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La entrada de la comisaría de Wapping era tan poco llamativa que fácilmente podía pasarles por alto a los no iniciados. Desde el río, su fachada de ladrillo, agradable y sin pretensiones, y la nota doméstica de una ventana a modo de mirador parecían propias de un edificio antiguo y utilitario, la residencia de un comerciante del siglo xviii que prefería vivir encima de su almacén. De pie ante la ventana de la sala donde habían instalado el centro de operaciones, Daniel contemplaba desde lo alto la ancha rampa, las tres dársenas del muelle flotante con su flotilla de lanchas de la policía y el carro de acero inoxidable, situado en un lugar discreto, que se utilizaba para recoger y lavar con la ayuda de una manguera los cadáveres de los ahogados, y pensó que pocos viajeros fluviales con un mínimo de perspicacia dejarían de advertir la función del edificio.

Desde que llegara con el sargento Robbins, tras cruzar el aparcamiento de vehículos y subir por la escalera de hierro que conducía al interior de la comisaría, con su atmósfera de eficiencia silenciosa, había estado constantemente atareado. Había montado los ordenadores, dispuesto mesas para Dalgliesh, Kate y él mismo, y llamado a la oficina del juez para concertar los detalles de la autopsia y la encuesta. También se había puesto en contacto con el laboratorio de exámenes forenses; las fotografías tomadas en la escena del crimen, de una cruda nitidez carente de sombras que parecía reducir el horror a un ejercicio de técnica fotográfica, ya estaban clavadas con chinchetas en el tablón de anuncios. Previamente se había entrevistado con lord Stilgoe en su habitación particular del Hospital de Londres. Por fortuna, el efecto de la anestesia general, los mimos de las enfermeras y el número de visitas que recibía habían apartado temporalmente su atención del asesinato, de modo que acogió el informe de Daniel con sorprendente ecuanimidad, sin exigir, como en realidad éste se imaginaba, la presencia inmediata de Dalgliesh junto a su cabecera. Asimismo, Daniel había explicado la situación a los responsables de la oficina de prensa de la policía metropolitana. Cuando se divulgara la historia, serían los encargados de organizar conferencias de prensa y mantener informados a los medios de comunicación. Había cierto número de detalles que la policía, en beneficio de la investigación, no pensaba hacer públicos, pero el extravagante uso de la serpiente sería conocido por todos los empleados de Innocent House al día siguiente a más tardar y, luego, sería cuestión de horas que se comentara en las editoriales de Londres y saliera en los periódicos. La oficina de prensa probablemente iba a tener mucho trabajo.

Robbins, que obviamente consideró la inactividad de su superior justificación suficiente para hacer una pausa, se le acercó y comentó:

– Es interesante estar aquí, ¿verdad? La comisaría de policía más antigua del Reino Unido.

– Si está anhelando decirme que la policía fluvial se creó en 1798, treinta y un años antes que la metropolitana, ya lo sabía.

– No sé si ha visto el museo que tienen, señor. Está en lo que era el taller de carpintería del antiguo astillero. Me llevaron a visitarlo cuando estaba en la academia de policía. Hay algunas piezas interesantes: grilletes, sables de la policía, uniformes antiguos, un arcón de cirujano, documentos de principios del siglo xix y descripciones del desastre del Princess Alice. Es una colección fascinante.

– Eso probablemente explica el escaso entusiasmo con que nos han recibido: deben de sospechar que el conservador del museo metropolitano quiere apoderarse de ella o que pretendemos robarles las mejores piezas. A mí lo que me gusta son sus juguetes nuevos.

Bajo ellos, el río había estallado en una tumultuosa erupción de espuma. Un par de canoas hinchables semirrígidas de alta velocidad, de color negro, gris y naranja brillante, cada una con dos tripulantes provistos de cascos de seguridad y chaquetas de un verde fluorescente, rodearon las lanchas de la policía en un viraje cerrado, rozando apenas la superficie del agua, antes de salir rugiendo río abajo como peligrosos juguetes para adultos.

Robbins observó:

– No llevan asientos. Supongo que esos balanceos hacia atrás serán duros para los músculos. Deben de ir aproximadamente a cuarenta nudos. ¿Cree que tendremos tiempo para echarle un vistazo al museo, señor?

– Yo no contaría con ello.

En opinión de Daniel, el sargento Robbins, que había ingresado en las fuerzas de policía apenas graduarse en una universidad de reciente fundación con un título de Historia, era casi demasiado bueno para ser real. Tenía ante sí al hijo modelo que sin duda cualquier madre desearía: de aspecto saludable, ambicioso sin llegar a la falta de escrúpulos, metodista devoto y comprometido, o así se rumoreaba, con una muchacha de su Iglesia. Seguramente se casarían tras un noviazgo virtuoso y luego engendrarían unos hijos admirables que irían a las escuelas adecuadas, superarían los exámenes adecuados, no causarían dolor ni pesar a sus padres y, a su debido tiempo, acabarían metiéndose en la vida de la gente por su propio bien, ya fuera como maestros, asistentes sociales o quizás incluso policías. Tal como Daniel veía las cosas, Robbins hubiera tenido que dimitir hace mucho, decepcionado por unas actitudes machistas que podían degenerar con gran facilidad en violencia, por los inevitables embustes y compromisos que conllevaba su trabajo y por el trabajo en sí, con su diaria constatación de la vileza del crimen y de la inhumanidad del hombre para con el hombre. Él, sin embargo, parecía imperturbable y tan idealista como siempre. Daniel suponía que tenía una vida secreta, como la mayor parte de la gente. Resultaba casi imposible vivir sin tenerla. Pero Robbins era particularmente experto en mantener oculta la suya. Daniel pensó que al Ministerio del Interior le convendría pasearlo por el país para demostrar a los jóvenes idealistas que salían de la escuela las ventajas de una carrera en la policía.

Reanudaron su tarea. Les quedaba muy poco tiempo antes de salir hacia el depósito, pero nada justificaba que lo perdieran. Daniel tomó asiento y se dispuso a revisar los papeles de Etienne. Una primera mirada superficial le había bastado para sorprenderse por la cantidad de trabajo que había asumido Gerard Etienne. La empresa publicaba unos sesenta libros al año, con un total de treinta empleados. El mundo editorial le era completamente ajeno; no tenía ni idea de si aquella cifra era normal, pero la estructura administrativa le resultaba extraña y la carga de Etienne desproporcionada. De Witt era el director editorial, con la colaboración de Gabriel Dauntsey como editor de poesía, pero éste, aparte de eso y de su trabajo en los archivos, no parecía que hiciera nada más. Claudia Etienne era la responsable de ventas y publicidad, además del personal, y Frances Peverell se ocupaba de contratos y derechos. Gerard Etienne, en su calidad de presidente y director gerente, supervisaba la producción, la contabilidad y el almacén, y llevaba, con mucho, la carga más pesada.

A Daniel también le interesó descubrir lo lejos que había llevado Etienne su proyecto de vender Innocent House. Las negociaciones con Hector Skolling llevaban varios meses en marcha y estaban muy avanzadas. Al examinar las actas de las reuniones mensuales de los socios, encontró muy pocas referencias a mucho de lo que estaba ocurriendo. Mientras Dalgliesh y Kate se ocupaban de las entrevistas formales, él había averiguado casi tanto como ellos escuchando los chismes de la señora Demery y charlando con George y los escasos empleados que había en el edificio. Quizá los socios desearan ofrecer la imagen de un consejo relativamente unido y con un propósito común, pero todos los datos que había reunido hasta el momento mostraban una realidad muy distinta.

Sonó el teléfono. Era Kate. Ella volvía a su piso para cambiarse y a Dalgliesh lo habían llamado del Yard. Se reunirían los tres en el depósito.

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