66

Se abrió la portezuela de atrás. Después de la envolvente oscuridad, del olor de la gasolina, de la alfombra, de su propio miedo, el aire fresco iluminado por la luna acarició el rostro de Frances como una bendición. La joven sólo oía el suspiro del viento, sólo veía la silueta oscura que se inclinaba sobre ella. Gabriel extendió las manos y manipuló torpemente la mordaza. Por un instante ella notó el roce de sus dedos sobre la mejilla. Luego él se agachó y le desató los tobillos. Los nudos no eran complicados; de haber tenido las manos libres, ella misma habría podido deshacerlos. Gabriel no necesitó cortar las ataduras. ¿Significaba eso que no llevaba ningún cuchillo? Pero a Frances ya no le inquietaba su propia seguridad. De pronto, tuvo el convencimiento de que no la había llevado allí para matarla. Gabriel tenía otras preocupaciones, para él más importantes.

Le habló con una voz natural y apacible, la voz que ella había conocido, la que despertaba su confianza, la que le gustaba oír.

– Si te vuelves, Frances, me será más fácil desatarte las manos.

Habría podido ser su libertador quien le hablaba, no su carcelero. Frances se volvió y en unos segundos tuvo las manos libres. Intentó sacar las piernas del coche, pero las tenía rígidas y él le tendió una mano para ayudarla.

– No me toques -dijo ella.

Las palabras resultaron ininteligibles: la mordaza había estado más apretada de lo que ella creía, y tenía la mandíbula fija en un rictus de dolor. Pero él la entendió. Retrocedió de inmediato y se quedó mirándola mientras ella descendía penosamente y se apoyaba en el vehículo para sostenerse en pie. Era el momento que había estado esperando, la oportunidad de escapar corriendo, poco importaba hacia dónde. Pero Gabriel se había desentendido de ella y Frances comprendió que no hacía falta correr, que no valía la pena tratar de huir. La había llevado hasta allí por necesidad, pero ya no constituía un peligro para él, su presencia ya no tenía importancia. Los pensamientos de Dauntsey se hallaban en otro lugar. Frances podía escapar a trompicones con sus piernas entumecidas; él no se lo impediría ni trataría de seguirla. Estaba alejándose de ella, mirando hacia el contorno oscuro de una casa, y Frances pudo percibir la intensidad de su concentración. Para él, aquél era el final de un largo viaje.

– ¿Dónde estamos? -le preguntó-. ¿Qué sitio es éste?

Él respondió con voz cuidadosamente controlada.

– Othona House. He venido a ver a Jean-Philippe Etienne.

Se dirigieron juntos hacia la puerta principal. Gabriel tiró de la campanilla. Ella oyó su tañido aun a través de la gruesa plancha de roble. La espera no fue larga. Oyeron el chirrido del cerrojo y el girar de la llave en la cerradura. Después se abrió la puerta y la robusta silueta de una mujer de edad vestida de negro se recortó contra la luz del recibidor.

– Monsieur Etienne vous attend -dijo.

Gabriel se volvió hacia Frances.

– No creo que conozcas a Estelle, el ama de llaves de Etienne. No te preocupes. Dentro de unos minutos podrás llamar para pedir ayuda. Mientras tanto, si quieres ir con Estelle, ella se ocupará de ti.

Ella replicó:

– No necesito que nadie se ocupe de mí. No soy una niña. Me has traído contra mi voluntad; ahora que estoy aquí, me quedo contigo.

Estelle los condujo por un largo pasillo embaldosado que llevaba a la parte posterior de la casa y, una vez ante la puerta, se apartó para cederles el paso. La habitación, obviamente un estudio, estaba recubierta de paneles oscuros, y el aire estancado conservaba el aroma penetrante del humo de leña. En la chimenea de piedra, las llamas se movían como lenguas y la madera crepitaba y siseaba. Jean-Philippe Etienne se hallaba sentado en un gran sillón de orejeras a la derecha del hogar. No se levantó. De pie junto a la ventana, mirando hacia la puerta, estaba el inspector Aaron. Llevaba puesto un voluminoso chaquetón de piel de cordero que contribuía a subrayar la corpulencia de su figura. Tenía el semblante muy pálido, pero en aquel momento un leño se partió y, por un instante, la crepitante llama lo hizo resplandecer de vida rubicunda. Sus cabellos estaban desordenados, revueltos por el viento. Debía de haber llegado justo antes que ellos, pensó Frances, y aparcado su coche fuera de la vista.

Sin prestar atención a la joven, el inspector se dirigió inmediatamente a Dauntsey.

– Le he seguido hasta aquí. Tengo que hablar con usted.

Se sacó un sobre del bolsillo, extrajo una fotografía de su interior y, tras depositarla sobre la mesa, contempló el rostro de Dauntsey en silencio. Nadie se movió.

Dauntsey contestó:

– Ya sé lo que ha venido a decirme, pero el momento de hablar ha pasado. No está aquí para hablar, sino para escuchar.

Fue entonces cuando Aaron pareció advertir la presencia silenciosa de Frances.

– ¿Por qué está usted aquí? -le preguntó en tono brusco, casi acusador.

A Frances aún le dolía la boca, pero respondió con voz firme y clara.

– Porque me ha traído por la fuerza. He venido atada y amordazada. Gabriel ha matado a Claudia. La ha estrangulado en el garaje. He visto el cadáver. ¿No va a detenerlo? Ha matado a Claudia y mató a los otros dos.

Etienne se había puesto en pie y en aquel momento emitió un sonido extraño, algo entre un gemido y un suspiro, y volvió a desplomarse en el sillón. Frances corrió hacia él.

– Lo siento, lo siento mucho -dijo-, debería de haberlo dicho con más delicadeza.

Luego, al alzar la mirada, vio el rostro horrorizado del inspector Aaron. El inspector se volvió hacia Dauntsey y le habló casi en un susurro.

– Así que ha terminado usted el trabajo.

– No se atormente, inspector. No habría podido salvarla. Ya estaba muerta antes de que saliera usted de Innocent House. -Se volvió hacia Jean-Philippe Etienne-. En pie, Etienne -le ordenó-. Quiero verte de pie.

Etienne se incorporó lentamente en el sillón y extendió la mano hacia el bastón. Se levantó con su ayuda. Hizo un esfuerzo visible por tenerse en pie, pero se tambaleó y quizás habría caído si Frances no se hubiera adelantado para sostenerlo por la cintura. No dijo nada, pero mantuvo la vista fija en Dauntsey.

Éste prosiguió:

– Pasa detrás del sillón. Puedes apoyarte en él.

– No necesito apoyarme. -Apartó el brazo de Frances con firmeza-. Sólo ha sido un entumecimiento pasajero por haber estado sentado. No pienso ponerme detrás del sillón como si estuviera en el banquillo. Si has venido aquí como juez, no olvides que lo habitual es escuchar los alegatos antes del juicio y castigar únicamente si hay un veredicto de culpabilidad.

– Ya ha habido un juicio. Lo he celebrado yo durante más de cuarenta años. Ahora te pido que reconozcas que entregaste a mi mujer y mis hijos a los alemanes, que de hecho los enviaste a Auschwitz para que fueran asesinados.

– ¿Cómo se llamaban?

– Sophie Dauntsey, Martin y Ruth. Utilizaban el apellido de Loiret. Tenían documentos falsos. Tú eras una de las contadas personas que lo sabían. Sabías que eran judíos, sabías dónde vivían.

Etienne replicó con calma.

– Sus nombres no me dicen nada. ¿Cómo quieres que me acuerde? No fueron los únicos judíos que denuncié al Gobierno de Vichy y a los alemanes. ¿Cómo iba a acordarme de sus nombres y sus familias? Hice lo que era necesario en aquellos momentos. Si quería conservar mi cupo de papel, tinta y recursos para la prensa clandestina, era importante que los alemanes siguieran confiando en mí. ¿Cómo quieres que me acuerde de una mujer y dos niños, después de cincuenta años?

– Yo los recuerdo -dijo Dauntsey.

– Y ahora has venido en busca de venganza. ¿Sigue siendo dulce, después de cincuenta años?

– No es venganza, Etienne. Es justicia.

– Oh, no, Gabriel, no te engañes. Es venganza. La justicia no exige que al final vengas a anunciarme lo que has hecho. Pero llámalo justicia si eso tranquiliza tu conciencia. Es una palabra fuerte; espero que sepas lo que significa. Yo no estoy seguro de saberlo. Quizás el representante de la ley pueda ayudarnos.

– Significa ojo por ojo y diente por diente -dijo Daniel.

Dauntsey seguía mirando a Jean-Philippe.

– No te he quitado más de lo que me quitaste, Etienne. Un hijo y una hija por un hijo y una hija. También asesinaste a mi esposa, pero la tuya ya estaba muerta cuando averigüé la verdad.

– Sí, estaba fuera del alcance de tu mala voluntad. Y de la mía.

Pronunció las últimas palabras con voz tan queda que Frances se preguntó si realmente las había oído.

– Mataste a mis hijos -prosiguió Gabriel-; yo he matado a los tuyos. No tengo posteridad; tú tampoco la tendrás. Tras la muerte de Sophie no pude amar a ninguna otra mujer. No creo que nuestra existencia tenga ningún sentido ni que haya un futuro después de la muerte. Puesto que no hay Dios, no puede haber justicia divina. Debemos hacernos nuestra justicia nosotros mismos, y aquí, en la tierra. Me ha costado casi cincuenta años, pero me he hecho justicia.

– Habría sido más eficaz si hubieras actuado antes. Mi hijo tuvo su juventud, su virilidad; conoció el éxito, el amor de las mujeres. Eso no pudiste quitárselo. Tus hijos no lo tuvieron. La justicia debe ser rápida, además de eficaz. La justicia no espera cincuenta años.

– ¿Qué tiene que ver el tiempo con la justicia? El tiempo nos quita las fuerzas, el talento, los recuerdos, las alegrías, incluso la capacidad de afligirnos. ¿Por qué habríamos de consentir que se llevara también el imperativo de la justicia? Tenía que asegurarme, y eso también era justicia. Tardé más de veinte años en localizar a dos testigos decisivos. Pero ni siquiera entonces tenía prisa. No hubiera podido soportar diez años o más de cárcel; ahora no será necesario. A los setenta y seis años no hay nada que no se pueda soportar. Luego tu hijo decidió casarse. Hubiera podido nacer un niño. La justicia exigía que sólo murieran dos.

Etienne preguntó:

– ¿Y por eso dejaste a tus editores y viniste a la Peverell Press en 1962? ¿Ya sospechabas de mí?

– Empezaba a sospechar. Los hilos de mi investigación empezaban a entrelazarse. Me pareció conveniente instalarme cerca de ti. Y recuerdo muy bien que te alegraste de contar conmigo y con mi dinero.

– Naturalmente. Henry Peverell y yo creíamos haber conseguido un talento de primera fila. Hubieras debido guardar tus energías para la poesía, Gabriel, no malgastarlas en una obsesión inútil nacida de tu propio sentimiento de culpa. Tú no tuviste la culpa de que tu mujer y tus hijos quedaran atrapados en Francia; fue una imprudencia dejarlos en aquellos momentos, por supuesto, pero nada más. Tú te fuiste y ellos murieron. ¿Por qué has tenido que lavar esa culpa asesinando a inocentes? Pero, claro, asesinar a inocentes es tu fuerte, ¿no? Participaste en el bombardeo de Dresde. Nada de lo que yo he hecho puede competir con el horror y la magnitud de esa hazaña.

Daniel objetó, casi en un susurro:

– Eso fue distinto. Era una atroz necesidad de la guerra.

Etienne volvió la mirada hacia él.

– También para mí fue una necesidad de la guerra. -Hizo una pausa y, cuando habló de nuevo, Frances detectó en su voz una nota de triunfo apenas controlada-. Si quieres obrar como Dios, Gabriel, antes deberías asegurarte de que posees la sabiduría y los conocimientos de Dios. Nunca tuve hijos. A los trece años sufrí una infección vírica; soy absolutamente estéril. Mi esposa necesitaba un hijo y una hija, y para satisfacer su obsesión maternal accedí a proporcionárselos. Adoptamos a Gerard y a Claudia en Canadá y los trajimos con nosotros a Inglaterra. No existían lazos de sangre ni entre ellos ni conmigo. Le prometí a mi mujer que nunca se divulgaría públicamente la verdad, pero Gerard y Claudia lo supieron al cumplir los catorce años. El efecto que eso produjo en Gerard fue desafortunado. Los dos habrían debido saberlo desde el primer momento.

Frances supo que Gabriel no necesitaba preguntar si era verdad. Tuvo que hacer un esfuerzo para mirarlo. Por un instante lo vio desmoronarse físicamente, como si los músculos de la cara y el cuerpo se desintegraran ante sus propios ojos. Gabriel era un anciano, pero un anciano con energía, inteligencia y voluntad; en aquel momento, todo lo que estaba vivo en él se disolvió mientras lo miraba. Frances se dirigió rápidamente hacia él, pero Gabriel la contuvo con un gesto y, lenta y dolorosamente, se obligó a permanecer erguido.

Trató de hablar, pero no le salieron las palabras. Luego se volvió y echó a andar hacia la puerta. Nadie dijo nada, pero los tres lo siguieron por el pasillo hasta salir a la noche y lo miraron mientras caminaba hacia la estrecha cresta de roca que bordeaba la marisma.

Frances corrió en pos de él y, cuando le dio alcance, lo sujetó por la chaqueta. Gabriel intentó desasirse, pero ella se aferró y a él le fallaban las fuerzas. Fue Daniel, que había echado a correr hacia ellos, quien la tomó entre sus brazos y la alejó físicamente de allí. La joven se resistió y trató de liberarse, pero los brazos del inspector eran como flejes de hierro. Tuvo que contemplar desvalida cómo Gabriel se internaba en la marisma.

– Déjelo estar. Déjelo estar -dijo Daniel.

– ¡Vaya tras él! -le gritó a Jean-Philippe Etienne-. ¡Deténgalo! ¡Hágalo volver!

Daniel preguntó con voz queda:

– Volver, ¿para qué?

– ¡Pero no podrá llegar al mar!

Fue Etienne quien, al llegar junto a ellos, observó:

– No necesita llegar. Esos charcos son hondos. Un hombre puede ahogarse en un palmo de agua, si quiere morir.

Lo siguieron con la mirada. Frances seguía retenida entre los brazos de Daniel; de pronto sintió latir el corazón del inspector junto al de ella. La figura tambaleante era una mancha oscura contra el firmamento nocturno. Se alzó, cayó, se irguió de nuevo y reanudó el penoso avance. Las nubes volvieron a desplazarse y, a la luz de la luna, pudieron distinguirlo con mayor nitidez. De vez en cuando caía, pero luego volvía a levantarse, inmenso como un gigante, con los brazos alzados en actitud de maldecir o de realizar un último gesto de súplica. Frances se dio cuenta de que estaba luchando por llegar al mar, anhelando penetrar en su fría inmensidad, más lejos y más hondo, hasta alcanzar en un chapoteo el bienaventurado y definitivo olvido.

Entonces volvió a caer y esta vez no se levantó. Frances creyó vislumbrar el resplandor de la luna sobre la superficie del charco. Le pareció que tenía casi todo el cuerpo sumergido, pero ya no lo veía claramente: sólo era otro bulto oscuro entre los montecillos herbosos de aquel erial anegado. Esperaron en silencio, pero no se produjo ningún movimiento. Gabriel había pasado a formar parte de la marisma y de la noche. Entonces Daniel la soltó y ella se apartó unos pasos. El silencio era absoluto. Y al fin le pareció que podía oír el mar, no tanto un sonido como un palpitar rítmico en el aire sereno.

Acababan de volverse hacia la casa cuando la noche vibró con un áspero ronquido metálico que creció rápidamente hasta convertirse en un estruendo. Sobre ellos brillaron las luces gemelas de un helicóptero. Los tres se quedaron mirándolo mientras el aparato describía tres círculos en el aire y se posaba en el campo contiguo a Othona House. Frances pensó: «De modo que han encontrado el cadáver de Claudia.» Sin duda James se había cansado de esperarla y al final había regresado a Innocent House en su busca.

Inmóvil al borde del campo, todavía un poco apartada de los otros, vio las tres figuras que corrían agazapadas bajo las grandes palas del rotor para luego erguirse y avanzar hacia ella sobre el terreno pedregoso y la hierba sacudida por el viento: el comandante Dalgliesh, la inspectora Miskin y James. Etienne se dirigió a su encuentro. Se detuvieron a hablar en grupo. Ella pensó: «Que se lo diga Etienne. Yo esperaré.»

Luego Dalgliesh se separó de los demás y fue hacia ella. No la tocó, pero se inclinó desde su elevada altura y la miró a la cara con fijeza.

– ¿Está usted bien?

– Ahora sí.

Dalgliesh sonrió.

– Enseguida hablaremos. De Witt insistió en venir con nosotros y era menos molestia dejar que se saliera con la suya.

Volvió otra vez con Etienne y Kate, y juntos se dirigieron hacia Othona House.

Frances pensó: «Por fin soy yo misma. Tengo algo digno de ofrecerle.» No echó a correr hacia la figura que esperaba. No la llamó a gritos. Lentamente, pero con toda la intensidad de su ser, caminó sobre la hierba azotada por el viento y se arrojó entre sus brazos.

Daniel oyó llegar el helicóptero, pero no se movió. Permanecía en la cresta de roca y seguía mirando hacia el mar, más allá de las marismas salobres. Esperó en paciente soledad hasta que oyó unos pasos cada vez más próximos y Dalgliesh se detuvo a su lado.

– ¿Estaba detenido? -le preguntó.

– No, señor. Vine a prevenirlo, no a detenerlo. No le advertí de sus derechos. Le hablé, pero no con las palabras que usted habría pronunciado. Lo dejé ir.

– ¿Lo dejó ir deliberadamente? ¿No se le escapó?

– No, señor. No se me escapó. -Y en una voz tan baja que no estuvo seguro de que Dalgliesh le hubiera oído, añadió-: Pero ahora es libre.

Dalgliesh le volvió la espalda y se encaminó hacia la casa; ya había averiguado lo que quería saber. Nadie más se le acercó. De pie al borde de las marismas, al borde del mundo, Daniel se sentía aislado, sometido a una cuarentena moral. Le pareció ver una luz trémula, brillante como el fósforo, que ardía y saltaba entre los montículos de hierba y los negros charcos de agua estancada. No alcanzaba a ver las olas que rompían suavemente, pero sí a oír el rumor del mar, un blando gemido eterno como el de un pesar universal. Y entonces las nubes se movieron y la luna, casi llena, derramó su luz fría sobre la marisma y sobre la lejana figura caída. Daniel percibió una sombra junto a él y, al volverse, vio que era Kate. Con inmenso asombro y compasión, se dio cuenta de que tenía el rostro bañado en lágrimas.

– No intentaba ayudarle a escapar -le explicó-. Sabía que no podía escapar, pero no soportaba la idea de verlo esposado, en el calabozo, en la cárcel. Quería darle la oportunidad de tomar su propio camino a casa.

– Eres un imbécil, Daniel -dijo ella-. Eres un maldito imbécil.

Daniel se volvió hacia ella y preguntó:

– ¿Qué hará?

– ¿El jefe? ¿Tú qué crees que hará? Dios mío, Daniel, habrías podido ser muy bueno. Eras muy bueno.

– Etienne ni siquiera recordaba cómo se llamaban. Apenas recordaba lo que había hecho. No sentía ningún remordimiento, ninguna culpa. Una madre y dos niños pequeños. No existían. No eran humanos. Le habría inquietado más tener que matar a un perro. Para él no eran personas. Podían sacrificarse. No contaban. Eran judíos.

Kate exclamó:

– ¿Y Esmé Carling? Vieja, fea, sin hijos, sola. No muy buena escritora. ¿Era sacrificable? No tenía mucho, de acuerdo: un piso, la hija de otra mujer para hacerle compañía por las noches, unas cuantas fotografías, los libros. ¿Qué derecho tenía él a decidir que su vida no contaba?

Daniel le replicó en tono amargo:

– Estás muy segura, ¿verdad, Kate? Muy segura de saber lo que está bien. Debe de resultar muy tranquilizador no tener que afrontar nunca un dilema moral. El código penal y el reglamento de la policía: ahí tienes todo lo que necesitas, ¿verdad?-Estoy segura de algunas cosas -dijo ella-. Estoy segura en cuanto al asesinato. ¿Cómo podría ser inspectora de policía, si no fuera así?

Dalgliesh llegó junto a ellos. En un tono de voz tan normal como si estuvieran amigablemente reunidos en la sala de la comisaría de Wapping, les anunció:

– La policía de Essex no intentará rescatar el cuerpo hasta que se haga de día. Quiero que lleve a Kate de vuelta a Londres en su coche. ¿Se siente capaz?

– Sí, señor, estoy en perfectas condiciones de conducir.

– Si no es así, que conduzca Kate. El señor De Witt y la señorita Peverell vendrán conmigo en el helicóptero. Sin duda querrán volver a su casa lo antes posible. Luego me reuniré con ustedes dos en Wapping, esta misma noche.

Permaneció de pie con Kate a su lado hasta que las tres figuras se encontraron con el piloto y subieron al helicóptero. La máquina cobró vida con un poderoso rugido y las grandes aspas empezaron a girar lentamente, se hicieron borrosas, se volvieron invisibles. El helicóptero se elevó ladeado hacia el cielo. Etienne y Estelle estaban en el borde del campo, mirándolo con el rostro vuelto hacia lo alto. Daniel pensó: «Parecen turistas. Me extraña que no saluden con la mano.» Le dijo a Kate:

– Me he dejado algo en la casa.

La puerta principal estaba abierta. Kate entró en el recibidor con él y lo siguió hasta el estudio, procurando mantenerse unos pasos más atrás para que no se sintiera como un preso bajo escolta. La luz de la habitación estaba apagada, pero las llamas del hogar proyectaban sombras danzantes sobre las paredes y el techo y teñían la pulida superficie de la mesa de un resplandor rojizo, como si estuviera manchada de sangre.

La fotografía aún estaba ahí. Por un instante le sorprendió que Dalgliesh no se la hubiera llevado, pero enseguida recordó que carecía de importancia. Ya no habría ni juicio ni pruebas. No sería necesario presentarla como evidencia ante un tribunal. Ya no hacía ninguna falta. No servía para nada.

La dejó sobre la mesa y, volviéndose hacia Kate, caminó junto a ella en silencio hacia el coche.

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