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La señorita Blackett regresaba cada noche a su hogar de Weaver’s Cottage, en West Marling, en el condado de Kent, donde desde hacía diecinueve años vivía con una prima viuda mayor que ella, Joan Willoughby. Su relación era afectuosa, pero nunca había sido emocionalmente intensa. La señora Willoughby se había casado con un clérigo retirado y, cuando éste murió a los tres años de matrimonio -el tiempo máximo, sospechaba en secreto la señorita Blackett, que cualquiera de los dos habría podido soportar-, pareció natural que la viuda invitara a su prima a abandonar su insatisfactorio piso de alquiler en Bayswater y a mudarse a la casa de campo. Desde el principio de aquellos diecinueve años de vida en común se había ido estableciendo una rutina, espontánea más que organizada, que las satisfacía a las dos. Era Joan la que llevaba la casa y se encargaba del jardín, y Blackie la que, los domingos, preparaba la comida principal del día para consumirla puntualmente a la una, responsabilidad que la eximía del servicio matutino, pero no así del vespertino. Dado que Blackie era la primera en levantarse, le llevaba el té del desayuno a su prima y preparaba el Ovaltine o el cacao que tomaban cada noche a las diez y media. Iban de vacaciones juntas en las dos últimas semanas de julio, por lo general al extranjero, ya que ninguna de las dos tenía a nadie que le ofreciera una alternativa mejor. Cada junio esperaban con interés el campeonato de tenis de Wimbledon y de vez en cuando disfrutaban asistiendo durante el fin de semana a un concierto o al teatro, o visitando una exposición de pintura. Se decían para sus adentros, pero nunca en voz alta, que eran afortunadas.

Weaver’s Cottage se alzaba en el límite septentrional del pueblo. En un principio eran dos cottages de consideración, pero hacia los años cincuenta una familia con ideas muy claras acerca de lo que constituía el encanto doméstico rural los había convertido en una sola residencia. La cubierta de tejas había sido sustituida por una barda de caña desde la que miraban tres ventanas de gablete como otros tantos ojos saltones; las sencillas ventanas estaban ahora provistas de parteluces y se había añadido un porche, en verano cubierto de rosas trepadoras y clemátides. La señora Willoughby estaba enamorada del cottage, de modo que, si bien las ventanas con parteluces hacían que la sala de estar resultara decididamente más oscura de lo que a ella le hubiera gustado y algunas vigas de roble eran menos auténticas que otras, nunca reconocía abiertamente tales defectos. El cottage, con su barda inmaculada y su jardín, había aparecido en demasiados calendarios, había sido fotografiado por los visitantes con demasiada frecuencia para que ella se preocupara por pequeños detalles de integridad arquitectónica. La parte principal del jardín quedaba al frente, y allí la señora Willoughby se pasaba casi todas las horas libres, cuidando, plantando y regando el que tenía fama de ser el jardín delantero más impresionante de West Marling, diseñado tanto para el placer de los transeúntes como para el de las ocupantes del cottage.

«Pretendo que resulte atractivo a lo largo de todo el año», les explicaba a quienes se detenían a admirarlo, y eso ciertamente era lo que conseguía. Era una verdadera jardinera, y muy imaginativa. Las plantas prosperaban bajo sus cuidados, y tenía buen ojo para la distribución del color y la masa. El cottage quizá no fuera del todo auténtico, pero el jardín era inconfundiblemente inglés. Había un retazo de césped con una morera, que en primavera estaba rodeado de azafranes, amarilis y, más tarde, de las vistosas trompetas de los narcisos. En verano, los tupidos arriates que conducían al porche eran una intoxicación de color y aroma, en tanto que el seto de haya, recortado a poca altura para que no ocultara a la vista los esplendores del otro lado, era símbolo viviente del paso de las estaciones, desde los primeros brotes apretados e inseguros hasta los ocres y rojos vibrantes de su gloria otoñal.

Siempre regresaba de las reuniones del consejo parroquial vigorizada y con los ojos brillantes. Para algunas personas, reflexionaba Blackie, aquellas escaramuzas quincenales con el vicario a cuenta de su predilección por la nueva liturgia frente a la antigua y otros delitos de pequeña importancia, habrían resultado desalentadoras; Joan, en cambio, parecía medrar con ellas. Se acomodó ante la mesa, los rollizos muslos separados hasta tensar la falda de tweed y los pies firmemente apoyados, y llenó las dos copas de amontillado. Una galleta salada crujió entre los fuertes y blancos dientes, y el delicado pie de la copa de cristal tallado, parte de un juego, pareció a punto de quebrarse entre sus dedos.

– Ahora la consigna es lenguaje igualitario. ¡Por favor! Quiere que cantemos «A través de la noche de duda y pesar» en el servicio vespertino del domingo que viene, pero con la letra cambiada; ahora tiene que ser «la persona coge de la mano a la persona y marchan sin temor a través de la noche». Enseguida le he parado los pies, con la ayuda de la señora Higginson, gracias a Dios. Puedo perdonarle muchas cosas al vicario, incluso que le permita a ese gato roñoso que tiene sentarse en la ventana con los copos de avena, con tal que se comporte debidamente en las reuniones del consejo parroquial, lo cual, para hacerle justicia, suele ocurrir casi siempre. La señorita Matlock ha sugerido «la hermana coge de la mano a la hermana».

– ¿Y qué tiene eso de malo?

– Nada, excepto que no es lo que el autor escribió. ¿Has pasado un buen día?

– No. No ha sido un buen día.

Pero la señora Willoughby seguía pensando en la reunión del consejo parroquial.

– No es que me guste particularmente ese himno. Nunca me ha gustado. No comprendo por qué la señorita Matlock está tan entusiasmada con él. Nostalgia, supongo. Recuerdos de la infancia. No hay mucho pesar y duda en la congregación de St. Margaret. Demasiado bien comidos. Demasiado acomodados. Aunque te aseguro que los habrá si el vicario intenta suprimir la Sagrada Comunión de los domingos a las ocho según el libro de 1662. Habrá mucha duda y pesar en la parroquia, si lo intenta.

– ¿Lo ha sugerido?

– No abiertamente, pero está controlando la asistencia. Tú y yo debemos seguir yendo, y ya intentaré convencer a alguien más del pueblo. Todas estas novedades vienen de Susan, claro. Ese hombre sería absolutamente razonable si no lo azuzara su esposa. Ahora ella ha empezado a hablar de prepararse para el diaconado. Luego querrá que la ordenen sacerdote. Les iría mejor a los dos en una parroquia de gran ciudad. Podrían llevar los banjos y las guitarras y me atrevería a decir que a la gente le gustaría. ¿Cómo te ha ido el viaje?

– No ha estado mal. Mejor a la vuelta que esta mañana a la ida. Llegamos a Charing Cross con diez minutos de retraso; ha sido un mal comienzo para un mal día. Hoy eran los funerales de Sonia Clements. El señor Gerard no ha asistido. Tenía demasiado trabajo, según él. Supongo que la difunta no era bastante importante. Naturalmente, eso quiere decir que yo también he tenido que quedarme.

Joan comentó:

– Bueno, tampoco es muy de lamentar. Las incineraciones siempre resultan deprimentes. Se puede obtener cierta satisfacción de un entierro bien llevado, pero no de una incineración. Por cierto, eso me recuerda que el vicario se proponía utilizar la nueva liturgia para los funerales del viejo Merryweather, el martes que viene. Tuve que pararle los pies. El señor Merryweather tenía ochenta y nueve años y ya sabes cómo detestaba los cambios. Sin el libro de 1662, tendría la impresión de no haber recibido un entierro cristiano.

Cuando Blackie regresó a casa el martes anterior con la noticia del suicidio de Sonia Clements, Joan reaccionó con notable compostura. Blackie se dijo que no debía sorprenderse. Su prima la desconcertaba a menudo con una respuesta inesperada a las noticias y acontecimientos. Los pequeños trastornos domésticos le provocaban indignación, mientras que reaccionaba con serenidad estoica ante tragedias de considerable magnitud. Aunque, después de todo, no se podía esperar que esta tragedia la conmoviera. No conocía a Sonia Clements; ni siquiera la había visto nunca.

Al darle la noticia, Blackie comentó:

– No es que haya estado chismorreando con el personal, por supuesto, pero creo que la impresión general que reina en la oficina es que se mató porque el señor Gerard la había echado a la calle. Y no creo que lo hiciera con mucho tacto, además. Parece ser que dejó una nota, pero no decía nada del despido. El personal, sin embargo, es de la opinión que de no haber sido por el señor Gerard aún seguiría con nosotros.

La respuesta de Joan fue enérgica.

– Eso es ridículo. Las mujeres adultas no se matan porque las hayan despedido. Si perder el empleo fuera motivo para suicidarse, tendríamos que excavar fosas comunes al por mayor. Fue una falta de consideración por su parte, un acto muy irreflexivo. Si tenía que matarse, debería haberlo hecho en otro lugar. Después de todo, hubieras podido ser tú la que encontrara su cuerpo en el cuartito de los archivos. Y eso no habría resultado nada agradable.

– No fue muy agradable para Mandy Price, la nueva interina, aunque debo decir que se lo tomó con mucha calma. A algunas jóvenes les habría dado un ataque de histeria -observó Blackie.

– Es absurdo ponerse histérica por un cadáver. Los cadáveres no pueden hacer daño a nadie. Tendrá mucha suerte si no ve nada peor en la vida.

Blackie tomó un sorbo de jerez y contempló a su prima con los párpados entornados, como si fuera la primera vez que la veía de un modo desapasionado. El cuerpo sólido y casi sin cintura, las piernas firmes con un comienzo de venas varicosas sobre unos tobillos sorprendentemente bien formados, la cabellera abundante, antes de un castaño intenso, todavía tupida y sólo levemente gris, recogida en un grueso moño (un peinado que no había cambiado desde el día en que Blackie la vio por primera vez), el rostro jovial y endurecido por la intemperie. Un rostro razonable, podría decirse. Un rostro razonable para una mujer razonable, una de las excelentes mujeres de Barbara Pym, pero sin un ápice de la delicadeza y la discreción de una heroína de Barbara Pym; una mujer que ejercía una dedicación implacable a los problemas del pueblo, desde las defunciones hasta los rebeldes niños cantores, con una vida tan reglada en sus placeres y deberes como el año litúrgico que le daba forma y propósito. Y también la vida de Blackie había tenido otrora forma y propósito. Ahora, a Blackie le parecía que no controlaba nada -ni su vida ni su empleo ni sus emociones- y que Henry Peverell, al morir, se había llevado consigo una parte esencial de ella.

– Joan -dijo de pronto-, creo que no puedo seguir en la Peverell. Gerard Etienne se está volviendo insoportable. Ni siquiera me permite atender sus llamadas personales; las recibe en su despacho por una línea privada. El señor Peverell solía dejar la puerta entornada, encajando en el marco aquella serpiente contra las corrientes de aire, Sid la Siseante. Gerard la cierra siempre y ha hecho cambiar de sitio un armario grande y ponerlo contra el tabique para tener más intimidad. Es una falta de consideración. Todavía me quita más luz. Y ahora quieren que le haga sitio a la nueva interina, Mandy Price, aunque todo el trabajo que hay para ella pase a través de Emma Wainwright, la secretaria personal de la señorita Claudia. Lo lógico sería que la pusieran al lado de Emma. Ahora que el señor Gerard ha desplazado el tabique, mi despacho resulta pequeño hasta para una sola persona. El señor Peverell nunca habría aceptado dividir la estancia cortando una ventana y el techo de estuco. Detestaba ese tabique y ya se opuso a que lo instalaran cuando hicieron las primeras reformas.

– ¿Y su hermana no podría hacer algo? -preguntó su prima-. ¿Por qué no hablas con ella?

– No me gusta quejarme, y menos a ella. Además, ¿qué puede hacer? El señor Gerard es director gerente y presidente. Está destruyendo la empresa y nadie puede hacer nada. Ni siquiera estoy segura de que quieran impedírselo, salvo quizá la señorita Frances, y a ella no va a escucharla.

– Pues vete. No estás obligada a seguir trabajando allí.

– ¿Después de veintisiete años?

– Tiempo más que suficiente para cualquier trabajo, diría yo. Adelanta el retiro. Te apuntaste a su plan de pensiones cuando el señor Peverell lo estableció. En su momento me pareció una decisión muy sensata; te aconsejé que lo hicieras, ¿recuerdas? No recibirás la pensión completa, desde luego, pero algo te llegará. O tal vez podrías buscarte un buen trabajito de sólo media jornada en Tonbridge. Con tus conocimientos y tu experiencia no te costaría demasiado encontrarlo. Pero ¿por qué has de trabajar? Podemos arreglárnoslas, y en el pueblo hay mucho que hacer. Nunca he permitido que el consejo parroquial contara contigo porque estás trabajando en la Peverell. Como le dije al vicario, eres secretaria personal y te pasas el día escribiendo a máquina; no se te puede pedir que lo hagas también por las noches y los fines de semana. Me he tomado tu protección como una cuestión personal. Pero si te retiras será distinto. Geoffrey Harding se queja de que actuar como secretario del consejo parroquial empieza a ser una carga demasiado pesada para él. Podrías ocuparte de eso, para empezar. Y luego está la Sociedad Literaria e Histórica. No cabe duda de que les vendría muy bien un poco de ayuda en la secretaría.

Estas palabras, la vida que tan sucintamente describían, horrorizaron a Blackie. Fue como si, en esas pocas frases ordinarias, Joan la hubiera sentenciado a cadena perpetua. Por vez primera se dio cuenta de la escasa importancia del papel que West Marling desempeñaba en su vida. El pueblo no le desagradaba; las hileras de casitas más bien insulsas, el césped desgreñado que bordeaba un estanque hediondo, el pub moderno que intentaba en vano parecer del siglo xvii con su chimenea de gas y sus vigas pintadas de negro, ni siquiera la pequeña iglesia con su bonito chapitel octogonal evocaba en ella una emoción tan intensa como el desagrado. Allí era donde vivía, comía y dormía. Pero durante veintisiete años el centro de su vida había estado en otro sitio. Se sentía muy satisfecha de regresar cada noche a Weaver’s Cottage, a su orden y comodidad, a la compañía poco exigente de su prima, a las buenas comidas servidas con elegancia, al oloroso fuego de leña en invierno y las bebidas en el jardín en las tibias noches de verano. Le gustaba el contraste entre esa paz rural y el estímulo y las responsabilidades de la oficina, la estridente vida del río. En alguna parte tenía que vivir, ya que no podía hacerlo con Henry Peverell. Pero en aquel momento comprendió, en un abrumador instante de revelación, que la vida en West Marling sería insoportable sin el trabajo.

Vio extenderse aquella vida ante sí en una serie de brillantes imágenes dislocadas que se proyectaron sobre la pantalla de su mente en una secuencia inexorable; horas, días, semanas, meses, años de vacía y predecible monotonía. Las pequeñas tareas domésticas que le crearían la ilusión de hacer algo útil, ayudar en el jardín bajo la supervisión de Joan, actuar como secretaria o mecanógrafa para el consejo parroquial o la sociedad femenina, ir de compras a Tonbridge los sábados, recibir la Sagrada Comunión en el servicio vespertino los domingos, organizar las excursiones que constituirían los puntos culminantes del mes, sin ser lo bastante rica para escapar, sin ninguna excusa que justificara escapar y ningún lugar al que escapar. ¿Y por qué habría de sentir deseos de irse? Era una vida que su prima encontraba satisfactoria y psicológicamente plena: su lugar asegurado en la jerarquía del pueblo, su cottage en propiedad, el jardín que le proporcionaba una alegría y un interés continuados. La mayoría de la gente diría que Blackie podía considerarse afortunada por compartirla, afortunada por vivir sin pagar alquiler (eso se sabría en el pueblo; era la clase de dato que conocían por instinto) en una hermosa casa y en compañía de su prima. Ella sería la menos respetada de las dos, la menos popular, la pariente pobre. Su empleo, escasamente comprendido en el pueblo, pero magnificado en importancia por Joan, le proporcionaba dignidad. El trabajo, ciertamente, confería dignidad, posición, sentido. ¿Acaso no era por eso por lo que la gente temía el desempleo, por lo que a algunos hombres les resultaba traumático el retiro? Y no podía buscarse lo que Joan había denominado «un buen trabajito de media jornada» en Tonbridge. Sabía lo que eso significaría: trabajar en una oficina con chicas a medio adiestrar recién salidas de la escuela o de la academia, sexualmente activas y en busca de pareja, que se tomarían a mal su eficacia o la compadecerían por su evidente virginidad. ¿Cómo podía rebajarse a aceptar un empleo demedia jornada cuando había sido secretaria personal confidencial de Henry Peverell?

Inmóvil, sentada con una copa de jerez a medio beber ante ella y contemplando su resplandor ambarino como hipnotizada, su corazón se sumió en una desordenada confusión y su voz gritó sin palabras: «¡Oh, querido! ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué tuviste que morir?»

Apenas lo había visto fuera de la oficina, nunca había estado en su piso del número 12 y nunca lo había invitado a Weaver’s Cottage ni le había hablado de su vida privada. Sin embargo, durante veintisiete años él había sido el centro de su existencia. Blackie había pasado más horas con él que con ningún otro ser humano. Para ella siempre fue el señor Peverell, mientras que él la llamaba señorita Blackett ante los demás y Blackie cuando se dirigía a ella. No recordaba que sus manos hubieran vuelto a tocarse nunca desde el primer encuentro, veintisiete años antes, cuando ella, una tímida jovencita de diecisiete años recién salida de la escuela, había acudido a Innocent House para realizar la entrevista y él se había levantado sonriente de su escritorio para saludarla. Su capacidad como taquígrafa y mecanógrafa ya la había puesto a prueba la secretaria que se despedía para casarse. En aquel momento, al contemplar su bien parecido rostro de estudioso y sus ojos increíblemente azules, Blackie comprendió que aquélla era la prueba definitiva. Él no le dijo gran cosa del trabajo -aunque por qué había de hacerlo, si la señorita Arkwright ya le había explicado con todo detalle lo que se esperaría de ella-, pero le preguntó por el trayecto desde su casa y le dijo:

– Tenemos una lancha que trae cada día a algunos miembros del personal. Puede cogerla en el muelle de Charing Cross y venir a trabajar por el Támesis; es decir, siempre que no le asuste el agua.

Y ella se dio cuenta de que ésta era la pregunta decisiva, de que no obtendría el empleo si no le gustaba el río.

– No -respondió-, el agua no me asusta.

Después de eso habló muy poco más, pues la idea de acudir cada día a aquel palacio refulgente casi la enmudecía. Al final de la entrevista, él le propuso:

– Si cree que ha de estar a gusto aquí, podemos darnos un mes de prueba el uno al otro.

Al terminar el mes no le dijo nada, pero ella sabía que no necesitaba decirle nada. Permaneció con él hasta el día de su muerte.

Recordó la mañana en que había sufrido el ataque al corazón. ¿De veras hacía sólo ocho meses? La puerta que comunicaba sus despachos estaba entreabierta, como siempre, como a él le gustaba. La serpiente de terciopelo, con su piel de intrincado trazado y su lengua bífida de franela roja, se hallaba enroscada al pie. Él la llamó, pero con voz tan ronca y estrangulada que apenas se la reconocía como humana, y ella creyó que se trataba de un barquero que gritaba desde el río. Necesitó un par de segundos para darse cuenta de que aquella voz descarnada y extraña había gritado su nombre. Saltó de la silla, la oyó deslizarse sobre el suelo y en un instante se encontró junto al escritorio de su jefe, mirándolo desde lo alto. Él estaba sentado, muy rígido, como petrificado, sin atreverse a realizar ningún movimiento, aferrándose los brazos, con los nudillos blancos y los ojos desencajados bajo una frente en la que el sudor empezaba a condensarse en brillantes glóbulos espesos como pus.

– ¡El dolor, el dolor! ¡Llame a un médico!

Prescindiendo del teléfono que había sobre el escritorio, ella huyó a su propio despacho, como si sólo en aquel lugar familiar pudiera hacer frente a la situación. Manoseó torpemente la guía telefónica, pero de pronto recordó que el nombre y el número del médico figuraban en la libretita negra que guardaba en un cajón. Lo abrió de un tirón y hundió la mano en su interior para buscarla, intentando acordarse del nombre, deseando desesperadamente volver al horror del despacho contiguo, pero temiendo al mismo tiempo lo que podía encontrar, sabiendo que debía conseguir ayuda y que debía conseguirla de inmediato. Entonces se acordó. Naturalmente, la ambulancia. Debía pedir una ambulancia. Pulsó las teclas del teléfono y oyó una voz serena, llena de autoridad. Le dio el mensaje. La urgencia, el terror de su voz debieron de convencerlos. La ambulancia saldría inmediatamente.

Lo que ocurrió a continuación no lo recordaba como una secuencia, sino como una serie de imágenes inconexas pero vividas. Desde la puerta de su despacho apenas tuvo tiempo de vislumbrar a Frances Peverell, de pie junto al escritorio con expresión de impotencia, antes de que Gerard Etienne se acercara y la cerrara con firmeza, diciendo:

– No queremos a nadie aquí. Necesita aire.

Fue el primero de los muchos rechazos que siguieron. Recordó los ruidos que hacía el personal de la ambulancia mientras trataba de reanimarlo; su cabeza vuelta hacia el otro lado cuando lo sacaron tapado con una manta roja; el rumor de alguien que sollozaba, alguien que hubiera podido ser ella misma; la vaciedad de su despacho, tan vacío como lo estaba por las mañanas, cuando llegaba antes que él, o por las noches, cuando él se iba primero, aunque ahora de modo permanente, vacío para siempre de todo lo que le daba un significado. Nunca más volvió a verlo. Quiso ir a visitarlo al hospital, pero, cuando le preguntó a Frances Peverell cuál sería el mejor momento, ésta le contestó:

– Aún sigue en cuidados intensivos. Sólo pueden visitarlo la familia y los socios. Lo siento, Blackie.

Las primeras noticias fueron tranquilizadoras. Estaba mejor, mucho mejor. Se creía que no tardaría en salir de la unidad de cuidados intensivos. Y entonces, cuatro días después del primero, sufrió un segundo ataque al corazón y murió. En los funerales, Blackie se sentó en el tercer banco, entre otros empleados de la editorial. Nadie la consoló. ¿Por qué habrían de hacerlo? Ella no formaba parte de los oficialmente afligidos, no era miembro de la familia. Cuando, al salir de la capilla, mientras examinaba las coronas de despedida, no pudo contenerse más y rompió a llorar, Claudia Etienne la miró fugazmente con una mezcla de pasmo e irritación, como diciendo: «Si su hija y sus amigos pueden guardar la compostura, ¿por qué tú no?» Su aflicción se tomó por una muestra de mal gusto, tan presuntuosa como la corona que había enviado, ostentosa entre los sencillos ramos de la familia. Recordó también haber oído el comentario que Gerard Etienne le hizo a su hermana.

– Dios mío, Blackie se ha pasado de la raya. Esa corona no desentonaría en unos funerales de la Mafia de Nueva York. ¿Qué pretende? ¿Hacer creer a todo el mundo que era su amante?

Y al día siguiente, en una pequeña ceremonia particular, los cinco socios arrojaron sus cenizas al Támesis desde la terraza de Innocent House. No la habían invitado a participar, pero Frances Peverell acudió a su despacho y le dijo:

– Quizá te gustaría venir con nosotros a la terraza, Blackie. Creo que a mi padre le habría gustado que estuvieras presente.

Blackie se mantuvo bastante atrás, procurando no estorbar. Los demás se colocaron algo distanciados entre sí, junto al borde de la terraza. Los blancos huesos triturados, que eran todo lo que restaba de Henry Peverell, se hallaban en un recipiente paradójicamente similar a una lata de galletas. Se lo pasaban de mano en mano, tomaban un puñado del polvo granuloso y lo dejaban caer o lo arrojaban al Támesis. Recordó que la marea estaba alta y que soplaba una brisa fresca. El agua del río, de un marrón ocre, chapaleteaba contra los muros del embarcadero proyectando gotitas de espuma. Frances Peverell tenía las manos húmedas y algunos fragmentos de hueso se le pegaron a la piel; luego se las frotó contra la falda con aire furtivo. Estaba perfectamente serena cuando recitó de memoria aquellos versos de Cimbelino que empiezan así:


No temas ya el calor del sol,

ni las cóleras del furioso invierno;

has cumplido tu misión terrestre,

has vuelto a la patria y recibido tus premios.


Blackie tuvo la sensación de que habían olvidado decidir por qué orden iban a hablar, pues se produjo un breve silencio hasta que James de Witt se adelantó más hacia el borde de la terraza y pronunció unas palabras de los Apócrifos: «Las almas de los justos están en manos de Dios y allí ningún tormento las tocará.» A continuación, dejó que las cenizas se deslizaran de entre sus dedos como si contara cada uno de los granos.

Gabriel Dauntsey leyó un poema de Wilfred Owen que a Blackie le resultó desconocido, pero más tarde lo buscó y le intrigó un poco la elección.


Soy el espectro de Shadwell Stair.

Por los malecones y los tinglados,

y a través del cavernoso matadero,

yo soy la sombra que allí camina.


Pero mi carne es firme y fresca,

y mis ojos tumultuosos como las gemas

de lámparas y lunas en el Támesis crecido,

cuando el crepúsculo navega ondulante por el Pool.


Claudia Etienne fue la más breve, con sólo dos versos:


Lo peor que puede acontecemos, si bien se piensa,

es un largo letargo y una larga despedida.


Los recitó en voz alta, pero bastante deprisa, con una intensidad feroz que dio la impresión de que desaprobaba toda aquella charada. Tras ella le llegó la vez a Jean-Philippe Etienne. No se lo había vuelto a ver en Innocent House desde su retiro, un año antes, y vino desde su remota residencia en la costa de Essex conducido por su chófer, para llegar justo antes de la hora a la que estaba prevista la ceremonia y marcharse inmediatamente después sin asistir al refrigerio preparado en la sala de juntas. Su intervención fue la más larga y pronunció las palabras con voz apagada, buscando apoyo en uno de los adornos de la barandilla. Más tarde, Blackie supo por De Witt que era un fragmento de las Meditaciones de Marco Aurelio, pero en aquel momento sólo un breve pasaje se le grabó en la memoria:


En una palabra, todas las cosas del cuerpo son como un río, y las cosas del alma como un sueño y una bruma; y la vida es una guerra y una morada de peregrino, y la fama tras la muerte sólo es olvido.


Gerard Etienne fue el último. Arrojó los huesos triturados lejos de sí, como si se sacudiera todo el pasado, y pronunció unas palabras del Eclesiastés:


Mientras uno está ligado a todos los vivientes hay esperanza, que mejor es perro vivo que león muerto; pues los vivos saben que han de morir, mas el muerto nada sabe, y ya no espera recompensa, habiéndose perdido ya su memoria.

Amor, odio, envidia, para ellos ya todo se acabó; no tendrán jamás parte alguna en lo que sucede bajo el sol.


Después se retiraron en silencio y subieron a la sala de juntas, donde les esperaban el almuerzo frío y el vino. Y exactamente a las dos en punto Gerard Etienne cruzó el despacho de Blackie sin decir nada, entró en la sala contigua y se sentó por primera vez en el sillón de Henry Peverell. El león había muerto y el perro vivo asumía el mando.

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