poema desde hace más de veinte años. Dauntsey es un poeta de antologías. Sus mejores obras son tan buenas que no dejan de aparecer en un sitio u otro, pero imagino que la mayoría de los lectores debe de creerle muerto. Pilotó un bombardero en la última guerra, así que debe de tener más de setenta años. Ya es hora de que se retire. Hoy en día, lo único que hace es dirigir la colección de poesía de la Peverell Press. Los tres socios restantes son Claudia Etienne, la hermana de Gerard, James de Witt, que ha estado en la casa desde que salió de Oxford, y Frances Peverell, la última de los Peverell. Pero es Gerard quien dirige la empresa.
– ¿Sabes cuáles son sus proyectos?
– Se rumorea que quiere vender Innocent House y trasladarse a Docklands. A Frances Peverell no le gustará nada. Los Peverell siempre han tenido cierta obsesión por Innocent House. Ahora pertenece a la empresa, no a la familia, pero todos los Peverell la han considerado siempre su hogar. Gerard ya ha hecho algunos cambios y despedido a parte del personal, como Sonia Clements, por supuesto. Y tiene razón, desde luego; debe adaptar la empresa a las necesidades del siglo xx si no quiere ver cómo se hunde. Pero lo cierto es que se ha creado enemigos. Resulta significativo que en la editorial no hubiera ningún problema hasta que Gerard se hizo cargo de ella. Esa coincidencia no le ha pasado por alto a Stilgoe, aunque su esposa sigue convencida de que la malevolencia se dirige contra su marido personalmente, no contra la empresa, y contra sus memorias en particular.
– ¿Perderá mucho la Peverell si se retira el libro?
– No gran cosa, imagino. Por supuesto, promocionarán las memorias como si sus revelaciones pudieran hacer caer al Gobierno, desacreditar a la oposición y acabar con la democracia parlamentaria tal como ahora se conoce, pero supongo que, como la mayor parte de las memorias políticas, prometerán más de lo que darán. Sin embargo, no creo que sea posible retirarlas. El libro está en producción y no lo soltarán por las buenas. En cuanto a Stilgoe, no querrá rescindir el contrato si ello le obliga a explicar públicamente por qué lo hace. Lo que Dorothy Stilgoe quiere saber es si Sonia Clements realmente se suicidó y si no se había manipulado el Jaguar de Petrie. Creo que está dispuesta a admitir que el viejo Seabright falleció de muerte natural.
– ¿Y qué se espera de mí?
– Sin duda hubo una encuesta judicial en los dos últimos casos y es de suponer que la policía realizó una investigación. Tu gente podría echarles un vistazo a los papeles, hablar con los oficiales que llevaron los casos y ese tipo de cosas. Luego, si se le pudiera asegurar a Dorothy que un alto cargo de la policía metropolitana ha examinado la evidencia y la da por buena, quizá dejara tranquilos a su marido y a la Peverell Press.
– Eso quizá serviría para convencerla de que la muerte de Sonia Clements fue un suicidio -objetó Dalgliesh-, pero si es supersticiosa no creo que se dé por satisfecha. La verdad, no sé qué haría falta para satisfacerla. La esencia de la superstición es que no atiende a razones. Probablemente adopte la postura de que un editor gafe es tan malo como un editor asesino. No pretenderá sugerir en serio que alguien de la Peverell Press echó un veneno no identificable en el vino de Sonia Clements, ¿verdad?
– No, no creo que llegue a ese extremo.
– Más vale que sea así; de lo contrario, los beneficios de su marido se los comerá un pleito por difamación. Me sorprende que lord Stilgoe no se haya dirigido al comisionado o a mí directamente.
– ¿Te sorprende? Yo creo entenderlo. Habría parecido, bueno, digamos que un poco timorato, excesivamente preocupado. Además, él no te conoce y yo en cambio sí. Es comprensible que haya querido hablar conmigo antes. Y naturalmente, no cabe imaginárselo en la comisaría local, haciendo cola entre dueños de perros perdidos, esposas maltratadas y conductores apesadumbrados para exponerle su problema al sargento de guardia. Francamente, me parece que no cree que le tomaran en serio. A su modo de ver, la inquietud de su esposa y el propio anónimo son razones suficientes para pedirle a la policía que eche una ojeada a lo que está ocurriendo en la Peverell Press.
Llegó el cordero, rosado, suculento y tan tierno que podía comerse con cuchara. En los minutos de silencio que Ackroyd consideraba tributo necesario a una comida perfectamente preparada, Dalgliesh rememoró su primera visión de Innocent House.
Su padre lo había llevado a Londres para celebrar que cumplía ocho años; iban a estar dos días enteros visitando la ciudad y se quedarían a pasar la noche con un amigo que era párroco en Kensington y su esposa. Recordaba la noche anterior, acostado en la cama sin poder dormir, casi enfermo de excitación, la inmensidad cavernosa y el clamor de la antigua estación de la calle Liverpool, el terror de perder a su padre, de verse engullido y arrastrado por el ejército de transeúntes de rostro ceniciento. Durante aquellos dos días en los que su padre pretendía combinar el placer con la educación, pues para su mentalidad académica ambas cosas eran indistinguibles, intentaron -era acaso inevitable- hacer demasiadas cosas. La visita había resultado abrumadora para un niño de ocho años y le había dejado un recuerdo confuso de iglesias y museos, de restaurantes y comidas raras, de torres iluminadas con focos y del cambiante reflejo de la luz sobre la superficie negra y arrugada del agua, de gráciles caballos cabrioleantes y de cascos dorados, de la fascinación y el terror provocados por la historia hecha patente en piedra y ladrillo. Pero Londres lo atrapó con un hechizo que ninguna experiencia adulta, ninguna exploración de otras grandes urbes había conseguido romper.
Fue el segundo día, en el que visitaron la catedral de San Pablo y después tomaron un vapor fluvial en el muelle de Charing Cross para ir a Greenwich, cuando vio por primera vez Innocent House, rutilante bajo el sol de la mañana, como un espejismo dorado que se alzara sobre el rielar del agua. Su padre le explicó que el nombre provenía de Innocent Walk, que quedaba al otro lado de la casa y en cuyo extremo había existido un tribunal de magistrados a comienzos del siglo xviii. Los acusados para quienes se decretaba ingreso en prisión tras la primera audiencia eran conducidos a la cárcel de Fleet; los más afortunados recorrían por su propio pie aquella senda adoquinada que conducía a la libertad. Luego empezó a contarle algo sobre los detalles arquitectónicos de la mansión, pero su voz quedó apagada por el resonante comentario del guía, lo bastante fuerte para ser oído desde todas las embarcaciones del río.
– Y aquí, a nuestra izquierda, señoras y caballeros, van a ver ustedes uno de los edificios más interesantes del Támesis: Innocent House, construida en 1830 para sir Francis Peverell, un destacado editor de la época. Sir Francis hizo un viaje a Venecia del que regresó muy impresionado por la Ca’ d’Oro, la Casa de Oro del Gran Canal. Quienes hayan ido de vacaciones a Venecia seguramente la habrán visto. Así que tuvo la idea de encargar la construcción de una casa de oro en el Támesis. Lástima que no pudiera importar el clima veneciano. -Hizo una breve pausa para dejar paso a las risas de rigor-. En la actualidad es sede de una empresa editorial, la Peverell Press, de modo que aún sigue en poder de la familia. Se cuenta una historia interesante sobre Innocent House. Por lo visto, sir Francis estaba tan absorto con la casa que tenía descuidada a su joven esposa, cuyo dinero le había ayudado a construirla, así que ella se tiró desde el balcón más alto y murió en el acto. Según la leyenda, todavía puede verse en el mármol una mancha de sangre que no se quita con nada. Se dice que, en la vejez, sir Francis se volvió loco de remordimiento y salía solo de noche para limpiar la mancha delatora. Es su fantasma el que algunos aseguran haber visto frotando la mancha sin descanso. Hay barqueros que prefieren no navegar demasiado cerca de Innocent House después de que haya oscurecido.
Todos los ojos de la cubierta se habían vuelto dócilmente hacia la casa, pero ahora los pasajeros, interesados por aquella historia de sangre, se acercaron a la barandilla, y hubo murmullo de voces y estirar de cuello, como si la mancha legendaria aún resultara visible. La imaginación en exceso vivida del pequeño Adam representó a una mujer vestida de blanco, la cabellera rubia al viento, arrojándose desde el balcón como la heroína enloquecida de alguna novela; a continuación oyó el golpe sordo y definitivo y vio el hilillo de sangre que se extendía sobre el mármol para derramarse gota a gota en el Támesis. Durante muchos años la casa, con su potente amalgama de belleza y terror, continuó ejerciendo una gran fascinación sobre él.
El guía se había equivocado en un detalle; tal vez la historia del suicidio también fuera inventada o estuviese debidamente adornada, pero ahora Dalgliesh sabía que sir Francis había quedado cautivado, no por la Ca’ d’Oro, que pese a la minuciosidad de sus magníficas tallas y tracerías le había parecido, o así lo había expresado en una carta a su arquitecto, demasiado asimétrica para su gusto, sino por el palacio del Dux Francesco Foscari. De modo que el edificio que su arquitecto había recibido instrucciones de construir a orillas de aquella corriente fría y de poderosas mareas era Ca’ Foscari. Hubiera debido resultar incongruente, una locura, inconfundiblemente veneciana y, por si fuera poco, veneciana de mediados del siglo xv. No obstante, daba la impresión de que ninguna otra ciudad, ninguna otra ubicación habría podido convenirle. A Dalgliesh aún le costaba comprender cómo había logrado tener tanto éxito aquel préstamo descarado de otra era, de otro país, de un clima más suave y más cálido. Se habían cambiado las proporciones y, sin duda, ese solo hecho habría debido convertir el sueño de sir Francis en una presunción irreal; sin embargo, la reducción de la escala se había ejecutado de un modo brillante que lograba mantener la dignidad del original. Tras los balcones exquisitamente tallados de los dos primeros pisos había seis grandes ventanas centrales en arco en lugar de ocho, pero las columnas de mármol con volutas decoradas eran copia casi exacta del palacio veneciano y los arcos centrales, aquí como allí, tenían el contrapeso de altas y sencillas ventanas que conferían a la fachada unidad y elegancia. Ante la gran puerta curva se abría un patio de mármol que conducía a un embarcadero, con unos escalones que bajaban hasta el río. A ambos lados del edificio, sendas casas urbanas de estilo Regencia en obra vista y con pequeños balcones, seguramente construidas para alojamiento de cocheros u otros miembros del servicio, se alzaban como humildes centinelas de la magnificencia central. Desde aquella celebración de su octavo aniversario había vuelto a verla muchas veces desde el río, pero nunca había entrado en ella. Recordó haber leído que había un espléndido techo de Wyatt en el vestíbulo principal y pensó que no le disgustaría verlo. Sería una lástima que Innocent House cayera en manos de filisteos.
– ¿Y qué está ocurriendo exactamente en la Peverell Press? -preguntó-. ¿Qué le inquieta a lord Stilgoe aparte de la nota anónima?
– Así que has oído los rumores. Es difícil decirlo. Se muestran bastante evasivos al respecto y no se lo reprocho. Pero ha habido un par de pequeños incidentes que son de dominio público; a decir verdad, no tan pequeños. El más grave ocurrió justo antes de Pascua, cuando perdieron las ilustraciones para el libro de Gregory Maybrick sobre la conspiración de Guy Fawkes. Historia popular, sin duda, pero Maybrick conoce bien ese período. Todos esperaban que funcionara bastante bien. Maybrick había conseguido hacerse con unas láminas contemporáneas bastante interesantes que no se habían publicado nunca, además de algunos documentos escritos, y se perdió todo. Lo tenía en calidad de préstamo de los diversos propietarios y más o menos les había garantizado que estaría todo a salvo.
– ¿Se perdió? ¿Desapareció? ¿Fue destruido?
– Lo que se cuenta es que Maybrick entregó personalmente las ilustraciones a James de Witt, que se encargaba de la preparación del libro. Actualmente es el editor más antiguo de la casa. Normalmente se ocupa de la ficción, pero el viejo Peverell, que editaba los libros de no ficción, había muerto unos tres meses antes; supongo que no habían tenido tiempo de encontrar un sustituto adecuado o simplemente querían ahorrar dinero. Como en la mayoría de las empresas, los despidos abundan más que los contratos. Se rumorea que no podrán seguir mucho tiempo a flote. No es de extrañar, teniendo que mantener ese palacio veneciano. Sea como fuere, De Witt recibió las ilustraciones en su despacho y las guardó bajo llave en el armario delante de Maybrick.
– ¿No en una caja fuerte?
– Amigo mío, estamos hablando de una editorial, no de Cartier. Conociendo la Peverell, lo único que me sorprende es que De Witt se molestara en cerrar el armario con llave.
– ¿Era la única llave?
– Vamos, Adam, que ahora no estás investigando. A decir verdad, lo era. La guardaba en el cajón de la izquierda, dentro de una vieja lata de tabaco.
«¿Dónde si no?», pensó Dalgliesh. Dijo:
– ¿Donde cualquier miembro del personal o visitante no acompañado podía cogerla?
– Bien, es evidente que alguien lo hizo. James no tuvo necesidad de abrir el armario hasta pasados un par de días. Las ilustraciones debían ser entregadas personalmente al departamento de arte la semana siguiente. ¿Sabías que la Peverell encarga todo el diseño gráfico a una firma independiente?
– No, no lo sabía.
– Supongo que resulta más económico. Se trata de la misma firma que les hace las cubiertas desde hace cinco años; y bastante bien, a decir verdad. La Peverell nunca ha permitido que decayeran sus criterios de calidad en cuanto a la producción y el diseño de los libros. Siempre se puede reconocer un libro de la Peverell sólo con tenerlo entre las manos. Hasta ahora, por lo menos. Quizá Gerard Etienne cambie también eso. Sea como fuere, cuando De Witt fue a buscar el sobre, había desaparecido. Se produjo un gran alboroto, naturalmente. Todo el mundo fue interrogado, hubo registros frenéticos y cundió el pánico. Al fin, tuvieron que confesárselo a Maybrick y a los propietarios. Ya te imaginarás cómo se lo tomaron.
– Y el material, ¿volvió a aparecer?
– Cuando ya era demasiado tarde. Hubo dudas acerca de si Maybrick querría publicar el libro en aquellas condiciones, pero ya estaba en el catálogo y se decidió seguir adelante con otras ilustraciones y algunos cambios inevitables en el texto. Una semana después de impreso, reapareció misteriosamente el sobre con todo su contenido. De Witt lo encontró en el armario, exactamente donde lo había dejado.
– Lo cual sugiere que el ladrón sentía cierto respeto por la erudición y que nunca había tenido intención de destruir los papeles.
– Sugiere diversas posibilidades: rencor contra Maybrick, rencor contra la editorial, rencor contra De Witt o un sentido del humor algo retorcido.
– ¿Y la Peverell no denunció el robo a la policía?
– No, Adam, no depositaron su confianza en nuestros maravillosos muchachos de azul. No quiero parecer severo, pero en lo tocante a las raterías domésticas la policía no tiene un porcentaje notable de casos resueltos. Los socios fueron de la opinión que tendrían las mismas probabilidades de éxito y causarían menos trastornos al personal si realizaban su propia investigación.
– ¿A cargo de quién? ¿Alguno de ellos estaba libre de sospechas?
– Ésa es la dificultad, claro. No lo estaban entonces y no lo están ahora. Supongo que Etienne adoptó la estrategia del jefe de Estudios. Ya me entiendes: «Si el alumno responsable acude confidencialmente a mi estudio después de clase y devuelve los documentos, no se hablará más del asunto.» En la escuela nunca daba resultado; no creo que tuviera más éxito en la Peverell. Es evidente que lo hizo alguien de la casa, y no tienen una plantilla demasiado grande, sólo unas veinticinco personas en total, además de los cinco socios. La mayoría son empleados antiguos y leales, desde luego, y se cuenta que los pocos que no lo son tienen coartada.
– De modo que sigue siendo un misterio.
– Al igual que el segundo incidente. El segundo incidente grave; seguramente ha habido otros casos de menor importancia que se han podido silenciar. Este guarda relación con Stilgoe, así que es preferible que se lo hayan ocultado hasta el momento y no haya pasado a ser de dominio público. ¡Eso sí que le daría algo para alimentar su paranoia! Parece ser que, después de leer las pruebas y acordar con Stilgoe ciertas modificaciones, las envolvieron y las dejaron bajo el mostrador de la oficina de recepción para ser recogidas a la mañana siguiente. Alguien abrió el paquete y las manipuló: cambió algunos nombres, alteró la puntuación y tachó un par de frases. Por fortuna, el impresor que las recibió era inteligente y algunas de las modificaciones le parecieron extrañas, de modo que llamó para asegurarse. Los socios han conseguido, Dios sabe cómo, mantener este contratiempo en secreto para la mayor parte del personal de Innocent House y, por supuesto, para Stilgoe. Habría sido sumamente perjudicial para la empresa que hubiera trascendido. Al parecer, ahora guardan bajo llave todos los paquetes y papeles antes de irse a casa y sin duda han reforzado la seguridad con otras medidas.
Dalgliesh se preguntó si el autor de las alteraciones no habría actuado desde el principio con la intención de que éstas se descubrieran. Parecían hechas con muy pocos deseos de engañar. Seguramente no habría resultado difícil alterar las pruebas de una manera que dañara el libro sin despertar las sospechas del impresor. También resultaba curioso, además, que el anónimo no mencionara la manipulación de las pruebas de Stilgoe. O el autor no conocía este hecho, cosa que absolvería a los cinco socios, o el anónimo pretendía asustar a Stilgoe sin proporcionarle datos que pudieran justificar que retirase el libro. Era un pequeño misterio interesante, pero no se proponía desperdiciar en él el tiempo de un oficial superior de la policía.
No se habló más de la Peverell Press hasta que empezaron a tomar el café en la biblioteca. Ackroyd se inclinó hacia delante y preguntó con cierto anhelo:
– ¿Puedo decirle a lord Stilgoe que intentarás tranquilizar a su esposa?
– Lo siento, Conrad, pero no. Le enviaré una nota diciendo que la policía no tiene motivos para sospechar que hubiera maniobras ocultas en ninguno de los casos que le interesan. Dudo que le resulte muy útil si su esposa es supersticiosa, pero eso es asunto de él y una desgracia para ella.
– ¿Y los otros problemas de Innocent House?
– Si Gerard Etienne considera que se ha violado la ley y quiere que la policía investigue, debe dirigirse a la comisaría local que le corresponda.
– ¿Como todo el mundo?
– Exacto.
– ¿No estarías dispuesto a visitar Innocent House y tener una charla informal con él?
– No, Conrad. Ni siquiera para ver el techo de Wyatt.