Daniel se hallaba por fin en la A12, donde el tráfico era más ligero. Procuraba no exceder el límite de velocidad; sería desastroso que lo parara una patrulla de la policía. Pero Dauntsey debía tomar las mismas precauciones para no llamar la atención, para no ser detenido. En este sentido circulaban en iguales condiciones, pero su coche era más rápido. Pensó en la mejor manera de adelantarlo una vez tuviera su presa a la vista. En circunstancias normales, casi con toda seguridad Dauntsey reconocería su coche, probablemente lo identificaría al primer vistazo, pero no creía que se hubiera dado cuenta de que alguien le seguía. No estaría atento a la presencia de un perseguidor. Lo mejor sería esperar a que la carretera se llenara y arriesgarse a adelantarlo mientras sus coches se mezclaban en la corriente del tráfico.
Y entonces, por primera vez, se acordó de Claudia Etienne. Le horrorizó que, en su preocupación por dar alcance a Dauntsey y advertirle cuál era su situación, no se le hubiera ocurrido pensar que ella podía correr peligro. Pero seguro que estaba bien. Cuando la había visto por última vez se disponía a irse a casa; ya debía de encontrarse a salvo. Dauntsey iba delante de él, en el Rover. El único riesgo era que ella hubiese decidido visitar a su padre y en aquel mismo instante se hallara camino de Othona House; pero ésa era una razón de más para llegar allí el primero. No valía la pena tratar de detener a Dauntsey, adelantarlo, hacerle señas con la mano. Dauntsey sólo pararía si se veía obligado a hacerlo, y Daniel necesitaba hablar con él, prevenirlo, pero con calma, no embistiéndolo con su coche. La última escena de la tragedia debía desarrollarse en paz.
Y entonces divisó por fin el Rover. Estaban acercándose a la circunvalación de Chelmsford y el tráfico era cada vez más intenso. Esperó el momento apropiado, se sumó a la corriente de coches del carril de adelantamiento y dejó atrás a Dauntsey.
Esmé Carling debía de haber pasado unos días malos tras el descubrimiento del cadáver. Sin duda esperaba que llegara la policía para interrogarla sobre la nota clavada en el tablón y el manuscrito abandonado, pero únicamente se habían presentado Robbins y él con preguntas inofensivas acerca de su coartada, y una coartada era lo que les había dado. Había mantenido admirablemente la compostura, eso debía reconocérselo. Daniel no había sospechado en ningún momento que tal vez supiera algo más. ¿Y después? ¿Qué pensamientos le habían pasado por la cabeza? ¿Le había llamado Dauntsey o había sido ella la que se puso en contacto con él? Lo segundo, casi con toda certeza. Dauntsey no habría tenido necesidad de matarla si ella no le hubiera dicho que le había visto bajar la escalera cargado con la aspiradora. También él debía de haber pasado malos momentos y también él había mantenido la sangre fría. Esmé Carling no les había dicho nada y él había debido de creerse a salvo.
Y entonces se habría producido la llamada telefónica, la sugerencia de que tenían que verse, la amenaza implícita de acudir a la policía si no publicaban su libro. La amenaza, por supuesto, era infundada: Carling no podía ir a la policía sin revelar que ella también había estado en Innocent House aquella noche, y tenía un motivo para eliminar a Etienne tan poderoso como el de cualquier otro. Pero la mente de la escritora, ingeniosa, intrigante, retorcida, un poco obsesiva, tenía sus limitaciones. No pensaba con claridad ni era demasiado inteligente.
¿Cómo exactamente, se preguntó, la había atraído Dauntsey a aquella cita? ¿Le dijo quizá que sabía o sospechaba quién había matado a Etienne y que juntos podían descubrir la verdad y disfrutar de un triunfo compartido? ¿Llegaron al menos al acuerdo provisional de que ella guardaría silencio y él le devolvería el manuscrito y la nota y se encargaría de que se publicara su novela? Carling le había dicho a Daisy Reed que la Peverell Press tendría que publicarla. ¿Quién, si no uno de los socios, podía haberle dado esa garantía? ¿Se habría presentado Dauntsey en esa breve conversación como su defensor y su salvador o como un compañero de conspiración? Nunca lo sabrían, a menos que Dauntsey decidiera decírselo.
Una cosa estaba clara: Esmé Carling había acudido a la cita sin miedo. No sabía quién era el asesino, pero creía saber con certeza quién no podía serlo. Era ella la visita que estaba en el despacho de Etienne cuando éste había recibido la llamada, y, al principio, había esperado a que regresara. Luego, cada vez más impaciente, había subido al cuartito de los archivos y, al salir del despacho de la señorita Blackett, había visto bajar a Dauntsey con la aspiradora. Al llegar arriba había visto la serpiente ante la puerta y oído una voz en el interior: dentro del cuartito había alguien hablando. La puerta no era muy gruesa y probablemente se dio cuenta de que no era la voz de Etienne. Después, cuando se descubrió el cuerpo, creyó que podía estar segura de la inocencia de Dauntsey. Ella misma lo había visto bajar por la escalera cuando Etienne aún estaba vivo y hablando con su asesino en el despachito de los archivos.
¿Y cómo había arreglado Dauntsey su coartada para el asesinato de Esmé Carling? Ahora lo comprendía, claro; Bartrum y él se habían quedado a solas con el cadáver antes de que llegara la policía. ¿No había sido Dauntsey quien había sugerido que las mujeres entraran en casa, que ellos dos esperarían junto al cuerpo? Fue entonces cuando debió de concertar su coartada. Pero era extraño que Bartrum hubiera accedido. ¿Le había prometido Dauntsey ayudarle a conservar su empleo? ¿A obtener un ascenso? ¿O acaso existía una deuda anterior que saldar? Fuera cual fuese el motivo, le había proporcionado la coartada. Y el pub en el que se habían reunido media hora más tarde de lo que aseguraban estaba bien elegido: ningún empleado del Sailor’s Return recordaba con exactitud a qué hora habían entrado dos clientes determinados en esa taberna amplia, ruidosa y llena de gente.
El asesinato en sí debió de presentar pocos problemas, pues el único momento de peligro había sido el de mover la lancha. Pero eso, naturalmente, no podía evitarse. Dauntsey necesitaba la lancha; sólo en la seguridad de su cabina podía matarla sin ser visto desde tierra o desde el río. Esmé Carling era una mujer delgada y no pesaba mucho, pero Dauntsey tenía setenta y seis años y le habría resultado más fácil colgarla desde la lancha que cargar con su cuerpo, muerto o vivo, por los resbaladizos escalones bañados por la corriente. E incluso mover la lancha no representaba un gran peligro si mantenía el motor bajo de revoluciones. La única persona que vivía en los alrededores era Frances, y Dauntsey sabía por experiencia lo poco que se oía desde su sala de estar cuando estaban corridas las cortinas. Además, aunque hubiera oído el ruido de un motor, ¿se habría molestado en averiguar qué ocurría? Al fin y al cabo, era un sonido habitual en el río. Pero después del asesinato tenía que devolver la lancha a su sitio. Dauntsey no podía tener la certeza de que no hubiera quedado ningún rastro de la escritora en la cabina, por pequeño que fuera, y menos si había habido lucha. Era importante que nadie relacionara la lancha con su muerte.
Carling llegó a su última y fatídica cita en un taxi. Eso debió de ser idea de Dauntsey, e idea suya, también, que el taxi la dejara en el extremo de Innocent Passage. Él estaría esperándola en la sombra, inmóvil junto al portillo. ¿Qué le habría dicho? ¿Que podrían hablar con mayor discreción si bajaban al río? Seguramente ya habría dejado preparados en la cabina el manuscrito y la nota de los socios. ¿Qué más habría llevado allí? ¿Una soga para estrangularla, un chal, un cinturón? ¿O quizá contaba con que ella trajera su bolso de costumbre? Sin duda se lo había visto llevar muchas veces, y la correa era fuerte.
Daniel, con la mirada fija en la carretera y las manos suavemente apoyadas sobre el volante, se imaginó la escena que debía de haberse desarrollado en aquella angosta cabina. ¿Habrían hablado mucho? Quizá nada en absoluto. Ella ya debía de haberle dicho a Dauntsey por teléfono que le había visto bajar las escaleras de Innocent House llevando la aspiradora. Eso la sentenciaba. Dauntsey no necesitaba saber nada más. Habría sido más fácil y más seguro obrar sin pérdida de tiempo. Daniel se imaginó a Dauntsey haciéndose a un lado, cediéndole cortésmente el paso a la entrada de la cabina, la correa del bolso sobre el hombro de Carling… Y luego el brusco tirón de la correa hacia arriba, la caída y el pataleo en el suelo de la cabina, las viejas manos aferrando en vano el lazo de cuero mientras él lo tensaba con todas sus fuerzas. Tuvo que haber al menos un segundo de comprensión horrorizada antes de que una inconsciencia piadosa le oscureciera la mente para siempre.
Y ése era el hombre al que pretendía advertir, no porque le quedara alguna posibilidad de huida, sino porque incluso el horror de la muerte de Esmé Carling le parecía sólo una parte pequeña e inevitable de una tragedia mayor y más universal. Durante toda su vida la escritora había tejido misterios, explotado coincidencias, dispuesto los hechos para que se adaptaran a la teoría, manipulado a sus personajes, disfrutado de la vanidad del poder subrogado. Su tragedia era que, al final, había confundido la ficción con la vida real.
Fue después de haber dejado atrás Maldon y girado hacia el sur por la B1018 cuando Daniel se dio cuenta de que se había perdido. Poco antes se había detenido un minuto en el arcén de la carretera para consultar el mapa, lamentando cada segundo de tiempo perdido. Para llegar a Bradwell-on-Sea por la ruta más corta debía dejar la B1018 por un desvío a la izquierda y cruzar los pueblos de Steeple y St. Lawrence. Plegó de nuevo el mapa y siguió conduciendo por un paisaje oscuro y desolado. Pero la carretera, más ancha de lo que se figuraba, le presentó dos desvíos a la izquierda que no recordaba haber visto en el mapa y ninguna señal del primer pueblo. Un instinto que jamás había logrado explicarse le dijo que estaba dirigiéndose hacia el sur, no hacia el este. Se detuvo en un cruce para consultar los indicadores y, a la luz de los faros, vio el nombre de Southminster. Había tomado sin darse cuenta la carretera que discurría más al sur y era más larga. La oscuridad era intensa y espesa como una niebla. Y entonces las nubes dejaron un hueco a la luna y pudo ver un bar de carretera, cerrado y abandonado, dos casitas de ladrillo con tenues luces tras las cortinas y un solo árbol torcido por el viento con un fragmento de cartel blanco clavado en la corteza que aleteaba como un pájaro prisionero. A los dos lados de la carretera se extendía un terreno desolado y barrido por el viento, fantasmagórico bajo la fría luz de la luna.
Siguió adelante. La carretera, con sus vueltas y revueltas, parecía interminable. El viento, que había empezado a arreciar, azotaba suavemente el coche. Y allí estaba por fin el desvío a la derecha que conducía a Bradwell-on-Sea; Daniel vio que estaba cruzando las afueras del pueblo, en dirección a la maciza torre de la iglesia y las luces del pub. Giró una vez más hacia las marismas y el mar. No se veía ni rastro del coche de Dauntsey, y no había manera de saber cuál de los dos llegaría antes a Othona House. Daniel sólo sabía que aquél sería el fin del viaje para los dos.