Los socios pasaron la noche del viernes cada uno por su lado. De pie ante la mesa de la cocina, mientras trataba de reunir fuerzas para decidir qué cenaría, Frances reflexionó que eso no tenía nada de extraño. Fuera de Innocent House llevaban vidas independientes y, a veces, a ella le parecía que cuando no estaban en la oficina hacían un esfuerzo deliberado por distanciarse, casi como si quisieran demostrar que lo único que tenían en común era el trabajo. Pocas veces comentaban entre sí sus compromisos sociales. En ocasiones, Frances acudía invitada a la fiesta de otro editor y le sorprendía distinguir por un instante los rasgos elegantes de Claudia entre un grupo de personas que hablaban a gritos, o estaba en el teatro con una amiga de sus tiempos de colegiala en el convento y veía a Dauntsey abrirse paso penosamente por la fila de enfrente, y entonces se saludaban con cortesía como simples conocidos. Pero aquella noche tenía la sensación de que algo más fuerte que la costumbre los mantenía separados, de que a medida que había ido avanzando el día se habían vuelto más reacios a hablar de la muerte de Gerard, de que la franqueza de aquella hora de aislamiento compartido en la sala de juntas se había trocado en cauteloso recelo de la intimidad.
James, como ella bien sabía, no tenía elección: debía volver a casa con Rupert. Frances le envidiaba la inexcusabilidad de tal obligación. Ella no conocía a su amigo; nunca había estado en casa de James desde la llegada de Rupert y, al pensar en ello, se preguntó cómo sería su vida en común. Al menos él tenía a alguien con quien compartir las angustias del día, un día que ahora se le antojaba de desmesurada duración. Habían salido temprano de Innocent House, por acuerdo tácito, y ella se había quedado esperando mientras Claudia cerraba la puerta y conectaba la alarma.
– ¿Estarás bien, Claudia? -le preguntó, y antes de terminar la frase ya advirtió claramente la futilidad, la banalidad de la pregunta.
Por un instante pensó en ofrecerse para acompañarla a casa, pero temió que esta sugerencia se interpretara únicamente como una confesión de debilidad, de su propia necesidad de compañía. Y Claudia, después de todo, tenía a su novio, si es que era su novio. Probablemente preferiría recurrir a él antes que a Frances.
– En estos momentos, lo único que quiero es llegar a casa y estar a solas -respondió Claudia. Y luego añadió-: ¿Y tú, Frances? ¿Estarás bien?
La misma pregunta sin sentido, sin respuesta posible. Trató de imaginar cómo habría reaccionado Claudia si le hubiera contestado: «No, no estoy bien. No quiero quedarme sola. Hazme compañía esta noche, Claudia. Quédate a dormir en el cuarto que tengo libre.»
Podía telefonear a Gabriel, por descontado. Le habría gustado saber qué hacía, qué pensaba, en aquel piso sencillo y escasamente amueblado que estaba justo debajo del de ella. También él le había dicho: «¿Estarás bien, Frances? Llámame si quieres compañía.» Ojalá hubiera dicho en cambio: «¿Te importa que suba un rato, Frances? No quiero estar solo.» Sin embargo, le había dejado a ella la responsabilidad de la iniciativa. Llamarlo equivalía a confesar una debilidad, una necesidad que quizás a él no le fuera grata. Se preguntó qué tendría Innocent House para que a las personas les costara tanto expresar una necesidad humana o mostrarse unas a otras una simple bondad recíproca.
Por último, abrió una sopa de champiñones e hirvió un huevo. Se sentía extraordinariamente cansada. Acurrucada toda la noche en el sillón de Gabriel, las escasas horas de sueño intermitente no habían sido la mejor preparación para un día de zozobra casi continua. Con todo, sabía que no le resultaría fácil dormirse. Por eso, después de lavar los utensilios de la cena, se dirigió a la habitación que fuera el dormitorio de su padre y que ella había convertido en una salita de estar y se sentó delante del televisor. Las imágenes brillantes pasaron ante sus ojos: las noticias, un documental, una comedia, una película antigua, una obra teatral moderna. Mientras pulsaba los botones, saltando rápidamente de canal, los rostros cambiantes, sonrientes, risueños, graves, magistrales, las bocas que se abrían y cerraban sin parar actuaron como una droga visual que no significaba nada, que no evocaba ninguna emoción, pero que al menos le proporcionaba una compañía espuria, un consuelo efímero e irracional.
A la una se fue a la cama, llevando consigo un vaso de leche caliente rociado con un chorrito de whisky. El remedio fue eficaz y Frances se sumió en la inconsciencia con el último pensamiento de que, después de todo, iba a gozar de la bendición del sueño.
La pesadilla volvió a asediarla a altas horas de la madrugada, la vieja y conocida pesadilla pero bajo una nueva apariencia, más terrible, más intensamente real. Iba andando por el túnel de Greenwich entre su padre y la señora Rawlings. La llevaban de la mano, pero su apretón era un aprisionamiento, no un consuelo. No podía huir y no había ningún lugar adónde huir. A sus espaldas se oía crujir el techo del túnel, pero no se atrevía a volver la cabeza porque sabía que incluso mirar atrás significaría el desastre. Ante ella se extendía el túnel, cuya longitud era mayor que en la vida real, con un círculo de brillante luz natural al extremo. A medida que caminaban, el túnel se alargaba y el círculo iba haciéndose cada vez más pequeño, hasta que sólo fue un platito reluciente y ella supo que pronto se convertiría en un puntito de luz y luego desaparecería. Su padre andaba muy erguido, sin mirarla, sin hablar. Llevaba el gabán de tweed con una corta capa sobre los hombros que siempre se ponía en invierno y que ella había entregado al Ejército de Salvación. Él estaba enfadado porque lo había regalado sin consultárselo, pero había logrado encontrarlo y recuperarlo. A Frances no le extrañó ver la serpiente que tenía enroscada al cuello. Era una serpiente de verdad, enorme como una cobra, que se hinchaba y se contraía, envolviéndole los hombros, siseando con su vitalidad maligna, lista para apretar hasta cortarle la respiración. Y sobre ellos, los azulejos del techo estaban mojados y ya empezaban a caer los primeros goterones. Pero ella vio que no eran gotas de agua, sino de sangre. Y de súbito se desasió y echó a correr, gritando a voz en cuello, hacia aquel inalcanzable punto de luz, mientras un poco más adelante el techo se agrietaba y cedía, y la oleada negra y aniquiladora de la muerte se abalanzaba sobre ella extinguiendo el último destello de luz.
Despertó y se encontró apoyada contra la ventana, golpeando el cristal con las manos. Con la conciencia llegó el alivio, aunque el horror de la pesadilla permaneció como una mancha en su mente. Pero al menos ahora sabía de qué se trataba. Se acercó a la cama y encendió la luz. Eran casi las cinco. No valía la pena tratar de conciliar otra vez el sueño. Se puso la bata, descorrió las cortinas y abrió las ventanas. Con la habitación en penumbra a sus espaldas, vio rielar tenuemente el río y algunas estrellas en lo alto. El terror de la pesadilla empezaba a menguar, pero lo reemplazaba aquel otro terror sin esperanza de despertar.
De repente pensó en Adam Dalgliesh. También su piso se hallaba junto al río, en Queenhithe. Se preguntó cómo podía saber dónde vivía, y recordó haber leído algo en los periódicos acerca de su último y aplaudido libro de poemas. Era un hombre muy reservado, pero ese dato al menos se había divulgado. Era curioso que sus vidas estuvieran unidas por esa oscura marea de historia. Le habría gustado saber si él también estaba despierto, si dos o tres kilómetros río arriba su alta y oscura silueta se hallaba de pie, contemplando ese mismo río peligroso.