Quince minutos antes, Gerard Etienne, presidente y director gerente de Peverell Press, salía de la sala de juntas para regresar a su despacho de la planta baja. De pronto se detuvo, retrocedió hacia la sombra, con movimientos gráciles como los de un gato, y se quedó mirando desde detrás de la balaustrada. Bajo él, en el vestíbulo, una muchacha giraba lentamente con los ojos vueltos hacia el techo. Llevaba unas botas negras y acampanadas por arriba que le llegaban hasta el muslo, una falda corta y ceñida de color pardo y una chaqueta de terciopelo de un rojo apagado. Un brazo flaco y delicado se mantenía alzado para sostener en su lugar un insólito sombrero que parecía confeccionado en fieltro rojo. Era de ala ancha, arrufaldado por delante, y estaba decorado con una extraordinaria colección de objetos: flores, plumas, cintas de satén y encaje e incluso pequeños fragmentos de vidrio que, al girar, chispeaban, rutilaban y resplandecían. Hubiera debido presentar un aspecto ridículo, con esa cara afilada e infantil semioculta bajo desordenados mechones de pelo oscuro y coronada por tan estrafalaria prenda. Sin embargo, resultaba encantadora. Se encontró sonriendo, casi riendo, y de repente se apoderó de él una locura que no había experimentado desde que tenía veintiún años: el impulso de echarse a correr escaleras abajo, cogerla entre los brazos y llevársela danzando sobre el suelo de mármol hasta cruzar la puerta principal y llegar a la orilla del centelleante río. La muchacha terminó de dar la vuelta y siguió a la señorita Blackett por el vestíbulo. Él aún permaneció inmóvil irnos instantes, saboreando este arrebato de locura que, así se lo parecía, no tenía nada que ver con la sexualidad, sino con la necesidad de retener un recuerdo destilado de la juventud, de los primeros amores, de las risas, de la ausencia de responsabilidades, del puro deleite animal en el mundo de los sentidos. Nada de ello formaba ya parte alguna de su vida. Siguió esperando sin dejar de sonreír hasta que el vestíbulo quedó libre y al fin bajó poco a poco a su despacho.
A los diez minutos se abrió la puerta y reconoció los pasos de su hermana. Sin levantar la mirada, le preguntó:
– ¿Quién es la chica del sombrero?
– ¿El sombrero? -Por unos instantes ella puso cara de no comprender. Luego respondió-: ¡Ah, el sombrero! Mandy Price, de la agencia de colocación.
Una nota extraña en su voz hizo que él se volviera y le dedicara toda su atención.
– ¿Qué ha pasado, Claudia?
– Sonia Clements está muerta. Se ha suicidado.
– ¿Dónde?
– Aquí. En el despachito de los archivos. La hemos encontrado la chica y yo. Íbamos a buscar una de las cintas de Gabriel.
– ¿La chica la ha encontrado? -Hizo una pausa y añadió-: ¿Dónde está ahora?
– Ya te lo he dicho, en el despachito de los archivos. No hemos tocado el cuerpo. ¿Por qué habíamos de hacerlo?
– Quiero decir que dónde está la chica.
– Al lado, con Blackie, pasando la cinta a máquina. No malgastes tu compasión. No estaba sola y no hay sangre. Esta generación es dura. Ni siquiera parpadeó. Lo único que le preocupaba era conseguir el empleo.
– ¿Estás segura de que ha sido suicidio?
– Naturalmente. Ha dejado esta nota. Está abierta, pero no la he leído.
Claudia le entregó el sobre; luego se acercó a la ventana y se quedó mirando al exterior. Tras un par de segundos, él alzó la solapa del sobre y extrajo cuidadosamente el papel. Leyó en voz alta:
– «Lamento causar molestias, pero me ha parecido que era el mejor sitio que podía utilizar. Seguramente será Gabriel quien me encuentre y está demasiado familiarizado con la muerte para conmocionarse. En casa, ahora que vivo sola, quizá no me hubieran descubierto hasta que empezara a apestar, y considero que se debe mantener cierta dignidad incluso en la muerte. He dejado mis asuntos en orden y le he escrito a mi hermana. No estoy obligada a explicar el motivo de mi acto, pero, por si a alguien le interesa, diré que sencillamente prefiero la extinción a seguir existiendo. Es una elección razonable y todos tenemos derecho a hacerla.» -Luego añadió-: Bien, está bastante claro, y de su propia mano. ¿Cómo lo ha hecho?
– Con píldoras y alcohol. Como ya he dicho, no hay mucho desorden.
– ¿Has llamado a la policía?
– ¿A la policía? Aún no he tenido tiempo. He venido directa a verte. ¿De verdad crees que es necesario, Gerard? El suicidio no es delito. ¿No podríamos llamar sencillamente al doctor Frobisher?
– No sé si es necesario -replicó él con sequedad-, pero desde luego es lo más conveniente. No queremos que haya dudas sobre esta muerte.
– ¿Dudas? -dijo ella-. ¿Dudas? ¿Qué dudas puede haber?
Había ido bajando la voz y, ahora, ambos hablaban casi en susurros. De un modo casi imperceptible, se alejaron del tabique en dirección a la ventana.
– Habladurías, entonces -respondió Gerard-, rumores, escándalo. Llamaremos a la policía desde aquí. No hay necesidad de pasar por la centralita. Si la bajan en el ascensor, seguramente podremos sacarla del edificio antes de que el personal se entere de lo ocurrido. Está George, claro. Supongo que será mejor que la policía entre por esa puerta. Habrá que decirle a George que no se vaya de la lengua. ¿Dónde está ahora la chica de la agencia?
– Ya te lo he dicho. Está al lado, en el despacho de Blackie, haciendo la prueba de mecanografía.
– O, más probablemente, contándole a Blackie y a todos los que se le acerquen que la llevaron a buscar una cinta y encontraron un cadáver.
– Les he pedido a las dos que no digan nada hasta que se lo hayamos anunciado a todo el personal. Gerard, si crees que puedes mantener esto en secreto aunque sólo sea durante un par de horas, quítatelo de la cabeza. Habrá una investigación, y eso implica publicidad. Y tendrán que bajarla por la escalera; es imposible meter una camilla con un cadáver en ese ascensor. Pero, Dios mío, ¡era lo único que nos faltaba! Después de lo otro, va a ser espléndido para la moral de los empleados.
Hubo unos instantes de silencio durante los cuales ninguno de los dos se acercó al teléfono. Luego ella se volvió hacia su hermano y le preguntó:
– El pasado miércoles, cuando la pusiste en la calle, ¿cómo se lo tomó?
– No se ha matado porque la echara. Era una mujer racional y sabía que tenía que irse. Debía de saberlo desde el día en que me hice cargo de la empresa. Siempre dejé bien claro que en mi opinión teníamos un editor de más, que podíamos darle parte del trabajo a un colaborador externo.
– Pero tenía cincuenta y tres años. No le habría resultado fácil encontrar otro empleo. Y llevaba veinticuatro años en la empresa.
– A tiempo parcial.
– A tiempo parcial, pero trabajando casi a jornada completa. Este lugar era su vida.
– Claudia, eso son desvaríos sentimentales. Ella tenía una existencia fuera de estas paredes. Además, ¿qué diablos tiene eso que ver? O se la necesitaba aquí o no se la necesitaba.
– ¿Fue así como se lo dijiste? Ya no la necesitamos más.
– No fui brutal, si es eso lo que insinúas. Le dije que me proponía recurrir a un colaborador externo que ayudara a editar las obras de no ficción y que, por tanto, su puesto era superfluo. Le dije que, aunque legalmente no le correspondía la indemnización máxima, buscaríamos algún arreglo económico.
– ¿Un arreglo? ¿Y qué dijo ella?
– Dijo que no sería necesario. Que ella haría sus propios arreglos.
– Y los ha hecho. Por lo que se ve, con analgésicos y una botella de cabernet búlgaro. Bien, al menos nos ha ahorrado algún dinero, pero, por Dios, habría preferido pagar antes que tener que vérnoslas con esto. Sé que debería compadecerla. Supongo que lo haré cuando haya superado la conmoción; ahora mismo no me resulta fácil.
– Claudia, es inútil volver de nuevo a esas viejas discusiones. Había que despedirla y la despedí. Eso no ha tenido nada que ver con su muerte. Hice lo que había que hacer por los intereses de la empresa y en su momento estuviste de acuerdo. Ni tú ni yo tenemos la culpa de que se suicidara. Por otro lado, su muerte tampoco guarda ninguna relación con las otras malas pasadas. -Hizo una pausa y añadió-: A no ser, claro, que fuera ella la responsable.
A su hermana no le pasó por alto la repentina nota de esperanza que sonó en su voz. Así que estaba más preocupado de lo que quería reconocer. Replicó con acritud:
– Sería una bonita solución a nuestros problemas, ¿verdad? Pero ¿cómo habría podido ser ella, Gerard? Cuando alteraron las pruebas del Stilgoe estaba de baja por enfermedad, recuerda, y cuando perdimos las ilustraciones del libro sobre Guy Fawkes se encontraba en Brighton visitando a un autor. No, no pudo ser ella.
– Es verdad. Sí, lo había olvidado. Mira, voy a llamar a la policía ahora mismo y tú mientras te das una vuelta por la casa y explicas lo que ha pasado. Será menos teatral que reunirlos a todos para hacer un anuncio general. Diles que permanezcan en sus despachos hasta que hayan retirado el cuerpo.
– Hay una cosa que deberíamos tener en cuenta -dijo ella lentamente-. Creo que fui la última persona que la vio viva.
– Alguien tenía que ser.
– Fue anoche, apenas pasadas las siete. Me había quedado a trabajar. Al salir del vestíbulo del primer piso la vi subir la escalera. Llevaba una botella de vino y un vaso.
– ¿Y no le preguntaste qué estaba haciendo?
– Claro que no. No era una mecanógrafa jovencita. Quizá se dirigía con el vino a los archivos para tomarse unos tragos en secreto. Y en tal caso, no era asunto mío. Me pareció extraño que se hubiera quedado a trabajar hasta tan tarde, pero nada más.
– ¿Te vio ella?
– Creo que no. No volvió la cabeza.
– ¿Y no había nadie más por allí?
– A aquellas horas ya no. Yo era la última.
– Pues no se lo digas a nadie. No tiene importancia. No es un dato útil.
– Sin embargo, me dio la sensación de que actuaba de un modo extraño. Tenía un aire, no sé, furtivo. Casi se escabullía.
– Eso te lo parece ahora. ¿No le echaste una ojeada al edificio antes de cerrar?
– Miré en su despacho. La luz estaba apagada. No había nada suyo, ni el abrigo ni el bolso. Supongo que debió de guardarlos en el armario. Naturalmente, pensé que ya se había marchado a casa.
– Puedes declarar eso en el interrogatorio, pero nada más. No digas que la viste antes. Sólo serviría para que te preguntaran por qué no subiste a mirar también arriba.
– ¿Por qué había de subir?
– Exactamente.
– Pero, Gerard, si me preguntan cuándo la vi por última vez…
– Entonces, miente. Pero, por el amor de Dios, Claudia, miente de un modo convincente y no incurras en ninguna contradicción. -Se acercó al escritorio y descolgó el auricular-. Vale más que llame al 999. Es curioso; que yo recuerde, es la primera vez que la policía viene a Innocent House.
Ella apartó la vista de la ventana y lo miró de hito en hito.
– Esperemos que sea la última.