Libro primero . Prólogo al asesinato
1

Que una taquimecanógrafa interina participe en el descubrimiento de un cadáver el primer día de su nuevo empleo es, si no inaudito, sí lo bastante infrecuente para impedir que ello se considere un riesgo profesional. Ciertamente, Mandy Price -de diecinueve años y dos meses de edad y estrella reconocida de la Agencia Secretarial Nonesuch, propiedad de la señora Crealey- se dirigió la mañana del martes 14 de septiembre a realizar su entrevista en la Peverell Press sin más aprensión de la que solía experimentar al principio de cualquier trabajo nuevo: una aprensión que nunca era aguda y que respondía menos al recelo de no ser capaz de satisfacer las expectativas del jefe en potencia, que al temor de que éste no satisficiera las suyas. Se había enterado del trabajo el viernes anterior, cuando pasó por la agencia a las seis para recoger su paga tras un aburrido lapso de dos semanas con un director que consideraba a una secretaria símbolo de prestigio, pero que no tenía ni idea de cómo utilizar sus habilidades, y le apetecía algo nuevo y a ser posible emocionante, aunque quizá no tan emocionante como posteriormente resultó.

La señora Crealey, para la que Mandy llevaba tres años trabajando, tenía su agencia en un par de habitaciones situadas sobre una tienda de periódicos y tabaco en Whitechapel Road, una ubicación que, como le gustaba hacer notar a las chicas y a los clientes, quedaba tan a mano de la City como de las torres de oficinas de Docklands. Hasta entonces ninguno de los dos distritos le había proporcionado muchos negocios, pero, mientras otras agencias naufragaban en las olas de la recesión, la pequeña y escasamente dotada nave de la señora Crealey se mantenía, aunque de un modo precario, a flote. Aparte de contar con la ayuda de alguna de las chicas cuando no había ninguna demanda, llevaba la agencia ella sola. La habitación exterior era el despacho donde acogía a los clientes nuevos, apaciguaba a los antiguos, entrevistaba y asignaba el trabajo de la semana siguiente. La interior era su santuario personal, provisto de un sofá cama en el que a veces pasaba la noche -en contravención de los términos del contrato de alquiler-, un mueble bar, un frigorífico, una alacena que al abrirse dejaba al descubierto una cocina minúscula, un televisor de gran tamaño y dos sillones dispuestos ante tina chimenea de gas donde giraba una tenue luz roja tras una pila de leños artificiales. A esta habitación la llamaba «el nido», y Mandy era una de las contadas chicas que admitía en su aposento privado.

Probablemente era el nido lo que hacía que Mandy se mantuviese fiel a la agencia, aunque ella jamás hubiera reconocido abiertamente una necesidad que le habría parecido tan infantil como embarazosa. Su madre se había marchado de casa cuando ella tenía seis años, y Mandy apenas había podido esperar a cumplir los dieciséis para alejarse de un padre cuya idea de la paternidad iba poco más allá de proporcionarle dos comidas al día, que le correspondía cocinar a ella, y lavar la ropa. Desde hacía un año tenía alquilada una habitación en una casa adosada de Stratford East donde vivía en áspera camaradería con tres jóvenes amigas, siendo el principal motivo de disputa la insistencia de Mandy en aparcar su moto Yamaha en el angosto vestíbulo. Pero era el nido de Whitechapel Road, con los olores combinados de vino y comida china preparada, el siseo del fuego de gas y los hondos y maltratados sillones en los que podía acurrucarse y dormir, lo que representaba todo aquello que Mandy jamás había conocido de las comodidades y la seguridad de un hogar.

La señora Crealey, botella de jerez en una mano y hoja de bloc en la otra, masticó la boquilla hasta desplazarla a la comisura de los labios -donde quedó colgando, como de costumbre, en abierto desafío a la ley de la gravedad- y contempló con los ojos entornados su casi indescifrable caligrafía a través de unas enormes gafas con montura de concha.

– Es un cliente nuevo, Mandy, la Peverell Press. La he buscado en el directorio de editores y se trata de una de las editoriales más antiguas del país, quizá la más antigua, fundada en 1792. Tiene las oficinas junto al río. Peverell Press, Innocent House, Innocent Walk, Wapping. Si has hecho una excursión en barca a Greenwich tienes que haber visto Innocent House. Parece un puñetero palacio veneciano. Por lo visto disponen de una lancha que recoge a los empleados en el muelle de Charing Cross, pero como vives en Stratford a ti no te soluciona nada. Por otra parte, está en tu mismo lado del Támesis y eso te facilitará el viaje. Supongo que lo mejor será que vayas en taxi. Procura que te lo paguen antes de irte.

– No importa, iré en moto.

– Como prefieras. Quieren que estés allí el martes a las diez.

La señora Crealey estuvo a punto de sugerir que, con este prestigioso cliente nuevo, tal vez fuese adecuada cierta formalidad en el vestir, pero desistió. Mandy podía aceptar algunas sugerencias en cuanto a su trabajo o su comportamiento, pero nunca respecto a las excéntricas y a veces estrambóticas creaciones por medio de las cuales expresaba su personalidad, esencialmente confiada y efervescente.

– ¿Por qué el martes? -preguntó-. ¿Es que los lunes no trabajan?

– A mí no me lo preguntes. Yo sólo sé que la chica que llamó dijo el martes. Quizá la señorita Etienne no pueda verte antes. Es uno de los directores y quiere entrevistarte personalmente. La señorita Claudia Etienne, lo tengo todo anotado.

– ¿A qué viene tanto interés? -quiso saber Mandy-. ¿Por qué ha de entrevistarme la jefa?

– Uno de los jefes. Supongo que no contratan a cualquiera. Me han pedido la mejor y les mando la mejor. Por supuesto, tal vez anden buscando una chica fija y quieran tenerla primero a prueba. No te dejes convencer para quedarte, Mandy, ¿lo harás?

– ¿Lo he hecho alguna vez?

Tras aceptar una copa de jerez dulce y acurrucarse en uno de los sillones, Mandy estudió el papel. Desde luego, era extraño que el presunto jefe quisiera entrevistarla antes de empezar el trabajo, aun cuando, como era el caso, fuese la primera vez que el cliente trataba con la agencia. Todas las partes conocían perfectamente el procedimiento habitual. El cliente en apuros llamaba por teléfono a la señora Crealey para pedirle una taquimecanógrafa interina y le imploraba que esta vez enviara a una chica que no fuese analfabeta y supiera escribir a máquina a una velocidad que por lo menos se acercase a la que declaraba. La señora Crealey prometía milagros de puntualidad, eficiencia y escrupulosidad, y luego enviaba a cualquier chica que en aquellos momentos estuviera libre y se dejara engatusar como mínimo para intentarlo, con la esperanza de que esta vez llegaran a coincidir las expectativas del cliente y de la trabajadora. A las protestas subsiguientes, la señora Crealey oponía una respuesta invariablemente quejumbrosa: «No lo comprendo. En todos los demás sitios me han dado unos informes excelentes de ella. Siempre me están pidiendo a Sharon.»

El cliente, que acababa sintiéndose en cierto modo culpable del desastre, colgaba el aparato con un suspiro y urgía, alentaba y soportaba hasta que la agonía mutua llegaba a su fin y la empleada fija regresaba a su puesto para encontrarse con una halagüeña acogida. La señora Crealey se llevaba su comisión -más modesta que la que solía cobrar la mayoría de las agencias, lo cual seguramente explicaba su continuidad en el negocio- y el trato se daba por finalizado hasta que la siguiente epidemia de gripe o las vacaciones de verano provocaban otro triunfo de la esperanza sobre la experiencia.

– Puedes tomarte el lunes libre, Mandy, con el sueldo completo, naturalmente -dijo la señora Crealey-. Y será mejor que pases a máquina tu historial, especificando estudios y experiencia laboral. Pon arriba «curriculum vitae», eso impresiona siempre.

El curriculum vitae de Mandy, y la propia Mandy -pese a su excéntrico aspecto-, nunca dejaban de impresionar. Esto debía agradecérselo a su profesora de lengua, la señora Chilcroft. La señora Chilcroft, plantada ante una clase de recalcitrantes niñas de once años, les había dicho: «Vais a aprender a escribir vuestra propia lengua con sencillez, con precisión y con cierta elegancia, y a hablarla de tal manera que no quedéis en desventaja nada más abrir la boca. Si ambicionáis algo más que casaros a los dieciséis años y criar hijos en un piso de protección oficial, necesitaréis el idioma. Si no tenéis otras ambiciones que ser mantenidas por un hombre o por el Estado, lo necesitaréis todavía más, aunque sólo sea para saliros con la vuestra ante la sección local de la Asistencia Social y el Departamento de Sanidad y Seguridad Social. Pero aprenderlo, lo aprenderéis.»

Mandy nunca logró discernir si odiaba a la señora Chilcroft o la admiraba, pero, bajo su inspirada aunque poco convencional tutela, no sólo aprendió a hablar y escribir correctamente, sino a utilizar su lengua con seguridad y algo de gracia. Por lo general, prefería fingir que no había alcanzado este logro. Pensaba, aunque nunca formulaba tal herejía, que no valía la pena sentirse a sus anchas en el mundo de la señora Chilcroft si no era aceptada en el suyo propio. Su dominio del lenguaje estaba ahí para utilizarlo cuando fuera necesario, una habilidad comercial y en ocasiones social a la que Mandy añadía altas velocidades en taquigrafía y mecanografía, así como el conocimiento de diversos programas de tratamiento de textos. Mandy se sabía en muy buenas condiciones para encontrar empleo, pero permanecía fiel a la señora Crealey. Aparte del nido, ser considerada indispensable tenía ventajas evidentes; se podía estar segura de elegir los mejores trabajos. Algunos de los hombres que la contrataban trataban de persuadirla para que aceptara un puesto fijo y, en ocasiones, le ofrecían incentivos que tenían poco que ver con aumentos anuales, vales para el almuerzo o generosas contribuciones a su pensión. Pero Mandy seguía con la Agencia Nonesuch, pues su lealtad se hallaba arraigada en algo más que simples consideraciones materiales. De vez en cuando experimentaba por su jefa una compasión casi propia de un adulto. Los problemas de la señora Crealey derivaban principalmente de su convicción de la perfidia de los hombres, combinada con la incapacidad de pasarse sin ellos. Aparte de esta incómoda dicotomía, su vida la dominaban la lucha por retener a las escasas chicas de su equipo susceptibles de ser empleadas y la guerra de desgaste que libraba contra su ex marido, el inspector de hacienda, el director de su banco y el casero de la oficina. En todos estos traumas, Mandy actuaba como aliada, confidente y simpatizante. Por lo que a la vida amorosa de la señora Crealey se refería, dicha actitud se debía más a cierta buena voluntad natural por parte de Mandy que a verdadera comprensión, puesto que, para su mentalidad de diecinueve años, la posibilidad de que su jefa pudiera desear realmente mantener relaciones sexuales con los hombres poco atractivos y ya ancianos -algunos debían de tener al menos cincuenta años- que en ocasiones rondaban por la agencia era demasiado grotesca para ser tenida seriamente en cuenta.

Tras una semana de lluvia casi continua, el martes prometía ser un buen día, con vislumbres de un sol esporádico que mandaba sus rayos a través de las masas de nubes bajas. El trayecto desde Stratford East no era largo, pero Mandy había salido con tiempo de sobra, de manera que sólo eran las diez menos cuarto cuando dejó la autopista, bajó por la calle Garnet y siguió por Wapping Wall hasta girar a la derecha en Innocent Walk. Reduciendo la velocidad a la de un transeúnte, se bamboleó sobre los adoquines de un amplio callejón sin salida limitado al norte por un muro de ladrillo gris de tres metros de altura y al sur por los tres edificios que albergaban la Peverell Press.

A primera vista, Innocent House le resultó decepcionante. Era una casa de estilo georgiano, imponente pero ordinaria, con unas proporciones que Mandy sabía -más que sentirlo- que eran airosas y, en apariencia, no muy distinta de otras que había visto en las plazuelas y las calles residenciales de Londres. La puerta principal estaba cerrada y no vio ningún signo de actividad tras los cuatro pisos de ventanas de ocho cristales, las dos inferiores con un elegante balcón de hierro forjado cada una. A ambos lados del edificio había sendas casas, más pequeñas y menos ostentosas, despegadas y un poco distanciadas de aquél, como un par de parientes pobres y deferentes. La joven se encontraba ante la primera de éstas, la número 10 -aunque no se veía ni rastro de los números 1 al 9-, y advirtió que estaba separada del edificio principal por Innocent Passage, un camino particular protegido con una cancela de hierro forjado y obviamente utilizado como aparcamiento para los automóviles del personal. Pero en aquellos momentos la cancela estaba abierta y Mandy vio a tres hombres que, por medio de una polea, bajaban grandes cajas de cartón desde un piso alto y las cargaban en una furgoneta. Uno de los tres, un hombre moreno y achaparrado que llevaba un enorme sombrero de monte, se descubrió y le dedicó a Mandy una pronunciada reverencia irónica. Los otros dos apartaron la vista de su trabajo para observarla con evidente curiosidad. Mandy alzó la visera del casco y les dirigió a los tres una larga y desalentadora mirada.

La segunda de las casas laterales quedaba separada de Innocent House por Innocent Lane. Era allí, según las instrucciones que había recibido de la señora Crealey, donde encontraría la entrada. Paró el motor, echó pie a tierra y empujó la moto sobre los adoquines buscando un sitio discreto donde aparcarla. Fue entonces cuando avistó por primera vez el río, un angosto centelleo de agua estremecida bajo el cielo cada vez más claro. Después de aparcar la Yamaha se quitó el casco, hurgó en la maleta lateral en busca del sombrero, se lo puso y, a continuación, con el casco bajo el brazo y cargada con su bolsa, se encaminó hacia el agua como si se sintiera físicamente atraída por el poderoso tirón de la marea, por el aroma leve y evocador del mar.

Se encontró en una espaciosa terraza de mármol refulgente, delimitada por una barandilla baja de hierro delicadamente forjado y con un globo de vidrio en cada esquina sostenido por delfines de bronce entrelazados. De una abertura situada en mitad de la barandilla nacía un tramo de escalera que descendía hacia el río. Mandy oyó su chapaleteo rítmico contra la piedra. Se dirigió poco a poco hacia él sumida en una especie de éxtasis, como si no lo hubiera visto nunca. Ante sus ojos rielaba el río, una amplia extensión de agua movediza jaspeada por el sol, que, mientras ella miraba, se alzó en un millón de olitas bajo la creciente brisa como un inquieto mar interior y, luego, al amainar el viento, se asentó misteriosamente en una resplandeciente tersura. Al volverse vio por primera vez la encumbrada maravilla de Innocent House, cuatro pisos de mármol coloreado y piedra dorada que, según cambiaba la luz, parecían mudar sutilmente de matiz, aclarándose primero para oscurecerse después hasta adquirir un intenso color oro. Sobre el gran arco curvado de la entrada principal, flanqueado por estrechas ventanas arqueadas, había dos pisos con anchurosos balcones de piedra labrada frente a una hilera de esbeltas columnas de mármol rematadas por arcos trebolados. Las altas ventanas arqueadas y las columnas de mármol se alzaban hasta un último piso bajo el parapeto de un techo bajo. Mandy no conocía ninguno de los detalles arquitectónicos, pero ya había visto antes casas así, en un tumultuoso y mal dirigido viaje escolar a Venecia cuando tenía trece años. La ciudad apenas le había causado ninguna impresión, aparte del intenso hedor veraniego del canal -que había hecho que los colegiales se taparan la nariz y chillaran con fingida repugnancia-, los museos de pintura llenos de gente y unos edificios que, según le dijeron, eran dignos de admiración, pero que parecían estar a punto de desmoronarse sobre los canales. Había visto Venecia cuando era demasiado joven y sin la preparación adecuada. Al contemplar la maravilla de Innocent House, sintió por primera vez en su vida una reacción tardía a aquella experiencia anterior, una mezcla de pasmo admirado y alegría que la sorprendió y a la vez la asustó un poco.

Una voz masculina rompió el hechizo.

– ¿Busca usted a alguien?

Mandy se volvió y vio a un hombre que la miraba por entre los balaustres de la barandilla, como si hubiera surgido milagrosamente del río. Al acercarse, comprobó que estaba de pie en la proa de una lancha atracada a la izquierda de la escalera. El desconocido llevaba una gorra de patrón de yate, muy echada hacia atrás, sobre una desgreñada mata de rizos negros, y sus ojos eran como dos ranuras brillantes en el rostro curtido por la intemperie.

– He venido por un empleo -respondió ella-. Sólo estaba mirando el río.

– Ah, siempre está aquí, el río. La entrada es por allí -dijo el hombre, señalando con el pulgar hacia Innocent Lane.

– Sí, ya lo sé.

Para demostrar independencia de acción, Mandy consultó su reloj y, a continuación, se volvió y se pasó otros dos minutos contemplando Innocent House. Luego, tras dedicarle una última mirada al río, echó a andar por Innocent Lane.

En la puerta exterior había un rótulo: Peverell Press – entre, por favor. La abrió y cruzó un zaguán acristalado que comunicaba con la oficina de recepción. A la izquierda vio un mostrador curvado y una centralita atendida por un hombre de cabellos grises y expresión benévola, que la saludó con una sonrisa antes de buscar su nombre en una lista. Mandy le entregó el casco de motorista y él lo sostuvo entre sus manos pequeñas y manchadas por la edad con tanto cuidado como si se tratara de una bomba; tras unos instantes de indecisión en los que pareció no saber qué hacer con él, acabó dejándolo sobre el mostrador.

El hombre anunció su llegada por teléfono y luego le dijo:

– Enseguida vendrá la señorita Blackett para acompañarla al despacho de la señorita Etienne. Quizá prefiera sentarse.

Mandy se sentó y, haciendo caso omiso de los tres periódicos del día, las revistas literarias y los catálogos cuidadosamente dispuestos en forma de abanico sobre una mesita baja, miró a su alrededor. En otro tiempo debía de haber sido una habitación elegante; la chimenea de mármol con un óleo del Gran Canal colgado sobre ella, el delicado cielo raso de estuco y la cornisa esculpida contrastaban de un modo incongruente con el moderno mostrador de recepción, las sillas cómodas pero utilitarias, el gran tablón de anuncios forrado de fieltro y el ascensor enrejado que había a la derecha de la chimenea. Las paredes, pintadas de un intenso verde oscuro, exhibían una hilera de retratos en sepia que Mandy supuso serían de los anteriores Peverell. Acababa de incorporarse para examinarlos más de cerca cuando apareció una mujer robusta y poco atractiva que sin duda era la señorita Blackett. La recién llegada saludó a Mandy con severidad, le dedicó una mirada sorprendida y casi sobresaltada a su sombrero y, sin presentarse, la invitó a seguirla. Mandy no se inquietó por su falta de cordialidad. Estaba claro que se trataba de la secretaria personal del director gerente y que pretendía demostrarle su posición. Mandy ya había conocido antes a otras de su especie.

El vestíbulo la dejó boquiabierta. Vio un suelo embaldosado de mármol, formando segmentos de colores, del cual se alzaban seis esbeltas columnas con capiteles intrincadamente cincelados que sostenían un techo asombrosamente pintado. Sin prestar atención a la visible impaciencia de la señorita Blackett, que la esperaba en el primer peldaño de la escalinata, Mandy se detuvo con la mayor naturalidad y dio lentamente una vuelta, mirando hacia arriba, mientras en lo alto la gran bóveda coloreada giraba con ella: palacios, torres con gallardetes ondeantes, iglesias, casas, puentes, el recodo del río emplumado con las velas de navíos de altos mástiles y pequeños querubines de labios fruncidos que soplaban prósperos vientos a breves vaharadas, como el vapor que brota de una tetera. Mandy había trabajado en una gran variedad de oficinas -desde torres de cristal decoradas con cuero y cromo y provistas de las últimas maravillas electrónicas, hasta cuartos tan pequeños como un armario con una mesa de madera y una máquina de escribir antigua- y no había tardado mucho en comprender que el aspecto del local no constituía un indicio fiable de la situación económica de la empresa. Sin embargo, nunca había visto un edificio de oficinas como Innocent House.

Subieron por la amplia escalinata doble sin hablar. El despacho de la señorita Etienne estaba en la primera planta. Se notaba que en otro tiempo había sido una biblioteca, pero en algún momento habían construido un tabique para crear un pequeño despacho en la entrada. Una joven de expresión seria, tan delgada que parecía anoréxica, estaba escribiendo en un ordenador y apenas le dirigió a Mandy una mirada fugaz. La señorita Blackett abrió la puerta de comunicación y, antes de retirarse, anunció:

– Es Mandy Price, de la agencia, señorita Claudia.

La habitación, que después del reducido despachito exterior le pareció muy grande, tenía el suelo de parquet. Mandy la cruzó en dirección a un escritorio situado a la derecha de la ventana del otro extremo. Una mujer alta y morena se levantó para recibirla, le estrechó la mano y la invitó a tomar asiento con un ademán.

– ¿Ha traído su curriculum vitae? -le preguntó.

– Sí, señorita Etienne.

Era la primera vez que le pedían un currículo, pero la señora Crealey había estado en lo cierto; evidentemente, se esperaba que lo presentara. Mandy introdujo la mano en la bolsa adornada con borlas y bordados llamativos -un trofeo de las vacaciones en Creta del verano anterior- y le entregó tres hojas pulcramente mecanografiadas. Mientras la señorita Etienne las estudiaba, Mandy examinó a la señorita Etienne.

Concluyó que no era joven; ciertamente, más de treinta años. Tenía un rostro de facciones angulosas y tez pálida y delicada, y unos ojos de iris oscuro, casi negro, algo saltones y encajados bajo unos gruesos párpados. Sobre ellos, las cejas depiladas formaban un pronunciado arco. El cabello corto, muy cepillado para darle brillo, estaba peinado con raya a la izquierda, y los mechones que colgaban quedaban recogidos tras la oreja derecha. Las manos que reposaban sobre el curriculum vitae carecían de anillos, los dedos eran muy largos y finos, las uñas no estaban pintadas.

Sin alzar la vista, la señorita Etienne preguntó:

– ¿Se llama usted Mandy o Amanda Price?

– Mandy, señorita Etienne.

En otras circunstancias, Mandy habría señalado que, si se llamara Amanda, el currículo lo indicaría así.

– ¿Ha trabajado antes en una editorial?

– Sólo unas tres veces en los dos últimos años. En la tercera página del currículo aparecen los nombres de todas las empresas para las que he trabajado.

La señorita Etienne siguió leyendo hasta que al fin alzó la mirada y sus ojos brillantes y luminosos examinaron a Mandy con más interés del que había demostrado anteriormente.

– Al parecer le fue muy bien en la escuela, pero desde entonces ha tenido una extraordinaria variedad de empleos. No ha permanecido en ninguno más de unas cuantas semanas.

En tres años de tentaciones, Mandy había aprendido a reconocer y esquivar la mayoría de las maquinaciones del sexo masculino, pero cuando tenía que tratar con su propio sexo se sentía menos segura. Su instinto, agudo como un diente de hurón, le indicaba que debía manejar a la señorita Etienne con suma cautela. Pensó: «En eso consiste el trabajo interino, vacaburra. Hoy estás aquí y mañana te has ido.» Lo que dijo fue:

– Por eso me gusta el trabajo interino. Quiero obtener una experiencia lo más amplia posible antes de aceptar un empleo permanente. Cuando lo haga, me gustaría conservarlo y desarrollar mi trabajo con éxito.

Esta declaración distaba mucho de ser veraz. Mandy no tenía intención de aceptar un empleo permanente. El trabajo interino, con su libertad de contratos y condiciones de servicio, su variedad, el conocimiento de que no estaba atada, de que incluso la peor experiencia laboral podía terminar el viernes siguiente, le convenía a la perfección; sus proyectos, empero, apuntaban en otra dirección. Mandy estaba ahorrando para el día en que, con su amiga Naomi, pudiera montar una tiendecita en Portobello Road. Allí, Naomi crearía sus joyas, Mandy diseñaría y confeccionaría sus sombreros, y las dos alcanzarían rápidamente la fama y la fortuna.

La señorita Etienne miró de nuevo el curriculum vitae y dijo con sequedad:

– Si su ambición consiste en encontrar un empleo permanente y desarrollar su trabajo con éxito, es usted un caso único en su generación.

Le devolvió el currículo con un gesto brusco e impaciente, alzó la cabeza y prosiguió:

– Muy bien. Le daremos una prueba de mecanografía. Veremos si es tan buena como asegura. En la oficina de la señorita Blackett, en la planta baja, hay un ordenador libre. Es donde usted tendrá que trabajar, así que puede hacer la prueba allí mismo. El señor Dauntsey, nuestro editor de poesía, tiene una cinta por transcribir. Está en el despachito de los archivos. -Se puso en pie y añadió-: Iremos a buscarla juntas. Conviene que se haga una idea de la distribución de la casa.

Mandy preguntó:

– ¿Poesía?

Podía resultar peliagudo transcribir una grabación. Según su experiencia, en la poesía moderna era difícil decir dónde empezaban y terminaban los versos.

– No es poesía. El señor Dauntsey está examinando los archivos para hacer un informe recomendando qué expedientes habría que conservar y cuáles habría que destruir. La Peverell Press lleva publicando desde 1792. En los archivos antiguos hay algún material interesante y debería catalogarse adecuadamente.

Mandy bajó tras la señorita Etienne la amplia escalinata curva, cruzó de nuevo el vestíbulo y volvió a la sala de recepción. Por lo visto iban a utilizar el ascensor, que sólo podía cogerse en la planta baja. No le pareció la manera más apropiada de hacerse una idea de la distribución de la casa, pero el comentario había sido prometedor; al parecer, el empleo era suyo, si lo quería. Y desde aquella primera visión del Támesis, Mandy sabía que sí lo quería.

El ascensor era pequeño -apenas un metro cuadrado- y, mientras las subía entre gruñidos, Mandy se sintió muy consciente de la alta y silenciosa figura cuyo brazo rozaba el suyo. Mantuvo la mirada fija en la rejilla del ascensor, pero su olfato percibía el perfume de la señorita Etienne, sutil y un tanto exótico, aunque tan leve que quizá ni siquiera se tratase de un perfume, sino tan sólo de un jabón caro. Todo lo que envolvía a la señorita Etienne le parecía caro a Mandy: el lustre apagado de la blusa, que sólo podía ser de seda; la doble cadena y los pendientes de oro; y la chaqueta de punto colgada informalmente de los hombros, que poseía la fina suavidad del cachemir. Pero la proximidad física de su compañera y el mero despertar de sus sentidos, estimulados por la novedad y la excitación que le provocaba Innocent House, le dijeron algo más: que la señorita Etienne no se encontraba cómoda. Era ella, Mandy, la que hubiera debido estar nerviosa. En cambio notaba que la atmósfera de la claustrofóbica cabina, que ascendía dando sacudidas con exasperante lentitud, retemblaba de tensión.

Se detuvieron con un estremecimiento brusco y la señorita Etienne descorrió las puertas de rejilla doble. Mandy se encontró en una estrecha antecámara con una puerta delante y otra a la izquierda. La puerta de enfrente estaba abierta y la joven pudo ver una gran sala completamente llena de estanterías metálicas, repletas de carpetas y legajos, que iban del suelo al techo y se extendían en hileras desde las ventanas hasta la puerta, dejando apenas el sitio justo para pasar entre ellas. El aire olía a papel viejo, rancio y mohoso. Mandy siguió a la señorita Etienne por entre los extremos de las estanterías y la pared hasta llegar a una puerta más pequeña, esta vez cerrada.

La señorita Etienne hizo una pausa y anunció:

– Aquí es donde el señor Dauntsey trabaja en los expedientes. Lo llamamos el despachito de los archivos. Dijo que dejaría la cinta sobre la mesa.

A Mandy le pareció que la explicación era innecesaria y estaba más bien fuera de lugar, y que la señorita Etienne vacilaba un instante con la mano sobre el pomo antes de hacerlo girar. Luego, con un gesto brusco, casi como si esperara encontrar resistencia, abrió la puerta de par en par.

El hedor salió a su encuentro como un espectro maligno: el familiar olor humano del vómito, no muy intenso, pero tan inesperado que Mandy retrocedió instintivamente. Mirando por encima del hombro de la señorita Etienne, abarcó con un primer golpe de vista un cuarto pequeño con el suelo de madera sin alfombrar, una mesa cuadrada a la derecha de la puerta y una sola ventana alta. Bajo la ventana había un estrecho sofá cama, y sobre la cama una mujer tendida.

No habría hecho falta ningún olor para que Mandy supiera que estaba contemplando la muerte. No gritó -nunca había gritado por miedo ni a causa de un sobresalto-, pero un puño gigante enfundado en un guante de hielo le aferró y retorció el corazón y el estómago de tal modo que empezó a temblar con violencia, como una niña rescatada de un mar helado. Ninguna de las dos habló, pero ambas se acercaron a la cama -Mandy pegada a la espalda de la señorita Etienne- con pasos sigilosos, casi imperceptibles.

La mujer yacía sobre una manta a cuadros y había cogido la almohada de debajo para recostar en ella la cabeza, como si aun en los instantes postreros de conciencia hubiera necesitado esta última comodidad. Junto a la cama había una silla sobre la que descansaban una botella de vino vacía, un vaso sucio y un frasco grande con tapón de rosca. Bajo ella habían colocado un par de zapatos de cordones de color marrón, el uno junto al otro. Mandy pensó que quizá se los había quitado porque no quería ensuciar la manta. Pero la manta estaba sucia, al igual que la almohada. Un rastro de vómito, como la baba de un caracol gigante, se adhería a la mejilla izquierda y volvía rígida la almohada. La mujer tenía los ojos entreabiertos y en blanco, y su cabellera gris, peinada con flequillo, apenas estaba desordenada. Llevaba un jersey marrón de cuello alto y una falda de tweed de la que sobresalían, como un par de palos, dos piernas flacas extrañamente torcidas. El brazo izquierdo estaba extendido hacia fuera, casi tocando la silla, y el derecho reposaba sobre el pecho. Antes de morir, la mano derecha había estrujado la fina lana del jersey y había tirado de él hacia arriba, dejando al descubierto unos centímetros de camiseta. Junto al frasco de píldoras vacío había un sobre cuadrado con unas palabras escritas en vigorosa caligrafía negra.

– ¿Quién es? -susurró Mandy con tanta reverencia como si estuviera en la iglesia.

La señorita Etienne habló con voz serena.

– Sonia Clements. Una editora de la casa.

– ¿Iba a trabajar para ella?

Mandy se dio cuenta de que la pregunta era irrelevante nada más hacerla, pero la señorita Etienne respondió:

– Por algún tiempo, sí, pero no mucho. Se marchaba a final de mes.

Recogió la carta como si quisiera sopesarla entre las manos. Mandy pensó: «Querría abrirla, pero no delante de mí.» Al cabo de unos segundos, la señorita Etienne observó:

– Dirigida al juez. Resulta evidente lo que ha ocurrido, aun sin esto. Lamento que haya sufrido este sobresalto, señorita Price. Ha sido una falta de consideración por su parte. Si alguien quiere matarse, debería hacerlo en su casa.

Mandy pensó en la callejuela de Stratford East, la cocina compartida, el único cuarto de baño y su reducida habitación en la parte de atrás de una casa en la que sería tener mucha suerte encontrar suficiente intimidad para tragarse las píldoras, por no hablar de morir a causa de ello. Se obligó a mirar de nuevo la cara de la mujer. Sintió el impulso repentino de cerrarle los ojos y la boca, que había quedado ligeramente abierta. De modo que eso era la muerte; o, mejor dicho, eso era la muerte antes de que los de la funeraria te pusieran las manos encima. Mandy sólo había visto a otra persona muerta: su abuela, pulcramente amortajada con un volante en torno al cuello, empaquetada en el ataúd como una muñeca en una caja para regalo, curiosamente disminuida y con una apariencia más sosegada de lo que jamás había tenido en vida, cerrados los brillantes e inquietos ojos, las manos siempre afanosas recogidas por fin en quietud. De súbito el pesar cayó sobre ella en un torrente de compasión, liberada tal vez por la conmoción tardía o por la repentina y viva memoria de una abuela a la que había querido. Al sentir el primer hormigueo cálido de las lágrimas, no supo bien si eran por la abuela o por aquella desconocida que yacía en tan indefensa y desgarbada postura. Mandy lloraba pocas veces, pero cuando lo hacía sus lágrimas eran incontenibles. Temiendo desacreditarse, se esforzó por recobrar la compostura y, al mirar en derredor, sus ojos se posaron en algo familiar, nada amenazador, algo que podía manejar, una garantía de que existía un mundo ordinario que seguía su curso fuera de aquella celda de la muerte. Encima de la mesa había una pequeña grabadora.

Mandy se acercó y cerró la mano sobre ella como si de un icono se tratara.

– ¿Es ésta la cinta? -preguntó-. ¿Es una lista? ¿La quiere tabulada?

La señorita Etienne la contempló en silencio durante unos instantes y al fin contestó:

– Sí, tabulada. Y por duplicado. Puede utilizar el ordenador que hay en el despacho de la señorita Blackett.

En aquel momento Mandy tuvo la certeza de que había conseguido el empleo.

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