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A las nueve y media de la noche del domingo, Daniel y Robbins estaban en el último piso de Innocent House revisando los archivos. Utilizaban la mesa y la silla del cuarto pequeño. El método que Daniel había elegido consistía en ir siguiendo los estantes, retirar cualquier carpeta que pareciera ofrecer esperanzas y llevársela al despachito de los archivos para examinarla más a fondo. Se trataba de una tarea desalentadora, puesto que ninguno de ellos sabía qué estaba buscando; Daniel había calculado que entre los dos tardarían varias semanas en concluir el trabajo, pero de hecho avanzaban más deprisa de lo que se imaginaba. Si la corazonada de su jefe era correcta y había documentos que podían arrojar alguna luz sobre el asesinato de Etienne, por fuerza alguien debía de haberlos consultado en fecha relativamente reciente. Eso quería decir que las viejísimas carpetas del siglo xix, muchas de las cuales era patente que no habían sido tocadas en más de cien años, podían dejarse de lado con tranquilidad, al menos por el momento. No teman ningún problema de luz; las bombillas desnudas que colgaban del techo quedaban bastante cerca de las carpetas. Pero era un trabajo cansado, aburrido y sucio, y Daniel lo hacía sin esperanza.

Poco después de las nueve y media decidió que ya estaba bien por un día. Era muy consciente de su renuencia a volver al piso de Bayswater, una desgana tan intensa que casi cualquier alternativa se le antojaba preferible. Desde que Fenella se había marchado a los Estados Unidos, Daniel pasaba el menor tiempo posible en su piso. Lo habían comprado entre los dos apenas dieciocho meses antes, y a las pocas semanas de vivir juntos se había dado cuenta de que su compromiso de compartir una hipoteca y una vida en común había sido un error.

Ella le había dicho:

– Naturalmente, querido, tendremos habitaciones separadas. Los dos necesitamos espacio para nuestra intimidad.

Más tarde Daniel se preguntaría si en verdad había oído esas palabras. No sólo Fenella no necesitaba ninguna intimidad, sino que tampoco tenía intención de respetar la de él, menos por un propósito deliberado, le parecía, que por una absoluta falta de comprensión del significado de la palabra. Recordó demasiado tarde lo que hubiera debido ser una saludable lección de la infancia. En una ocasión oyó que una amiga de su madre le decía a ésta muy complacida: «En nuestra casa siempre hemos respetado los libros y la cultura», mientras su hijo de seis años arrancaba sistemáticamente las páginas del ejemplar de Daniel de La isla del tesoro sin que nadie le llamara la atención. Eso tendría que haberle enseñado que lo que las personas creían de sí mismas rara vez coincidía con su verdadero modo de comportarse. Aun así, Fenella había marcado un récord en la irreconciliabilidad entre creencia y acción. El piso siempre estaba lleno de gente; los amigos llamaban a la puerta, se alimentaban en su cocina, discutían y se reconciliaban en su sofá, hacían llamadas internacionales por su teléfono, le vaciaban la nevera y se bebían su cerveza. El piso nunca estaba en silencio; nunca estaban solos los dos. El dormitorio de Daniel se convirtió en el dormitorio común, en gran medida porque el de Fenella solía estar temporalmente ocupado por algún conocido sin casa. Atraía a la gente hacia ella como un umbral iluminado. La suya era la atracción de un buen humor inquebrantable. Seguramente habría cautivado a la madre de Daniel, si él hubiera permitido que llegaran a conocerse, prometiéndole de inmediato convertirse al judaísmo. Fenella era, por encima de todo, muy complaciente.

Su gregarismo compulsivo iba acompañado de una dejadez en las tareas domésticas que no cesó de asombrar a Daniel durante sus dieciocho meses de convivencia y que éste nunca pudo reconciliar con la minuciosa atención que Fenella concedía a los menores detalles decorativos. La recordaba sosteniendo contra la pared de la sala tres grabados pequeños, montados verticalmente sobre una cinta ancha con un lazo en lo alto.

– ¿Te parece bien aquí, cariño, o quedaría mejor cinco centímetros más a la izquierda? ¿Tú qué dices?

A él apenas podía importarle, teniendo como tenían una cocina con el fregadero lleno de platos por lavar, un cuarto de baño que para abrirlo había que empujar la puerta contra el peso de un montón de toallas sucias y malolientes, las camas sin hacer y la ropa desperdigada por el dormitorio. Esta negligencia hacia los quehaceres domésticos se combinaba en Fenella con una necesidad compulsiva de ducharse y lavar su ropa. El piso resonaba constantemente con los traqueteos y chirridos de la lavadora y el siseo de la ducha.

Daniel recordó cómo le había anunciado el fin de su relación.

– Cariño, Terry quiere que vaya a Nueva York a vivir con él. El jueves que viene, en realidad. Me ha enviado un pasaje en primera. He creído que no te importaría. Últimamente no nos estábamos divirtiendo mucho juntos, ¿verdad? ¿No crees que en nuestra relación ha desaparecido algo fundamental? Se ha perdido algo precioso que había antes. ¿No tienes la sensación de que algo se ha agotado?

– ¿Aparte de mis ahorros?

– Por favor, querido, no seas mezquino. No es propio de ti.

Él le preguntó:

– ¿Y tu trabajo? ¿Cómo te las arreglarás para trabajar en Estados Unidos? No es fácil conseguir una tarjeta de residencia.

– Oh, no me molestaré en buscar trabajo, al menos de momento. Terry está forrado. Dice que puedo entretenerme decorando su apartamento.

La separación careció de acritud. Era casi imposible, comprobó Daniel, enfadarse con ella, así que acogió con resignación, incluso con irónica diversión, el descubrimiento de que esa amabilidad iba acompañada de un sentido comercial más agudo de lo que él imaginaba.

– Cariño, creo que será mejor que me compres mi parte del piso por la mitad de lo que nos costó, no la mitad de lo que vale ahora. Ha bajado muchísimo de precio; todos los pisos han bajado. Estoy segura de que podrás conseguir una hipoteca más elevada. Y si me pagas la mitad de lo que costaron los muebles, te los dejaré todos. Has de tener algo donde sentarte, cielo.

Daniel no creyó que valiera la pena mencionar que casi todos los muebles los había pagado -aunque no elegido- él, y que ninguno le gustaba. Luego se dio cuenta de que las más valiosas de sus pequeñas adquisiciones habían desaparecido con ella y era de suponer que para entonces se hallaban en Nueva York. La morralla quedó en el piso, y él carecía de tiempo y de ganas para deshacerse de ella. Fenella lo dejó con una hipoteca asfixiante, un piso lleno de muebles que no le gustaban, una escandalosa factura telefónica compuesta principalmente de llamadas a Nueva York y una minuta de abogado que sólo podría pagar a plazos. Y lo más irritante fue descubrir cuánto la echaba de menos, a veces.

En el rellano de la escalera situado ante la sala de los archivos había también un pequeño cuarto de baño. Mientras Robbins se lavaba las manos para arrancarse la suciedad de decenios, Daniel, por impulso, telefoneó a la comisaría de Wapping. Kate ya se había marchado. Esperó, aunque menos de un segundo, y marcó el número de su casa.

Contestó enseguida, y él le preguntó:

– ¿Qué haces?

– Ordenando papeles. ¿Y tú?

– Desordenando papeles. Todavía estoy en Innocent House. ¿Quieres que vayamos a tomar algo?

Ella vaciló un par de segundos y respondió:

– ¿Por qué no? ¿Dónde te parece?

– El Town of Ramsgate. Nos viene bien a los dos. ¿Quedamos allí dentro de veinte minutos?

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