Faltaban dos minutos para las tres y Blackie estaba sentada a solas ante su escritorio. La agobiaba cierta apatía debida en parte a la conmoción tardía y en parte al miedo, que convertía cualquier acción en un esfuerzo intolerable. Suponía que podía irse a casa, aunque nadie se lo había dicho. Había papeles que archivar, cartas dictadas por Gerard Etienne que aún teman que mecanografiarse, pero se le antojaba algo así como indecente, además de inútil, archivar documentos que él jamás reclamaría y mecanografiar cartas que su mano nunca firmaría. Mandy se había marchado media hora antes, seguramente después de que le dijeran que ya no la necesitaban. Blackie la había observado mientras ella sacaba el casco rojo del último cajón del escritorio y se abrochaba las cremalleras de la ajustada chaqueta de cuero. Cubierta por aquella cúpula reluciente, con su cuerpo tan flaco y las largas piernas enfundadas en unas mallas negras de punto, se había convertido instantáneamente, como siempre, en la caricatura de un insecto exótico.
Las últimas palabras que le dirigió a Blackie, pronunciadas en un tono de azorada compasión, fueron:
– Mire, no tendría que perder el sueño por él. A mí no me lo va a quitar, y más bien me gustaba, por lo que llegué a conocerle. Pero con usted se portaba como un cerdo. ¿Seguro que se encontrará bien? Me refiero a cuando se vaya a casa.
Ella contestó:
– Sí, Mandy, gracias. Ya estoy perfectamente bien. Ha sido la conmoción. Después de todo, yo era su secretaria personal. Tú sólo lo has conocido unas semanas y como mecanógrafa interina.
Estas palabras, un torpe intento por recobrar la dignidad, incluso a ella misma le sonaron represivas y pomposas. Mandy las recibió con un encogimiento de hombros y se fue sin decir nada más; los ecos de su ruidoso adiós a la señora Demery resonaron en el vestíbulo.
Mandy había salido notablemente animada de su entrevista con la policía y había ido de inmediato a la cocina para comentarla con la señora Demery, George y Amy. A Blackie le habría gustado estar con ellos, pero había juzgado impropio de su posición que la encontraran cotorreando con el personal subalterno. Era consciente, además, de que no habrían acogido con agrado tal intromisión en su intimidad y sus especulaciones. Por otra parte, tampoco los socios la habían invitado a reunirse con ellos cuando estaban encerrados en la sala de juntas, ni había ido a verla nadie excepto la señora Demery cuando la llamaban pidiendo más café y bocadillos. Blackie tenía la sensación de que en Innocent House no había ningún lugar en el que su presencia fuese deseada ni en el que pudiera ya sentirse como en casa.
Pensó en las últimas palabras de Mandy. ¿Era eso lo que le había dicho a la policía, que el señor Gerard se portaba como un cerdo con ella? Pero, qué pregunta: claro que se lo había dicho. ¿Por qué iba a guardar silencio sobre nada de lo que ocurría en Innocent House Mandy la forastera, que había llegado mucho después de que empezara la serie de bromas pesadas, que podía sentir un interés despreocupado y casi placentero por la intriga, refugiada en la seguridad que le proporcionaba el conocimiento de su propia inocencia, libre de afectos personales, ajena a cualquier lealtad personal? Mandy, a cuyos ojillos perspicaces nada pasaba por alto, debía de haber sido un regalo para la policía. Y había estado mucho tiempo con ellos, casi una hora, sin duda mucho más de lo que su importancia en la empresa podía justificar. Una vez más, y en vano, puesto que ya no se podía cambiar nada, Blackie repasó mentalmente su entrevista. No la habían llamado de los primeros. Había tenido tiempo para prepararse, para pensar en lo que diría. Y lo había pensado. El miedo le había aguzado la mente.
La entrevista tuvo lugar en el despacho de la señorita Claudia, y con sólo dos policías presentes: la inspectora y un sargento. Blackie había acudido creyendo que vería al comandante Dalgliesh, y su ausencia la desconcertó de tal manera que respondió a las primeras preguntas sin saber muy bien si realmente había empezado la entrevista, medio esperando verlo aparecer por la puerta. También le sorprendió que ningún magnetófono grabara la conversación. La policía casi siempre lo hacía así en las series policíacas que a su prima le gustaba ver en Weaver’s Cottage, pero quizás eso venía más tarde, cuando ya tenían un sospechoso principal y lo interrogaban tras haberle informado de sus derechos. Y entonces, naturalmente, estaría presente un abogado. Ahora se hallaba sola. No había habido ninguna advertencia previa, ninguna insinuación de que aquello fuera algo más que una informal charla preliminar. La inspectora se encargó de hacer casi todas las preguntas mientras el sargento tomaba notas, pero él también intervenía de vez en cuando sin cohibirse ante su superiora, con una tranquila seguridad que daba a entender que estaban acostumbrados a trabajar juntos. Los dos se habían mostrado muy corteses, casi indulgentes, pero ella no se dejó engañar: a pesar de todo, la estaban interrogando, e incluso las expresiones formales de simpatía, la delicadeza, formaban parte de su técnica. Al reflexionar en su despacho, a Blackie le sorprendió que hubiera sido capaz de darse cuenta de ello, que hubiera podido reconocerlos como los enemigos que eran incluso en su tumultuoso temor.
Empezaron con una serie de preguntas sencillas acerca del tiempo que llevaba en la empresa, de cómo se cerraba el edificio por la noche, quién tenía llaves y quién podía manipular las alarmas antirrobo, la distribución habitual de la jornada e incluso los turnos para el almuerzo. Mientras las contestaba, Blackie empezó a sentirse más a sus anchas, aunque era consciente de que se las hacían precisamente con esa intención.
Al fin, la inspectora Miskin comentó:
– Trabajó usted para el señor Henry Peverell durante veintisiete años, hasta el momento de su muerte, y luego pasó a trabajar para el señor Etienne cuando éste asumió los cargos de presidente y director gerente el pasado mes de enero. Debió de ser un cambio difícil para usted y para la empresa.
Ya se esperaba algo así. Tenía la respuesta a punto.
– Era distinto, desde luego. Llevaba tanto tiempo trabajando para el anciano señor Peverell que, naturalmente, confiaba en mí. El señor Gerard era más joven y tenía otros métodos de trabajo. Tuve que adaptarme a una personalidad distinta. A todas las secretarias personales les ocurre cuando las circunstancias les hacen cambiar de jefe.
– ¿Encontraba satisfactorio trabajar para el señor Etienne? ¿Le gustaba como jefe?
Esta vez fue el sargento quien habló, mientras sus ojos oscuros de mirada neutra buscaban los de ella.
– Lo respetaba -respondió Blackie.
– No es exactamente lo mismo.
– No siempre puede gustarte el jefe. Creo que empezaba a acostumbrarme a él.
– ¿Y él a usted? ¿Y al resto de la empresa? Estaba introduciendo muchos cambios, ¿verdad? Los cambios siempre provocan algún dolor, sobre todo en una organización que lleva mucho tiempo funcionando. En el Yard lo sabemos muy bien. ¿No hubo despidos, amenazas de despidos, un posible traslado a una nueva sede, la propuesta de vender Innocent House?
A eso replicó:
– Tendrán que preguntárselo a la señorita Claudia. El señor Gerard no comentaba la política de la empresa conmigo.
– A diferencia del señor Peverell. El paso de confidente a secretaria corriente no pudo ser agradable.
Ella no dijo nada. A continuación, la inspectora Miskin se inclinó hacia delante y le pidió en tono confidencial, casi como si fueran un par de muchachas a punto de compartir un secreto femenino:
– Háblenos de la serpiente. Háblenos de Sid la Siseante.
Entonces Blackie les contó cómo había llegado la serpiente a la oficina unos cinco años antes, el día de la fiesta de Navidad, traída por una taquimecanógrafa interina de cuyo nombre y dirección ya nadie se acordaba. Tras la fiesta, la serpiente quedó allí olvidada y no volvió a aparecer hasta pasados seis meses, cuando Blackie se la encontró apelotonada al fondo del cajón de su mesa. La utilizaba para enrollarla en el pomo de la puerta que comunicaba su despacho con el del señor Peverell. Él prefería que la puerta permaneciese entornada para poder llamar a Blackie de viva voz cuando la necesitaba; nunca le había gustado utilizar el teléfono. Sid la Siseante se convirtió en una especie de mascota de la empresa, presente en la excursión anual por el río y en la fiesta de Navidad, pero Blackie ya no la empleaba para mantener la puerta entreabierta. Él señor Etienne la prefería cerrada.
El sargento preguntó:
– ¿Dónde solía estar la serpiente?
– Generalmente, enroscada sobre el archivador de la izquierda. A veces estaba colgada de algún tirador.
– Cuéntenos qué ocurrió ayer. Al señor Etienne le molestó ver la serpiente en el despacho, ¿verdad?
– Salió de su despacho -le explicó ella, intentando mantener la voz serena- y vio a Sid colgada del asa de un archivador. Le pareció que su aspecto no era adecuado para una oficina y me pidió que me deshiciera de ella.
– ¿Y usted qué hizo?
– La metí en un cajón de mi escritorio; el cajón superior de la derecha.
– Esto es muy importante, señorita Blackett -intervino la inspectora Miskin-, y estoy segura de que es usted lo bastante inteligente para comprender por qué. ¿Quién estaba en su despacho cuando guardó la serpiente en el cajón?
– Sólo Mandy Price, que comparte el despacho conmigo, el señor Dauntsey y la señorita Claudia. Luego el señor Gerard y ella pasaron a su despacho. El señor Dauntsey le dio una carta a Mandy para que la mecanografiara y también se fue.
– ¿Y nadie más?
– En la habitación no había nadie más, pero supongo que algunos de los presentes lo comentarían en la oficina. No creo que Mandy tuviera la boca cerrada. Y cualquiera que buscase la serpiente seguramente habría mirado en el cajón de la derecha. Me refiero a que era el sitio más natural para guardarla.
– ¿Y no pensó en tirarla?
Al recordarlo en la intimidad de su despacho, se dio cuenta de que había reaccionado a la pregunta con excesivo calor, que su voz había contenido una nota de enojado resentimiento.
– ¿Tirar a Sid la Siseante? No, ¿por qué habría de hacerlo? Al señor Peverell le gustaba la serpiente. La encontraba graciosa. No hacía ningún mal allí. Después de todo, mi despacho no es un lugar al que suela entrar el público. Me limité a guardarla en el cajón. Pensé que quizá podía llevármela a casa.
Le preguntaron por la visita de Esmé Carling y su insistencia en ver al señor Etienne. Blackie comprendió que alguien debía de haber hablado, que el incidente no les venía de nuevas, de modo que les contó la verdad o, al menos, tanta verdad como fue capaz de decir en voz alta.
– La señora Carling no es uno de nuestros autores más tratables y estaba sumamente enojada. Creo que su agente le había dicho que el señor Etienne no deseaba publicar su último libro. Quería hablar con él a toda costa, pero tuve que explicarle que estaba reunido con los socios y que no se los podía molestar. Ella replicó con unas frases sumamente ofensivas a propósito del señor Peverell y de nuestra relación confidencial. Creo que opinaba que yo había ejercido demasiada influencia en la empresa.
– ¿Amenazó con volver más tarde para entrevistarse con el señor Etienne ese mismo día?
– No, nada de eso. En otras circunstancias quizás hubiera insistido en quedarse hasta que terminara la reunión, pero tenía que ir a firmar ejemplares de sus obras en una librería de Cambridge.
– Pero el acto fue suspendido a consecuencia de un fax enviado a las doce y media desde estas oficinas. ¿Envió usted ese fax, señorita Blackett?
La secretaria clavó la mirada en aquellos ojos grises.
– No, no fui yo.
– ¿Sabe quién lo envió?
– No tengo la menor idea. Fue durante la hora del almuerzo. Yo estaba en la cocina, calentando una bandeja de espaguetis a la boloñesa de Marks & Spencer. Todo el rato estuvo entrando y saliendo gente. No recuerdo dónde se encontraba nadie en particular a las doce y media exactamente. Lo único que sé es que yo no estaba en mi despacho.
– ¿Y el despacho no estaba cerrado con llave?
– Claro que no. Nunca cerramos los despachos durante el día.
Y así había seguido. Preguntas acerca de las bromas pesadas, preguntas acerca de cuándo había salido de la oficina la noche anterior, del trayecto hasta su casa, de la hora a la que había llegado, de cómo había pasado la velada. Ninguna le resultó difícil. Al fin, la inspectora Miskin dio por concluida la entrevista, pero sin ninguna sensación de que realmente hubiera terminado. Cuando llegó el momento de irse, Blackie descubrió que le temblaban las piernas. Tuvo que sujetarse firmemente a la silla durante unos segundos antes de sentirse en condiciones de llegar hasta la puerta sin tambalearse.
Dos veces había intentado establecer comunicación con Weaver’s Cottage, pero no contestaba nadie. Joan debía de estar en el pueblo o de compras en la ciudad; pero quizás era mejor así. Aquella noticia era para darla en persona, no por teléfono. Se preguntó si valía la pena llamar de nuevo para decirle que volvería a casa más temprano que de costumbre, pero el mero hecho de descolgar el auricular se le antojaba un esfuerzo excesivo. Mientras trataba de animarse a la acción, se abrió la puerta y la señorita Claudia asomó la cabeza.
– Ah, todavía está usted aquí. La policía desea que se vaya todo el mundo a casa. ¿No se lo ha dicho nadie? La oficina está cerrada, de todos modos. Fred Bowling está preparado para llevarla a Charing Cross en la lancha. -Al verle la cara, añadió-: ¿Se encuentra bien, Blackie? ¿Quiere que la acompañe alguien a casa?
La idea consternó a Blackie. Además, ¿quién podía acompañarla? Sabía que la señora Demery aún estaba en el edificio, preparando innumerables tazas de café para los socios y la policía, pero ciertamente no agradecería que la enviaran a hacer un viaje de una hora y media hasta Kent. A Blackie no le costó imaginarse ese viaje, la cháchara, las preguntas, la llegada a Weaver’s Cottage las dos juntas, ella escoltada de mala gana por la señora Demery como si se tratara de una niña que había cometido una travesura o de una prisionera bajo vigilancia. Joan seguramente se sentiría obligada a ofrecerle un té a la señora Demery. Blackie imaginó la escena con las tres en la sala de estar del cottage, donde su hermana y ella oirían una versión sumamente adornada de los acontecimientos del día ofrecida por la señora Demery, gárrula y vulgar, pero al mismo tiempo solícita, una mujer de la que resultaría casi imposible librarse.
– Estoy perfectamente, muchas gracias, señorita Claudia -respondió-. Lamento haberme portado de una manera tan tonta. Fue la conmoción.
– Todos sufrimos una conmoción.
La señorita Claudia habló con voz átona. Quizá sus palabras no pretendían ser un reproche; sólo lo parecían. Hizo una pausa como si quisiera decir algo más, o tal vez juzgara que debía decirlo, y añadió:
– El lunes puede quedarse en casa si aún está angustiada. No es imprescindible que venga. Si la policía quiere preguntarle algo más, ya sabe dónde encontrarla. -Y acto seguido, desapareció.
Era la primera vez que se veían a solas, siquiera brevemente, desde el descubrimiento del cadáver. Blackie deseó haber encontrado algo que decir, alguna palabra de condolencia, pero ¿qué podía decirle que fuera al mismo tiempo verídico y sincero? «Nunca me gustó y yo no le gustaba a él, pero lamento que haya muerto.» ¿Y era eso cierto, en realidad?
En la estación de Charing Cross estaba acostumbrada a dejarse llevar por la muchedumbre de la hora punta, una corriente enérgica y resuelta. Se le hizo extraño estar allí a media tarde, envuelta en una tranquilidad sorprendente para un viernes y una atmósfera callada de indecisa atemporalidad. Una pareja de edad, excesivamente vestida para el viaje, la mujer obviamente con sus mejores prendas, estudiaba con nerviosismo el horario de salidas, el hombre arrastrando una pesada maleta de ruedas bien sujeta con correas. A una palabra de la mujer, el hombre se adelantó bruscamente y de inmediato la maleta cayó de lado con un golpe sordo. Blackie los observó unos instantes mientras se esforzaban en vano por levantarla y enseguida se acercó para ayudarlos. Pero mientras forcejeaba con el bulto, poco manejable y de peso mal repartido, no cesó de sentir sobre ella sus miradas inquietas y suspicaces, como si temiesen que quisiera apoderarse de su ropa interior. Completada la tarea, le dieron las gracias en un murmullo y se alejaron, sosteniendo la maleta entre los dos y dándole unas palmaditas de vez en cuando como si trataran de apaciguar a un perro recalcitrante.
El horario indicaba que Blackie tenía que esperar media hora, el tiempo suficiente para tomarse un café sin prisas. Mientras lo bebía, mientras aspiraba su aroma familiar y se calentaba las manos en torno a la taza, pensó que aquel viaje inesperado a una hora temprana normalmente habría constituido un pequeño placer, que el vacío desacostumbrado de la estación le habría recordado, no las incomodidades de la hora punta, sino las vacaciones de la niñez, el tiempo libre para el café, la grata certidumbre de llegar a casa antes de que oscureciese. Pero en aquellos momentos cualquier placer quedaba anulado por el recuerdo del horror, por aquella persistente e importuna amalgama de miedo y culpabilidad. Blackie se preguntó si alguna vez volvería a verse libre de ella. Pero al fin estaba de camino a casa. Aún no había decidido en qué medida se confiaría a su prima. Había cosas que no podía ni debía decirle, pero al menos podría contar con el consuelo de Joan, con el sosiego familiar y ordenado de Weaver’s Cottage.
El tren, medio vacío, salió a su hora, pero más tarde Blackie no recordaría nada del viaje, de cómo había abierto su coche en el aparcamiento de East Marling ni del recorrido hasta West Marling y el cottage. Lo único que podría recordar después era su llegada ante la verja del jardín y lo que entonces le saltó a los ojos. Permaneció unos instantes inmóvil, mirando fijamente con incrédulo horror. Bajo el sol otoñal, el jardín se extendía ante ella violado, asolado, físicamente arrancado, destrozado y arrojado aun lado. Al principio, desorientada por la conmoción, confundida por el recuerdo de las grandes borrascas de años anteriores, creyó que Weaver’s Cottage había sido alcanzado por un extraño huracán localizado. Pero fue una idea fugaz. Aquella destrucción, más mezquina, más discriminada, era obra de manos humanas.
Blackie bajó del coche con la sensación de que los miembros ya no le pertenecían y anduvo con paso rígido hacia la verja, a la que se aferró en busca de sostén. Fue entonces cuando empezó a discernir cada acto independiente de barbarie. El cerezo florecido a la derecha de la entrada, cuyos matices otoñales de amarillo y rojo vivo teñían el aire, tenía todas las ramas bajas arrancadas, las cicatrices de la corteza como otras tantas llagas abiertas. La morera plantada en el centro del jardín, el orgullo especial de Joan, había sufrido similares estragos y el banco de listones blancos que rodeaba su tronco estaba roto y astillado, como si unas gruesas botas hubieran saltado sobre él. Los rosales, debido tal vez a lo espinoso de sus ramas, estaban enteros, pero arrancados de raíz y amontonados, y el arríate de ásteres tempranos y crisantemos blancos, que Joan había plantado al pie del oscuro seto con la intención de obtener un efecto de nieve acumulada, yacía a manojos sobre el sendero. La rosa que coronaba el porche había derrotado a los intrusos; sin embargo, éstos habían desgajado tanto las clemátides como las glicinias, dejando la fachada del cottage extrañamente desnuda e indefensa.
La vivienda estaba vacía. Blackie la recorrió habitación por habitación gritando el nombre de Joan aun mucho después de que resultara evidente que no se encontraba en casa. Empezaba a sentir las primeras punzadas de verdadera zozobra cuando oyó el golpe de la cancela del jardín y vio a su prima empujando la bicicleta por el sendero. Salió corriendo a su encuentro, preguntándole a gritos:
– ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien?
Su prima, sin dar muestras de sorpresa por encontrarla en casa mucho antes de la hora acostumbrada, respondió con hosquedad.
– Ya ves lo que ha ocurrido. Gamberros. Eran cuatro, cada uno con su moto. Casi los sorprendo en plena faena. Al volver del pueblo los vi marchar, pero estaban demasiado lejos para que pudiera tomarles la matrícula.
– ¿Has llamado a la policía?
– Desde luego. Tienen que venir de East Marling y se lo toman con calma. Si aún tuviéramos nuestro policía en el pueblo, todo esto no habría sucedido. Por supuesto, es inútil que se den prisa. No los cogerán. Ésos ya se han escapado. Y aunque los cogieran, ¿qué les harían? Nada; ponerles una pequeña multa o una sentencia condicional. Dios mío, si la policía no es capaz de protegernos, al final tendremos que armarnos. Ojalá tuviera una pistola.
Blackie protestó.
– No puedes matar a nadie sólo porque te haya destrozado el jardín.
– ¿Que no puedo? Yo sí podría.
Mientras entraban en el cottage, Blackie advirtió con asombro y azoramiento que Joan había llorado. Los signos eran inconfundibles: los ojos, desacostumbradamente pequeños y apagados, todavía inyectados en sangre; la cara hinchada, teñida de un gris enfermizo y moteada de crudas manchas rojas. Aquél había sido un agravio contra el que su calma y su estoicismo habituales resultaban impotentes. Habría soportado más fácilmente un ataque contra su persona. Pero la cólera se había impuesto ya a la aflicción, y la cólera de Joan era formidable.
– He vuelto otra vez al pueblo para ver qué más habían hecho. No mucho, por lo visto. Pararon a almorzar en el Moonraker’s Arms, pero armaron tanto alboroto que la señora Baker se negó a servirles nada más y Baker los echó a la calle. Entonces empezaron a dar vueltas con las motos por el prado del pueblo, hasta que la señora Baker salió a decirles que no estaba permitido. Estaban muy provocadores y agresivos, acelerando las motos y haciendo muchísimo ruido, pero al final se fueron cuando salió Baker y los amenazó con llamar a la policía. Supongo que esto fue su manera de vengarse.
– ¿Y si vuelven?
– Oh, ésos no volverán. ¿Para qué? Buscarán otra cosa bella que destruir. Dios mío, ¿qué generación hemos criado? Están mejor alimentados, mejor educados y mejor cuidados que cualquier generación anterior, pero se comportan como unos bárbaros ignorantes. ¿Qué nos está ocurriendo? Y que no me hablen del paro; puede que estén en paro, pero conducen motos caras y los dos llevaban un cigarrillo en la boca.
– No todos son así, Joan. No puedes juzgar a toda una generación por unos cuantos.
– Tienes razón, naturalmente. Me alegro de que estés aquí. -Era la primera vez en sus diecinueve años de vida en común que Joan expresaba abiertamente su necesidad del apoyo y el consuelo de Blackie. Tras una pausa, prosiguió-: Ha sido muy considerado por parte del señor Etienne dejarte salir más temprano. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te ha llamado alguien del pueblo para decírtelo? Pero eso no puede ser. Ya debías de estar en camino cuando ha sucedido todo.
Y entonces Blackie habló de manera concisa pero vivida.
La noticia de aquel grotesco horror tuvo al menos el mérito de apartar los pensamientos de Joan de la violación de su jardín. Se dejó caer en la silla más cercana como si le fallaran las piernas, pero escuchó en silencio, sin exclamaciones de horror o de sorpresa. Cuando Blackie hubo terminado, se levantó y la miró fijamente a los ojos durante un largo cuarto de minuto, como si quisiera asegurarse de que aún se hallaba en su sano juicio. Acto seguido, habló en tono enérgico.
– Será mejor que te quedes sentada. Voy a encender el fuego. Las dos hemos sufrido una buena conmoción y es importante conservar el calor. Y traeré el whisky. Hemos de hablar de este asunto.
Mientras Joan la ayudaba a instalarse más cómodamente en el sillón de la chimenea, esponjando los cojines y acercándole el escabel con una solicitud poco frecuente en ella, Blackie no pudo por menos que advertir que el rostro y la voz de su prima expresaban no tanto indignación como cierta satisfacción ceñuda, y reflexionó que no había nada como el horror vicario del asesinato para distraer la atención de las propias y menos egregias desgracias.
Cuarenta minutos más tarde, sentada ante el crepitar del fuego de leña, sosegada por el calor y la mordedura del whisky que guardaban para casos de emergencia, Blackie se sintió distanciada por primera vez de los traumas del día. Sobre la alfombra, Arabella se desperezó con delicadeza y curvó las garras en una especie de éxtasis, el pelaje blanco enrojecido por la danza de las llamas. Joan había encendido el horno antes de sentarse a su lado y Blackie percibió el apetitoso olor de un asado de cordero que se filtraba por la puerta de la cocina. Se dio cuenta de que en realidad estaba hambrienta, de que tal vez le sería posible disfrutar incluso con la comida. Se sentía ligera de cuerpo, como si le hubiesen quitado físicamente de los hombros una carga de culpa y temor. Pese a su anterior resolución, se encontró hablando de Sydney Bartrum.
– Iba a quedarse en la calle, ¿comprendes? Yo misma mecanografié la carta del señor Gerard a una agencia de contratación. Naturalmente, no podía explicarle directamente a Sydney lo que se preparaba; siempre he considerado que el trabajo de una secretaria personal es sumamente confidencial. Pero tampoco me pareció justo no decirle nada. Se casó hace poco más de un año y ahora tiene una hija pequeña. Y ya pasa de los cincuenta. No le resultará fácil encontrar otro empleo. Así que, cuando el señor Gerard me pidió que lo llamara para hablar de los presupuestos, dejé una copia de la carta encima de mi escritorio. El señor Gerard siempre le hacía esperar, así que salí del despacho para darle una oportunidad. Estoy segura de que la leyó. Es una reacción instintiva echarle una mirada a una carta si la tienes abierta delante de ti.
Pero esta acción, tan ajena a su carácter y a su comportamiento habitual, no se había debido a la compasión. Ahora se daba cuenta de ello y se preguntó por qué no lo había comprendido antes. Lo que había sentido en aquellos momentos era que formaba causa común con Sydney Bartrum; los dos eran víctimas del desprecio apenas disimulado del señor Gerard. Al dejarle leer la carta, Blackie había hecho un pequeño gesto de desafío. ¿Era acaso ese primer gesto el que le había dado valor para la siguiente y más decisiva rebelión?
– Pero ¿la leyó? -preguntó Joan.
– Tuvo que leerla. No me delató; por lo menos, el señor Gerard no me dijo nada del asunto ni me echó en cara mi descuido. Pero al día siguiente Sydney solicitó entrevistarse con él y creo que le preguntó si su puesto de trabajo estaba seguro. No los oí hablar, pero no estuvo mucho rato dentro, y cuando salió estaba llorando. Figúrate, Joan, un hombre adulto llorando. -Tras un breve silencio, añadió-: Por eso no le he dicho nada a la policía.
– ¿De que había salido llorando?
– De la carta. No se lo he dicho a nadie.
– ¿Y es lo único que no les has dicho?
– Sí -mintió Blackie-. Lo único.
– Creo que has hecho bien. -La señora Willoughby, con las robustas piernas separadas y firmemente apoyadas en el suelo y la mano tendida hacia la botella de whisky, habló en tono sentencioso-: ¿Por qué ofrecer voluntariamente una información que puede ser irrelevante e incluso engañosa? Claro que, si te lo preguntan directamente, tendrás que decir la verdad.
– Eso mismo pensé yo. De momento, ni siquiera sabemos con certeza que lo hayan asesinado. Me refiero a que pudo morir por causas naturales, un ataque al corazón quizás, y más tarde alguien le enrolló la serpiente al cuello. Por lo visto, eso es lo que opina todo el mundo. Es exactamente lo que haría el bromista de la oficina.
Pero la señora Willoughby se apresuró a rechazar esta cómoda teoría.
– No, creo que podamos estar razonablemente seguras de que se trata de un asesinato. Le hicieran luego al cuerpo lo que le hicieran, la policía no estaría allí tanto tiempo, ni habrían asignado el caso a alguien tan importante, si albergaran alguna duda. Ya he oído hablar de ese comandante Dalgliesh. Si creyeran que se trata de una muerte natural, no habrían enviado a un oficial de su categoría. Aunque, claro, has dicho que fue lord Stilgoe quien llamó a New Scotland Yard y eso pudo influir en la policía. Los títulos aún conservan cierto poder. Podría ser un suicidio o un accidente, desde luego; pero, a juzgar por lo que acabas de contarme, ninguna de las dos cosas me parece probable. No; si quieres saber mi opinión, ha sido un asesinato. Y el culpable es alguien de la casa.
Blackie protestó.
– Pero no Sydney. Sydney Bartrum sería incapaz de matar una mosca.
– Puede ser. Pero también puede que sea capaz de aplastar algo mucho más grande y peligroso. Sea como fuere, la policía comprobará todas vuestras coartadas. Lástima que anoche fueras de compras al West End en lugar de venir directamente a casa. ¿No habrá nadie en Liberty o en Jaeger que pueda responder por ti?
– No lo creo. Ya sabes que no compré nada; sólo estuve mirando. Y las tiendas estaban muy llenas.
– Es ridículo suponer que hayas tenido nada que ver con eso, naturalmente, pero la policía debe tratar a todo el mundo por igual, al menos al principio. Oh, bien, no sirve de nada preocuparse hasta que conozcamos la hora exacta de la muerte. ¿Quién lo vio por última vez? ¿Se sabe ya?
– La señorita Claudia, me parece. Suele ser de las últimas en marcharse.
– Excepto, naturalmente, el asesino. Me gustaría saber cómo se las arregló para hacer subir a la víctima al despachito de los archivos. Imagino que murió allí. Suponiendo que lo estrangularan o lo asfixiaran con Sid la Siseante, el asesino tuvo que dominarlo antes físicamente. Un joven robusto no se acuesta dócilmente para dejar que lo asesinen. Habrían podido drogarlo, desde luego, o aturdido con un golpe lo bastante fuerte para dejarlo inconsciente, pero no tanto como para magullarlo. -La señora Willoughby, ávida lectora de novelas policíacas, conocía a suficientes asesinos de ficción expertos en esta difícil técnica. Tras una breve reflexión, prosiguió-: La droga habrían podido administrársela con el té de la tarde, pero entonces tendría que ser una droga insípida y de acción muy lenta. Lo veo difícil, ü bien, naturalmente, habrían podido estrangularlo con algo blando para no dejar marcas; unas mallas o unas medias, por ejemplo. Un cordón no le habría servido de nada al asesino, porque se vería claramente la huella debajo de la serpiente. Espero que la policía haya pensado en todo esto.
– Estoy segura de que han pensado en todo, Joan.
Mientras paladeaba un sorbo de whisky, Blackie pensó que había algo curiosamente tranquilizador en el interés desinhibido de Joan y sus conjeturas sobre el crimen. No en vano tenía en su dormitorio cinco estantes llenos de novelas policíacas: Agatha Christie, Dorothy L. Sayers, Margery Allingham, Ngaio Marsh, Josephine Tey y los escasos escritores modernos que Joan juzgaba dignos de codearse con estos representantes de la Edad de Oro del asesinato de ficción. A fin de cuentas, ¿por qué había de sentir Joan ninguna aflicción personal? Sólo había estado una vez en Innocent House, tres años antes, cuando asistió a la fiesta de Navidad de la empresa. Excepto de nombre, conocía a muy pocos miembros del personal.
Sumida en tales reflexiones, el horror de Innocent House empezó a parecerle irreal, inocuo, una elegante trama literaria, sin aflicción, sin dolor, sin pérdida, la culpa y el horror desinfectados y reducidos a un enigma ingenioso. Contempló las llamas saltarinas y casi le pareció ver surgir de entre ellas la imagen de la señorita Marple, el bolso sujeto contra el pecho en ademán de protegerse, que clavaba en ella sus ojos ancianos, sabios y bondadosos y le aseguraba que no había nada que temer, que todo terminaría bien.
El fuego y el whisky se combinaron para producir una somnolencia satisfecha, de tal manera que la voz de su prima, oída de un modo intermitente, parecía llegar desde una gran distancia. Si no empezaban a cenar pronto, se quedaría dormida. Sacudiéndose la modorra, preguntó:
– ¿No sería hora de que empezáramos a pensar en la cena?