12

– Es una reunión privada, señorita Blackett -dijo Etienne-. Tenemos que discutir asuntos confidenciales. Yo mismo tomaré mis propias notas. Hay mucho que mecanografiar, de modo que estará ocupada.

Habló en tono cortante, con una nota de desdén. La señorita Blackett se sonrojó y emitió un breve y silencioso jadeo. El cuaderno de notas se le escapó de entre los dedos y ella se agachó, muy envarada, a recogerlo; luego se incorporó y se dirigió hacia la puerta en un patético intento por salvar la dignidad.

– ¿Crees que ha estado bien? -le preguntó James de Witt-. Hace más de veinte años que Blackie toma notas en las reuniones de los socios. Siempre ha estado presente.

– Una pérdida de tiempo para ella y para nosotros.

Frances Peverell objetó:

– No tenías por qué darle a entender que no confiamos en ella.

– No lo he hecho. De todos modos, cuando haya que hablar de los incidentes ocurridos últimamente, ella es tan sospechosa como los demás y no veo por qué se la habría de tratar de un modo distinto que al resto del personal. No tiene coartada para ninguno de ellos y se le han presentado numerosas ocasiones.

Gabriel Dauntsey replicó:

– Lo mismo que a mí o a cualquiera de los que estamos aquí. ¿No hemos hablado ya bastante de ese bromista anónimo? Nunca ha servido de nada.

– Tal vez. Sea como fuere, eso puede esperar. Primero las noticias importantes. Hector Skolling ha aumentado su oferta por Innocent House en otras trescientas mil libras. Cuatro millones y medio. Es la primera vez en el curso de las negociaciones que ha utilizado las palabras «oferta final», y cuando lo dice hay que creerle. Es un millón más de lo que yo creía que nos veríamos obligados a aceptar; es más de lo que vale en términos puramente comerciales. Pero un inmueble vale lo que alguien esté dispuesto a pagar por él, y a Hector Skolling le gusta esta casa. Después de todo, su imperio está en Docklands. Existe una clara diferencia entre los edificios que construye para alquilar y el tipo de casa en el que está dispuesto a vivir. Propongo que aceptemos verbalmente hoy mismo y pongamos a los abogados a trabajar en los detalles para poder cerrar el trato antes de un mes.

– Creía que ya lo habíamos discutido en la última reunión sin llegar a ninguna conclusión -observó James de Witt-. Creo que si consultas las actas…

– No me hace falta. No pienso dirigir esta empresa basándome en lo que la señorita Blackett tenga a bien anotar en las actas.

– Que, por cierto, todavía no has firmado.

– Exactamente. Y propongo que en el futuro celebremos estas reuniones mensuales con un programa menos formal. Tú siempre dices que ésta es una sociedad de amigos y colegas y que soy yo el que insiste en procedimientos tediosos y burocracias innecesarias. ¿A qué viene, entonces, tanto formalismo de programas, actas y resoluciones cuando se trata de la reunión mensual de los socios?

De Witt respondió:

– Se ha comprobado que es útil. Y yo personalmente no creo haber utilizado nunca la expresión «amigos y colegas».

Frances Peverell estaba sentada completamente rígida y con la cara muy blanca. Intervino de pronto:

– No puedes vender Innocent House.

Etienne no la miró, sino que mantuvo la mirada fija en sus papeles.

– Puedo. Podemos. Tenemos que venderla si queremos que sobreviva el negocio. No se puede dirigir una editorial de manera eficaz desde un palacio veneciano en el Támesis.

– Mi familia lo ha hecho durante ciento sesenta años.

– He hablado de eficacia. Tu familia no necesitaba que la editorial fuera rentable; estaban protegidos por sus rentas privadas. En tiempos de tu abuelo, la edición ni siquiera era una profesión de caballeros; era una afición de caballeros. Hoy en día el editor debe ganar dinero y ganarlo de un modo eficiente; de lo contrario va a la quiebra. ¿Es eso lo que queréis? Yo no tengo ninguna intención de ir a la quiebra. Pretendo hacer rentable la Peverell Press y, cuando lo haya conseguido, ampliarla.

Gabriel Dauntsey habló con voz pausada.

– ¿Para poder venderla? ¿Para hacer unos millones y abandonarla?

Etienne hizo caso omiso.

– Voy a deshacerme de Sydney Bartrum, para empezar. Es un contable competente, sin duda, pero necesitamos a alguien que ofrezca mucho más. Me propongo contratar a un director financiero con la misión de que encuentre dinero para desarrollarnos y establezca un sistema financiero adecuado.

– Ya tenemos un sistema financiero perfectamente adecuado -protestó De Witt-. Los auditores nunca se han quejado. Sydney lleva diecinueve años con nosotros. Es un contable honrado, concienzudo y laborioso.

– Exactamente. Eso es lo que es, y nada más que eso. Como ya he dicho, necesitamos algo más. Por ejemplo, necesito conocer el margen de beneficio sobre el coste bruto de cada libro que publicamos. Otras empresas disponen de esta información. ¿Cómo podemos ir eliminando a los autores improductivos si no sabemos cuáles son? Necesitamos a alguien que gane dinero para nosotros, no que se limite a decirnos cada año cómo lo hemos gastado. Yo ya sé cómo lo hemos gastado. Si nos bastara un contable competente, yo mismo podría ocupar el cargo. No me extraña que lo defiendas, James. Es patético, gris y no especialmente eficiente. Naturalmente, eso le confiere un atractivo inmediato. Reconoces lo más bajo en cuanto lo ves. Tendrías que hacer algo con ese síndrome de corazón sangrante.

James enrojeció, pero respondió con gran calma.

– Ni siquiera me cae bien ese hombre. Me horrorizo cada vez que me llama «señor De Witt». Le sugerí que me llamara De Witt o James, pero me miró como si le hubiera propuesto una indecencia. Aun así, es un contable absolutamente capaz y lleva diecinueve años aquí. Conoce la empresa, nos conoce a nosotros y sabe cómo trabajamos.

– Trabajábamos, James, trabajábamos.

Frances añadió:

– Y se casó el año pasado. Su mujer y él acaban de tener un hijo.

– ¿Y qué tiene eso que ver con que sea o no el hombre adecuado para el puesto?

– ¿Has pensado en alguien? -preguntó De Witt.

– Le he pedido a Patterson Macintosh, de la agencia de contratación que proponga algunos nombres.

– Eso nos costará unas cuantas libras. Las agencias de contratación no trabajan barato. Es curioso que hoy no se pueda contratar personal sin estas agencias, que no se pueda mejorar la eficiencia sin especialistas en estudios de tiempos y desplazamientos y que haya que llamar a asesores de dirección para que nos digan cómo hemos de dirigirnos. La mitad de las veces, esos supuestos especialistas no son más que hombres de paja a los que se recurre para que reduzcan la plantilla cuando los directores no se atreven a hacerlo ellos mismos. ¿Has conocido a algún asesor de dirección que no recomendara despedir a parte del personal? Les pagan por decir eso y la verdad es que saben sacarle un buen provecho.

– Todo esto se nos habría debido consultar -protestó Frances.

– Se os está consultando.

– En tal caso, ya podemos dejar de hablar del asunto. No va a ocurrir. Innocent House no se vende.

– Se vende, si uno solo de vosotros está de acuerdo en ello. No hace falta más. ¿Has olvidado cuántas acciones poseo? La casa no es tuya, Fran. Tu familia se la vendió a la empresa en 1940, recuérdalo. Cierto, la vendieron demasiado barata, pero seguramente no debían de verle muchas posibilidades de sobrevivir a los bombardeos del East End. Estaba asegurada por debajo de su valor y, de todos modos, no se hubiera podido reconstruir. Métetelo en la cabeza, Fran: ya no es la casa de los Peverell. ¿Por qué te preocupas tanto? Tú no tienes hijos. No hay ningún Peverell que pueda heredar.

Frances enrojeció e hizo ademán de levantarse, pero De Witt la contuvo.

– No, Frances, no te vayas -le dijo con voz serena-. Esto hemos de discutirlo entre todos.

– No hay nada que discutir.

Se hizo el silencio absoluto, hasta que lo rompió la voz sosegada de Dauntsey.

– ¿Se exigirá a mi poesía que rinda su ocho y medio por ciento neto, o lo que sea?

– Seguiremos publicando tus volúmenes, Gabriel, por descontado. Habrá irnos cuantos libros que estaremos obligados a mantener.

– Espero que los míos no constituyan una obligación demasiado onerosa.

– Sin embargo, la venta de la casa implica que no podrás seguir viviendo en el número doce. Skolling quiere toda la finca, el edificio principal y las dos casas adyacentes. Lo siento de veras.

– Pero, después de todo, he vivido en el número doce durante más de diez años pagando un alquiler ridículo.

– Bien, ése fue el acuerdo al que llegaste con Henry Peverell y, naturalmente, tenías derecho a tomar lo que te ofrecía. -Hizo una pausa y añadió-: Y a seguir tomando. Pero has de comprender que no se puede permitir que las cosas sigan así.

– Oh, sí, lo comprendo. No se puede permitir que las cosas sigan así.

Etienne continuó como si no lo hubiera oído.

– Y ya es hora de deshacerse de George. Hubiéramos debido retirarlo hace años. El operador de la centralita es el primer contacto que tiene la gente con la empresa. Se necesita una chica joven, vital y atractiva, no un hombre de sesenta y ocho años. Son sesenta y ocho, ¿no? Y no me digáis que lleva veintidós años en la casa. Ya sé cuánto tiempo lleva; ése es precisamente el problema.

– No sólo se ocupa de la centralita -señaló Frances-. Abre cada día las oficinas, se encarga de la alarma antirrobo y sabe hacer toda clase de trabajos y reparaciones.

– Tiene que saber. En esta casa siempre hay una cosa u otra estropeada. Ya va siendo hora de que nos mudemos a un edificio moderno, construido a propósito y administrado con eficiencia. Y aún no hemos empezado a incorporar tecnología moderna. Os creíais peligrosamente innovadores cuando cambiasteis unas cuantas máquinas de escribir por ordenadores para tratamiento de textos. Por cierto, tengo otra buena noticia: es posible que convenza a Sebastian Beacher para que deje a sus editores actuales. No está nada contento con ellos.

– ¡Pero si es un escritor escandalosamente malo, y no mucho mejor como persona! -exclamó Frances.

– El negocio editorial consiste en darle al público lo que quiere, no en hacer juicios morales.

– Lo mismo podrías aducir si fabricaras cigarrillos.

– Lo aduciría si fabricara cigarrillos. O whisky, para el caso es lo mismo.

– La analogía no es válida -objetó De Witt-. Se podría alegar que la bebida es decididamente beneficiosa si se ingiere con moderación. En cambio, nunca se podrá alegar que una mala novela sea otra cosa que una mala novela.

– ¿Mala para quién? ¿Y qué entiendes tú por mala? Beacher cuenta una historia sólida, mantiene constantemente la acción, proporciona esa mezcla de sexo y violencia que al parecer quiere la gente. ¿Quiénes somos nosotros para decirles a los lectores lo que les conviene? Además, ¿no has dicho siempre que lo importante es que la gente se acostumbre a leer? Que empiecen con novelas románticas baratas y quizá luego pasen a Jane Austen o a George Eliot. Pues bien, no veo por qué habrían de hacerlo; pasar a los clásicos, quiero decir. El argumento es tuyo, no mío. ¿Qué tiene de malo la novela sentimental barata, si resulta que es lo que les gusta? Me parece una muestra de suficiencia argumentar que la novela popular sólo se justifica si conduce a cosas más elevadas. Bueno, lo que Gabriel y tú consideráis cosas elevadas.

– ¿Pretendes decir que no se debería hacer juicios de valor? -Intervino Dauntsey-. Los hacemos todos los días de nuestra vida.

– Pretendo decir que no deberías hacerlos por los demás. Pretendo decir que yo, como editor, no debo hacerlos. Además, hay un argumento irrefutable: si no se me permite obtener beneficios con los libros populares, buenos o malos, no puedo costear la edición de libros menos populares para lo que vosotros consideráis la minoría selecta.

Frances Peverell se volvió hacia él.

Tenía el semblante enrojecido y le resultaba difícil controlar la voz.

– ¿Por qué dices siempre «yo»? Todo el rato estás diciendo: «Voy a hacer esto, voy a publicar aquello.» Puede que seas el presidente, pero no eres la empresa. La empresa somos nosotros. Conjuntamente. Los cinco. Y ahora no nos hemos reunido como comité de edición. Eso será la semana que viene. Ahora tendríamos que estar hablando del futuro de Innocent House.

– De eso hablamos. Propongo que aceptemos la oferta y cerremos el trato de palabra.

– ¿Y adónde propones que nos mudemos?

– A un edificio de oficinas en Docklands, junto al río. Río abajo, si puede ser. Hemos de discutir si compramos o concertamos un arrendamiento a largo plazo, pero las dos cosas son posibles. Los precios nunca han estado más bajos. Docklands nunca ha sido mejor inversión. Y ahora que ya funciona el ferrocarril ligero de Docklands y van a ampliar el metro, el acceso será más fácil. No necesitaremos la lancha.

– ¿Y despedir a Fred después de tantos años? -objetó Frances.

– Mi querida Frances, Fred es un barquero cualificado. Fred no tendrá problemas para encontrar otro trabajo.

– Todo es muy precipitado, Gerard -dijo Claudia-. Estoy de acuerdo en que seguramente habrá que desprenderse de la casa, pero no es necesario que lo decidamos esta mañana. Danos algo por escrito; las cifras, por ejemplo. Discutamos el asunto cuando hayamos tenido tiempo de pensarlo.

– Perderemos la oferta -replicó Gerard.

– ¿Te parece probable? Vamos, Gerard. Si Hector Skolling quiere la casa, no va a retirarse porque haya de esperar la respuesta una semana. Acéptala, si así te quedas más tranquilo. Siempre podemos echarnos atrás si decidimos otra cosa.

– Yo quería hablar de la última novela de Esmé Carling -dijo De Witt-. En la última reunión sugeriste rechazarla.

– ¿Muerte en la isla del Paraíso? Ya la he rechazado. Creía que estaba decidido.

De Witt replicó con voz lenta y sosegada, como si se dirigiera a un niño terco.

– No, no estaba decidido. Se comentó brevemente y se aplazó la decisión.

– Como tantas otras veces. Vosotros cuatro me recordáis la definición de una junta: un grupo de personas que anteponen el placer de la conversación a la responsabilidad de la acción y el ardor de la decisión. Algo por el estilo. Ayer hablé con la agente de Esmé y le di la noticia. Y se la confirmé por escrito con una copia para Carling. Supongo que a ninguno de los presentes se le ocurrirá decir que Esmé Carling es una buena novelista; ni tampoco que es rentable. Yo, personalmente, espero de un escritor que sea una cosa o la otra, de preferencia las dos.

– Hemos publicado cosas peores -objetó De Witt.

Etienne se volvió hacia él al tiempo que soltaba una carcajada.

– Sabe Dios por qué la defiendes, James. Eres tú quien está deseoso de publicar novelas literarias, candidatas al premio Booker, obritas sensibles que impresionen a la mafia literaria. Hace cinco minutos me criticabas que intentara captar a Sebastian Beacher. No pretenderás sugerir que Muerte en la isla del Paraíso contribuirá a aumentar el prestigio de la Peverell Press, supongo. Vamos, me imagino que no la ves como el próximo Libro del Año de Whitbread. Y a propósito, me identificaría mucho más con tus supuestos libros para el Booker si alguna vez figurasen en la lista de candidatos seleccionados para el premio.

James respondió:

– Estoy de acuerdo contigo en que seguramente ya es hora de que nos desprendamos de ella. Son los medios, y no el fin, lo que no veo bien. En la última reunión sugerí, si lo recuerdas, que publicáramos su último libro y luego le anunciáramos con tacto que se suprimía la serie de misterio popular.

– Muy poco convincente -observó Claudia-. Es la única autora de la serie.

James prosiguió, dirigiéndose directamente a Gerard.

– El libro necesita una revisión rigurosa, pero ella lo aceptará si se lo decimos con tacto. Hay que reforzar el argumento y la parte central es floja. Pero la descripción de la isla es buena, y el modo en que crea una atmósfera de amenaza es excelente. Además, ha mejorado en la caracterización de los personajes. No perderemos dinero. Hace treinta años que la editamos. Es una relación muy larga. Me gustaría concluirla con generosidad y buena voluntad, eso es todo.

– Ya ha concluido -sentenció Gerard Etienne-. Somos una editorial, no una casa de beneficencia. Lo siento, James, tiene que saltar.

– Habrías podido esperar a que se reuniera el comité de edición.

– Seguramente habría esperado si no hubiera llamado su agente. Carling insistía en saber si habíamos fijado la fecha de publicación y qué nos proponíamos organizar como fiesta de presentación. ¡Una fiesta! Un velatorio sería más apropiado. No tenía sentido mentirle. Le dije que el libro no alcanzaba el nivel exigible y que no íbamos a publicarlo. Ayer se lo confirmé por escrito.

– Le sentará mal.

– ¡Claro que le sentará mal! Alos autores siempre les sienta mal el rechazo. Lo equiparan al infanticidio.

– ¿Y los libros anteriores que tenemos en catálogo?

– Bueno, eso puede que todavía nos dé algún dinero.

Frances Peverell intervino repentinamente.

– James tiene razón. Quedamos en que volveríamos a discutirlo. No tenías absolutamente ninguna autoridad para hablar con Esmé Carling ni con Velma Pitt-Cowley. Podríamos muy bien publicar esta novela y decirle con delicadeza que tenía que ser la última. Estás de acuerdo, ¿verdad, Gabriel? ¿Crees que deberíamos haber aceptado Muerte en la isla del Paraíso?

Los cuatro socios miraron a Dauntsey y esperaron como si fuera un tribunal supremo. El anciano estaba examinando unos papeles, pero al oír esto alzó la mirada hacia Frances y sonrió suavemente.

– No creo que eso hubiera amortiguado el golpe, ¿verdad? No se puede rechazar a un autor; lo que se rechaza es el libro. Si publicamos su última novela, luego nos traerá otra y volveremos a vernos ante el mismo dilema. Gerard ha actuado de un modo prematuro y supongo que no especialmente diplomático, pero creo que la decisión era correcta. Una novela es digna de ser publicada o no lo es.

– Me alegro de que hayamos zanjado algo.

Etienne comenzó a reunir sus papeles.

– Siempre y cuando seas consciente de que es lo único que hemos zanjado -le recordó De Witt-. No habrá más negociaciones sobre la venta de Innocent House hasta que hayamos vuelto a reunimos y nos hayas proporcionado las cifras y un plan comercial completo.

– Ya tenéis un plan comercial. Os lo di el mes pasado.

– Uno que podamos entender. Volveremos a reunirnos dentro de una semana. Sería conveniente que pudieras distribuir los informes un día antes. Y necesitamos alternativas: un plan comercial basado en el supuesto de que vendemos Innocent House y otro basado en el supuesto de que no la vendemos.

– El segundo puedo presentártelo ahora mismo -replicó Etienne-. O llegamos a un acuerdo con Skolling o vamos a la quiebra. Y Skolling no es un hombre paciente.

– Apacígualo con una promesa -sugirió Claudia-. Dile que si decidimos vender tendrá una primera opción.

Etienne sonrió.

– Ah, no; no creo que pueda hacerle una promesa así. Cuando su interés por la casa se haga público, podríamos atraer cincuenta mil libras más. No me parece probable, pero nunca se sabe. Dicen que el museo de Greyfriars anda buscando un lugar para albergar su colección de pintura marítima.

– No vamos a vender Innocent House -dijo Frances Peverell-, ni a Hector Skolling ni a nadie. Para vender esta casa habrá que pasar por encima de mi cadáver. O del tuyo.

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