Velma Pitt-Cowley, la agente literaria de la señora Carling, se había comprometido a acudir al apartamento a las once y media, pero llegó con seis minutos de retraso. Apenas hubo cruzado el umbral, resultó evidente que no estaba de muy buen humor. Cuando Kate le abrió la puerta, irrumpió en la habitación a una velocidad que parecía dar a entender que era ella quien había debido esperar, se dejó caer en el primer sillón que encontró y se inclinó para desprenderse del hombro la cadena dorada del bolso y depositar sobre la alfombra una abultada cartera. Sólo entonces se dignó conceder alguna atención a Kate y Dalgliesh. Pero, cuando lo hizo y su mirada encontró la de Dalgliesh, su estado de ánimo cambió sutilmente y sus primeras palabras demostraron que estaba dispuesta a mostrarse amable.
– Lamento llegar tarde y con tantas prisas, pero ya saben lo que son las cosas. Tuve que pasar antes por la oficina y he quedado para almorzar en el Ivy a la una menos cuarto. Es una cita bastante importante, a decir verdad. El escritor con el que debo reunirme ha venido ex profeso de Nueva York esta mañana. Y luego surgieron otras cosas, como ocurre siempre que asomas la cabeza por la oficina. Hoy en día no se le pueden confiar a nadie las tareas más sencillas. Salí en cuanto pude, pero el taxista se metió en un atasco en Theobalds Road. Dios mío, qué tragedia la pobre Esmé. ¡Una verdadera tragedia! ¿Qué ocurrió? Se ahogó ella misma, ¿verdad? Se ahogó, o se ahorcó, o las dos cosas a la vez. Es terrible, de veras.
Tras haber expresado la adecuada consternación, la señora Pitt-Cowley se acomodó en el sillón con mayor prestancia y se recogió la falda del distinguido traje negro casi hasta la entrepierna, mostrando unas piernas muy largas y bien formadas, enfundadas en unas medias tan finas que apenas daban un lustre apagado a los pronunciados huesos. Era evidente que se había vestido con cuidado para la cita de la una menos cuarto, y Dalgliesh se preguntó qué cliente, actual o en potencia, merecía una elegancia que combinaba sabiamente la competencia profesional con el atractivo sexual. Bajo la chaqueta de buen corte, con su hilera de botones de latón, llevaba una camisa de seda de cuello alto. Un sombrero de terciopelo negro, atravesado por una flecha dorada en la parte delantera, le cubría la cabellera de color castaño claro, cortada formando un flequillo que le llegaba justo a la altura de las gruesas cejas y bien cepillada a los lados en espesos mechones que le caían casi hasta los hombros. Al hablar, gesticulaba; los dedos, largos y bien provistos de anillos, trazaban incesantes dibujos en el aire, como si estuviera comunicándose con sordos, y de vez en cuando se le encogían los hombros en un espasmo súbito. Paradójicamente, los ademanes no parecían guardar ninguna relación con sus palabras, y Dalgliesh conjeturó que esa afectación no era tanto un síntoma de nerviosismo o inseguridad como un truco concebido en principio para atraer la atención hacia sus notables manos, pero que había llegado a convertirse en un hábito inquebrantable. Su irritación inicial le había sorprendido; según su experiencia, las personas relacionadas con un asesinato espectacular, siempre que no se afligieran por la víctima ni se sintieran amenazadas por la investigación policial, solían gozarse en la emoción indirecta de su roce con la muerte violenta y la notoriedad de estar en el caso. Estaba acostumbrado a encontrar miradas ligeramente avergonzadas, pero ávidas de curiosidad. El mal humor y la preocupación por los propios asuntos al menos representaban un cambio.
La mujer recorrió la habitación con la mirada y se fijó en el escritorio abierto y el montón de papeles que había sobre la mesa.
– Dios mío, es demasiado horrible estar sentada aquí, en su piso, y que ustedes tengan que registrar sus cosas -comentó-. Ya sé que deben hacerlo, que es su trabajo, pero me produce una sensación extraña. Parece que está más presente ahora que cuando aún vivía aquí. Tengo la impresión de que en cualquier momento voy a oír su llave en la cerradura y que entrará, nos encontrará así, sin haber sido invitados, y armará un escándalo.
– La muerte violenta destruye la intimidad, me temo -respondió Dalgliesh-. ¿Solía armar muchos escándalos?
La señora Pitt-Cowley prosiguió como si no le hubiera oído.
– ¿Sabe lo que de veras me gustaría ahora? Lo que de veras necesito es un buen café solo muy cargado. ¿No habría ninguna posibilidad de conseguirlo?
Era a Kate a quien miraba, y fue Kate quien contestó.
– Hay un bote de café en grano en la cocina y un envase de leche sin abrir en el frigorífico. Estrictamente hablando, supongo que necesitaríamos el permiso del banco, pero dudo mucho que nadie proteste.
En vista de que Kate no hacía ademán de ir hacia la cocina, Velma le dirigió una larga mirada especulativa, como si estuviera evaluando la posible capacidad de fastidiar de una mecanógrafa nueva. Luego, con un encogimiento de hombros y un revoloteo de dedos, optó por la prudencia.
– Será mejor dejarlo, supongo, aunque ella ya no lo va a necesitar, ¿verdad? En realidad, no puedo decir que me apetezca beberlo en una de sus tazas.
– Está claro que para nosotros es importante saber todo lo posible acerca de la señora Carling -intervino Dalgliesh-. Por eso le agradecemos que esté aquí con nosotros esta mañana. Su muerte debe de haberle producido una conmoción y comprendo que no le habrá resultado fácil venir, pero es importante.
La voz y la mirada de la señora Pitt-Cowley expresaron una apasionada intensidad.
– Oh, eso ya lo veo. Quiero decir que comprendo perfectamente que deben hacer preguntas. Por supuesto, les ayudaré en lo que pueda. ¿Qué quiere saber?
– ¿Cuándo se ha enterado de la noticia?
– Esta mañana, poco después de las siete, antes de que ustedes me llamaran para pedirme que viniera aquí. Me telefoneó Claudia Etienne; me despertó, a decir verdad. No es precisamente una noticia agradable para empezar la jornada. Habría podido esperar, pero supongo que no quería que lo leyera en el periódico de la tarde o que me enterase al llegar a la oficina; ya sabe con qué velocidad circulan los rumores en esta ciudad. Después de todo, soy la agente de Esmé, o más bien lo era, y supongo que Claudia pensó que debía ser la primera en saberlo y que le correspondía a ella decírmelo. Pero ¡Esmé suicidarse! Es extraño. Es lo último que me esperaba que hiciera. Aunque, claro, fue lo último que hizo. Oh, Dios, lo siento. En un momento así, nada de lo que se dice parece adecuado.
– Entonces, ¿le sorprendió la noticia?
– ¿No sorprende siempre? Quiero decir que, incluso cuando una persona que ha amenazado con suicidarse lo hace de verdad, siempre resulta sorprendente, un poco irreal. ¡Pero Esmé! Y de la manera en que lo hizo, además; quiero decir que no es precisamente la manera más cómoda de irse. Claudia no parecía saber muy bien cómo había muerto. Sólo me dijo que se había colgado de la barandilla de Innocent House y que el cuerpo se encontró bajo el agua. ¿Se ahogó, se ahorcó o qué exactamente?
Dalgliesh respondió:
– Es posible que la señora Carling muriese ahogada, pero no conoceremos la causa de la muerte hasta que se realice la autopsia.
– Pero ¿fue un suicidio? Quiero decir, ¿están seguros de eso?
– Todavía no estamos seguros de nada. ¿Se le ocurre alguna razón por la que la señora Carling hubiera podido querer quitarse la vida?
– Le afectó mucho que la Peverell Press rechazara Muerte en la isla del Paraíso-, supongo que está enterado de eso. Pero estaba más enojada que deprimida. Estaba furiosa, a decir verdad. No me habría extrañado que intentara vengarse de ellos de alguna manera, pero desde luego no suicidándose. Además, hacen falta agallas. No quiero decir que Esmé fuera cobarde, pero…, no sé, no la veo ahorcándose ni tirándose al río. ¡Vaya forma de morir! Si realmente quería quitarse la vida, hay maneras más fáciles. Fíjese en Sonia Clements, por ejemplo. Ya sabe usted lo que sucedió, naturalmente: Sonia se mató con pastillas y alcohol. Es lo que elegiría yo, y hubiera dicho que también Esmé.
– Pero como protesta pública es menos eficaz -repuso Kate.
– No es tan espectacular, de acuerdo, pero ¿de qué sirve una protesta pública espectacular si no estás ahí para ver los efectos? No, si Esmé hubiera querido matarse lo habría hecho en la cama, con sábanas limpias, flores en el dormitorio, su mejor camisón y una digna nota de despedida en la mesilla de noche. ¡Menuda era ella para las apariencias!
Kate recordó las habitaciones de suicidas a las que había debido acudir, el vómito, la ropa de cama sucia, el cadáver rígido y grotesco, y pensó que el suicidio rara vez era tan digno en la práctica como en la imaginación. Preguntó:
– ¿Cuándo la vio por última vez?
– A última hora de la tarde del día siguiente a la muerte de Gerard Etienne. Debió de ser el viernes quince de octubre.
– ¿Aquí o en su oficina? -preguntó Dalgliesh.
– Aquí, en esta habitación. De hecho, fue una casualidad. Quiero decir que no tenía pensado venir a verla. Tenía una cena con Dicky Mulchester, de Herne & Illingworth, para hablar de un cliente, y se me ocurrió que su editorial podía estar interesada en Muerte en la isla del Paraíso. Era una posibilidad remota, pero últimamente han cogido a unos cuantos escritores policíacos. Al pasar por aquí de camino al restaurante vi que había sitio para aparcar y pensé que podía subir y pedirle a Esmé su copia del original. Había menos tráfico del que suponía y disponía de unos diez minutos para hablar con ella. Aún no nos habíamos visto después de la muerte de Gerard. Es curioso, ¿verdad?, el modo en que las cosas más insignificantes deciden nuestros actos. Si no hubiera visto sitio libre, no creo que me hubiese detenido. Además, también me interesaba conocer la reacción de Esmé ante la muerte de Gerard. Claudia no me había dicho gran cosa y pensé que seguramente Esmé podría darme más detalles. Siempre estaba al corriente de todos los rumores. Aunque ya le he dicho que no podía quedarme mucho tiempo; el motivo principal de mi visita era recoger el manuscrito.
– ¿Cómo la encontró? -preguntó Dalgliesh.
La señora Pitt-Cowley no respondió de inmediato. Su expresión se tornó pensativa y sus manos inquietas se apaciguaron momentáneamente. Dalgliesh pensó que estaba evaluando la entrevista a la luz de los acontecimientos posteriores, y que quizá la encontraba más significativa de lo que le había parecido en su momento.
– Ahora que lo pienso -respondió al fin-, creo que se comportó de una manera más bien extraña. Yo suponía que querría hablar de Gerard, de cómo y por qué murió, si había sido o no un asesinato, pero se negó en redondo a comentarlo. Dijo que era demasiado atroz y doloroso, que había publicado en la Peverell Press desde hacía treinta años y que, por mal que la hubieran tratado, la muerte de Gerard la había afectado profundamente. Bueno, nos había afectado a todos, pero me sorprendió que Esmé se lo tomara de un modo tan personal. Luego me dijo que tenía una coartada para la tarde y la noche anteriores; por lo visto, estuvo todo el tiempo con la hija de una vecina. Recuerdo que en su momento me pareció un poco extraño que se molestara en contármelo; después de todo, nadie iba a acusarla de estrangular a Gerard con una serpiente, o como quiera que muriese. Ah, y recuerdo que me preguntó si yo creía que los socios cambiarían de opinión acerca de La isla del Paraíso ahora que Gerard había muerto. Siempre lo había considerado el principal responsable del rechazo. Le dije que yo no confiaría demasiado en ello, que seguramente había sido una decisión de todo el comité de edición y que, de todos modos, los socios no querrían oponerse a los deseos de Gerard ahora que estaba muerto. Entonces comenté que tal vez a Herne & Illingworth le interesaría editarla y le pedí que me prestara su original. También ahí reaccionó de una manera curiosa. Me dijo que no sabía dónde lo tenía. Lo había estado buscando esa misma mañana y no lo había encontrado. Luego me dijo que estaba demasiado trastornada por la muerte de Gerard para pensar tan pronto en La isla del Paraíso. Me resultó difícil creerlo; después de todo, no hacía ni dos minutos que me había preguntado si yo creía que los socios cambiarían de opinión y aceptarían la novela. No creo que tuviera el manuscrito. O, si lo tenía, no quería dármelo. Me fui poco después. En total, estuve aquí unos diez minutos.
– ¿Y no volvió a hablar con ella?
– No, ni una sola vez. Es extraño, ahora que lo pienso. Después de todo, Gerard Etienne era su editor, y habría sido normal que viniera a mi oficina aunque sólo fuese para charlar. Por lo general, no te la podías quitar de encima.
– ¿Cuánto hacía que era usted su agente? ¿La conocía bien?
– Menos de dos años, en realidad. Pero sí, incluso en ese breve período de tiempo llegué a conocerla bastante bien; ya se encargó ella de que así fuera. A decir verdad, la heredé. Su anterior agente era Marjorie Rampton, que la había representado desde que escribió su primer libro. De eso hace treinta años. Estaban muy unidas. Con frecuencia suele haber una amistad personal entre agente y escritor; no puedes esforzarte al máximo por un cliente si no lo aprecias personalmente además de respetar su obra. Pero lo de Marge y Esmé iba más lejos. No me interprete mal, le estoy hablando de amistad. No pretendo insinuar nada…, bueno, nada sexual. Las dos eran viudas, sin hijos, y supongo que tenían muchas cosas en común. Solían ir de vacaciones juntas y creo que Esmé le pidió a Marge que fuera su albacea literaria. Eso va a ser un trastorno, si no cambió el testamento: Marge se marchó a Australia para vivir con sus sobrinas en cuanto me vendió la agencia y todavía sigue allí, que yo sepa.
– Háblenos de Esmé Carling -le pidió Dalgliesh-. ¿Qué clase de mujer era?
– Dios mío, esto es horrible. ¿Qué puedo decirle? Parece desleal, incluso indecoroso, criticarla ahora que ha muerto, pero no puedo fingir que era agradable. Era uno de esos clientes que constantemente están llamando por teléfono o presentándose en la oficina. Nunca encuentran nada bien. Siempre creen que podrías hacer más por ellos, obtener un adelanto más sustancioso del editor, vender los derechos para el cine, conseguirles una serie de televisión. En mi opinión, le dolió perder a Marge y creía que yo no le prestaba toda la atención que su genio merecía, pero en realidad le dedicaba más tiempo del que merecía. La verdad es que tengo otros clientes, y la mayoría de ellos mucho más provechosos.
– ¿Le causaba más molestias de las que valía la pena tomarse por ella? -sugirió Kate.
La señora Pitt-Cowley le dedicó una mirada especulativa y desdeñosa.
– Yo no habría utilizado esas palabras, pero, si quiere saber la verdad, no me habría partido el corazón que se hubiera buscado otro agente. Miren, no me gusta tener que decir esto, pero cualquiera de la oficina les dirá lo mismo. En gran parte eso era debido a la soledad: echaba de menos a Marge y le dolía que la hubiera abandonado. Pero Marge era una buena pieza. A la hora de elegir entre sus preciosas sobrinas y Esmé, no tuvo que pensárselo. Y creo que Esmé se daba cuenta de que se le estaba agotando el talento. Se avecinaban grandes problemas. Que la Peverell Press rechazara Muerte en la isla del Paraíso sólo era el comienzo.
– ¿Fue cosa de Gerard Etienne?
– Básicamente, sí. En la Peverell Press se hacía lo que Etienne quería. Pero dudo que ningún otro socio estuviera muy interesado en conservarla, salvo quizá James de Witt, y De Witt no pinta mucho en la Peverell. Llamé en cuanto recibí la carta de Gerard y armé una escandalera, naturalmente, pero no sirvió de nada. Y sinceramente, la última novela no estaba a la altura, ni siquiera a su altura habitual. ¿Conoce usted su obra?
Dalgliesh respondió con cautela.
– La he oído mencionar, por supuesto, pero nunca he leído nada de ella.
– No era tan mala. Quiero decir que era capaz de escribir una prosa coherente, y eso ya es bastante raro hoy en día. De no ser así, la Peverell Press no habría publicado su obra. Era irregular. Justo cuando pensabas: «Dios mío, no puedo seguir leyendo este tostón», te encontrabas un fragmento realmente bueno y de pronto el libro cobraba vida. Y había tenido una idea original para su detective, o sus detectives, mejor dicho. Se trata de un matrimonio jubilado, los Mainwaring, Malcolm y Mavis. Él es un director de banco retirado y ella había sido maestra. Estaba muy bien pensado. Con el envejecimiento general de la población, llegaba bien al público; la identificación del lector y todo eso. Una pareja de jubilados aburridos que se lanza tras las pistas, con tiempo de sobra para hacer del asesinato su afición; toda una vida de experiencia para tomarle la delantera a la policía, la sabiduría de la vejez que se impone a la insensata inmadurez de la juventud…, este tipo de cosas. Está bien un detective con un poco de artritis, para variar. Pero empezaban a cansar; los Mainwaring, quiero decir. Esmé tuvo la brillante idea de hacer que Malcolm se liara con las sospechosas jóvenes, y Mavis tenía que ir a rescatarlo de sus enredos. Supongo que pretendía dar un aire de amenidad, pero la cosa ya resultaba cargante. Quiero decir, el sexo geriátrico está bien si es lo que a uno le interesa, pero el público no lo quiere en las novelas populares y Esmé se estaba volviendo cada vez más explícita. Lencería fina con sangre. No es su mercado, realmente. No va con el personaje de Malcolm Mainwaring. Y, por supuesto, no sabía inventar argumentos. Dios mío, detesto tener que decirlo, pero no sabía. Ha dicho usted que quería la verdad. Solía robar ideas de otros autores, sólo autores muertos, naturalmente, y les daba su toque personal. Empezaba a resultar un poco evidente. Eso fue lo que le dio a Gerard Etienne la oportunidad de rechazar Muerte en la isla del Paraíso: dijo que era una lectura aburrida y que las únicas partes que no lo eran se parecían demasiado a Asesinato bajo el sol, de Agatha Christie. Creo que incluso llegó a pronunciar la temida palabra «plagio». Luego, naturalmente, estaba el otro problema de Esmé, que no facilitaba el trato con ella.
Velma esbozó en el aire el contorno de la catedral de San Pablo, con cúpula y todo, y terminó haciendo el gesto de llevarse un vaso a los labios.
– ¿Está diciendo que era alcohólica?
– Iba camino de serlo. Empezaba a fallarle la cabeza a partir del mediodía. Y en los últimos seis meses había empeorado bastante.
– Entonces, ¿no ganaba mucho dinero?
– Nunca ganó mucho dinero. Esmé nunca estuvo en la primera división. Aun así, le iba bien hasta hace cosa de tres años. Podía vivir de sus libros, que es más de lo que pueden decir muchos escritores. Tenía un buen número de fieles aficionados [1] que habían madurado con los Mainwaring, pero a medida que iban muriendo no atraía a lectores jóvenes. El año pasado se produjo un gran bajón en las ventas de las ediciones de bolsillo. Me temía que íbamos a perder ese contrato.
– Lo cual supongo que explica que viviera en este piso -comentó Kate-. No es precisamente un lugar de prestigio.
– Bien, a ella le convenía. Es una vivienda de protección oficial con un alquiler bajo, quiero decir realmente bajo. Habría tenido que estar loca para dejarlo. De hecho, me contó que estaba ahorrando para comprarse una casita de campo en los Cotswolds o en Herefordshire; supongo que ya se veía entre las rosas y las glicinias. Personalmente, creo que se habría muerto de aburrimiento. Ya he visto otros casos.
Dalgliesh preguntó:
– Escribía novelas policíacas, relatos de misterio. ¿Le parece que hubiera podido verse en el papel de detective aficionado, intentar resolver ella misma un crimen, si se cruzaba uno en su camino?
– ¿Se refiere usted a meterse con un asesino de verdad, con quien sea que mató a Etienne? Tendría que estar loca. Esmé no era una gran lumbrera, pero tampoco era idiota. No digo que no se atreviera; tenía muchas agallas, sobre todo después de tomarse un par de whiskis, pero eso habría sido una idiotez.
– Quizá no creyera que estaba tratando con el asesino. Suponiendo que se le hubiera ocurrido una idea sobre el asesinato, ¿sería más probable que nos la expusiera o que se sintiese tentada de investigar un poco por su cuenta?
– Quizá se inclinara por lo segundo, si consideraba que no había peligro y que podía sacar algún beneficio del asunto. Sería todo un triunfo, ¿no cree? Me refiero a la publicidad que obtendría: «Novelista de misterio aventaja a Scotland Yard.» Sí, me la imagino pensando algo parecido. Pero ¿insinúa usted que realmente intentó hacer algo así?
– Me interesaba saber si, a su juicio, hubiera podido hacerlo.
– Digamos que no me sorprendería. Le fascinaban los crímenes de la vida real, las investigaciones, los juicios por asesinato, ese tipo de cosas. Bueno, sólo tiene que echarle un vistazo a su biblioteca. Y tenía un alto concepto de su propia inteligencia. Además, puede que no fuera consciente del riesgo; no creo que tuviera mucha imaginación, no en lo que se refiere a la vida real. De acuerdo, ya sé que parece extraño decir eso de una novelista, pero había vivido tanto tiempo entre asesinatos de ficción que no creo que se diera cuenta de que los asesinatos de la vida real son distintos, que no son algo que se pueda controlar, convertir en argumento y resolver limpiamente en el último capítulo. Y no llegó a ver el cadáver de Gerard Etienne, ¿verdad? No creo que hubiera visto un muerto en su vida. Sólo podía imaginárselo, y seguramente la muerte no le parecía más real y pavorosa que sus restantes imaginaciones. ¿Estoy yendo demasiado lejos? Quiero decir, avíseme si empiezo a decir los más completos disparates.
Realizando una complicada maniobra con las manos, la señora Pitt-Cowley le dirigió una mirada de histriónica sinceridad que no logró ocultar del todo una penetrante expresión inquisitiva. Dalgliesh se dijo que no debía subestimar su inteligencia.
– No son disparates -le aseguró-. ¿Qué ocurrirá ahora con su último libro?
– Bueno, no creo que la Peverell Press quiera aceptarlo. Sería distinto, por supuesto, si Esmé hubiera muerto asesinada: un doble asesinato, editor y autora brutalmente eliminados en menos de quince días. Con todo, incluso el suicidio tiene un valor publicitario, sobre todo si es espectacular. Supongo que podré negociar un contrato satisfactorio con alguien.
Dalgliesh se sintió tentado de decir: «Es una lástima que ya no exista la pena de muerte en nuestro país. Podría hacerse coincidir la fecha de publicación con la de la ejecución.»
Como si le hubiera leído el pensamiento, la señora Pitt-Cowley pareció azorarse por unos instantes, pero enseguida se encogió de hombros y prosiguió:
– Pobre Esmé. Si realmente tuvo la brillante idea de obtener publicidad gratuita, no cabe duda que lo consiguió. Lástima que no pueda aprovecharla. Pero es una suerte para sus herederos.
«Y para ti también», pensó Kate.
– ¿Sabe quién heredará su dinero? -le preguntó.
– No, nunca me lo dijo. Como ya les he explicado, Marge era su albacea, o una de sus albaceas. Pero me alegra poder decir que en ningún momento sugirió traspasarme ese privilegio cuando me hice cargo de la agencia. Claro que tampoco lo hubiera aceptado. Hice mucho por Esmé, pero todo tiene sus límites. Sinceramente, no se hacen ustedes idea de lo que exigen muchos autores: buscarles encargos, hacerlos aparecer en tertulias de la televisión, darle de comer al gato cuando se van de vacaciones, cogerles de la mano cuando se divorcian… Por un diez por ciento de las ventas nacionales pretenden que seas su agente, su enfermera, su confidente, su amiga, todo. Lo que sí sé es que no tenía familia; su ex marido tiene una hija y nietos no sé dónde, en Canadá, me parece, aunque no creo que Esmé les haya dejado nada. Pero tiene que haber algún dinero, de eso no cabe duda, y yo diría que lo recibirá Marge. A lo mejor puedo negociar una reedición de sus primeras novelas.
– Una cliente provechosa, a fin de cuentas -observó Dalgliesh-. Después de muerta, ya que no en vida.
– Bien, la vida tiene estas cosas, ¿no?
Y con este comentario a modo de conclusión, la señora Pitt-Cowley consultó su reloj y se inclinó para recoger el bolso y la cartera.
Pero Dalgliesh aún no estaba dispuesto a dejarla marchar.
– Supongo que la señora Carling le contaría lo de la suspensión de su sesión de firma de libros en Cambridge -comentó.
– ¡Que si me lo contó! De hecho, me llamó desde la librería. Intenté hablar con Gerard Etienne, pero supongo que estaría almorzando. Luego, por la tarde, me puse en contacto con él. Esmé estaba absolutamente rabiosa y no decía más que incoherencias. Quiero decir auténticas incoherencias. Y con toda la razón, por supuesto. La Peverell Press tiene muchas explicaciones que dar. Lo sentí por la gente de la librería, porque Esmé se desahogó con ellos, aunque difícilmente se les puede echar la culpa. Como máximo, supongo que se podría aducir que hubieran debido llamar a la Peverell Press en cuanto recibieron el fax para asegurarse de que no era una broma, y probablemente lo habrían hecho si la editorial no hubiera mantenido tan en secreto los problemas que estaba teniendo. Cuando llegó el fax, el director había salido, y la chica que lo recibió supuso que la cosa iba en serio. Bien, y eso es cierto en el sentido de que procedía de la Peverell Press. Para tranquilizar a Esmé, le prometí que yo misma me ocuparía de aclarar las cosas con Gerard, y lo habría hecho de no ser por el asesinato. Eso situó las quejas de Esmé en otra perspectiva. Aún tengo intención de discutir el asunto con la empresa, pero hay un momento y un lugar para cada cosa. ¿Puedo irme ya? No quiero llegar tarde a la cita.
– Sólo me quedan por hacer unas pocas preguntas -respondió Dalgliesh-. ¿Cuál era su relación con Gerard Etienne?
– ¿Se refiere a mi relación profesional?
– Su relación.
Velma Pitt-Cowley permaneció unos instantes en completo silencio. La vieron sonreír levemente, con una expresión que era a la vez lúbrica y rememorativa. Por fin dijo:
– Era profesional. Supongo que hablábamos por teléfono un par de veces al mes, por término medio. Cuando murió, hacía unos cuatro meses que no nos veíamos. Una vez me acosté con él. Fue hace cosa de un año. Los dos asistimos a una fiesta en el río. Los dos nos quedamos hasta el amargo final. Era casi medianoche y yo estaba bastante bebida. A Gerard la bebida no le iba, no soportaba perder el control. Se ofreció a llevarme a casa y la noche terminó de la manera habitual. No volvió a suceder.
– ¿Alguno de los dos lo habría deseado? -intervino Kate.
– Creo que no. Al día siguiente me mandó un ramo de flores espectacular. Gerard no era precisamente sutil, pero supongo que siempre es mejor que dejar cincuenta libras en la mesilla de noche. No, yo no quería que se repitiera; tengo un saludable instinto de conservación y no voy por ahí invitando a que me rompan el corazón. Pero he creído que debía mencionarlo. En la fiesta había mucha gente que pudo adivinar cómo terminaría la noche. Sabe Dios cómo se divulgan estas cosas, pero siempre acaban sabiéndose. Por si les interesa, los acontecimientos de esa noche y, sobre todo, los de la mañana siguiente que recuerdo con mayor claridad, me dejaron bien dispuesta hacia él y no al contrario. Pero no tan bien dispuesta como para propiciar un segundo encuentro. Supongo que querrán preguntarme dónde estaba la noche en que murió.
Dalgliesh respondió con expresión grave:
– Nos sería útil saberlo, señora Pitt-Cowley.
– Es curioso, pero estuve en aquella lectura de poesía en que participó Gabriel Dauntsey, en el Connaught Arms. Me marché poco después de que él terminara su intervención. Había ido en compañía de un poeta, o de alguien que se hace llamar poeta, y él quería quedarse, pero yo ya estaba harta de ruido, sillas incómodas y humo de tabaco. A esas alturas todo el mundo había bebido bastante y la fiesta no daba señales de terminar. Me marché hacia las diez, creo, y volví directamente a casa en mi coche, así que no tengo coartada para el resto de la noche.
– ¿Y anoche?
– ¿Cuando murió Esmé? Pero si fue un suicidio, usted mismo lo ha dicho.
– Sea cual fuere la manera en que murió, es útil saber dónde estaba la gente en ese momento.
– Pero si no sé cuándo murió. Estuve en la oficina hasta las seis y media y luego me marché a casa. Pasé toda la noche en casa, y sola. ¿Es eso lo que quería saber? Mire, comandante, de veras tengo que irme.
Dalgliesh la retuvo.
– Las dos últimas preguntas. ¿Sabe cuántas copias había del original de Muerte en la isla del Paraíso, y si la de la señora Carling tenía algún rasgo distintivo?
– Creo que habría unas ocho en total. Tuve que enviar cinco a la Peverell Press, una para cada uno de los socios. No sé por qué no podían fotocopiar el manuscrito ellos mismos, pero lo querían así. Yo sólo tenía un par de copias. Esmé siempre se hacía encuadernar su copia en azul celeste. Un original encuadernado no resulta muy práctico para trabajar; de hecho, es una maldita molestia. Los editores y los correctores prefieren recibir el manuscrito grapado por capítulos o con las hojas completamente sueltas. Pero Esmé siempre se hacía encuadernar su ejemplar.
– Y cuando vino a ver a la señora Carling el día quince de octubre, la tarde siguiente a la muerte de Gerard Etienne, ¿le dio la impresión de que se sentía reacia a entregarle su original y que por eso fingía, quizá, no saber dónde estaba, o más bien de que en realidad ya no se hallaba en su posesión?
La señora Pitt-Cowley, como si reconociera la importancia de la pregunta, tardó algún tiempo en contestar.
– ¿Cómo puedo saberlo? -dijo al fin-. Pero recuerdo que mi petición la desconcertó. Creo que estaba turbada. Y, la verdad, no se me ocurre cómo hubiera podido perder de vista el manuscrito; no solía tratar con descuido las cosas que eran importantes para ella, y tampoco es que el piso sea tan grande. Además, ni siquiera se molestó en buscarlo. Puestos a hacer conjeturas, yo diría que ya no tenía el manuscrito en su poder.