En el cuartito de los archivos Daniel consultó su reloj. Las seis en punto. Llevaba dos horas allí, pero no había perdido el tiempo. Por lo menos había encontrado algo; las dos horas de búsqueda se habían visto recompensadas. Quizá no resultara útil para la investigación, pero tenía cierto interés. Cuando presentara la confesión al equipo, tal vez el jefe considerase que su intuición había quedado vindicada, aunque de un modo menos fructífero de lo que se esperaba, y ordenase la suspensión de la búsqueda. Nada le impedía darla ya por terminada.
Sin embargo, el éxito había reavivado su interés: casi había llegado al final de una hilera. Ya que estaba en ello, podía bajar y examinar la treintena de carpetas que le quedaba por revisar en el estante superior. Le gustaba que cada tarea tuviese un final limpio y definido. Además, todavía era temprano; si se marchaba, se sentiría en la obligación de volver a Wapping, y en aquellos momentos no le apetecía afrontar de nuevo la comprensión o la piedad de Kate. Así pues, desplazó la escalera de mano a lo largo de la estantería.
La carpeta, voluminosa pero no fuera de lo normal, se hallaba encajada entre otras dos y, al tirar de ellas, se deslizó del estante. Unos cuantos papeles sueltos le cayeron sobre la cabeza como hojas secas. Daniel bajó de la escalera con cuidado y los recogió. Los restantes documentos estaban unidos por medio de grapas, seguramente ordenados según la fecha. Dos cosas le llamaron la atención: la carpeta en sí era de cartulina marrón y muy antigua, en tanto que algunos papeles parecían recientes y estaban lo bastante limpios para haber sido archivados hacía menos de cinco años; por otra parte, aunque la carpeta no llevaba ningún rótulo, entre los papeles que recogía del suelo le saltó una y otra vez a la vista la palabra «judío». Daniel se lo llevó todo a la mesa del despachito.
Los papeles no estaban numerados y sólo podía suponer que se hallaban en el orden correcto, pero uno de ellos suscitó su curiosidad. Era una propuesta de novela, mecanografiada con poca habilidad y carente de firma. El encabezamiento rezaba: Propuesta a los socios de la Peverell Press. Leyó:
El marco y el tema universal y unificador de esta novela, provisionalmente titulada Pecado original, es la participación del Gobierno de Vichy en la deportación de judíos franceses entre 1940 y 1944. En el transcurso de esos cuatro años fueron deportados casi 76.000 judíos, la gran mayoría de los cuales murió en los campos de concentración de Polonia y Alemania. El libro narrará la historia de una familia dividida por la guerra, en la que una joven madre judía y sus gemelos de cuatro años de edad quedan atrapados en la Francia ocupada, son escondidos por sus amigos y obtienen documentos falsos, para ser luego traicionados, deportados y asesinados en Auschwitz. La novela explorará el efecto de esta traición -una pequeña familia entre millares de víctimas- en el esposo de la mujer, en los traicionados y en los traidores.
Daniel examinó los papeles sin hallar ninguna contestación a la propuesta ni ninguna comunicación de la Peverell Press. La carpeta contenía lo que evidentemente eran documentos de investigación y de trabajo. La novela estaba bien documentada, extraordinariamente bien documentada para tratarse de una obra de ficción; a lo largo de los años, el autor se había puesto en contacto, mediante una visita personal o por escrito, con una considerable variedad de organismos nacionales e internacionales: los Archivos Nacionales de París y Toulouse, el Centro de Documentación Judía Contemporánea de París, la Universidad de Harvard, la Oficina de Registros Públicos y el Real Instituto de Asuntos Internacionales, en Londres, y los Archivos de la República Federal Alemana, en Coblenza. Había también fragmentos extraídos de los periódicos del movimiento de la Resistencia -L’Humanité, Témoignage Chrétien y Le Franc-Tireur-, así como minutas de algunos prefectos de la zona no ocupada. Daniel los miró por encima: cartas, informes, documentos oficiales, copias de minutas, declaraciones de testigos oculares… La investigación era muy amplia y en algunos aspectos peculiarmente precisa: el número de deportados, los horarios de los trenes, el papel desempeñado por la policía de Pierre Laval e incluso los cambios efectuados en la jerarquía alemana en Francia durante la primavera y el verano de 1942. Pronto se hizo evidente que el investigador había procurado que su nombre no apareciese en ninguna parte. Las cartas escritas por él tenían su nombre y dirección tachados o recortados; las dirigidas a él conservaban el nombre y dirección del remitente, pero se había eliminado cualquier otro dato que hubiera permitido identificar al destinatario. No se veía ningún indicio de que todo ese material se hubiera utilizado, de que se hubiese empezado siquiera el libro, y mucho menos terminado.
Resultaba cada vez más claro que al investigador le interesaba una región en especial y un año determinado. La novela, si eso era, se iba centrando cada vez más. Al principio era como si una batería de focos se paseara por un extenso territorio haciendo resaltar un incidente, una configuración interesante, una figura solitaria, un tren en marcha; pero, poco a poco, sus haces se iban coordinando para iluminar un solo año: 1942. Fue un año en el que los alemanes exigieron un gran aumento en las deportaciones desde la zona no ocupada. Los judíos, una vez reunidos en grupos, eran conducidos al Vel d’Hiv o a Drancy, un enorme complejo de apartamentos situado en un arrabal del noreste de París. Este último campo servía como estación de paso hacia Auschwitz. En la carpeta había tres informes de testigos presenciales: uno era de una enfermera francesa que había trabajado con un pediatra en Drancy durante catorce meses, hasta que no pudo seguir soportando la acumulación de desgracias, y los otros dos de supervivientes del campo, que al parecer los habían redactado en respuesta a una solicitud específica del investigador. Una mujer había escrito:
El 16 de agosto de 1942 me detuvieron los Gardes Mobiles. No me asusté porque eran franceses y porque se mostraron muy correctos en el momento de la detención. No sabía qué se proponían hacerme, pero recuerdo que tenía la sensación de que no sería demasiado malo. Me dijeron qué pertenencias podía llevarme y me hicieron pasar un examen médico antes de trasladarme. Me enviaron a Drancy y fue allí donde conocí a la joven madre de los gemelos. Ella se llamaba Sophie, pero no recuerdo el nombre de los niños. Al principio había estado en Vel d’Hiv, pero luego la trasladaron a Drancy. Me acuerdo bien de la mujer y los niños aunque no hablábamos con frecuencia. Me contó muy poco de su vida, excepto que había vivido cerca de Aubière con un nombre falso. Lo único que le preocupaba eran sus hijos. Por entonces estábamos en el mismo barracón con otros cincuenta internos. Vivíamos en una gran miseria. Había escasez de camas y de paja para los colchones, el único alimento que recibíamos era sopa de col y estábamos enfermos de disentería. En Drancy murió mucha gente; creo que más de cuatrocientas personas en los diez primeros meses. Recuerdo el llanto de los niños y los gemidos de los moribundos. Para mí, Drancy fue tan malo como Auschwitz; pasé sencillamente de una sala del infierno a otra.
El segundo superviviente del campo describía los mismos horrores, aunque de un modo más gráfico, pero no recordaba a ninguna madre joven con gemelos.
Daniel iba pasando las hojas como en trance. Había comprendido ya adónde le conducía ese viaje, y al fin encontró la prueba: una carta escrita por una tal Marie-Louise Robert, de Quebec. Estaba escrita a mano en francés y venía acompañada de una traducción mecanografiada.
Me llamo Marie-Louise Robert y soy de nacionalidad canadiense, viuda de Émile Édouard Robert, un francocanadiense. Lo conocí y me casé con él en Canadá en el año 1958. Murió hace dos años. Yo nací en 1928, de modo que en 1942 tenía catorce años. Entonces vivía con mi madre, que era viuda, y mi abuelo en una pequeña granja situada en la región del Puy-de-Dôme, cerca de Aubière, que se encuentra al sudeste de Clermont-Ferrand. Sophie y los gemelos vinieron a vivir con nosotros en abril de 1941. Ahora soy mayor y me resulta difícil recordar qué cosas sabía entonces y de cuáles me he ido enterando después. Yo era una adolescente curiosa y me molestaba mucho que me dejaran al margen de los asuntos de los adultos y me trataran como a una niña, como si fuese demasiado inmadura para que se pudiera confiar en mí. Al principio no me dijeron que Sophie y los pequeños eran judíos, pero lo supe más tarde. En aquella época, en Francia había muchas personas y organizaciones que ayudaban a los judíos exponiéndose a grandes peligros, y Sophie y los gemelos se instalaron en la granja gracias a una organización cristiana de este tipo. Nunca llegué a saber el nombre de esa organización. A mí me dijeron que era una amiga de la familia que había venido a refugiarse de los bombardeos. Mi tío Pascal trabajaba para el señor Jean-Philippe Etienne, que tenía una editorial y una imprenta en Clermont-Ferrand. Creo que yo ya sabía entonces que Pascal era miembro de la Resistencia, pero no sé si estaba enterada de que el señor Etienne era el jefe de la organización. En julio de 1942 vino la policía y se llevó a Sophie y los gemelos. Cuando llegaron, mi madre me dijo que saliera de casa y me quedara en el cobertizo hasta que ella me avisara. Fui al cobertizo, pero volví a escondidas y escuché lo que ocurría. Oí gritos y lloros de los niños. Luego oí un coche y una camioneta que se alejaban. Cuando volví a casa mi madre también lloraba, pero no quiso contarme qué había ocurrido.
Aquella noche Pascal vino a casa y me escabullí escaleras abajo para escuchar. Mi madre estaba muy enfadada con él, pero él dijo que no había traicionado a Sophie y los gemelos, que nunca se le habría ocurrido poner en peligro a mi madre y mi abuelo, que debía de haber sido cosa del señor Etienne. He olvidado decir que fue Pascal quien preparó los documentos falsos para Sophie y los gemelos. Ése era su trabajo en la Resistencia, aunque no recuerdo si entonces ya lo sabía. Le recomendó a mi madre que no hiciera ni dijera nada, que esas cosas ocurrían por alguna razón. Sin embargo, al día siguiente mi madre fue a ver al señor Etienne y, cuando regresó, estuvo hablando con mi abuelo. Creo que les daba igual que los oyera o no, porque mientras hablaban yo estaba leyendo en la misma habitación. Mi madre dijo que el señor Etienne admitió que había delatado a Sophie a los alemanes, pero que había sido necesario. Si no la castigaban por haber acogido a judíos en la granja era precisamente porque confiaban en él y apreciaban su amistad. Si no habían deportado a Pascal ni le habían condenado a trabajos forzados era gracias a su buena relación con los alemanes. El señor Etienne le preguntó a mi madre qué era más importante para ella: el honor de Francia, la seguridad de su familia o tres judíos. A partir de entonces no se volvió a hablar de Sophie y los gemelos; era como si nunca hubieran existido. Si yo preguntaba por ellos, mi madre se limitaba a responder: «Eso ya terminó. Se acabó.» El dinero de la organización seguía llegando, aunque no era mucho, y mi abuelo dijo que debíamos quedárnoslo. Entonces éramos muy pobres. Creo que alguien escribió preguntando por Sophie y los niños unos dieciocho meses después de que se los hubieran llevado, pero mi madre respondió que las autoridades empezaban a sospechar y que Sophie se había ido a casa de unos amigos en Lyon y que no sabía su dirección. Después de eso dejó de llegar dinero.
Soy la única que queda de mi familia. Mi abuelo murió en 1946 y mi madre un año más tarde, de cáncer. Pascal se mató con la moto en 1954. Después de casarme no volví nunca a Aubière. No recuerdo nada más de Sophie y los niños, salvo que eché mucho de menos a los gemelos cuando se los llevaron.
La carta estaba fechada el 18 de junio de 1989. Dauntsey había necesitado más de cuarenta años de investigación para encontrar a Marie-Louise Robert y su prueba definitiva. Pero no se había detenido ahí: el último documento de la carpeta llevaba fecha del 20 de julio de 1990 y estaba redactado en alemán, también con la traducción adjunta. Dauntsey había seguido la pista de uno de los oficiales alemanes de Clermont-Ferrand. En frases escuetas y lenguaje oficial, un anciano retirado y con residencia en Baviera había revivido durante unos minutos un pequeño incidente de un pasado recordado sólo a medias. La verdad de la traición quedaba confirmada.
En la carpeta aún había otro papel, guardado dentro de un sobre. Daniel lo abrió y encontró una fotografía en blanco y negro que debía de tener más de cincuenta años, descolorida pero todavía nítida. Era evidente que la había tomado un aficionado, y en ella se veía a una joven sonriente, de cabellos oscuros y mirada dulce, que rodeaba con los brazos a sus dos hijos. Los niños se apoyaban en su madre y miraban a la cámara sin sonreír, con los ojos muy abiertos, como si fueran conscientes de la importancia de aquel instante, de que el chasquido del obturador fijaría para siempre su frágil mortalidad. Daniel le dio la vuelta a la foto y leyó: «Sophie Dauntsey. 1920-1942. Martin y Ruth Dauntsey. 1938-1942.»
Cerró la carpeta y durante unos segundos permaneció tan inmóvil como si fuera una estatua. Luego se levantó, pasó a la sala de los archivos y empezó a deambular entre las estanterías, deteniéndose de vez en cuando para golpear con la palma de la mano los soportes metálicos. Estaba poseído por una emoción que reconocía como ira, pero que no se parecía a ningún acceso de ira que hubiera experimentado antes. Oyó un extraño ruido inhumano y de pronto se dio cuenta de que eran sus gritos por el dolor y el horror de lo que había descubierto. No se le ocurrió destruir las pruebas; eso no podía hacerlo y no lo pensó ni por un momento. Pero podía avisar a Dauntsey, prevenirle de que estaban cerca y de que habían descubierto el móvil que faltaba. Le sorprendió por unos instantes que Dauntsey no hubiera recuperado y destruido aquellos papeles. Ya no los necesitaba. Ningún tribunal había de verlos. No los había recopilado con tal paciencia, con tal minuciosidad, a lo largo de medio siglo, para presentarlos ante un tribunal. Dauntsey había sido juez y jurado, fiscal y demandante. Acaso los habría destruido si la sala no hubiera estado cerrada, si Dalgliesh no hubiera intuido que el motivo de ese crimen yacía en el pasado y que la evidencia que faltaba podía ser una evidencia escrita.
De pronto sonó el timbre del teléfono, duro e insistente como una alarma. Daniel dejó de andar y se quedó paralizado, como si responder a la llamada pudiera destruir su intensa preocupación y devolverle a las banalidades clamorosas del mundo exterior. Pero seguía sonando. Se acercó al teléfono de pared y, al descolgarlo, oyó la voz de Kate.
– Has tardado mucho en contestar.
– Lo siento. Estaba bajando carpetas.
– ¿Estás bien, Daniel?
– Sí. Sí, estoy bien.
Kate le anunció:
– Hemos recibido noticias del laboratorio. Las fibras concuerdan. Carling fue asesinada en la lancha. Pero en las prendas de los sospechosos no se ha encontrado ni rastro de la misma fibra. Supongo que era demasiado esperar. Así que algo hemos adelantado, pero no mucho. El jefe está pensando en interrogar a Dauntsey mañana, con magnetófono e informándole de sus derechos. No sacaremos nada en limpio, pero supongo que hay que intentarlo. No se vendrá abajo. Y los demás tampoco.
Por primera vez Daniel percibió en la voz de Kate el leve titubeo de la desesperación.
– ¿Has encontrado algo interesante? -añadió ella.
– No, nada interesante. Lo dejo ya. Me voy a casa.