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Publicaciones Nu-Celeb de Chelmsford, Essex, ocupaba todo un edificio modular en el polígono industrial Writtle, al suroeste de la ciudad. La premisa era espacio y utilitarismo, pero el interior estaba caldeado incluso a las nueve de la mañana. Melvin Eastman odiaba el frío, y desde su despacho de muros acristalados podía vigilar que el termostato de la planta baja estuviera graduado en los 20 °C. Sentado tras su mesa, todavía con el abrigo de pelo de camello con que llegara hacía diez minutos, Eastman contemplaba la primera plana del diario Sun. Bastante bajito, con el pelo cuidadosamente cortado y de una negrura antinatural, sus rasgos no mostraban la menor expresión mientras leía. Por fin, se inclinó buscando uno de los teléfonos de su mesa de despacho. Su voz era tranquila y su pronunciación precisa.

– Ken, ¿cuántos de esos calendarios de Mink Parfait hemos impreso ya?

En el piso de abajo, su jefe de producción giró la vista hacia él.

– Unos cuarenta mil, jefe. Será el superventas navideño. ¿Por qué?

– Porque Mink Parfait va a disolverse. -Alzó el periódico para que su jefe de producción viese los titulares.

– ¿Seguro que es kosher, jefe? ¿No se tratará de un truco publicitario?

– «Aduciendo diferencias personales y musicales -leyó, dejando el periódico sobre la mesa-, Foxy Deacon confirmó que las cuatro chicas del grupo tomarán caminos distintos. "Sabemos que esto será una sorpresa para todos los fans", declaró Foxy, de veintidós años y chica de cubierta de FHM, "pero queremos dejarlo mientras estamos en lo más alto". Fuentes muy próximas al grupo aseguran que la tensión…», etcétera, etcétera. No lograremos vender esos putos calendarios.

– Lo siento, jefe. No sé qué decir.

Eastman colgó el auricular y dejó que un leve atisbo de preocupación asomara al paisaje lunar de su rostro. Era una forma muy poco prometedora de empezar el día. Aunque Nu-Celeb no fuera el único pastel que tenía en el horno, los calendarios de famosos servían de tapadera para el conjunto de actividades bastante menos legales que lo habían convertido en millonario. Pero le irritaba perder veinte de los grandes por culpa de un puñado de putillas como Mink Parfait. Y encima un puñado de putillas mestizas. Melvin Eastman no suscribía el sueño de un Reino Unido multicultural.

Un hombre enjuto con una cazadora bomber negra y gorra de béisbol, llamado Frankie Ferris, jugador clave en otra de las actividades de Eastman, se encontraba sentado contra la pared. Sostenía una taza de té en una mano y fumaba con la otra, tirando la ceniza en la papelera con una frecuencia tan nerviosa como innecesaria.

Plegando el periódico y dejándolo en la misma papelera, Eastman se volvió hacia Ferris, fijándose en la palidez de sus labios y el ligero temblor del cigarrillo entre sus dedos.

– ¿Y bien, Frankie? -empezó tranquilamente-. ¿Cómo va todo?

– Bien, señor Eastman.

– ¿Todo el mundo paga según lo debido?

– Sí. Ningún problema.

– ¿Alguna petición especial?

– Harlow y Basildon quieren quetamina. Preguntaron si podíamos hacerles un envío de prueba.

– Ni hablar. Esa cosa es como el crack, estrictamente para negratas y retrasados mentales. ¿Qué más?

– Ácido.

– Lo mismo. ¿Algo más?

– Sí, el éxtasis. De repente, todo el mundo quiere las mariposas.

– ¿Y las palomas no?

– También, pero dicen que las mariposas son mejores. Aseguran que son más potentes.

– Eso es una chorrada, Frankie. Son idénticas y tú lo sabes.

– Es lo que dicen -se excusó encogiéndose de hombros.

Melvin Eastman asintió y dio media vuelta. Tomó un sobre bancario de uno de los cajones de su mesa y se lo alargó a Frankie. Este frunció el ceño y lo cogió.

– Esta semana sólo te doy tres y medio, está claro que te estoy pagando demasiado -explicó Eastman-. El pasado viernes te dejaste seis y medio en la mesa de blackjack del Brentwood Sporting Club.

– L-lo siento, señor Eastman, yo…

– Ese tipo de conducta llama la atención, Frankie, y eso son malas noticias, muy malas. No te meto en el bolsillo uno de los grandes cada semana para que lo despilfarres en público, ¿comprendido?

El tono y la expresión de Eastman no habían cambiado, pero la amenaza estaba muy cerca de la superficie. Y Frankie sabía que el último hombre que había hecho enfadar a su jefe terminó en las marismas de Foulness Island. Los cazones se habían cebado en su cara y sólo consiguieron identificarlo analizando su dentadura.

– Comprendido, señor Eastman.

– ¿Seguro?

– Sí, señor Eastman. Seguro.

– Bien. Entonces volvamos al trabajo.

Alargándole un cuchillo Stanley, Eastman le indicó cuatro cajas de cartón cerradas y amontonadas contra la pared. Según indicaban en los lados, contenían escáneres coreanos.

Frankie cortó la cinta adhesiva que cerraba la primera caja y la abrió para revelar los folletos de propaganda. Sacó con cuidado el escáner y la espuma de poliestireno que lo protegía. Debajo había tres bolsas de grueso plástico atiborradas y selladas.

– ¿Las revisamos?

Eastman asintió con la cabeza.

Frankie hizo un corte en la primera, sacó un pequeño pliego de papel y se lo pasó al otro. Eastman lo desplegó y tocó con la punta de la lengua el polvo que contenía. Volvió a asentir y se lo devolvió a Frankie.

– Creo que podemos quedarnos todo el envío, es de confianza. Pero comprueba si Ámsterdam nos envía palomas o mariposas.

– Creo que palomas -murmuró Frankie nerviosamente, contemplando una bolsa de pastillas de éxtasis-. Deben de estar deshaciéndose de los stocks viejos.

Repitieron la operación con las otras tres cajas. Frankie llenó una mochila con las bolsas de éxtasis, el temazepán y la metanfetamina, tapándolo todo con una camiseta y un par de calzoncillos sucios.

– Las mariposas son para Basildon, Chelmsford, Brentwood, Romford y Southend -ordenó Eastman-. Las palomas para Harlow, Braintree, Colchester…

El teléfono lo interrumpió y alzó una mano para que Frankie esperase. Mientras respondía a la llamada, miró a su subalterno una o dos veces, pero Frankie se limitó a contemplar la planta baja a través de la cristalera, aparentemente absorto en las maniobras de carga de un camión.

¿Estaba enganchado a sus propias drogas?, se preguntó Eastman. ¿O sólo al juego? ¿Debería ofrecerle una zanahoria después del palo de aquella mañana, meterle un par de billetes de cincuenta en el bolsillo antes de que se fuera de allí?

Al final decidió que no. Tenía que aprender la lección.

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