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En el despachito de los archivos, Dalgliesh preguntó:

– ¿Ha podido hablar con el doctor Kynaston, Kate?

– No, señor. Está en Australia, visitando a su hijo. Vendrá el doctor Wardle. Estaba en el laboratorio, así que no creo que tarde en llegar.

La investigación no comenzaba bajo los mejores auspicios. Dalgliesh estaba acostumbrado a trabajar con Miles Kynaston, al que apreciaba como persona y respetaba como uno de los patólogos forenses más prestigiosos del país, si no el que más. Había dado por supuesto, quizá de un modo irrazonable, que sería Kynaston el que se acuclillaría junto a este cadáver, los rollizos dedos de Kynaston enfundados en guantes de látex, finos como una segunda piel, los que se moverían sobre el cuerpo con tanta delicadeza como si aquellos miembros yertos aún pudieran tensarse bajo su mano escudriñadora. Reginald Wardle era un patólogo forense perfectamente capaz; no lo habría contratado la policía metropolitana si no lo fuera. Haría un buen trabajo. Su informe sería tan minucioso como el de Kynaston y no se haría esperar. En el estrado de los testigos, si llegaba el caso, sería igualmente eficaz, cauto pero preciso, inconmovible bajo el interrogatorio. Sin embargo, Dalgliesh siempre lo había encontrado irritante y sospechaba que esta ligera antipatía, no lo bastante intensa para llamarla aversión ni para perjudicar su colaboración, era mutua.

Cuando se le llamaba, Wardle acudía con presteza a la escena del crimen -en este sentido no se le podía censurar-, pero invariablemente entraba paseando con ociosa despreocupación, como para demostrar la escasa importancia de la muerte violenta, y de ese cadáver en particular, en su esquema personal de las cosas. Tenía propensión a suspirar y chasquear con la lengua mientras examinaba el cuerpo, como si el problema que éste planteaba fuera más fastidioso que interesante y apenas justificara que la policía le hubiese arrancado de las preocupaciones más inmediatas de su laboratorio. En la escena del crimen proporcionaba un mínimo de información, tal vez por cautela natural, aunque demasiado a menudo se las arreglaba para dar la impresión de que la policía lo presionaba de un modo irrazonable para que formulara un juicio prematuro. Las palabras que con más frecuencia pronunciaba ante un cadáver eran: «Habrá que esperar, comandante, habrá que esperar. Pronto lo tendré en la mesa y entonces lo sabremos.»

Además, sabía promocionarse bien. En la escena del crimen podía parecer un colega aburrido y renuente, pero luego resultaba ser un brillante orador de sobremesa y probablemente disfrutaba de más comidas gratis que la mayoría de los miembros de su profesión. Dalgliesh, al que le resultaba difícil creer que alguien pudiera ofrecerse voluntario para asistir a una cena prolongada y habitualmente mediocre -y mucho menos disfrutarla-, por la satisfacción de ponerse en pie al terminarla, añadía en privado este dato a la lista de pequeñas fechorías de Wardle. Sin embargo, una vez en su sala de autopsias, el doctor Wardle era otro hombre. Allí, acaso porque se encontraba en su reino reconocido, parecía enorgullecerse de manifestar su considerable habilidad y se mostraba muy bien dispuesto a compartir opiniones y proponer teorías.

Dalgliesh había trabajado otras veces con Charlie Ferris y se alegraba de verlo. Su apodo de «el Hurón» pocas veces se utilizaba en su presencia, pero era quizás un sobrenombre demasiado adecuado para prescindir de él por completo. Tenía unos ojillos penetrantes de pestañas muy claras, una nariz alargada sensible a todos los matices del olfato y unos dedos minúsculos y exigentes capaces de recoger objetos pequeños como por magnetismo. En el trabajo presentaba una apariencia excéntrica y a veces grotesca; el atuendo que prefería para la búsqueda se componía de unos ajustados pantalones de algodón, largos o cortos, un suéter, guantes de cirujano y un gorro de natación de goma. Su credo profesional era que ningún asesino abandona la escena del crimen sin depositar alguna evidencia física, y su tarea consistía en encontrarla.

– La búsqueda de costumbre, Charlie -comentó Dalgliesh-, pero necesitaremos un ingeniero que desmonte la estufa de gas y redacte un informe. Dígales que es urgente. Si el cañón está obstruido con escombros, que los manden al laboratorio junto con muestras de cualquier pieza suelta del revestimiento interior de la chimenea. Es una estufa de gas muy antigua de las que se usaban para los cuartos de los niños, con llave de paso extraíble. No sé si ahí encontraremos alguna huella útil, casi seguro que no. Habrá que examinar todas las superficies de la chimenea en busca de huellas. El cordón de la ventana es importante. Me gustaría saber si se rompió por el desgaste natural o si lo han deshilachado deliberadamente. Dudo que pueda decirse con certeza, pero quizás el laboratorio sirva de ayuda.

Dejándolos enfrascados en su tarea, se arrodilló junto al cuerpo, lo examinó atentamente durante unos instantes y luego extendió la mano y le tocó la mejilla. ¿Eran su imaginación y la rubicundez de la piel las que la hacían parecer ligeramente tibia al tacto? ¿O acaso el calor de los dedos había prestado durante unos segundos una vida espuria a la carne muerta? Desplazó la mano hacia la mandíbula procurando no desalojar la serpiente. La carne estaba blanda y el hueso se movió bajo su suave apremio.

Se volvió hacia Kate y Dan.

– A ver qué les dice esta mandíbula. Con cuidado. Quiero que la serpiente siga en su sitio hasta después de la autopsia.

Se arrodillaron por turno, primero Kate y luego Daniel; tocaron la mandíbula, examinaron detenidamente la cara, apoyaron las manos sobre el tronco desnudo.

– La rigidez cadavérica está bien establecida en la parte superior del cuerpo, pero la mandíbula está suelta -dijo Daniel.

– Lo cual quiere decir…

Fue Kate quien concluyó la frase.

– Que alguien rompió la rigidez de la mandíbula varias horas después de la muerte. Es de suponer que tuvo que hacerlo a fin de meterle la serpiente en la boca. Pero ¿por qué se tomó la molestia? ¿Por qué no se limitó a enroscarla en torno al cuello? Hubiera producido el mismo efecto.

– Pero no sería tan espectacular -objetó Daniel.

– Puede ser. Pero ahora sabemos que alguien manipuló el cadáver varias horas después de la muerte. Pudo ser el asesino, si es que se trata de un asesinato. Pudo ser otra persona. Si la serpiente hubiera estado enroscada al cuello y nada más, nunca habríamos sospechado que hubo una segunda visita a la escena.

– Tal vez sea precisamente lo que el asesino quería que supiéramos -observó Daniel.

Dalgliesh estudió la serpiente con interés. Medía aproximadamente un metro y medio de largo y resultaba evidente que estaba destinada a evitar corrientes de aire. La parte superior del cuerpo era de terciopelo a rayas y la inferior de otro género más resistente de color marrón. Bajo la suavidad del terciopelo se notaba granulosa al tacto.

Se oyeron unos pasos de alguien que cruzaba lentamente la sala de los archivos. Daniel comentó:

– Parece que ya ha llegado el doctor Wardle.

El forense medía más de un metro noventa, y su imponente cabeza se proyectaba sobre unos hombros anchos y huesudos de los que la chaqueta, ligera y mal adaptada al cuerpo, colgaba como suspendida de una percha de alambre. Tanto por la nariz aguileña y manchada, como por la voz tonante y los ojos rápidos y perspicaces dominados por unas pobladas cejas tan exuberantes y vigorosas que parecían tener vida propia, toda su apariencia correspondía al estereotipo de un coronel irascible. Su estatura hubiera podido representar un inconveniente para un trabajo en el que a menudo los cadáveres yacían ocultos en zanjas, alcantarillas, armarios y tumbas improvisadas, pero su voluminoso cuerpo podía introducirse con inesperada facilidad, e incluso con gracia, en los lugares de más difícil acceso. Al entrar, contempló la habitación como si deplorase su austera sencillez y el poco atractivo asunto que lo había arrancado de su microscopio, y enseguida se arrodilló junto al cuerpo y exhaló un lúgubre suspiro.

– Querrá usted que le diga el momento aproximado de la muerte, por supuesto. Esa es siempre la primera pregunta después de «¿Está muerto?», y, sí, está muerto. En eso estamos todos de acuerdo. El cuerpo ya frío, la rigidez cadavérica plenamente establecida. Hay una excepción interesante, pero ya hablaremos de ella más tarde. Todo parece indicar que lleva de trece a quince horas muerto. En la habitación hace más calor del que sería de esperar en esta época del año. ¿Han tomado la temperatura? Veinte grados. Eso, junto con el hecho de que el metabolismo probablemente era muy pronunciado en el momento de la muerte, ha podido retrasar el inicio de la rigidez. Sin duda habrán comentado ya entre ustedes la interesante anomalía. Aun así, hábleme de ella, comandante, hábleme de ella. O usted, inspectora. Veo que lo está deseando.

A Dalgliesh no le habría extrañado que añadiera: «Sería demasiado esperar que se abstuvieran de tocarlo.»Miró a Kate, que respondió:

– La mandíbula está floja. La rigidez cadavérica se inicia en la cara, la mandíbula y el cuello entre cinco y siete horas después de la muerte, y queda plenamente establecida a las dieciocho horas. Luego desaparece en la misma secuencia. Eso quiere decir que, o bien está desapareciendo ya en la mandíbula, lo cual indicaría que la muerte se produjo unas seis horas antes de lo calculado, o bien que le abrieron la boca por la fuerza. Yo diría, casi con plena certeza, que lo segundo. Los músculos faciales no están flojos.

– A veces me pregunto, comandante -replicó Wardle-, por qué se molesta en llamar a un patólogo.

Kate prosiguió sin amilanarse.

– Lo cual quiere decir que le metieron la cabeza de la serpiente en la boca no en el momento de morir, sino entre cinco y siete horas más tarde, por lo menos. De manera que la muerte no se produjo por asfixia, o en todo caso no por causa de la serpiente. Aunque no lo hemos creído en ningún momento.

– La coloración y la posición del cuerpo sugieren que murió boca abajo y que posteriormente le dieron la vuelta. Sería interesante saber por qué -añadió Dalgliesh.

– ¿Quizá porque así resultaba más fácil colocar la serpiente y meterle la cabeza en la boca? -sugirió Kate.

– Quizá.

Dalgliesh no dijo más y el doctor Wardle reanudó el examen. Ya se había entrometido en el terreno del patólogo más de lo que era prudente. Apenas albergaba duda alguna sobre la causa de la muerte y se preguntaba si el silencio de Wardle no se debería más a la perversidad que a la cautela. No era el primer caso que ambos habían visto de intoxicación por monóxido de carbono. La lividez cadavérica, más pronunciada que de costumbre debido a la mayor lentitud en la extravasación de la sangre, y la coloración rojo cereza de la piel, tan intensa que el cuerpo parecía pintado, eran inconfundibles y sin duda concluyen tes.

– Un caso de manual, ¿no es cierto? -observó Wardle-. No creo que hagan falta un patólogo forense y un comandante de la policía metropolitana para diagnosticar envenenamiento por monóxido de carbono. Pero no nos entusiasmemos demasiado. Será mejor que lo pongamos en la mesa, ¿no cree? Así las sanguijuelas del laboratorio podrán extraerle muestras de sangre y darnos una respuesta en la que podamos confiar. ¿Quiere que dejemos la serpiente en la boca?

– Creo que sí. Preferiría que quedara como está hasta el momento de la autopsia.

– Que sin duda querrá que se practique de inmediato, si no antes.

– ¿No es así siempre?

– Puedo hacerla esta tarde. Teníamos que ir a una cena, pero la anfitriona la ha cancelado. Un repentino ataque de gripe, o eso dice. A las seis y media en el depósito de costumbre, si puede usted llegar a tiempo. Les telefonearé para que lo tengan todo preparado. ¿Ya viene hacia aquí el furgón de la carne?

– Llegará de un momento a otro -respondió Kate.

Dalgliesh sabía muy bien que el patólogo empezaría a hacer la autopsia tanto si él llegaba a tiempo como si no, aunque, naturalmente, estaría presente. No había esperado que Wardle se mostrara tan complaciente, pero ello le hizo recordar que, a la hora de la verdad, siempre lo era.

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