Dalgliesh había dicho que quería ver a todos los socios a las tres en la sala de juntas y que la señorita Blackett debía estar con ellos. Nadie opuso ninguna objeción a la convocatoria ni a la presencia de la secretaria. Del mismo modo, sin protestas ni preguntas, entregaron las prendas que llevaban puestas en el momento en que se encontró el cadáver de Esmé Carling. Aunque, naturalmente, pensó Kate, eran personas inteligentes; no necesitaban preguntar el porqué. La inspectora reflexionó en el hecho de que ninguno de ellos hubiera solicitado la presencia de un abogado y se preguntó si temían que la petición resultara sospechosamente prematura, si se consideraban capaces de cuidar ellos mismos de sus propios intereses o si los fortalecía el saberse inocentes.
Dalgliesh y ella se sentaron en el mismo lado de la mesa, frente a la señorita Blackett y los socios. Durante su anterior encuentro en la sala de juntas, tras la muerte de Gerard Etienne, Kate había percibido en ellos una mezcla de emociones: curiosidad, consternación, pesar y aprensión. Ahora tan sólo advertía miedo. Era como una infección. Parecía que se lo contagiaran unos a otros, impregnando incluso el aire de la habitación. Sin embargo, la única que lo manifestaba exteriormente era la señorita Blackett. Dauntsey, con un aspecto muy envejecido, se sentó con la resignación de un paciente en espera de ser ingresado en un geriátrico. De Witt se había situado junto a Frances Peverell; bajo los gruesos párpados, su mirada permanecía atenta y vigilante. La señorita Blackett estaba sentada en el borde de la silla, con la concentración temblorosa de un animal atrapado. Tenía el rostro muy blanco, pero unas manchas febriles le cubrían de vez en cuando las mejillas y la frente como si se tratara del azote de una enfermedad. Frances Peverell mantenía las facciones en tensión y se pasaba la lengua por los labios. Claudia Etienne, que había tomado asiento a su lado, era la más compuesta: se la veía tan elegante como siempre. Kate observó que se había aplicado el maquillaje a conciencia y se preguntó si lo habría hecho como un gesto de desafío o como un pequeño pero valeroso intento de imponer normalidad en el caos psicológico de Innocent House.
Dalgliesh depositó sobre la mesa el último mensaje de Esmé Carling, ahora envuelto en una funda de plástico, y lo leyó de principio a fin con voz casi inexpresiva. Nadie abrió la boca. Luego, sin hacer ningún comentario sobre lo que acababa de leer, dijo en tono sosegado:
– Tenemos motivos para creer que la señora Carling vino a Innocent House durante la tarde en que se produjo la muerte del señor Etienne.
Claudia habló con voz aguda.
– ¿Que Esmé vino aquí? ¿Por qué?
– Es de suponer que para ver a su hermano. ¿Tan inverosímil lo encuentra? El día anterior se había enterado de que la Peverell Press rechazaba su última novela y aquella misma mañana a primera hora había intentado hablar con el señor Etienne, pero la señorita Blackett se lo impidió.
– ¡Estaba reunido! -protestó Blackie-. ¡No se puede interrumpir una reunión de socios! Tengo instrucciones estrictas de no pasarles ni siquiera las llamadas telefónicas urgentes.
– Nadie le echa la culpa, Blackie -la cortó Claudia, impaciente-. Hizo usted bien en no dejarla pasar.
Dalgliesh prosiguió como si no hubiera habido ninguna interrupción.
– Al salir de estas oficinas se fue directamente a la estación de la calle Liverpool y, al llegar a Cambridge para firmar sus libros, descubrió que el acto se había suspendido a consecuencia de un fax enviado desde aquí. ¿Era probable que volviera tranquilamente a casa y no hiciera nada? Ustedes la conocían. ¿No les parece mucho más probable que viniera aquí e intentara de nuevo exponer sus quejas al señor Etienne en un momento en que pudiese encontrarlo a solas, sin la protección de su secretaria? Al parecer no era ningún secreto que los jueves solía quedarse hasta más tarde.
De Witt objetó:
– Pero sin duda ustedes hicieron las oportunas comprobaciones y le preguntaron dónde estaba a aquellas horas. Si realmente sospechan que Gerard fue asesinado, Esmé Carling por fuerza debía de contarse entre los sospechosos.
– Lo comprobamos, en efecto. Nos presentó una coartada muy convincente: una niña que aseguraba haber estado con ella en su apartamento desde las seis y media hasta la medianoche. La niña se llama Daisy y ya nos ha dicho todo lo que sabe: la señora Carling la convenció de que le proporcionara una coartada para esa noche y reconoció haber estado en Innocent House.
– Y ahora condesciende usted a decírnoslo -intervino Claudia-. Bien, comandante, al menos es un cambio. Ya era hora de que nos dijese algo concreto. Gerard era mi hermano. Ha venido usted insinuando desde el primer momento que su muerte no fue accidental, pero no parece que se halle más cerca de explicar cómo ni por qué murió.
De Witt habló en voz baja:
– No seas ingenua, Claudia. El comandante no nos está informando en atención a tus sentimientos fraternales; está diciéndonos que la niña, Daisy, ha sido interrogada y ha revelado todo lo que sabe, así que es inútil que nadie intente localizarla, sobornarla, comprarla ni silenciarla del modo que sea.
Lo que estas palabras implicaban era tan patente y, al mismo tiempo, tan consternador que Kate medio esperó que se alzara un coro de protestas airadas. Sin embargo, no hubo ninguna. Claudia enrojeció intensamente y pareció a punto de replicar, pero se contuvo. Los restantes socios se quedaron paralizados y en silencio, sin ningún deseo, al parecer, de buscar la mirada de los demás. Era como si el comentario hubiese abierto senderos de conjetura tan indeseables y pavorosos que valía más no explorarlos.
– Así pues -resumió Dauntsey, con voz quizá demasiado cuidadosamente controlada-, han encontrado un sospechoso del que se sabe que estuvo aquí y, probablemente, en el momento oportuno. Si no tenía nada que ocultar, ¿por qué no dio cuenta de sus actos?
De Witt añadió:
– Bien pensado, es extraño que permaneciese tan callada desde entonces. No creo que esperaras una carta de pésame, Claudia, pero sí habría sido lógico recibir noticias de ella, quizás un nuevo intento de que le aceptáramos la novela.
– Seguramente pensó que sería más correcto esperar un poco -sugirió Frances-. Habría sido una muestra de insensibilidad que empezara a importunarnos siendo tan reciente la muerte de Gerard.
– Desde luego, habría sido el momento menos propicio para hacernos cambiar de opinión -precisó De Witt.
Claudia habló con aspereza:
– No habríamos cambiado de opinión. Gerard estaba en lo cierto: es una mala novela. No habría beneficiado en nada nuestra reputación ni la de ella, si a eso vamos.
– Pero habríamos podido rechazarla más amablemente, hablar con ella, explicárselo -objetó Frances.
Claudia se volvió hacia ella:
– Por el amor de Dios, Frances, no empieces otra vez con lo mismo. ¿De qué habría servido? Un rechazo es un rechazo; la decisión le habría sentado mal aunque se la hubiéramos comunicado en el Claridge’s con champaña y langosta Thermidor.
Dauntsey, que parecía haber estado siguiendo el hilo de sus propios pensamientos, comentó:
– No se me ocurre de qué manera Esmé Carling hubiera podido tener nada que ver con la muerte de Gerard, pero supongo que cabe la posibilidad de que fuera ella quien le enroscara la serpiente al cuello. Eso lo veo más propio de su estilo.
– ¿Quieres decir que encontró el cuerpo y decidió añadirle una especie de comentario personal? -preguntó Claudia.
Dauntsey prosiguió:
– Aunque no parece muy probable, ¿verdad? Gerard aún debía de estar vivo cuando llegó ella. Es de suponer que le abrió él.
– No necesariamente -objetó Claudia-. Quizás aquella noche había dejado la puerta entornada o mal cerrada. No era propio de Gerard descuidar la seguridad, pero no es imposible. Quizás Esmé encontró la manera de entrar cuando ya estaba muerto.
– Aunque fuera así -apuntó De Witt-, ¿por qué iba a subir al despachito de los archivos?
Parecía que hubieran olvidado, por el momento, la presencia de Dalgliesh y Kate.
– Buscando a Gerard -le respondió Frances.
– ¿No sería más probable que lo esperara en su despacho? -intervino de nuevo Dauntsey-. Tenía que saber que estaba en la casa, ya que la chaqueta seguía colgada en el respaldo de su sillón. Tarde o temprano volvería. Y además, está el asunto de la serpiente. ¿Habría sabido dónde encontrarla?
Refutada así su propia sugerencia, Dauntsey volvió a sumirse en el silencio. Claudia miró brevemente a los demás socios, como si su mudo asentimiento le alentara a decir lo que estaba pensando. A continuación, miró a Dalgliesh de hito en hito.
– Comprendo que esta nueva información respecto a la presencia de Esmé Carling en Innocent House la noche en que murió Gerard hace ver su suicidio bajo una luz distinta. Pero, cualesquiera que fuesen las circunstancias de su muerte, es imposible que alguno de los socios interviniera en ella. Todos podemos dar cuenta de nuestros actos.
Kate pensó: «No quiere utilizar la palabra “coartada”.»
– Yo estaba con mi prometido -prosiguió Claudia-. Frances y James estaban juntos. Gabriel estaba con Sydney Bartrum. -Se volvió hacia él y su voz se hizo dura de pronto-. Muy valiente por tu parte, Gabriel, ir solo a pie hasta el Sailor’s Return siendo tan reciente el asalto.
– Hace más de sesenta años que ando solo por la ciudad; no dejaré de hacerlo por un asalto callejero.
– Y fue muy oportuno que casualmente te marcharas justo cuando llegaba el taxi de Esmé.
De Witt habló en voz baja:
– Fortuito, Claudia, no oportuno.
Pero Claudia estaba mirando a Dauntsey como si fuera un desconocido.
– Quizás incluso algún empleado del pub pueda confirmar a qué hora llegasteis Sydney y tú, aunque, naturalmente, es uno de los locales más bulliciosos del río y el que tiene la barra más larga, además de una entrada por el paseo del río, y llegasteis por separado. Dudo que puedan decir una hora exacta, si es que alguien se acuerda de dos clientes en particular. No haríais nada que llamara la atención, supongo.
Dauntsey replicó con voz contenida.
– No fuimos allí con esa intención.
– ¿Por qué fuisteis? Ignoraba que frecuentaras el Sailor’s Return. No me imaginaba que fuera el tipo de local que sueles frecuentar; en conjunto, demasiado ruidoso. Y tampoco sabía que Sydney y tú fuerais compañeros de copas.
A Kate le pareció como si de pronto hubieran emprendido una guerra particular. En ese momento se oyó la queda exclamación angustiada de Frances:
– ¡No sigáis, por favor, no sigáis!
– ¿Y tu coartada, Claudia? ¿Es más digna de confianza? -preguntó De Witt.
Claudia se volvió hacia él.
– O la tuya, si a eso vamos. ¿Pretendes decir que Frances no mentiría por ti?
– Es posible; no lo sé. Pero sucede que no es necesario. Frances y yo estuvimos juntos desde las siete.
– Sin ver nada, sin oír nada, sin reparar en nada -dijo Claudia-. Completamente absortos el uno en el otro. -Antes de que De Witt pudiera replicar, prosiguió-. Es curioso, ¿verdad?, que hechos en apariencia poco importantes desencadenen los acontecimientos más trascendentales. Si a alguien no se le hubiera ocurrido enviar un fax para cancelar la sesión de firma de ejemplares, quizás Esmé no habría vuelto aquí aquella noche, no habría visto lo que vio y, por lo tanto, quizá no habría muerto.
Blackie no pudo soportarlo más: primero la antipatía apenas disimulada de los socios y ahora este horror. Se levantó de un salto y exclamó:
– ¡Basta ya, por favor, basta ya! No es cierto. Se mató ella misma. Mandy la encontró. Mandy lo vio. Todos saben que se mató ella misma. El fax no tuvo nada que ver.
– Claro que se mató -dijo Claudia con aspereza-. Cualquier otra idea es fruto de la imaginación de la policía. ¿Por qué aceptar un suicidio cuando se puede optar por algo más emocionante? Y para Esmé ese fax debió de ser la última gota. La persona que lo envió carga con una grave responsabilidad.
Miraba fijamente a Blackie. Las cabezas de los demás se volvieron como si Claudia hubiera tirado de un hilo invisible. De pronto, ésta exclamó:
– ¡Fue usted! Ya lo suponía. ¡Fue usted, Blackie! ¡Usted lo envió!
Todos vieron consternados cómo Blackie abría la boca lenta y silenciosamente. Durante unos segundos que les parecieron más bien minutos, la mujer contuvo la respiración y, finalmente, estalló en incontenibles sollozos. Claudia se levantó de la silla y la cogió por los hombros; por un instante dio la impresión de que iba a sacudirla.
– ¿Y las demás jugarretas? ¿Y las pruebas manipuladas? ¿Y las ilustraciones robadas? ¿También fue usted?
– ¡No, no! ¡Lo juro! Sólo el fax. Nada más. Sólo eso. Fue muy desconsiderada con el señor Peverell. Dijo cosas terribles. No es verdad que estuviera harto de mí. Se preocupaba por mí. Confiaba en mí. Oh, Dios, ¡ojalá estuviera muerta como él!
Se levantó tambaleándose y, sin dejar de chillar, se precipitó hacia la puerta con las manos extendidas, como una ciega buscando a tientas su camino. Frances hizo ademán de levantarse y De Witt ya estaba en pie cuando Claudia le asió el brazo.
– Por el amor de Dios, James, déjala en paz. No a todos nos es grato que nos prestes tu hombro para llorar sobre él; algunos preferimos sobrellevar nuestras propias desdichas.
James se sonrojó y volvió a sentarse de inmediato.
– Creo que podemos dejarlo ya -dijo Dalgliesh-. Cuando la señorita Blackett se haya serenado, la inspectora Miskin hablará con ella.
– Felicidades, comandante -replicó De Witt-. Es usted muy astuto; ha conseguido que le hagamos el trabajo. Habría sido más amable interrogar a Blackie en privado, pero se habría necesitado más tiempo, ¿no es eso?, y quizá no hubiera tenido tanto éxito.
– Ha muerto una mujer y mi trabajo consiste en descubrir cómo y por qué -contestó Dalgliesh-. Me temo que la amabilidad no es prioritaria para mí.
Frances, al borde del llanto, miró a De Witt y se lamentó:
– ¡Pobre Blackie! ¡Oh, Dios mío, pobre Blackie! ¿Qué harán ahora con ella?
Fue Claudia quien contestó.
– La inspectora Miskin la consolará y luego el señor Dalgliesh la freirá a preguntas. O, si tiene suerte, al revés. No te preocupes por Blackie. No la condenarán a la horca por haber enviado ese fax; de hecho, ni siquiera es un delito. -Se volvió bruscamente y le dirigió la palabra a Dauntsey-. Lo siento, Gabriel. Lo siento muchísimo. No sabes cuánto lo siento. No entiendo qué me ha pasado. Dios mío, debemos permanecer unidos. -En vista de que él no decía nada, añadió en tono casi de súplica-: No creerás que haya sido un asesinato, ¿verdad? Me refiero a la muerte de Esmé. ¿Crees que la mató alguien?
Dauntsey respondió con voz queda.
– Ya has oído al comandante leer el mensaje que dejó para nosotros. ¿De veras te ha parecido una nota de suicidio?