23

Nada más ver a la señora Demery, Dalgliesh tuvo la certeza que no tendría problemas con ella; ya había tratado antes con otras de su especie. Las señoras Demery, según su experiencia, no tenían complejos acerca de la policía, de la que en general suponían que trabajaba bien y de su parte, pero tampoco veían ningún motivo para tratarla con respeto exagerado ni para atribuir a los agentes varones más sentido común del que normalmente poseía el resto de su género. Eran, sin duda, tan propensas a mentir como cualquier otro testigo cuando se trataba de proteger a los suyos, pero su carácter íntegro y su carencia de imaginación las impulsaban a decir la verdad -que a fin de cuentas era lo menos complicado- y, una vez dicha, no hallaban razón para torturarse la conciencia con dudas sobre sus propios motivos o sobre las intenciones de las demás personas. Dalgliesh sospechaba que encontraban a los hombres un poco ridículos, sobre todo cuando se ataviaban con togas y pelucas y se lanzaban a pontificar en tono arrogante utilizando un lenguaje fuera del alcance de la gente común, y que no estaban dispuestas a dejarse sermonear, intimidar ni desairar por tan exasperantes personajes.

Ahora Dalgliesh tenía sentado ante sí a un nuevo ejemplar de esta excelente especie, que lo examinaba abiertamente con ojos luminosos e inteligentes. El cabello, obviamente recién teñido, era de un vivo naranja dorado, peinado en un estilo que podía verse en las fotografías de la época eduardiana: firmemente recogido en la nuca y los lados, con un flequillo de encrespados rizos que le caía sobre la frente. Al fijarse en su afilada nariz y sus ojos brillantes y ligeramente exoftálmicos, a la mente de Dalgliesh acudió la imagen de un perro de lanas exótico e inteligente.

Sin esperar a que él diera comienzo a la conversación, la señora Demery le anunció:

– Yo conocí a su papá, señor Dalgliesh.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo, señora Demery? ¿Durante la guerra?

– Sí, eso mismo. Nos evacuaron a su pueblo, a mi hermano gemelo y a mí. ¿Se acuerda de los gemelos Carter? Bueno, es imposible que se acuerde, claro. Entonces no era usted ni una chispita en los ojos de su padre. ¡Qué caballero más encantador! No nos alojaron en la rectoría porque allí tenían a las madres solteras. Nos llevaron a casa de la señorita Pilgrim. ¡Ay, Dios, qué espantoso era aquel pueblo, señor Dalgliesh! No sé cómo pudo usted soportarlo; cuando era un niño, quiero decir. Me quitó las ganas de campo para toda la vida el pueblo aquel. Barro, lluvia y esa peste tan horrible de las granjas. ¡Y qué aburrimiento!

– Supongo que, para unos niños de ciudad, no debía de haber mucho que hacer.

– Yo no diría eso. Cosas que hacer había, vaya que sí, pero a la que empezabas a hacerlas te metías en un buen lío.

– ¿Como construir un dique en el arroyo del pueblo, por ejemplo?

– ¡Así que ha oído hablar de eso! ¿Cómo íbamos a figurarnos que se inundaría la cocina de la señora Piggott y se ahogaría su viejo gato? Pero es curioso que lo sepa.

El rostro de la señora Demery expresaba la más viva satisfacción.

– Usted y su hermano forman parte del folclore local, señora Demery.

– ¿De veras? Eso está bien. ¿Se acuerda de los cerditos del señor Stuart?

– El señor Stuart se acuerda. Ya tiene más de ochenta años, pero hay cosas que se graban para siempre en la memoria.

– Iba a ser una carrera estupenda. Pusimos a los condenados animalitos más o menos alineados, pero luego se desparramaron por todo el pueblo. Bueno, más que nada por toda la carretera de Norwich. Pero, Dios mío, ¡qué espantoso era aquel pueblo! ¡Qué silencio! Por la noche no nos dejaba dormir tanto silencio. Era como estar muertos. ¡Y qué oscuridad! Nunca había visto una oscuridad como aquélla. Era como si te echaran por encima una manta de lana negra hasta que te ahogabas. Billy y yo no podíamos soportarla. Nunca habíamos tenido pesadillas hasta que nos evacuaron. Cuando venía nuestra mamá a visitarnos no parábamos de llorar a gritos. Me acuerdo muy bien de aquellas visitas: mamá arrastrándonos por aquel camino aburrido y Billy y yo chillando que queríamos volver a casa. Le decíamos que la señorita Pilgrim no nos daba de comer y que siempre nos perseguía con la zapatilla. Y lo de la comida era verdad; en todo el tiempo que estuvimos allí no comimos una patata frita como Dios manda. Al final mamá nos hizo volver a casa para que no le diéramos más la lata. Ahí ya se arregló la cosa. Nos lo pasábamos en grande, sobre todo cuando empezaron los bombardeos. Teníamos uno de aquellos refugios en el jardín, y ¡qué bien que estábamos allí con mamá, la abuela, la tía Edie y la señora Powell del número cuarenta y dos cuando le bombardearon la casa!

– ¿Y no estaba muy oscuro el refugio? -preguntó Dalgliesh.

– Teníamos las linternas, ¿no? Y cuando no era el momento mismo del bombardeo se podía salir a mirar los focos antiaéreos. ¡Qué bonito quedaba el cielo con todas aquellas luces! ¡Y qué ruido! Aquellos cañones…, bueno, era como si un gigante estuviera rasgando trozos de plancha ondulada. Bueno, como decía mamá, si les das a tus hijos una infancia feliz, no hay mucho que la vida pueda hacerles luego.

Dalgliesh tuvo la sensación de que sería vano discutir esta optimista visión de la educación infantil. Se disponía a sugerir diplomáticamente que ya era hora de abordar el objeto de su conversación, pero la señora Demery se le adelantó.

– Bueno, ya está bien de hablar de los viejos tiempos. Estará usted deseando preguntarme por este asesinato.

– ¿Es ésa la impresión que le ha dado, señora Demery? ¿Que se trata de un asesinato?

– Es de lógica, ¿no? No pudo ponerse él mismo esa serpiente al cuello. ¿Lo estrangularon?

– No sabremos cómo murió hasta que tengamos el resultado de la autopsia.

– Bueno, pues a mí me pareció que lo habían estrangulado, con toda la cara de color rosa y esa serpiente metida en la boca. Ahora que, mire lo que le digo, no había visto nunca un muerto que tuviera tan buen aspecto. Tenía mejor cara muerto que cuando vivía, y cuando vivía tenía muy buena cara. Era un hombre guapo, vaya que sí. Siempre me recordó un poco a Gregory Peck de joven.

Dalgliesh le pidió que describiera con exactitud todo lo ocurrido desde su llegada a Innocent House.

– Vengo todos los días laborables de nueve a cinco, menos los miércoles. Los miércoles vienen de la agencia de limpieza de oficinas La Superior, dicen que para hacer una limpieza a fondo de todo el edificio. La Superior, así se llaman, pero les quedaría mejor La Inferior. Supongo que hacen lo que pueden, pero no es lo mismo que si tuvieran un interés personal por el trabajo. George viene media hora antes y les abre la puerta. Normalmente suelen acabar hacia las diez.

– ¿Y a usted quién le abre, señora Demery? ¿Tiene las llaves?

– No. El anciano señor Etienne propuso dármelas, pero no quise tener esa responsabilidad. Ya hay demasiadas llaves en mi vida. Normalmente suele abrir George; o, si no, el señor Dauntsey o la señorita Frances. Según quién llegue antes. Esta mañana no estaban ni la señorita Peverell ni el señor Dauntsey, pero me ha abierto George, que ya estaba aquí, así que he empezado a limpiar tranquilamente la cocina. No ha pasado nada hasta justo antes de las nueve, cuando ha llegado ese lord Stilgoe diciendo que tenía una cita con el señor Gerard.

– ¿Estaba usted presente cuando llegó lord Stilgoe?

– Pues mire, sí. Estaba charlando un poco con George. Lord Stilgoe no se puso muy contento al saber que no había nadie en la casa, aparte del recepcionista y de mí. George empezó a llamar a los distintos despachos para ver si encontraba al señor Gerard, y estaba diciéndole a lord Stilgoe que sería mejor que esperase en recepción cuando llegó la señorita Etienne. La señorita le preguntó a George si Gerard estaba en su despacho y George le dijo que había llamado, pero que no contestaba nadie, así que la señorita Etienne fue a ver si estaba y lord Stilgoe y yo la seguimos. La chaqueta del señor Gerard estaba sobre el respaldo del sillón, y el sillón apartado del escritorio, lo que me pareció un poco raro. Luego ella miró en el cajón de la derecha y encontró las llaves. El señor Gerard siempre dejaba sus llaves allí cuando estaba en el despacho. Es un manojo bastante pesado y no le gustaba llevar tanto peso en el bolsillo de la chaqueta. La señorita Claudia dijo: «Tiene que estar aquí; a lo mejor está en el número diez con el señor Bartrum», así que volvimos a recepción y George dijo que ya había llamado al número diez. El señor Bartrum estaba en su despacho, pero no había visto al señor Gerard, aunque tenía el Jaguar allí. El señor Gerard siempre dejaba el coche aparcado en Innocent Passage porque era más seguro. De manera que la señorita Claudia dijo: «Tiene que estar aquí. Será mejor que empecemos a buscarlo.» A estas alturas ya había llegado la primera lancha, y luego aparecieron la señorita Frances y el señor Dauntsey.

– ¿Le pareció preocupada la señorita Etienne?

– Más bien intrigada, si me comprende. Le dije: «Bueno, he mirado en toda la planta baja y al fondo de la casa, y en la cocina no está.» Y la señorita Claudia dijo algo así como que no era muy probable que estuviera allí, ¿verdad?, y empezó a subir la escalera, y yo me fui detrás de ella con la señorita Blackett.

– No me ha dicho que la señorita Blackett estuviera en la casa.

– ¿Ah, no? Pues ya estaba, había llegado con la lancha. Claro que una ya no se fija tanto en ella, ahora que no está el anciano señor Peverell. Pero el caso es que estaba, aunque todavía llevaba puesto el abrigo, y subió la escalera con nosotras.

– ¿Tres mujeres para buscar a un solo hombre?

– Bueno, así fue la cosa. Supongo que yo subí por curiosidad. Por una especie de instinto, en realidad. Pero no sé por qué subió la señorita Blackett; tendrá que preguntárselo a ella. La señorita Claudia dijo: «Empezaremos a buscar por arriba», y eso fue lo que hicimos.

– Entonces, ¿fue directamente a la sala de los archivos?

– Exacto, y de allí al despachito que hay al fondo. La puerta no estaba cerrada con llave.

– ¿Cómo la abrió, señora Demery?

– ¿Qué quiere decir? La abrió como se abren siempre las puertas.

– ¿La abrió toda de golpe? ¿La abrió despacio? ¿Diría usted que se mostraba aprensiva?

– No, que yo me fijara. La abrió sin más. Y, bueno, ahí estaba él. Tirado de espaldas con toda la cara rosa y esa serpiente enroscada al cuello y con la cabeza dentro de la boca. Tenía los ojos abiertos y una mirada muy fija. ¡Era horrible! Yo enseguida me di cuenta de que estaba muerto, fíjese lo que le digo, pero, como ya le he dicho, nunca lo había visto con mejor aspecto. La señorita Claudia se le acercó y se arrodilló a su lado. Luego dijo: «Vayan a llamar a la policía. Y fuera de aquí las dos.» Bastante brusca, la verdad. Claro que era su hermano. Yo enseguida me doy cuenta cuando no me quieren en un sitio, así que me fui. Tampoco tenía tanto interés en quedarme.

– ¿Y la señorita Blackett?

– Estaba justo detrás de mí. Pensé que iba a ponerse a chillar, pero lo que hizo fue soltar una especie de gemido agudo. Le pasé un brazo por los hombros. Estaba temblando de una manera espantosa. Le dije: «Vamos, querida, vamos, aquí no puede hacer nada.» Así que nos fuimos escaleras abajo. Me pareció que llegaríamos antes que con el ascensor, que siempre se atasca, pero puede que hubiera sido mejor ir en ascensor. Me costó bastante hacerle bajar la escalera, de tanto como temblaba. Y un par de veces casi se le doblaron las piernas. Hubo un momento en que pensé que tendría que dejarla en el suelo y bajar a pedir ayuda. Cuando llegamos al último tramo, estaban lord Stilgoe, el señor De Witt y todos los demás allí mirándonos. Supongo que al verme la cara y el estado en que estaba la señorita Blackett se dieron cuenta de que había pasado algo muy malo. Entonces se lo dije. Me pareció que al principio no podían creérselo, y entonces el señor De Witt echó a correr escaleras arriba con lord Stilgoe, y el señor Dauntsey detrás de ellos.

– ¿Qué ocurrió entonces, señora Demery?

– Ayude a sentarse a la señorita Blackett y fui a buscar un vaso de agua.

– ¿No llamó a la policía?

– Eso lo dejé para ellos. El muerto no iba a escaparse, ¿verdad? ¿Qué prisa había? Además, si hubiera llamado habría sido una equivocación, porque cuando volvió lord Stilgoe fue directamente al mostrador de recepción y le dijo a George: «Llame a New Scotland Yard. Quiero hablar con el comisionado. Si no puede ser, con el comandante Adam Dalgliesh.» Directo a las alturas, claro. Luego la señorita Claudia me pidió que fuera a preparar café bien cargado, y eso hice. Estaba blanca como una sábana, la pobre. Bueno, tampoco es para extrañarse, ¿verdad?

– El señor Gerard asumió los cargos de presidente y director gerente hace relativamente poco, ¿no es cierto? -preguntó Dalgliesh-. ¿Lo apreciaba mucho el personal?

– Bueno, si hubiera sido el sol de la oficina ahora no tendrían que llevárselo en una bolsa de plástico, digo yo. Alguien no lo apreciaba, eso está claro. Naturalmente, para él no debió de ser fácil ocupar el lugar del señor Peverell. Todo el mundo respetaba al señor Peverell. Era una bellísima persona. Pero yo me llevaba perfectamente bien con el señor Gerard. No le daba problemas ni él me los daba a mí. De todos modos, no creo que en la oficina haya muchos que lloren por él. Claro que un asesinato es un asesinato, y habrá una conmoción, eso seguro. Y tampoco le hará mucho bien a la empresa, digo yo. Mire, aquí tiene una idea; a ver qué le parece. Podría ser que se hubiera matado él mismo y que luego el bromista ese que tenemos en la oficina le hubiera puesto la serpiente al cuello para demostrar lo que opinaba de él. A lo mejor valdría la pena pensarlo.

Dalgliesh no le dijo que ya lo habían pensado. Preguntó:

– ¿Le extrañaría saber que se había matado él mismo?

– Bueno, si quiere que le diga la verdad, sí. Demasiado ufano para eso, diría yo. Además, ¿por qué iba a hacerlo? La empresa tiene sus problemas, de acuerdo, pero ¿qué empresa no los tiene hoy en día? Habría salido adelante. No me imagino al señor Gerard haciendo lo mismo que Robert Maxwell. Claro que, ¿quién iba a imaginárselo de Robert Maxwell? O sea que en realidad no hay manera de saberlo, ¿verdad? Misteriosa, eso es la gente, misteriosa. Yo misma podría contarle un par de cosas sobre lo misteriosa que es la gente.

– A la señorita Etienne debió de impresionarle mucho encontrarlo así -intervino Kate-. Al fin y al cabo era su hermano.

La señora Demery centró su atención en Kate, aunque no pareció demasiado complacida por esta intrusión de una tercera persona en su tete a tete.

– Haga una pregunta directa y tendrá una respuesta directa, inspectora. ¿Le impresionó mucho a la señorita Claudia encontrarlo así? Eso es lo que quiere saber, ¿no? Pues tendrá que preguntárselo a ella. Yo no lo sé. Estaba al lado del cuerpo, inclinada sobre él, y no volvió la cara en todo el rato que estuvimos allí la señorita Blackett y yo, que no fue mucho. No sé qué sentía. Sólo sé lo que dijo.

– «Fuera de aquí las dos.» Bastante áspero.

– La conmoción, quizás. Ustedes verán.

– Y la dejaron sola con el muerto.

– Como ella quería, por lo visto. De todos modos, no hubiera podido quedarme. Alguien tenía que ayudar a la señorita Blackett a bajar la escalera.

– ¿Es un buen sitio para trabajar, señora Demery? -preguntó Dalgliesh-. ¿Está contenta aquí?

– Tan bueno como cualquier otro. Mire, señor Dalgliesh, yo ya tengo sesenta y tres años. No es una edad del otro mundo, de acuerdo, y todavía conservo la vista y las piernas, y soy mucho mejor trabajadora que otros que podría nombrar. Pero a los sesenta y tres años no te pones a buscar otro empleo, y a mí me gusta trabajar. Me moriría de aburrimiento sin salir de casa. Y estoy acostumbrada a este sitio; llevo aquí casi veinte años. Puede que no le guste a todo el mundo, pero a mí me conviene. Y queda a mano; bueno, más o menos. Aún sigo en Whitechapel. Ahora tengo un pisito moderno la mar de mono.

– ¿Cómo viene hasta aquí?

– En metro hasta Wapping y luego a pie. No está lejos. Y a mí no me asustan las calles de Londres. Yo ya andaba por las calles de Londres antes de que nadie pensara en usted. El anciano señor Peverell siempre decía que me mandaría un taxi si alguna mañana no me veía con ánimos de hacer el viaje. Y lo habría mandado. Era un caballero muy especial, el señor Peverell. Eso demuestra lo que pensaba de mí. Es bonito ver que te aprecian.

– Ciertamente, lo es. Hábleme de la limpieza de la sala de los archivos, señora Demery, la grande y el despachito donde encontraron al señor Etienne. ¿Es responsabilidad suya o se cuida la compañía de la limpieza?

– Me ocupo yo. Los de la agencia nunca suben al último piso. Eso lo decidió el anciano señor Peverell. Aquello está lleno de papeles, ya sabe, y tenía miedo de que se pusieran a fumar y lo incendiaran todo. Además, esas carpetas son confidenciales. No me pregunte por qué. Les he echado un vistazo a un par de ellas y sólo hay un montón de cartas y manuscritos viejos, por lo que yo he visto. No es como si guardaran los expedientes del personal ni cosas reservadas por el estilo. Pero el señor Peverell les daba mucha importancia a los archivos. El caso es que quedó acordado que de esas habitaciones me encargaría yo. Casi nunca sube nadie, si no es el señor Dauntsey, así que no me tomo demasiadas molestias. No vale la pena. Normalmente subo un lunes al mes y hago una pasada rápida para quitar el polvo.

– ¿Pasa la aspiradora por el suelo?

– Puede que le dé una pasada si me parece que le hace falta. O puede que no. Como ya le he dicho, sólo sube allí el señor Dauntsey, y él apenas ensucia. Ya hay bastante que hacer en el resto de la casa para tener que cargar con la aspiradora hasta el último piso y perder el tiempo en cosas que no hacen falta.

– Sí, ya comprendo. ¿Cuándo fue la última vez que limpió el cuarto pequeño?

– Le di una pasada rápida; el lunes hizo tres semanas. El lunes que viene volveré a subir. Al menos es lo que haría normalmente, pero supongo que querrá usted dejar la puerta cerrada.

– Por el momento, sí, señora Demery. ¿Vamos allá?

Tomaron el ascensor, que subió con lentitud pero sin sacudidas. La puerta del despachito de los archivos estaba abierta. El ingeniero de la compañía del gas no había llegado aún, pero los dos policías especializados y los fotógrafos todavía estaban allí. Aun gesto de Dalgliesh, salieron de la habitación y quedaron a la espera.

– No entre, señora Demery -le indicó Dalgliesh-. Quédese en la puerta y dígame si ve algún cambio.

La señora Demery paseó la mirada por el cuarto con lentitud. Sus ojos se detuvieron brevemente en la línea de tiza que señalaba el contorno del cuerpo ausente, pero no hizo ningún comentario. Tras una pausa de sólo unos segundos, observó:

– Sus muchachos le han dado una buena limpieza, ¿eh?

– No hemos limpiado nada, señora Demery.

– Pues alguien ha tenido que hacerlo. Aquí no hay tres semanas de polvo. Mire la repisa de la chimenea y el suelo. Alguien ha pasado la aspiradora. ¡Válgame Dios! ¡Conque se entretuvo limpiando el cuarto antes de matarlo! ¡Y con mi Hoover!

Se volvió hacia Dalgliesh, quien vio nacer en su mirada una mezcla de indignación, horror y temor supersticioso. Hasta el momento, nada de lo que rodeaba la muerte de Etienne la había afectado tan profundamente como aquella celda de la muerte limpia y preparada.

– ¿Cómo lo sabe, señora Demery?

– La aspiradora se guarda en un cuartito de la planta baja, al lado de la cocina. Cuando fui a buscarla esta mañana, pensé: «Alguien ha utilizado este aparato.»

– ¿Cómo se dio cuenta?

– Porque estaba graduada para limpiar un suelo liso, no una alfombra. El mando tiene dos posiciones, ya me entiende. Cuando la guardé, estaba en la posición de limpiar alfombras, porque lo último que había hecho con ella eran las alfombras de la sala de juntas.

– ¿Está segura, señora Demery?

– No para jurarlo delante de un tribunal. Hay cosas que se pueden jurar y cosas que no. Supongo que yo misma habría podido tocar el mando sin darme cuenta. Lo único que sé es que cuando fui a cogerla esta mañana me dije: «Alguien ha utilizado este aparato.»

– ¿Le preguntó a alguien si la había utilizado?

– ¿A quién se lo iba a preguntar, si no había nadie? Además, no creo que fuera ninguno de los empleados. ¿Para qué iban a coger la aspiradora? Eso es trabajo mío, no de ellos. Pensé que a lo mejor había sido alguno de la compañía de limpieza, pero también sería extraño, porque traen todo el material que necesitan.

– Y la aspiradora, ¿estaba en el sitio de costumbre?

– Sí, exactamente. Y el cable estaba enrollado de la misma manera en que yo lo había dejado. Pero el mando no estaba en la misma posición.

– ¿Ve alguna otra cosa en el cuarto que le llame la atención?

– Bueno, falta el cordón de la ventana, ¿no? Supongo que lo habrán quitado ustedes. Ya empezaba a estar viejo y deshilachado. El lunes pasado, cuando asomé la cabeza, le dije al señor Dauntsey que habría que cambiarlo, y él me contestó que ya se lo diría a George. George se encarga de todas estas cosas. Es muy mañoso, este George. Cuando hablé con el señor Dauntsey, la ventana estaba medio abierta. Normalmente suele tenerla así. No me pareció que le diera mucha importancia, pero, como ya he dicho, pensaba hablar con George. Y esa mesa la han movido. Yo nunca la muevo cuando quito el polvo. Véalo usted mismo. Está unos cinco centímetros más a la derecha; se nota por esa línea tan fina de suciedad que hay en la pared donde antes estaba la mesa. Y no veo la grabadora del señor Dauntsey. Antes había una cama en este cuarto, pero la quitaron cuando la señorita Clements se mató. Otra cosa que tal. Ya hemos tenido dos muertes en esta habitación, señor Dalgliesh. Me parece que ya sería hora de que la cerrasen para siempre.

Antes de despedir a la señora Demery, Dalgliesh le pidió que no dijera nada a nadie acerca del posible uso que se había dado a su aspiradora, pero con escasa esperanza de que se guardara la noticia para sí durante mucho tiempo.

Cuando la mujer se hubo marchado, Daniel preguntó:

– ¿Hasta qué punto podemos fiarnos de esta declaración, señor? ¿Cree que de veras es capaz de advertir si han limpiado recientemente la habitación? Podrían ser imaginaciones suyas.

– Ella es la experta, Daniel. Y la señorita Etienne también se fijó en la limpieza de la habitación. La propia señora Demery ha reconocido que no suele molestarse en limpiar el suelo. Y ahora no hay ni una mota de polvo, ni siquiera en los rincones. Alguien lo ha limpiado hace poco, y no ha sido la señora Demery.

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