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Faraj contempló imperturbablemente cómo Jean, desnuda hasta la cintura, se arrodillaba en el sendero que corría bajo el puente y se inclinaba para lavarse el pelo en el río. Más allá de los arcos del puente se vislumbraba un amanecer gris. Eran las nueve de la mañana y hacía bastante frío. Los dedos de Jean frotaban metódicamente su cabellera, y una pequeña mancha de burbujas jabonosas derivó corriente abajo. Alzó la cabeza y retorció su oscura mata de pelo para escurrirla. Cogió un peine del neceser, todavía agachada sobre el agua, y lo pasó repetidamente por su cabello, de la nuca a la frente, hasta que dejó de salpicar agua. Agitó un poco la cabeza y volvió a ponerse su camiseta sucia. Las manos le temblaban a causa del agua helada y el hambre le roía las entrañas. No obstante, era imprescindible que su aspecto fuera lo más presentable posible.

El día había llegado.

Frotándose los antebrazos para entrar en calor, rebuscó en su neceser hasta encontrar un par de tijeras de peluquero y se las ofreció a Faraj junto con el peine.

– Te toca cortarme el pelo -le dijo. El asintió. Frunció el entrecejo y sopesó las tijeras.

– Es muy fácil -lo tranquilizó Jean-. Ve de atrás hacia delante, cortando cada mechón… -Le mostró su dedo índice-. Un trozo así.

Faraj se sentó tras ella y empezó a cortar, desmenuzando los mechones en el río a medida que los iba cortando. Quince minutos después, le devolvió tijeras y peine a la chica.

– Ya está.

– ¿Qué tal ha quedado? -preguntó curiosa-. ¿Parezco distinta? -«Una palabra de ternura. Sólo una…»

– Sí, pareces distinta -dijo bruscamente-. ¿Estás preparada?

– Quiero echarle un último vistazo al mapa -pidió ella, mirándolo de reojo.

Faraj no había cumplido ni treinta años, pero la incipiente barba de su mentón tenía un color plateado. Buscó la guía con los mapas y volvió a examinar la topografía de la zona. Según la escala, se encontraban a sólo cinco kilómetros de su objetivo.

– Sigo preocupada por los helicópteros. Si vamos a campo traviesa y nos ven, estamos acabados.

– Es menos arriesgado que robar otro coche -repuso él-. Y si son tan listos como dices, no nos buscarán por aquí, se concentrarán en los alrededores de las bases norteamericanas.

– Debemos estar a unos veinticinco kilómetros de Marwell, quizá más.

Pero ni siquiera veinticinco kilómetros parecían suficientes. Lo que realmente les preocupaban eran las cámaras infrarrojas. Sus siluetas en una pantalla, dos puntos luminosos que se agrandaban más, y más, y más, mientras el rugido de los rotores crecía, y crecía, y crecía, ahogando cualquier otro sonido y…

– Creo que deberíamos ir hacia West Ford siguiendo este sendero -sugirió la chica, haciendo un esfuerzo por atemperar su voz-. Así, si escuchamos los helicópteros, siempre… siempre podremos ocultarnos bajo el siguiente puente.

Faraj miró sin expresión las manos de Jean, que volvían a temblar.

– Está bien, seguiremos el sendero -aceptó-. Empaquétalo todo y en marcha.

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