Eran las 6.27. En el piso de Frances Peverell sonó el teléfono. En cuanto James pronunció su nombre, ella se dio cuenta de que ocurría algo malo.
Preguntó de inmediato:
– ¿Qué sucede, James?
– Rupert Farlow ha muerto. Murió en el hospital hace una hora.
– Oh, James, lo siento muchísimo. ¿Estabas con él?
– No, estaba Ray. Rupert no quiso que hubiera nadie más. Es muy extraño, Frances. Cuando vivía aquí, la casa me resultaba casi insoportable; a veces temía volver y tener que enfrentarme con el desorden, los olores y los trastornos. Pero ahora que ha muerto querría que estuviera como antes. La detesto. Es una casa cursi, afectada, aburrida y convencional, un museo para alguien con el corazón muerto. Me gustaría romperlo todo.
– ¿Te serviría de ayuda que yo fuera allí?
– ¿Lo dices en serio, Frances? -Ella captó con alegría un destello de alivio en su voz-. ¿Estás segura de que no será demasiada molestia?
– Claro que no será ninguna molestia. Salgo enseguida. Aún no son las seis y media; puede que Claudia no se haya marchado todavía. Si la encuentro, le pediré que me lleve hasta la estación de Bank y tomaré la Central Line. Será lo más rápido. Si ya no está, pediré un taxi.
Frances colgó el auricular. Lo sentía por Rupert, pero sólo lo había visto una vez, años antes, cuando acudió a Innocent House. Y sin duda esa muerte durante tanto tiempo esperada, aguardada con tanto sufrimiento exento de quejas, debía de haberle llegado como una liberación. Pero James la había llamado, la necesitaba, quería estar con ella. Se sentía embargada de alegría. Cogió la chaqueta y el chal del perchero de la entrada y casi se arrojó escaleras abajo para correr hacia Innocent Lane. Pero la puerta de Innocent House estaba cerrada y no se veía brillar ninguna luz a través de la ventana de la sala de recepción. Claudia se había marchado. Echó a correr hacia Innocent Walk, pensando que aún podía encontrarla en el coche, pero vio que la puerta del garaje estaba cerrada. Llegaba demasiado tarde.
Decidió llamar un taxi desde el teléfono de pared que había en el pasaje, ante el número 10; sería más rápido que volver a su piso. Fue al llegar ante las puertas del garaje cuando oyó el sonido inconfundible de un motor en marcha. Eso la sorprendió y la desconcertó. El Porsche de Claudia, su querido 911, era demasiado antiguo para estar provisto de catalizador. ¿Cómo podía cometer la imprudencia de tener el motor en marcha dentro de un garaje cerrado? Tal descuido no era propio de Claudia.
La puerta que daba al número 10 estaba cerrada con llave. Eso en sí no era de extrañar: Claudia siempre entraba en el garaje por allí y después la cerraba. Pero sí resultaba extraño encontrar la luz del pasaje aún encendida y la puerta lateral del garaje entornada. Frances gritó el nombre de Claudia, se precipitó hacia la puerta y la abrió de un empujón.
La luz estaba encendida, una luz dura, cruel, sin sombras. Frances se quedó petrificada, con todos los músculos y nervios paralizados por un segundo de revelación y horror instantáneos. Él estaba arrodillado junto al cuerpo, pero al verla se puso en pie y se acercó en silencio hasta bloquear la puerta. Frances lo miró a los ojos: eran los mismos ojos de siempre, llenos de sabiduría y un tanto fatigados, unos ojos que habían visto demasiado y durante demasiado tiempo.
– ¡Oh, no! -susurró-. Gabriel, tú no. Oh, no.
No gritó. Era tan incapaz de gritar como de moverse. Cuando él le habló, lo hizo con la voz apacible que ella tan bien conocía.
– Lo siento, Frances. ¿Te das cuenta, verdad, de que no me es posible dejarte ir?
Y entonces ella se tambaleó y sintió que se sumía en una piadosa oscuridad.