Los cuatro socios se habían congregado en la sala de juntas del primer piso menos por un designio deliberado que por la sensación no formulada de que era más prudente permanecer juntos, oír qué palabras pronunciaban los demás, sentir al menos el solaz espurio de la camaradería humana, no retirarse a un aislamiento sospechoso. Pero allí no tenían nada que hacer y ninguno estaba dispuesto a ordenar que le trajesen expedientes, documentos o material de lectura, por miedo a que el gesto se interpretara como una muestra de encallecida indiferencia. La casa parecía curiosamente silenciosa. En algún lugar, lo sabían, los escasos empleados que aún seguían en el edificio debían de estar conferenciando, discutiendo, conjeturando. Ellos también teman que discutir asuntos, acordar una redistribución provisional del trabajo, pero hacerlo en aquellos momentos les parecía una falta de sensibilidad tan brutal como robarle a un muerto.
Al principio, sin embargo, su espera no fue larga. A los diez minutos de su llegada a la casa, apareció el comandante Dalgliesh con la inspectora Miskin. Mientras la alta y oscura figura se acercaba a la mesa en silencio, cuatro pares de ojos se volvieron y lo contemplaron con expresión seria, como si su presencia, deseada y medio temida al mismo tiempo, fuera una intrusión en su aflicción compartida. Permanecieron inmóviles mientras él apartaba una silla para la inspectora y tomaba asiento a su vez, las manos apoyadas sobre la mesa.
– Lamento haberles hecho esperar, pero me temo que tras una muerte sin explicación es inevitable que haya esperas y molestias -comenzó-. Tendré que hablar con cada uno de ustedes por separado, pero confío en no tardar demasiado en concluir estas entrevistas. ¿Hay algún cuarto en la casa con un teléfono que pueda utilizar sin causar demasiados trastornos? Sólo lo necesitaré para el resto del día. Instalaremos el centro de operaciones en la comisaría de policía de Wapping.
Fue Claudia quien respondió:
– Si ocupara toda la casa durante un mes, los trastornos serían leves en comparación con el trastorno de un asesinato.
– Si es un asesinato -intervino De Witt con voz queda, y pareció que la habitación, ya en silencio, se volvía más silenciosa aún mientras aguardaban su respuesta.
– No conoceremos con certeza la causa de la muerte hasta después de la autopsia. El patólogo forense estará aquí dentro de poco y entonces sabré cuándo es probable que disponga de esa información. Es posible que además haya que realizar algunos análisis de laboratorio, que también llevan su tiempo.
– Puede utilizar el despacho de mi hermano -dijo Claudia-. Parece lo más adecuado. Está en la planta baja, entrando a la derecha. Para llegar allí hay que pasar por el despacho de su secretaria, pero la señorita Blackett puede dejarlo libre si eso plantea algún inconveniente. ¿Necesita algo más?
– Querría, por favor, una lista de todos los empleados actuales y los despachos que ocupan, así como el nombre de cualquiera que haya dejado la empresa, pero estuviera trabajando en ella durante todo el período de actuación del bromista. Tengo entendido que han realizado ustedes una investigación sobre estos incidentes. Necesito conocer los detalles y todo lo que hayan podido descubrir sobre ellos.
– Así que está usted enterado -señaló De Witt.
– Se informó a la policía. También me sería útil disponer de un plano del edificio.
– Hay uno en los archivos -dijo Claudia-. Hace un par de años hicimos algunas reformas interiores y el arquitecto trazó planos nuevos del interior y el exterior. Los dibujos originales de la casa y la decoración están en los archivos, pero supongo que su interés no es puramente arquitectónico.
– En estos momentos, no. ¿Con qué medidas de seguridad cuenta el edificio? ¿Quién tiene las llaves?
Respondió de nuevo la señorita Etienne:
– Cada uno de los socios tiene un juego de llaves de todas las puertas. La entrada principal da a la terraza y al río, pero sólo se utiliza ya en las grandes ocasiones, cuando la mayoría de los invitados llega en lancha. No suelen ser muy frecuentes, en estos tiempos. La última fue el diez de julio, cuando combinamos la fiesta anual de verano con la celebración del compromiso de mi hermano. La puerta de Innocent Walk es la principal que da a la calle, pero apenas se utiliza. Debido a la peculiar distribución de la casa, obliga a pasar por los aposentos del servicio y la cocina. Siempre está cerrada con llave y cerrojo. Ahora lo está; lord Stilgoe examinó las puertas antes de que llegaran ustedes. -Dio la impresión de que iba a hacer algún comentario sobre las actividades de lord Stilgoe, pero se contuvo y prosiguió-: Normalmente utilizamos la puerta lateral que da a Innocent Lane, por donde han entrado ustedes. Por lo general permanece abierta durante el día, mientras George Copeland está en la centralita. George tiene llave de esa puerta, pero no de la puerta de atrás ni de la que da al río. La alarma antirrobo se controla desde un cuadro de mandos que hay junto a la centralita. Las puertas y las ventanas de los tres pisos están cerradas. Es un sistema bastante rudimentario, me temo, pero en realidad nunca hemos tenido problemas de robo. La casa en sí, naturalmente, posee un valor casi inestimable, pero pocos de los cuadros son originales, por ejemplo. En el despacho de Gerard hay una gran caja fuerte y, después de un incidente en el que alguien manipuló las pruebas de imprenta del libro de lord Stilgoe, hicimos instalar armarios con cerradura en tres despachos y bajo el mostrador de recepción, para poder guardar bajo llave los manuscritos y papeles importantes cuando cerramos por la noche.
– Y normalmente, ¿quién llega primero por la mañana y abre el edificio?
– Suele ser George Copeland -respondió Gabriel Dauntsey-. Empieza la jornada a las nueve y a esa hora ya suele estar ante la centralita. Es una persona de confianza. Si se retrasa, como alguna vez puede ocurrir ya que vive al sur del río, lo más probable es que seamos la señorita Peverell o yo. Tenemos apartamentos independientes en el número doce, es decir, el edificio que hay a la izquierda de Innocent House. Es un poco aleatorio. Quien llega primero, abre la puerta y desconecta la alarma. La puerta de Innocent Lane tiene una cerradura Yale y otra de seguridad. Esta mañana el primero en llegar ha sido George, como de costumbre, y ha podido entrar utilizando únicamente la llave de la Yale. El sistema de alarma también estaba desconectado, así que, naturalmente, supuso que ya había llegado alguno de nosotros.
– ¿Quién de ustedes cuatro fue el último en ver al señor Etienne? -inquirió Dalgliesh.
– Yo -respondió Claudia-. Antes de salir fui a su despacho para hablar con él, justo antes de las seis y media. Normalmente los jueves solía quedarse trabajando. Aún estaba sentado ante su escritorio. Quizás hubiera alguien más en el edificio a aquella hora, pero creo que ya se habían marchado todos. Evidentemente, no lo comprobé ni registré la casa.
– ¿Era de dominio público que su hermano se quedaba a trabajar todos los jueves?
– Se sabía en la oficina. Seguramente otras personas también lo sabían.
– ¿Lo encontró como de costumbre? -prosiguió Dalgliesh-. ¿No le dijo que tuviera intención de trabajar en el despachito de los archivos?
– Lo encontré exactamente igual que de costumbre y no mencionó para nada el despachito de los archivos. Por lo que yo sé, no creo que visitara nunca esa habitación. No tengo la menor idea de por qué subió allí ni por qué murió allí, si es que realmente murió allí.
Los cuatro pares de ojos se clavaron otra vez en el rostro de Dalgliesh. El no hizo ningún comentario. Tras plantear formalmente la esperada pregunta de si conocían a alguien que pudiera desear la muerte de Etienne y recibir sus breves e igualmente esperadas respuestas, se levantó de la silla y la mujer policía, que no había dicho nada en todo el rato, también se levantó. A continuación, Dalgliesh les dio las gracias calmadamente y ella se hizo un poco a un lado para que él fuera el primero en pasar por la puerta.
Cuando se hubieron marchado reinó el silencio durante medio minuto, hasta que De Witt comentó:
– No es precisamente el tipo de policía al que uno le pregunta la hora. Personalmente, creo que ya resulta bastante aterrador para los inocentes, así que sabe Dios qué impresión les causará a los culpables. ¿Lo conoces, Gabriel? Después de todo, os dedicáis al mismo oficio.
Dauntsey alzó la mirada y contestó:
– Conozco su obra, naturalmente, pero creo que no nos habíamos visto nunca. Es un excelente poeta.
– Oh, eso lo sabemos todos. Lo que me extraña es que nunca hayas intentado quitárselo a su editor. Esperemos que sea igualmente bueno como investigador.
– Es curioso que no nos haya preguntado nada sobre la serpiente, ¿verdad? -dijo Frances.
– ¿Qué ocurre con la serpiente? -replicó Claudia bruscamente.
– No nos ha preguntado si sabíamos algo de eso.
– Oh, ya lo hará -dijo De Witt-. Créeme, ya lo hará.