Las cuatro primeras semanas de Mandy en Innocent House, que habían empezado con el mal auspicio de un suicidio y terminarían dramáticamente con un asesinato, le parecieron, volviendo la vista atrás, uno de los meses más felices de su vida laboral. Se adaptó con rapidez a la rutina de la oficina; como siempre, y salvo contadas excepciones sus compañeros le gustaban. La mantenían constantemente ocupada, lo cual le parecía muy bien, y el trabajo era más variado e interesante que el que solía llevar a cabo en otras empresas.
Al final de la primera semana la señora Crealey le preguntó si estaba contenta. La respuesta de Mandy fue que había trabajos peores y que no le importaba quedarse un poco más, lo cual era lo más lejos que llegaba nunca a la hora de expresar satisfacción por un empleo. En Innocent House se la había aceptado enseguida; la juventud y la vitalidad combinadas con una elevada eficiencia rara vez despiertan recelo durante mucho tiempo. La señorita Blackett, después de una semana de mirarla fijamente con reprobatoria severidad, al parecer llegó a la conclusión de que peores interinas había conocido. Mandy, siempre presta a la hora de detectar lo más conveniente para sus propios intereses, la trataba con una mezcla halagadora de deferencia y confianza: iba a buscar el café a la cocina, le pedía consejo aunque sin intención de seguirlo y aceptaba algunas de las tareas rutinarias más aburridas con animosa buena voluntad. Para sus adentros pensaba que la pobre era patética, digna de lástima. Estaba claro que el señor Gerard, sin ir más lejos, no podía verla ni en pintura, y era natural. La opinión particular de Mandy era que la señorita Blackett saltaría irremediablemente. De todos modos, estaban demasiado atareadas para perder el tiempo pensando en lo poco que tenían en común y en lo mucho que cada una deploraba la ropa, el peinado y la actitud ante los superiores de la otra. Además, Mandy no estaba siempre en el despacho de la señorita Blackett. La señorita Claudia y el señor De Witt la llamaban con frecuencia para dictarle todo tipo de textos, y un martes que George estuvo de baja a causa de un violento trastorno estomacal, se hizo cargo de la recepción y atendió la centralita sin equivocarse más que en unas pocas conexiones.
El miércoles y el jueves de la segunda semana los pasó en el departamento de publicidad, ayudando a organizar un par de giras de promoción y una sesión de firmas. Allí, Maggie FitzGerald, la secretaria de la señorita Etienne, le reveló alguna de las debilidades de los autores, esos seres imprevisibles y sensibles en demasía de los que, como Maggie reconoció con renuencia, dependía en último término la suerte de la Peverell Press. Estaban los que intimidaban, a los cuales era preferible dejar en manos de la señorita Claudia, y los apocados e inseguros, que necesitaban apoyo constante antes de poder pronunciar una palabra en una charla de la BBC o en quienes la perspectiva de un almuerzo literario producía una mezcla de terror inarticulado e indigestión. No menos difíciles de manejar eran los agresivos y confiados, que, de no contenerlos, se desharían del encargado de la promoción de sus obras y saltarían a cualquier librería que hubiera a mano con la oferta de firmar ejemplares, reduciendo así al caos un programa cuidadosamente establecido. Pero los peores, le confió Maggie, eran los engreídos, que solían ser los que vendían menos libros, pero exigían viajes en primera, hoteles de cinco estrellas, una limusina y un alto cargo de la editorial a su lado, y enviaban coléricas cartas de protesta si sus sesiones de firma no atraían una cola que diera la vuelta a la manzana. Esos dos días en publicidad, Mandy disfrutó del entusiasmo juvenil de la plantilla, de las voces animadas que gritaban sobre la estridencia perpetua del teléfono, los agentes ruidosamente recibidos que regresaban a la base para charlar e intercambiar noticias, la sensación de urgencia y de crisis inminente, y regresó de mala gana a su silla en el despacho de la señorita Blackett.
Le entusiasmaban menos las llamadas para ir a tomar notas al despacho del señor Bartrum, el responsable de la contabilidad, que, como le dijo confidencialmente a la señora Crealey, era maduro y aburrido y la trataba como si fuese un cero a la izquierda. El departamento de contabilidad estaba en el número 10 y, tras cada sesión con el señor Bartrum, Mandy hacía una escapada al piso de arriba para pasarse unos minutos de charla, flirteo e intercambio ritual de insultos con los tres empleados de la sección de envíos. Éstos vivían en un mundo particular de suelos desnudos y mesas de caballetes, de cinta adhesiva y enormes ovillos de cordel, con un olor característico y excitante a libros recién salidos de la imprenta. Le gustaban los tres: Dave, el del sombrero de monte, que a pesar de su escasa estatura tenía unos bíceps como balones de fútbol y podía levantar pesos extraordinarios; Ken, que era alto, lúgubre y callado, y Cari, el encargado del almacén, que estaba en la empresa desde que era un muchacho. «Éste no les va a funcionar», decía a veces, dándole una palmada a una caja de cartón.
– No se equivoca nunca -le aseguró Dave en tono de admiración-. Es capaz de distinguir un best-seller de un fracaso nada más olerlo. Ni siquiera le hace falta leerlo.
Su buena disposición para preparar el té y el café a las dos secretarias personales y los socios le daba ocasión de charlar dos veces al día con la encargada de la limpieza, la señora Demery. Los dominios de la señora Demery tenían su centro en la gran cocina y la salita adyacente de la planta baja, al fondo de la casa. La cocina estaba provista de una mesa rectangular de pino, lo bastante grande para diez personas, un fogón de gas, otro eléctrico y un horno de microondas, un fregadero doble, un frigorífico enorme y una pared cubierta de pequeñas alacenas. Allí, de doce a dos del mediodía, en una atmósfera cargada de discordantes olores de cocina, toda la plantilla salvo los altos cargos comía sus sándwiches, calentaba al horno sus raciones de pasta al curry envueltas en papel de estaño, hacía tortillas, hervía huevos, freía tocino para bocadillos y se preparaba té o café. Los cinco socios nunca comían con ellos. Frances Peverell y Gabriel Dauntsey se iban al edificio de al lado, a sus apartamentos separados del número 12, mientras que los dos Etienne y James de Witt tomaban la lancha río arriba para almorzar en la ciudad o iban andando al Prospect de Whitby o a alguno de los pubs de Wapping High Street. La cocina, sin su presencia inhibidora, era el centro del chismorreo. En ella se recibían las noticias, se comentaban interminablemente, se adornaban y se divulgaban. Mandy se sentaba en silencio ante su caja de sándwiches, sabiendo que, cuando ella estaba presente, los empleados de nivel medio en particular se mostraban desusadamente discretos. Fueran cuales fuesen sus opiniones sobre el nuevo presidente y el posible futuro de la empresa, la lealtad y el sentido de su posición en la empresa les vedaban toda crítica abierta en presencia de una interina. Pero cuando estaba a solas con la señora Demery, preparando el café de la mañana o el té de la tarde, ésta no tenía tales inhibiciones.
– Creíamos que el señor Gerard y la señorita Frances iban a casarse. Ella también lo creía, la pobre. Y luego están la señorita Claudia y su gigoló.
– ¡La señorita Claudia con un gigoló! Venga ya, señora Demery.
– Bueno, quizá no sea exactamente un gigoló, aunque es bastante joven. En cualquier caso, más que ella. Lo vi cuando vino a la fiesta de compromiso del señor Gerard. Es guapo, eso hay que reconocerlo. La señorita Claudia siempre ha tenido buen ojo para los chicos guapos. Se dedica a las antigüedades, ¿sabes? Se supone que son novios, pero ella no lleva anillo, si te fijas.
– Pero la señorita Claudia ya es bastante vieja, ¿no? Y la gente como ella no le da tanta importancia a los anillos.
– Pues esa lady Lucinda bien que lleva uno, ¿no? Una esmeralda así de grande engastada entre diamantes. Al señor Gerard tuvo que costarle un buen fajo. No sé por qué quiere casarse con la hermana de un conde. Y lo bastante joven para ser hija suya, además. Yo no lo veo decente.
– A lo mejor le hace ilusión una esposa con título nobiliario, señora Demery. Ya sabe: lady Lucinda Etienne. A lo mejor le gusta cómo suena.
– Eso ya no cuenta tanto como antes, Mandy, no de la manera en que se portan hoy en día algunas de esas antiguas familias. No son mejores que los demás. En mi juventud era distinto; entonces se les tenía un respeto. Y ese hermano suyo, conde o no conde, tampoco es que valga mucho la pena, si hemos de creer la mitad de lo que sale en los periódicos. -Y la señora Demery concluyó pronunciando la frase con que invariablemente daba por finalizada toda conversación-: ¡Ah, vivir para ver!
El primer lunes de Mandy en la empresa, un día tan soleado que casi se podía creer que había vuelto el verano, la joven vio con cierta envidia al primer grupo de empleados embarcar a las cinco y media en la lancha que debía llevarlos a Charing Cross. Siguiendo un impulso, le preguntó a Fred Bowling, el barquero, si podía hacer con él el viaje de ida y vuelta. Él no puso objeción, de modo que saltó a bordo. Durante el trayecto de ida permaneció sentado al timón en silencio, como Mandy se imaginó que debía de hacer siempre; pero cuando el grupo desembarcó y emprendieron el regreso a Innocent House a favor de la corriente, la joven empezó a hacerle preguntas sobre el río y se sorprendió al comprobar sus conocimientos. No había ningún edificio que no fuera capaz de identificar, ninguna historia que desconociera, ningún compañero de oficio al que no reconociera y pocas embarcaciones cuyo nombre no supiera.
Por él supo Mandy que el obelisco de Cleopatra fue construido ante el templo de Isis en Heliópolis hacia el año 1450 a. de C., y transportado por mar a Inglaterra para ser instalado a orillas del río en 1878. Formaba parte de una pareja, y el otro estaba en el Central Park de Nueva York. Mandy se imaginó el gran recipiente, con su núcleo de piedra, agitándose en las aguas turbulentas del golfo de Vizcaya como un inmenso pez. El barquero le señaló la taberna de Doggett’s Coat and Badge, junto al puente de Blackfriars, y le habló de la regata de remo Doggett’s Coat and Badge que viene disputándose desde 1722 entre la Old Swan Inn del puente de Londres y la Old Swan Inn de Chelsea, la primera carrera para embarcaciones de remo que se celebró en el mundo. Su sobrino había tomado parte en ella. Mientras cabeceaban bajo los grandes pilares del puente de la Torre, fue capaz de decirle la longitud de cada tramo, añadiendo que el paso elevado quedaba a 43 metros de la superficie del agua durante la marea alta. Cuando llegaron a Wapping le habló de James Lee, un agricultor de Fulham que cultivaba legumbres para el mercado y que en 1789 vio en la ventana de una casita una hermosa flor traída por un marinero desde Brasil. James Lee compró la flor por ocho libras, plantó esquejes y al año siguiente amasó una fortuna al vender trescientas plantas por una guinea cada una.
– ¿Y qué flor dirías tú que era?
– No lo sé, señor Bowling, no entiendo de plantas.
– Vamos, Mandy, a ver si lo adivinas.
– ¿Podría ser una rosa?
– ¿Una rosa? ¡Claro que no era una rosa! Rosas las ha habido siempre en Inglaterra. No, era una fucsia.
Mandy alzó la vista hacia él y vio que su rostro atezado y arrugado, todavía vuelto hacia el frente, sonreía en silencio. Qué extraña era la gente, pensó. Nada de lo que le había contado sobre los esplendores y los horrores del río era para él tan dulcemente notable como el descubrimiento de aquella simple flor.
Al acercarse a Innocent House Mandy divisó las figuras de los dos últimos pasajeros, James de Witt y Emma Wainwright, dispuestos a embarcar. Había oscurecido y el río se había vuelto tan denso y liso como el aceite, una marea negra que al paso de la lancha se abría formando una cola de pez de espuma blanca. Mandy cruzó la terraza hacia su motocicleta. No se entretuvo. No era supersticiosa ni especialmente miedosa, pero después de oscurecer Innocent House se volvía más misteriosa y hasta un poco siniestra, aun con los dos globos que proyectaban sobre el mármol su luz cálida y suave. Mandy avanzó mirando al frente, evitando bajar la vista por si encontraba la legendaria mancha de sangre, y evitando alzarla para no ver el balcón desde el cual aquella esposa trastornada se había arrojado a la muerte muchos años atrás.
Y así iban pasando los días. Siempre de despacho en despacho, voluntariosa, concienzuda, rápidamente aceptada. No había nada que escapara a la mirada penetrante y experimentada de Mandy: la infelicidad de la señorita Blackett y el indiferente desdén con que la trataba el señor Gerard; el rostro pálido y tenso de la señorita Frances, estoica en su desdicha; la mirada nerviosa con que George seguía al señor Gerard cada vez que éste pasaba por recepción; las conversaciones oídas a medias que se interrumpían cuando llegaba ella. Mandy sabía que los empleados estaban preocupados por el futuro. Toda Innocent House se hallaba envuelta en una atmósfera de inquietud, casi de presagio, que Mandy podía percibir e incluso en ocasiones casi paladear, puesto que se consideraba, como siempre, meramente una espectadora privilegiada, una extraña sobre la que no pendía ninguna amenaza personal, que cobraba al finalizar la semana, no debía fidelidad a nadie y podía marcharse cuando quisiera. A veces, al terminar el día, cuando la luz empezaba a menguar, el río se convertía en una marea negra y los pasos resonaban de un modo espectral sobre el mármol del vestíbulo, pensaba en las horas que preceden a una fuerte tempestad; ahí estaban la creciente oscuridad, la pesadez y el intenso olor metálico del aire, el saber que esa tensión no podía romperla más que el primer estallido del trueno y un violento desgarramiento del cielo.